Capítulo 11

20 de Mirtul, Año de la Magia Desatada

—¡Disparad!

Keya soltó la cuerda del arco al oír la orden. Su flecha surcó el aire con otras mil, atravesando el Mythal y describiendo un arco hacia la delgada línea de acechadores y phaerimm que flotaban en el Valle de los Viñedos. Rayos destellantes de magia de desintegración iban y venían por encima de la muralla, disolviendo cientos de flechas antes de que se acercaran siquiera a los ennegrecidos viñedos. Uno de los meteoros dorados del Mythal cayó atronador desde el cielo y abrió una brecha de seis metros entre la trémula nube de astiles. Cientos de dardos erraron su objetivo y se clavaron en el suelo como una plantación de astas emplumadas recién brotadas. De las pocas docenas de flechas que dieron en el blanco, la mayoría fueron desviadas por la poderosa magia de protección y cayeron inofensivamente al suelo, pero unos cuantos proyectiles encantados penetraron las defensas de los phaerimm y se clavaron a fondo en los cuerpos de los enemigos.

Un phaerimm y dos acechadores quedaron inermes y empezaron a descender hacia el suelo, entonces hubo un feroz contraataque contra el Mythal que impidió que Keya viera si se recuperaban. Preparó otra flecha, la única que quedaba en su carcaj, y esperó a la nueva orden. Como el resto de la Cadena de Vigilancia, estaba detrás de la Muralla de la Vega, protegida del enemigo sólo por el vapuleado Mythal y setenta pasos de terreno abierto, tan cerca que cuando no estaba tratando de proteger sus ojos de los destellos mágicos podía ver los ojos centrales de los acechadores atacantes.

Lo que Keya no podía ver eran osgos, illitas, elfos capturados ni ningún otro tipo de esclavos mentales. Sólo estaban los propios espinardos, según los rumores menos de doscientos en todo el valle, y tal vez mil acechadores. Con nada menos que diez mil elfos rodeando la ciudad, realmente daba la impresión de que Evereska llevaba las de ganar, pero en todo lo relacionado con los phaerimm, las apariencias siempre eran engañosas. Los esclavos mentales podían estar en cualquier parte, acechando invisibles al otro lado de la Muralla de la Vega u ocultos en túneles bajo el Valle de los Viñedos, listos para abrirse paso por debajo de las defensas elfas en cuanto sus amos debilitaran el Mythal.

—¡Disparad! —llegó la orden.

Keya apuntó al ojo del acechador más próximo y soltó la cuerda. Perdió de vista su flecha en cuanto se unió a la oscura nube que navegaba hacia el Valle de los Viñedos, pero prefirió creer que la suya había sido la que sobrevivió para clavarse entre dos de los tentáculos oculares de su objetivo. Otra andanada de conjuros de los phaerimm explotó contra el Mythal.

Un proveedor de flechas reemplazó el carcaj vacío que Keya llevaba en su cinturón por otro lleno. Keya cogió la siguiente flecha y quedó horrorizada al sentir que era madera verde, húmeda. Incluso había que sacrificar los árboles para salvar Evereska, aunque en verdad tampoco vivirían mucho si caía el Mythal. Colocó la flecha en el arco y alzó la punta en el aire.

Los phaerimm empezaron a replegarse, tan de prisa que uno chocó contra el meteoro del Mythal y desapareció en un destello dorado. Acto seguido, un cono de chispeante llama gris surgió de detrás de la Muralla de la Vega, engullendo a un par de phaerimm que habían cometido el error de formar una línea y convirtiéndolos en crepitantes tornados de fuego plateado.

Khelben Arunsun apareció en la Muralla de la Vega en el lugar de donde había salido el cono. Su mano todavía apuntaba a los dos phaerimm en llamas. Un instante después, los vaasan y el resto de la escolta del archimago aparecieron a uno y otro lado de él, todos gruñendo por el esfuerzo de lanzar una andanada de jabalinas voladoras contra los phaerimm a la fuga. Los acechadores hicieron frente a la primera oleada de lanzas con sus rayos de desintegración, lo cual no hizo sino transformarlos en pura magia y enviarlos dando tumbos contra sus objetivos con la velocidad del rayo. La segunda oleada siguió algo más lentamente, pero dos docenas de armas dieron en el blanco. Tres phaerimm se desplomaron cayendo al suelo y transformándose en montones de polvo, y otros dos quedaron tan malheridos que se teleportaron fuera del campo de batalla.

Los espinardos supervivientes volvieron a la velocidad del rayo, empujando a sus esclavos acechadores por delante y lanzando tal tempestad de conjuros contra el Mythal que Keya tuvo que volverse para evitar el calor de la magia al disiparse. Khelben y su escolta se limitaron a reír y con toda tranquilidad se apartaron de la Muralla de la Vega dando la espalda al enemigo. Atravesaron las líneas de la Cadena de Vigilancia, a menos de veinte pasos de donde Keya esperaba la orden de disparar la siguiente flecha. Si Dexon, o cualquiera de los vaasan, repararon en ella, de pie en su puesto, no lo demostraron mirando en su dirección.

—¡Bien hecho, Khelben! —rió Kiinyon Colbathin—. ¡Esta vez fueron cinco!

—¡Sí! —respondió Khelben—. Si tuviéramos cuarenta horas y mil Rayos de Corellon, podríamos matarlos a todos…, pero no es así. No vamos a salvar el Mythal teleportándonos para atacar una vez por hora.

—¿Qué sugieres, mi señor Bastón Negro? —preguntó una voz familiar.

Keya echó una mirada por encima del hombro y se encontró a lord Duirsar acompañado de Kiinyon Colbathin y de lo que quedaba de los Ancianos de la Colina de Evereska. Estaban rodeados por la Compañía de la Mano Fría, cien Espadas elegidos uno por uno para blandir las dieciséis espadaoscuras recuperadas de los vaasan que habían muerto cuando los phaerimm escaparon de su antigua prisión. Puesto que las armas eran capaces de congelar la mano de cualquiera que la blandiera si no pertenecía a la familia propietaria de la misma, la idea era que el primer guerrero usara el arma hasta que la mano se le enfriara demasiado como para sostenerla y a continuación se la pasase al siguiente, y así sucesivamente.

Khelben se dirigió hasta donde estaba lord Duirsar.

—Debemos atacar en el Valle de los Viñedos, y pronto.

—¿Abandonar el Mythal? —Colbathin se quedó boquiabierto—. ¿Sabes cuántos guerreros vamos a perder?

—Una fracción de los que perderemos si les permitimos que lo desgasten lentamente y entren en Evereska —puntualizó Khelben—. El caparazón de sombra ya lo ha debilitado, y esta batalla lo está mermando minuto a minuto. —Se volvió a lord Duirsar—. Mi señor, a menos que Evereska tenga flechas y magia suficientes como para desperdiciar de esta manera, el Mythal no resistirá. Debemos reducir al enemigo.

—Olvidas que las posibilidades son de diez a uno de que los reducidos seamos nosotros —objetó Kiinyon—. Sin duda es mejor que matemos a todos los que podamos desde la seguridad del Mythal…

—¿Acaso tus orejas puntiagudas no oyen? —rugió Khelben—. El Mythal no va a durar.

A pesar de sí misma, Keya se encontró con la atención dividida entre Khelben y los altos señores y su amado Dexon. Observó con desazón que el vaasan la había visto al atravesar las líneas de la Cadena de Vigilancia y de hecho la estaba mirando con la mirada torva de un oso enfadado, sosteniendo su espadaoscura atravesada sobre el pecho y destacando por encima de todos, no sólo de los elfos, sino también de Khelben y de los demás vaasan. Ni siquiera la noche anterior, cuando había pasado tantas horas junto al enorme cuerpo, se había dado cuenta de que fuera un hombre tan corpulento, tan brutal.

Cuando observó que ella lo miraba, Dexon esbozó una sonrisa melancólica y extendió el dedo índice en su dirección. Al principio, Keya pensó que trataba de usar el lenguaje de señas de los elfos, pero entonces sintió que alguien estaba mirando por encima de su hombro y se dio cuenta de qué era lo que estaba señalando. Cuando volvió a mirar hacia adelante se encontró con Zharilee, la elfa del sol que ejercía la comandancia de su compañía, de pie frente a ella tamborileando impaciente con los dedos sobre su extravagante armadura de escamas de oro.

—La verdad, Keya, no me importa si te sientes atraída por esos brutos peludos, pero insisto en que dejes el flirteo hasta después de la batalla. —Zharilee se volvió y a continuación se llevó el mágico cuerno de mando a los labios y gritó:

—¡Disparad!

Keya tensó la cuerda de su arco y su flecha salió describiendo un arco por encima de la Muralla de la Vega hacia la cegadora tormenta de llamas y relámpagos en que se había convertido el Valle de los Viñedos. Echó mano de otra de las flechas verdes de su carcaj.

—¡Alto! —Esta vez la orden no venía de Zharilee, sino del propio Kiinyon Colbathin, y no sonaba nada satisfecho.

—Formad filas. En la primera, espadas; la segunda, lanzas; la tercera, arcos.

Con el corazón en la boca, Keya se colgó el arco al hombro y cogió la espada que tenía plantada en el suelo a su lado. El argumento de Khelben había prevalecido, y lord Duirsar había dado la orden de dejar el Mythal para combatir a los phaerimm. Un estruendo sostenido que hizo retumbar el suelo se originó en las últimas filas cuando los cuerpos de élite avanzaron al trote para ocupar sus posiciones de ataque detrás de la Cadena de Vigilancia.

Aunque Keya no hubiera aprendido táctica en las rodillas de su padre, se habría dado cuenta de lo que estaba sucediendo. Como elemento más inexperto del ejército de Evereska, la Cadena de Vigilancia abriría la carga sobre la muralla y absorbería lo más grueso del ataque de los phaerimm. Con suerte, los cuerpos de élite que venían detrás llegarían intactos a las filas del enemigo y obligarían a los espinardos a combatir en el tipo de lucha que menos les gustaba: cuerpo a cuerpo.

Aunque Keya deseaba con todas sus fuerzas echar una última mirada a Dexon por encima del hombro, resistió la tentación. Si lo miraba, sólo conseguiría que se preocupara por ella cuando lo único que debía preocuparlo era matar al enemigo. Como portador de pleno derecho de una espadaoscura, Dexon era una de las armas más potentes de Evereska contra los phaerimm. Su espada sombría podía atravesar incluso sus más poderosos blindajes, y de su cinturón ya colgaban tres colas de phaerimm para atestiguar que sabía cómo acercarse a ellos lo suficiente y usar su arma.

—Cadena de Vigilancia: ¡a la carga, en tres filas!

Keya contó una demora de un segundo, entonces imprimió a la punta de su lanza una ligera inclinación y se puso en marcha a una carrera de dos pasos por segundo, lo bastante rápida como para cubrir el terreno velozmente, pero no tanto como para que la carga desorganizase su formación. En lugar de adelantarse para responder a la carga, los phaerimm y acechadores mantuvieron sus posiciones, limitándose a formular conjuros contra el Mythal y crear una bolsa de magia que a los atacantes les resultara difícil atravesar. Era una táctica que les daría buenos resultados contra la Cadena de Vigilancia, pero pondría a los cuerpos de élite que venían detrás en el centro mismo de sus filas.

Keya estaba a diez pasos de la Muralla de la Vega cuando oyó en su mente la voz de Khelben.

Nada que temer, querida mía.

¿Quién tiene miedo? —replicó la muchacha—. Sólo tenemos que matar a los espinardos…, y dile a Dex que no pierda la cabeza…

Fue todo lo que le dio tiempo a decir antes de que la primera fila llegara al Muro de la Vega. Con sólo las espadas en la mano y la ligera armadura evereskana para protegerse, superaron de un salto la muralla y desaparecieron sobre su cresta en un segundo. Keya y el resto de la segunda fila fueron más lentos. Tuvieron que apoyar una mano encima del muro y balancear las piernas a un lado, y para entonces, la primera fila ya había parado en seco su marcha y llenaba el aire de terribles gritos mientras las piernas se les convertían en ceniza.

Keya se abstuvo de lanzarse al otro lado dejándose caer sentada bien apoyada en su lanza en el otro lado de la Muralla de la Vega. Delante de ella, Zharilee y media docena más de elfos daban la impresión de estar derritiéndose en el suelo cuando primero sus piernas, luego sus caderas y después sus torsos se deshicieron formando un montón de cenizas grises. También ella estuvo a punto de caer cuando el astil de su lanza se desmoronó.

Un joven elfo de oro de la tercera fila chocó contra ella desde atrás y Keya tuvo que cogerse a la parte trasera de su yelmo para no caer al otro lado.

—¿Qué te detiene? —preguntó el joven—. ¡Muévete!

—No es prudente. —Keya le empujó la cabeza para obligarlo a mirar al otro lado del muro, a las pilas de cenizas que empezaban a desaparecer—. Ésos son nuestros amigos.

El joven elfo del sol se puso del color de una hoja de abedul seca, pero muchos de los integrantes de la Cadena de Vigilancia no tuvieron tanta suerte. Gran parte de la tercera fila cayó sobre las espaldas de los de la segunda, obligándolos a saltar la muralla hacia el Valle de los Viñedos, fuera de la protección del Mythal. En cuanto sus pies tocaron el suelo ennegrecido, los cuerpos se transformaron en ceniza y se desmoronaron.

Sin la lluvia constante de flechas de la Cadena de Vigilancia, los phaerimm y acechadores empezaron por fin a flotar hacia adelante, acercándose más al Mythal. Keya miró hacia atrás, por encima de la figura del elfo descompuesto que había estado a punto de empujarla hacia la muerte, y vio la Compañía de la Mano Fría cargando tras ellos para superar la muralla.

Sentada todavía a horcajadas sobre el muro, Keya alzó ambas manos.

—¡Khelben, haz que se detengan! ¡Has cometido un error!

—¿Error? —La voz de Khelben resonó a través del valle como el estallido de un trueno—. ¡Imposible!

—Khelben, es posible… ¡el valle es una trampa mortal!

Durante un momento largo y terrible, los de la Mano Fría siguieron adelante a la carrera. Un meteoro dorado del Mythal rugió a sus espaldas, abriendo un cráter en el suelo ennegrecido y lanzando sobre ella tanta tierra y escombros que cayó del muro, volviendo a la vega. Los magos de lord Duirsar lanzaron una andanada de rayos de luz y rayos de muerte negra que pasaron por encima de su cabeza y, tal como Keya pudo ver desde donde estaba agazapada, no produjeron el menor efecto sobre el enemigo.

Entonces vio horrorizada que una avalancha de piedras lanzada por encima de la pared alcanzaba al joven elfo de oro que a punto había estado de hacerla caer hacia el Valle de los Viñedos. Una piedra le dio de lleno en el pecho, transformando su torso en un amasijo de sangre y huesos, y a continuación cayó al suelo dejando tras de sí una estela carmesí.

Eso bastó para detener la carga de la Mano Fría y para hacer que lo que quedaba de la Cadena de Vigilancia se replegara hacia Evereska. El enemigo había atacado el interior de la vega. El Mythal se estaba debilitando, y a gran velocidad. Keya contuvo un respingo y se agachó. Luego asomó la cabeza y se encontró con un acechador que levitaba a menos distancia de lo que ocupa una lanza y cuyo ojo central proyectaba un poderoso rayo antimagia en el desfalleciente Mythal. Detrás de él, un phaerimm avanzaba flotando para aprovechar la brecha abierta en las defensas mágicas del Refugio Ultimo.

Keya apenas tuvo tiempo para ver que la escena era más o menos la misma en los demás lugares a lo largo de la muralla antes de que el phaerimm apuntara en su dirección. Una andanada de piedras arrancadas de un muro de los viñedos salió lanzada en su dirección. Keya dio una voltereta y se apartó. Las piedras hicieron impacto en la Muralla de la Vega, a sus espaldas, abriendo una brecha y lanzando esquirlas de granito hacia la vega. Como se encontraba sola junto a la brecha abierta, Keya respiró hondo y echó mano de su espada.

¡No, Keya! —le llegó la voz de Dexon.

Estaba a punto de decirle que se ocupara de lo suyo y la dejara cumplir con su deber, pero dudó al darse cuenta de que serían las últimas palabras que los demás oirían de ella.

¡Aquí! —añadió entonces Dexon.

Keya miró hacia la Compañía de la Mano Fría y vio la espadaoscura de Dexon volando hacia ella con la empuñadura por delante. Estiró la mano para cogerla.

Gracias, Dex…, te quiero.

Decidiendo que aquellas palabras eran mucho más adecuadas que las que había pensado un momento antes, blandió la espada por delante y, al lanzarse hacia la abertura en cuclillas, se topó con un phaerimm que venía arrastrándose. Durante un instante se quedó demasiado perpleja para comprender lo que veía. Los espinardos no se arrastran sino que flotan… y además, ¿cómo era que ella seguía viva todavía? Le habría bastado un conjuro para transformarla en ceniza con forma de elfo.

El phaerimm abrió la boca y tendió cuatro brazos largos y delgados hacia ella, y de repente, todo eso dejó de importarle. Blandió la espada de Dexon, abriéndolo en dos de un tajo de medio metro que le atravesó la boca y después dio un mandoble en la dirección contraria. El phaerimm emitió un silbido y reculó, cogiendo a Keya por los hombros y levantándose sobre la cola. La muchacha le dio una patada en el torso con los dos pies, desasiéndose de sus brazos y cayendo sobre un hombro.

Sin recurrir a la magia, la bestia se lanzó hacia adelante y trató de coger a Keya por los pies. Ella la esquivó de una patada y giró sobre su hombro hasta que entrevió a uno de los acechadores que lanzaba su rayo antimagia por encima del phaerimm y lo entendió todo. Sacó la daga con la mano que le quedaba libre y se la arrojó al contemplador en un rápido movimiento.

Keya no era una cantora de la espada. La daga golpeó primero con la empuñadura. No había sido un golpe mortal, pero bastaba. El acechador parpadeó y fue suficiente para que la brecha recuperara la magia del Mythal. El phaerimm lanzó un chillido y empezó a replegarse hacia el Valle de los Viñedos, pero no lo bastante rápido como para esquivar el meteoro dorado que le cayó desde el cielo y lo estrelló contra el suelo, donde se disolvió rápidamente en una montañita de cenizas apenas algo mayor que las que había dejado la primera oleada de la Cadena de Vigilancia.

Antes de que el atónito acechador pudiera recuperarse, Keya se encaramó de un salto a la pila de escombros en que se había convertido la Muralla de la Vega y le clavó la espadaoscura en medio de su cuerpo esférico. Una cascada de vísceras oscuras se derramó por el suelo y el monstruo se desplomó sin lanzar siquiera una maldición. Keya hizo girar la espada en el aire y se dirigió por encima de la muralla hacia el siguiente contemplador. Fue entonces cuando lanzó un grito de sorpresa al sentir que una mano mágica la arrancaba de la cima del muro y la arrastraba hacia la Compañía de la Mano Fría.

—A ver si no nos dejamos llevar por el entusiasmo, jovencita —dijo Kiinyon Colbathin apareciendo a su lado. Con un gesto señaló el camino por donde ella había venido, donde los supervivientes de la Cadena de Vigilancia volvían a la carga hacia la Muralla de la Vega precedidos de un vendaval de flechas y lanzas—. Deja que otros tengan su oportunidad.

—Sí, ya has hecho tu parte con creces —coincidió Khelben, cogiendo la espadaoscura de la mano de Keya. Resopló entre dientes al sentir el frío y rápidamente se la devolvió a Dexon y enarcó sus oscuras cejas—. ¿No te congeló la mano?

—A decir verdad, no. —Le mostró las manos. Salvo por las callosidades que se le habían formado por la práctica en el uso de las armas, parecían tan saludables como sus mejillas de ochenta años—. Ni siquiera se me enfriaron.

Dexon se quedó boquiabierto, y Burlen y Khul rieron por lo bajo.

Khelben frunció el entrecejo.

—Vosotros, ¿de qué os reís?

El alboroto de la batalla se transformó en estrépito cuando la Cadena de Vigilancia llegó a la Muralla de la Vega y empezó a combatir al enemigo a corta distancia. Incapaces de usar la magia dentro de las zonas neutras creadas por sus esclavos acechadores, los phaerimm se replegaron.

El gesto ceñudo de Khelben se intensificó.

—Esto es importante. Si hay una forma de que la Compañía de la Mano Fría pueda esgrimir las espadas de tus camaradas…

—A los Manos Frías no les haría gracia —dijo Kuhl.

—Los Manos Frías harán lo que deban por la defensa de Evereska —gruñó Kiinyon—. Son guerreros elfos.

—No va a funcionar —dijo Kuhl—. La mayor parte de los guerreros de la Mano Fría son hombres…, y dudo de que ni siquiera la magia de los elfos sea capaz de engendrar un hijo vaasan en un guerrero.

—¿Hi-i-jo? —balbució Keya—. ¿De qué estás hablando?

Burlen sonrió y le palmeó el brazo.

—Vamos, Keya, ya sabes cómo funcionan estas cosas —dijo—. Ahora tú y Dexon sois una familia.

Desde las ruinas de la Puerta Secreta, en lo alto del Valle Superior de Evereska, Learal había contemplado horrorizada cómo se desintegraban en pilas de cenizas las primeras filas de elfos de Evereska. Cuando los phaerimm lanzaron su contraataque usando su magia para arrojar la mitad de las piedras del Valle de los Viñedos por las brechas que los acechadores habían abierto en el Mythal, había soltado una exclamación. Y cuando los jóvenes guerreros de la Cadena de Vigilancia se unieron en una carga para expulsar a los acechadores, había sentido las lágrimas corriendo por sus mejillas.

—Así se forjan las leyendas, amigo mío —dijo Learal, mirando a lord Imesfor, que estaba en el otro extremo de la ventana—. Si ésos son reclutas básicos de Evereska, no puedo ni pensar lo que va a ser de los phaerimm cuando llegue el momento de lanzar contra ellos a los guerreros más avezados.

—Lo único que lamento es no poder estar allí con ellos —dijo Imesfor. Aunque la magia de los clérigos de Aguas Profundas había hecho que le volvieran a crecer los dedos, todavía estaban demasiado torpes y rígidos como para formular conjuros, mucho menos para sostener una espada en combate—. Contemplar es bueno para recordar que los Tel’Quess nunca perdieron las esperanzas.

Obligando a los esclavos mentales a mantener su posición al lado del Mythal, los phaerimm siguieron arrojando tramos completos del muro del viñedo hacia el interior de la vega. Los miembros de la Cadena de Vigilancia caían por docenas y seguían atacando, jugando a un juego mortal mientras trataban de evitar las brechas abiertas en el Mythal y seguían lanzando flechas contra los acechadores. A un contemplador tras otro les brotaban tantas espinas como a un seto y después caían al suelo desintegrados. Algunos, enloquecidos de dolor, conseguían liberarse finalmente de sus amos y se daban la vuelta para huir, y sólo conseguían ser derribados por los propios phaerimm. Aunque habría sido muy sencillo enviar a los cuerpos de élite para dar apoyo a la Cadena de Vigilancia y acabar con los acechadores, Khelben y los comandantes elfos resistieron sabiamente la tentación. De cualquier manera, Evereska necesitaría a sus combatientes más experimentados más tarde, cuando se jugaran la victoria o la derrota.

Learal apenas pudo ver a Khelben en el centro de una de las compañías de élite, una figura morena con vestiduras negras, el bastón negro al que debía su nombre colgado en el pliegue de un brazo mientras hablaba de estrategia con los señores elfos reunidos en torno a él. ¡Qué gusto volver a ver a su amado aunque no fuera más que una mancha negra en un cuadrado de Mythal gris reluciente!

—Da la impresión de que el señor Bastón Negro los tiene bastante distraídos —dijo el príncipe Clariburnus, tratando de echar una mirada por la tronera junto a la cual estaban Learal y lord Imesfor—. ¿A ti qué te parece, Learal?

—Yo diría que no podemos permitirnos el lujo de esperar, el Mythal se está debilitando —respondió Learal, observando que la lluvia de meteoros dorados se había transformado en una llovizna—. Ya habéis visto su trampa. No podemos saltar el muro.

—Trampa que haremos que se vuelva en su contra —afirmó Lamorak, que estaba observando desde el lado opuesto al de Clariburnus—. Pero mantengámonos alertas a posibles tretas de los phaerimm. Los Elegidos no sois los únicos que conocen el valor del engaño en la guerra.

Learal miró de frente al príncipe de los ojos de color naranja.

—Siempre es bueno recordarlo —replicó, empezando a bajar la escalera—. Lo tendré presente.

Al ver que los phaerimm no habían hecho el menor intento de impedir su entrada a los Sharaedim, había sido Learal quien se había dado cuenta de que los espinardos tratarían de traspasar el Mythal y refugiarse en Evereska y quien había concebido la estrategia para sacar ventaja de su plan. Después de salir del caparazón de sombra y usar su fuego de plata para abrir una puerta en el debilitado muro infranqueable, había enviado al ejército de relevo a atacar la retaguardia del enemigo, tras lo cual convocó a lord Imesfor de Aguas Profundas para que le sirviese de guía. Él había conducido al ejército shadovar a través de la linde de las sombras hasta la Puerta Secreta y los había hecho pasar sin peligro por cientos de trampas elfas, un laberinto tan engañoso y poderoso que había acabado con varios phaerimm antes de que finalmente desistieran de despejar el pasadizo y se limitaran a sellar las entradas…, al menos las que pudieron encontrar.

Learal llegó al vestíbulo de salida en el que desembocaba la escalera. Allí, una compañía de la caballería shadovar esperaba junto a sus monturas formando una larga fila que se perdía en el fondo tenebroso del Paso.

Armados con poco más que lanzas, espadaoscuras y yelmos negros, los jinetes de los veserabs iban ligeros de armamento y armadura. Learal sabía que detrás de la caballería había una fila todavía más larga de infantería con un equipamiento semejante. Contra la magia de los phaerimm, las enormes espadas y las armaduras pesadas eran de mucha menos utilidad que la rapidez del golpe y la agilidad para esquivar al enemigo.

Lamorak llegó y dio sus órdenes, luego se volvió hacia Learal.

—Éste es tu plan —dijo—. ¿Te importaría dirigir el ataque?

—En absoluto, gracias. —Mientras Learal esperaba a que los jinetes montaran en su veserabs, se volvió hacia lord Imesfor—. Sé que nada te satisfaría más que ver el resultado de la batalla, pero la infantería shadovar va a necesitar a alguien que la lleve de regreso al ejército de relevo.

Imesfor alzó la mano, dejando ver un conjunto de dedos blancos que más parecían tocones que dedos.

—No digas nada más. Será un placer guiarlos por el Paso.

—En cuanto el resultado sea inminente, por supuesto —aclaró Lamorak.

—Por supuesto —asintió Imesfor.

Puesto que la infantería no podría poner un pie en el valle de abajo sin ser desintegrada por los phaerimm, el plan del príncipe pasaba por volver a la operación de contención en las montañas y sorprender al enemigo desde atrás. Dada la tremenda ventaja que representaba mantenerse en terreno alto, la táctica sin duda salvaría muchas vidas del ejército de relevo.

El comandante de la caballería comunicó que estaba preparado, y los dos príncipes shadovar montaron en sus propios veserabs. Learal formuló un conjuro de vuelo sobre sí misma y a continuación levantó el brazo e inició la marcha que, atravesando la Puerta Secreta, bajaba por una garganta colgante que se abrió hacia el interior del propio Valle Alto. La magia segadora de vidas de los phaerimm había reducido las laderas a áridas extensiones de piedra y barro, en las que no había ni siquiera un tocón podrido que diera testimonio del antiguo bosque de cedros que en una época cubría el valle.

En cuanto Learal dejó atrás el refugio del valle colgante, se volvió y partió hacia el Valle de los Viñedos volando lo más rápido que podía. La caballería la seguía, desplegándose por las laderas en un gran abanico de alas negras en movimiento. Tomando a los shadovar y a sus monturas por una legión de algún nuevo horror salido del infierno para ayudar a los phaerimm, las compañías de élite de Evereska alzaron sus voces y sus armas y cargaron hacia adelante.

Khelben levantó los brazos y el bastón y dijo algo con voz atronadora que frenó en seco a las compañías, pero el daño ya estaba hecho. Primero uno, después una docena y finalmente la mitad de los phaerimm de la Muralla de la Vega se apartaron del Mythal y apuntaron sus cortantes garras hacia los shadovar en descenso. Learal llegó a la terraza más alta del Valle de los Viñedos.

Un muro de colores destellantes surgió ante ella. Estúpidos phaerimm, todavía no sabían a quién se enfrentaban. Learal lo disipó con un gesto e hizo lo mismo con la cortina de llamas que apareció a continuación. Para entonces, los shadovar la habían desbordado por ambos lados sembrando oscuros rayos sobre el enemigo. Ante ella, el valle se transformó en un vendaval de magia de sombras y de aleteantes cabalgaduras negras. Learal vio una docena de espinardos salir de entre la tempestad y desintegrarse en grandes montículos de ceniza. Un instante después estaba entre ellos, pasando como un rayo entre desechos escamosos y cuerpos con forma de gusanos y cercenando espinosas colas con su vara.

¡Ascended! —La voz de Lamorak le llegó a Learal como un débil susurro dentro de su cabeza—. ¡Proyectad la zona de sombra!

Learal y los shadovar ascendieron hasta muy alto en el cielo. Los phaerimm intentaron seguirlos, pero su magia de flotación no era equiparable a la de las alas de los veserabs. Hasta Learal tuvo que tender una mano y dejarse llevar por un señor de las sombras que pasaba a su lado. Descargas de relámpagos plateados y magia dorada persiguieron a los jinetes en su marcha hacia el cielo, llenando el aire de negros estallidos de sangre, alas y armaduras de sombra.

Clariburnus, Lamorak y varios poderosos shadovar se dispersaron por encima del Valle de los Viñedos, después soltaron las riendas de sus monturas y empezaron a dejar caer ovillos de sedasombra. Abrieron las manos con la palma hacia abajo y pronunciaron algunas palabras en netheriliano antiguo que Learal no pudo descifrar. Los ovillos se transformaron en discos planos y translúcidos de oscuridad y cayeron sobre el suelo del valle, cubriendo a los phaerimm y a los acechadores y obligándolos a descender. Cuando las primeras criaturas tocaron tierra, empezaron a chillar de dolor y a convertirse en ceniza.

Unas dos docenas de espinardos y el doble de acechadores murieron antes de que el conjuro de desintegración fuese anulado. Los sobrevivientes se revolvieron debajo de los discos un momento hasta que finalmente salieron a la superficie de la sombra como peces que afloran en un estanque. Los shadovar ya se lanzaban en picado contra ellos, regándolos con rayos de sombra mientras emergían de la oscuridad y sus monturas los cubrían de corrientes de venenosa niebla negra. Learal abandonó a su escolta para incorporarse al asalto y describiendo una curva se dirigió hacia la Muralla de la Vega, concentrando sus ataques sobre los acechadores. A diferencia de los conjuros del Tejido de Sombra de sus aliados, los suyos tenían menos probabilidades de herir a los phaerimm y más de que éstos los absorbieran y se curaran con ellos. Claro que una ráfaga de su fuego plateado era capaz de matar incluso al más poderoso de los phaerimm, pero sólo podía usar una por hora, de modo que parecía más sensato reservar ese ataque en particular para el final.

Un destello de luz plateada iluminó el valle por detrás de Learal. Un fiero escozor se apoderó de todo su cuerpo cuando un rayo le alcanzó el costado y la hizo salir despedida por los aires dando volteretas. Rebotó en el Mythal y rápidamente recuperó el control. Acto seguido se volvió y se encontró con un par de nubes de ceniza que se posaban en el suelo donde el ataque había atravesado a dos guerreros shadovar antes de agotarse al contacto con ella.

Unos veinte metros más allá flotaba el phaerimm que había lanzado el rayo, que la miraba boquiabierto mostrando todos sus dientes. Lo lógico hubiera sido que la hubiera destrozado y hubiera seguido haciendo lo mismo con cinco o seis objetivos más, pero Learal formaba parte de los Elegidos. Podía usar el Tejido para protegerse de muchas formas de ataque mágico, y ésta era una de las más obvias.

Learal alzó las manos y estaba a punto de fulminar a su atacante con fuego plateado cuando un par de guerreros shadovar cayeron sobre él por detrás y sus veserabs lo envolvieron en una nube tóxica de humo negro que hizo que a Learal le escocieran los ojos a pesar de la distancia.

Guiando a sus monturas con las rodillas, arrojaron rayos de sombra sobre el phaerimm con una mano mientras con la otra sacaban sus espadaoscuras y lo cortaban en tres pedazos al pasar rápidos como el relámpago. Learal les dio las gracias con un movimiento de la mano y, rogando que los hipogrifos de Aguas Profundas no tuvieran que enfrentarse nunca en el cielo contra una caballería aérea tan letal, se volvió para dedicarse a la misión que ella misma se había asignado.

No muy lejos por delante de ella, un par de acechadores estaban empleando sus rayos antimagia para cubrirse mutuamente en su retirada de la Muralla de la Vega y sembrando el cielo por encima de sus cabezas con rayos de desintegración. Learal formuló un rápido conjuro de invisibilidad para protegerse y se situó detrás de las criaturas, bombardeándolas con rayos de magia. Los dos acechadores se transformaron en un estallido de color carmesí, cubriéndola de pies a cabeza de despojos malolientes.

Learal sólo esperaba que Pluefan Trueshot siguiera admitiendo a humanos en el Pabellón de la Caza Mayor. No había visto a Khelben desde hacía casi cuatro meses, y era evidente que iba a necesitar un buen remojón en la Fuente Cantarina para que su encuentro fuese satisfactorio.

La primera visión que tuvo Khelben de Learal en la batalla fue emergiendo del estallido de vísceras y despojos que, hasta unos momentos antes, habían sido dos acechadores que mantenían a raya a la compañía de la Cadena de Vigilancia de Keya Nihmedu. Incluso así, manchada de rojo, fue un espectáculo digno de ver para sus ojos cansados, y no sólo porque hubiera quebrado el sitio de Evereska. Nunca había pasado cuatro meses tan largos como estos últimos, sin saber cuándo volvería a ver a su amada Learal o si sobreviviría siquiera para volver a verla. Los Elegidos también mueren y, como él había comprendido tan íntimamente en el Nido Roquero, para matarlos bastaba con mucho menos que doscientos phaerimm.

Khelben observó cómo volvía a desaparecer Learal en el vendaval mágico y luego se quedó todavía un rato mirando los rayos cegadores y las erupciones reverberantes. Aunque las cortinas de fuego y las nubes arremolinadas de aliento de los veserabs, hacían impensable otra cosa que no fueran breves atisbos de la acción, el estruendo de la batalla era más feroz que nunca y el número de shadovar iba en franco descenso. Los phaerimm mantenían sus posiciones, sin duda porque sabían tan bien como Khelben lo que se jugaban en esta batalla.

—Lord Duirsar, ha llegado la hora de hacer que el ejército de Evereska entre en combate —dijo, dirigiéndose tanto a Duirsar como a los Ancianos de la Colina—. Debemos romper el cerco ahora, mientras los phaerimm se tambalean.

—No sé si a lo que nos queda se le puede llamar ejército —objetó Kiinyon—, menos aún después de que siguiéramos tu consejo la última vez.

—El ataque tuvo un coste mayor del que yo había previsto, pero también fue una maniobra de distracción crucial. —Khelben señaló a los shadovar pululando por encima del valle y a continuación se puso en marcha hacia la Muralla de la Vega—. Ahora, con los shadovar y el resto de las fuerzas del norte dentro de los Sharaedim, ésta es la última oportunidad que tienen los phaerimm de atravesar el Mythal. Si conseguimos que se retiren ahora, podemos romper el cerco y darles caza a voluntad.

Eso no convenció a Kiinyon, que cogió a Khelben por un brazo y trató de retenerlo.

—Si fracasamos…

—Si fracasamos, lo perdemos todo —interrumpió lord Duirsar—. Durante los cuatro últimos meses hemos fracasado en todo, es hora de que lo intentemos. —Hizo a Khelben una seña afirmativa—. Ordena la carga.

Khelben se valió de un conjuro para que su voz llegara a todos los rincones del valle.

—¡Listos para atacar! Cadena de Vigilancia: ¡retirada!

En la Muralla de la Vega, los jóvenes elfos de la Cadena de Vigilancia empezaron a replegarse, agrupándose en torno a los árboles, a los monolitos de granito y a los profundos barrancos donde no pudieran obstaculizar la carga. El proceso llevó varios minutos, ya que eran inexpertos y estaban exhaustos, con un número de bajas que hubiera convertido incluso a la compañía más avezada en una horda desorganizada. No obstante, al lado de Khelben, Keya Nihmedu se ajustaba su barboquejo y pasaba revista a sus armas. Él la miró con reconvención y recibió a cambio una mirada decidida que hubiera horadado una piedra.

—Si dices una sola palabra sobre mi estado…

Khelben alzó las manos.

—Jamás se me ocurriría —mintió.

A diferencia de Dexon, que estaba pegado a sus talones con mirada alucinada, ella parecía tomarse la noticia de su estado con mucha calma. Khelben se quitó los brazaletes mágicos que llevaba en las muñecas y se los entregó.

—Quiero que lleves esto por mí… y que permanezcas cerca —dijo—. Puede que los necesite.

—Por supuesto. —La expresión de Keya se volvió obediente y se puso los brazaletes a la altura del bíceps—. ¿Qué son?

—A su debido momento —dijo Khelben. Levantó su bastón y señaló el Valle de los Viñedos—. ¡A la carga!

A diferencia de las cargas humanas que había liderado otras veces, ésta empezó casi en silencio y pareció volverse incluso más silenciosa. No hubo gritos ni entrechocar de armas ni estrépito de armaduras, sólo las pisadas blandas de miles de gráciles pies y el sonido mucho más rotundo de las botas de los vaasan detrás.

Llegaron a la Muralla de la Vega y Khelben formuló un conjuro de vuelo. Se lanzó al aire a la carrera y atravesó, blandiendo su bastón negro, una línea de acechadores que surgían de la niebla sembrando todo tipo de rayos y haces luminosos sobre la primera fila de atacantes elfos. Khelben puso el bastón atravesado ante sí y paró media docena de rayos que habían dirigido contra él, a continuación extendió los dedos de su mano libre y lanzó una sucesión de rayos dorados a sus atacantes. Tres de los contempladores cayeron al suelo con agujeros humeantes en sus cuerpos esféricos, pero uno de ellos consiguió apuntar hacia arriba su haz antimagia a tiempo para bloquear el contraataque de Khelben.

Una contundente espadaoscura partió al cuarto acechador en dos, y la Compañía de la Mano Fría se abrió camino hacia el Valle de los Viñedos por encima de los cadáveres de acechadores desinflados, de veserabs heridos y de shadovar gimientes…, incluso de algunos phaerimm heridos y mutilados.

Khelben sintió que sus brazaletes se desplazaban hacia la izquierda y vio a Keya Nihmedu conduciendo a Dexon y a los otros dos vaasan a través de los restos de la puerta del viñedo. Maldiciendo su impetuosidad, el archimago describió un círculo disponiéndose a salirle al encuentro desde el otro lado cuando se sintió repelido hacia atrás en el aire al ser golpeado en el pecho por una andanada de rayos de magia dorada.

Aunque eran mordaces, los ataques no le hicieron más daño del que había hecho a Learal el que la había lanzado por los aires. Se enderezó y volvió con más cautela, avanzando en zigzag y acelerando o frenando, con el bastón preparado y el fuego de plata crepitándole en la punta de los dedos. Encontró a Keya y a los vaasan luchando con un par de phaerimm. La elfa hacía fintas y cabriolas para esquivar los mortíferos rayos negros y las lenguas de fuego que surgían en derredor de ella. Dexon a duras penas se sostenía sobre una pierna quemada y humeante, uno de los brazos de Burlen colgaba inerte a un lado del cuerpo y Kuhl seguía tratando de deslizarse detrás de la criatura más próxima para asestarle una estocada mortal.

Khelben lanzó un rayo de fuego de plata contra el phaerimm más próximo. Con eso le bastó. Mientras el primero se deshacía en ceniza, el segundo trataba de teleportarse… Trataba, porque Khul saltó sobre él desde atrás y le clavó la espada en la boca. El vaasan aterrizó de bruces sobre el suelo con la espada cubierta de sangre maloliente.

Khelben sobrevoló una vez en círculo el viñedo para asegurarse de que no había más amenazas ocultas, después bajó al suelo junto a Keya, que estaba examinando la maltrecha pierna de Dexon y tranquilizándolo, o tranquilizándose tal vez, diciendo que Pluefan Trueshot y las sacerdotisas de Hanali eran capaces de restaurar el miembro. La expresión de Dexon era de dolor, pero parecía más preocupado por la posibilidad de otro ataque que por su grave herida.

—Te dije que te mantuvieras cerca, jovencita —dijo Khelben—, y cuando digo cerca, es cerca.

Mientras hablaba se dio cuenta de que el fragor de la batalla no se había desvanecido en absoluto. Los jinetes shadovar de los veserabs volaban hacia las lindes del valle, arremolinándose en torno a los orbes provistos de tentáculos de los acechadores que huían. Los phaerimm habían abandonado a sus esclavos mentales y se habían teleportado.

Volviendo la mirada hacia Keya, Khelben señaló los brazaletes.

—¿Y si los hubiera necesitado?

—Si realmente los hubieras necesitado, no me los habrías dado. —Keya se quitó los brazaletes y se los arrojó a las manos, y luego, rodeando la cintura de Dexon con un brazo para ayudarlo a andar, se alzó de puntillas para besar a Khelben en los labios—. Pero te lo agradezco.

—No es nada —balbució Khelben. Sintió que se ruborizaba y sonrió para disimular—. Realmente no es nada, querida.

Los ojos de Keya se fijaron en algo detrás del hombro del archimago y se agrandaron por la sorpresa, lo mismo que los de Dexon, y Khelben oyó un «ejem» familiar a sus espaldas. Se volvió y se encontró con Learal, que daba golpecitos con la punto de una humeante varita mágica sobre su armadura manchada de sangre.

La Elegida enarcó las cejas y miró a Keya.

—Dime, jovencita…, ¿qué tiene que matar una chica por estos contornos para que le den un beso?