19 de Mirtul, Año de la Magia Desatada
El elfo blanco les dio la espalda a Vala y a los shadovar muertos y empezó a andar por el tenebroso corredor.
—Ven.
Vala se quedó donde estaba, ni se movió. Ni siquiera bajó la espada.
—¿Ven? —dijo con voz entrecortada—. ¿Después de que mataste a Parth y a todos los demás?
—No los maté, mujer. Te salvé a ti. —El elfo siguió avanzando, pero su cabeza se giró para mirarla. El cuello crujió al recorrer los últimos centímetros antes de afirmarse sobre los hombros y quedar mirando totalmente hacia atrás—. Por lo que pude ver, te seré de más utilidad que todos ellos.
—¿Para qué? —preguntó Vala poniéndose en marcha detrás de él.
—Para sobrevivir.
El elfo volvió a rotar la cabeza hacia adelante. Decidiendo que había verdad en lo que decía, Vala bajó la guardia y avanzó hasta llegar a cuatro pasos de él, donde su aura helada se volvió tan incómoda que empezó a tiritar. Había visto suficientes no vivos en los seis últimos meses como para saber que era una especie de lich, pero su presencia no producía el mismo tipo de miedo y repelencia que había experimentado allá en Karsus cuando ella y Galaeron y sus compañeros habían luchado contra el lich Wulgreth. ¡Qué no habría dado ella por tener a Galaeron a su lado, con todos sus conocimientos de Guardián de Tumbas sobre las cosas no vivas! Pero el viejo Galaeron, el que todavía no había caído víctima de la influencia corruptora del Tejido de Sombra. Dios, cómo echaba de menos a aquel Galaeron que se había mostrado tan firme, tan leal y tan noble.
El lich-elfo tomó por un corredor lateral más estrecho, aunque podrían haber avanzado por él tres vaasan codo con codo, y asustó a una araña del tamaño de un poni que salió corriendo por la pared. Colgando de su telaraña en el techo había varios envoltorios de algunos de los cuales asomaban garras u hocicos de bestia. De uno salía una bota de halfling que todavía movía los dedos. Al pasar por debajo de ese capullo, Vala aminoró el paso y levantó la espada para liberarlo.
—Déjalo.
Vala alzó la vista y vio que el lich-elfo rotaba otra vez la cabeza sobre los hombros, observándola.
—Es un ladrón de reliquias y encontró la muerte que le corresponde —dijo el lich-elfo.
Vala bajó la espada. Sabía de buena tinta lo que sentían los elfos por los ladrones de tesoros, y lo único que le faltaba era un lich enfadado…, de la clase que fuera. Esbozó una disculpa silenciosa al prisionero y siguió a su guía unos cien pasos por el corredor hasta una puerta de hierro que el elfo abrió por medio de una antigua llave de bronce y una palabra de paso. Bajaron una larga escalera de hierro llena de ratas del tamaño de perros y ciempiés que le llegaban a Vala a la rodilla, todos los cuales huían ante el aura heladora del elfo blanco.
—Se diría que haces que este lugar sea mucho más seguro —observó Vala.
El elfo no respondió.
La escalera bajaba hasta una caverna natural llena de formaciones de piedra caliza. El lugar hedía tanto a moho y a despojos que Vala tuvo que taparse la boca y la nariz para no vomitar. Cuando entraron en la cámara, reconoció una extraña regularidad en muchas de las formaciones más grandes, donde las estalactitas y las estalagmitas se juntaban formando una pared de columnas que parecían jaulas. Entre los barrotes espiaban ojos de diversos tamaños y formas, algunos del tamaño del puño de Vala, otros no mayores que la cabeza de un alfiler. En una de las jaulas más próximas no había ojos, sólo un cráneo cubierto de moho con seis colmillos de ébano apoyados contra los barrotes y el extremo de un cuerno oscuro asomando hasta tocar el suelo.
De las jaulas más cercanas salieron gemidos y quejidos que gradualmente fueron creciendo hasta transformarse en gruñidos y rugidos bestiales. Aunque Vala no apartaba la mano de la empuñadura de su espada, no podía ver nada más que ojos detrás de los barrotes de piedra.
—Ten cuidado con los prisioneros —le advirtió el lich-elfo—, seguramente tendrán hambre.
Vala se apartó de la jaula cuyo interior trataba de ver y sintió que algo húmedo caía contra el muslo protegido por la armadura. El lich-elfo maldijo en una lengua antigua que ella no entendía, se volvió hacia el origen del salivazo y lanzó una andanada de dardos de energía dorada. Cuando los rayos penetraron entre los barrotes y explotaron contra el agresor, Vala atisbó un hocico peludo con largos colmillos curvos, unas orejas en forma de abanico y un par de alas plegadas detrás de los hombros. La criatura rugió y se debatió dentro de la jaula agitando cuatro enormes garras. Cuando los rayos de energía se desvanecieron, desapareció volviendo a la oscuridad del fondo de su calabozo.
El lich-elfo señaló una burbuja de moco verde que bullía sobre la superficie de la armadura de Vala.
—Limpia eso antes de que eche raíces —dijo—. Sólo me faltaba que fueses sembrando semillas de demonio por mi Irithlium.
—¿Cómo que tu Irithlium? —Vala arrancó un trozo del dobladillo de su camisa, y lo envolvió sobre la hoja de su espadaoscura y después de raspar la superficie para quitar aquella mucosidad tiró la tela en el interior de la jaula de la criatura—. ¿Quién eras tú?
Los ojos del lich-elfo se encendieron.
—¿Cómo que quién?
—No pretendía ofenderte —dijo Vala—, pero no tengo muchos amigos entre los no muertos.
Tampoco era amiga de éste, como dejó bien claro el lich-elfo al volverse y seguir adelante por la caverna sin hablar. Procurando evitar los escupitajos que le echaban a su paso, Vala lo siguió todo lo cerca que le permitía su tolerancia al frío. Dejaron atrás la extraña prisión y siguieron recorriendo oscuras cavernas por debajo del Irithlium hasta que a la mujer empezaron a dolerle las piernas de agotamiento. Cada tanto trataba de averiguar cosas sobre su guía entablando conversación con el lich-elfo, pero éste sólo hablaba para pronunciar una palabra de paso o advertirla de algún riesgo mortal en el que había estado a punto de caer. Dos veces se habían topado con emboscadas de nagas oscuros formuladores de conjuros, uno de los cuales consiguió envolver al lich-elfo en una red antes de que Vala lo hiciera pedazos. Antes de seguir adelante, su guía, agradecido, le dijo que su nombre era Corineus Drannaeken.
Por fin subieron por un pozo vertical hacia los niveles que estaban por debajo de los cimientos, saliendo a lo que había sido otrora la fuente central en un elaborado complejo de dos pisos de talleres.
Pasando por encima de una gigantesca boa constrictor a la que Corineus había inmovilizado con su aura de frío, salieron del pilón y se deslizaron por un estrecho corredor de servicio. Cerca del fondo, el elfo blanco se detuvo y desencajó una piedra suelta de la pared. Una sección del muro de piedra se abrió con un ruido sordo. Pronunció una palabra de paso y le indicó a Vala que pasara.
Tan cautelosa como siempre, Vala apoyó una rodilla en el suelo y trató de atisbar lo que había al otro lado…, y se encontró mirando la parte inferior de un acechador que flotaba en una gran habitación llena de varitas mágicas, coronas, brazaletes y otros objetos que incluso Vala reconoció como mágicos. También había un desollador de mentes, que se volvió hacia la puerta donde estaba Vala, y media docena de osgos confundidos que se lanzaron a por sus armas.
Echando pestes contra sí misma por su estupidez y a Corineus por su doble juego desleal, Vala lanzó su espadaoscura contra el desollador de mentes. Esperó apenas un instante para comprobar que la hoja volaba directa hacia su blanco y, lanzándose hacia adelante, se colocó debajo del acechador y lo empujó contra el techo mientras sacaba su daga.
—¡Ressamon, idiota! —gritó el acechador—. Déjala sin sentido, vamos, antes de que…
Vala hundió la daga en el vientre del monstruo. El alarido que siguió tenía más de furia que de dolor, y el aire se llenó del olor penetrante a piedra pulverizada mientras el acechador lanzaba contra la roca que tenía por encima su rayo desintegrador.
—¡Ressamon!
Pero Ressamon, suponiendo que ése fuera el nombre del desollador de mentes, ya estaba caído en el suelo junto a su cabeza separada del cuerpo. Una vez salidos de su estupor, los osgos saltaron por encima del cuerpo del illita para cargar contra Vala.
La mujer volvió a hundir la daga en el vientre del acechador y extendió la mano que le quedaba libre para llamar a su espada. Ésta saltó como un rayo entre dos de los osgos atacantes, hiriendo una peluda rodilla con lo cual la pierna se dobló. El bruto, asombrado, cayó frente a dos de sus compañeros, haciéndolos caer y obligando al resto de la banda a detenerse para comprobar quién los atacaba por detrás.
La espadaoscura de Vala llegó por fin a manos de ésta y el rayo de desintegración del acechador consiguió atravesar la piedra de toque de la oculta arcada. Con la perspectiva de que mil toneladas de piedra cayeran sobre sus hombros, Vala no tuvo más remedio que saltar a la cámara que había al otro lado y dejar que el acechador huyera tras ella. Se lanzó en una voltereta y, al pasar, cercenó las piernas de un osgo a la altura de las rodillas, luego cayó de pie y blandió la daga por encima de su cabeza clavándola hasta la empuñadura en la primera cosa peluda que encontró.
Los rugidos de los osgos heridos se perdieron entre el ruido del derrumbamiento de la arcada. Vala esquivó la enorme hacha del osgo más corpulento que se dio la vuelta para atacarla, a continuación cortó el brazo que la sostenía y abrió el pecho del monstruo con un mandoble de revés. Atisbo otra hacha a punto de golpearla y apenas tuvo tiempo de girar para evitarla, aunque no pudo impedir que la alcanzara en el pecho, mordiendo las escamas de acero y enviándola al encuentro de un par de brazos peludos tan gruesos como su cintura. Con los brazos sujetos a ambos lados del cuerpo, Vala dio una patada elevando los pies por encima de la cabeza y asestó un golpe con sus pesadas botas en plena cara de su captor.
El golpe no fue suficiente para derribar al osgo, pero sí para sorprenderlo. La criatura aflojó el abrazo lo suficiente como para permitir que Vala girara la espada por debajo de su cuerpo. El ataque fue tan débil que ni el acero más templado habría penetrado en la gruesa piel de un osgo, y mucho menos en la coraza de cuero con que éste se protegía.
Sin embargo, la hoja vítrea de la espadaoscura atravesó el cuero como si fuera de papel. El osgo bramó, sorprendido, y empezó a escurrirse mientras Vala giraba la muñeca hundiendo profundamente el arma en el abdomen de la bestia. Los brazos peludos quedaron inertes y el cuerpo enorme de su captor cayó sobre sus hombros, doblándose hacia adelante. Echando la mano hacia atrás, Vala agarró un puñado de pelos y se impulsó entre las piernas de la bestia herida poniéndose de pie a continuación.
Una enorme hacha de mano apareció dando vueltas por los aires y fue a dar contra el yelmo de la mujer, partiendo una de sus astas y haciendo que cayera de su cabeza. Vala sólo sabía con certeza de qué dirección había venido el golpe, de modo que giró en redondo hacia el lado opuesto del osgo al que acababa de herir y se encontró con otra hacha de gran tamaño que surcaba el aire en busca de su garganta. Consiguiendo apenas alzar su espadaoscura a tiempo para parar el arma cerca de la hoja, aprovechó la fuerza del ataque para partir el mango y hacer que la cabeza del hacha saliera dando vueltas por el aire hasta clavarse en uno de los compañeros heridos de su agresor.
Este osgo, más rápido que los demás, continuó su ataque lanzando un puñetazo de su enorme mano a las costillas de la mujer cubiertas por la armadura, lo que la hizo salir disparada hasta el otro extremo de la estancia, donde se estampó contra una estantería llena de artefactos. Cayó al suelo hecha un guiñapo, aunque sosteniendo todavía la espada en la mano y luchando por recobrar el aliento.
Alardeando de su triunfo, el osgo arrebató el arma a uno de sus compañeros heridos y se abalanzó sobre la mujer, que vio surgir a espaldas del atacante una forma esférica de entre una nube de polvo levantada por la caída de la arcada. Ni rastro de Corineus.
Vala se puso en pie de un salto blandiendo su espadaoscura. El osgo se apartó de su trayectoria haciendo una pirueta y levantó su enorme hacha para detener el golpe. Vala lo llevó a cabo de todos modos. Mientras el arma pasaba por delante de la atónita bestia y partía en dos al acechador, Vala volvió a la carga. Advirtiendo su error demasiado tarde, el osgo se lanzó otra vez al ataque, pero la mujer ya se encontraba dentro del arco de su arma, y con una patada voladora lateral, trató de golpear la cara del osgo con los talones de sus botas.
El monstruo trató de esquivar el golpe, entonces Vala separó los pies y le aprisionó la cabeza entre los tobillos. Con un balanceo lateral de su cuerpo, derribó al osgo a pesar de que éste era fácilmente el triple de su tamaño. La bestia mordió el polvo con un pesado golpe e inmediatamente intentó incorporarse.
La espada de Vala ya había regresado a su mano y ella la descargó sobre la nuca de su atacante, tras lo cual se puso de pie de un salto y despachó a los osgos heridos en una serie de ataques cautelosos y rapidísimos por la espalda. Para cuando terminó, el polvo de la entrada se había disipado lo suficiente como para poder ver a Corineus de pie en el corredor de servicio, al otro lado de los escombros.
—Bien hecho, mujer —dijo, luego señaló hacia una puerta de hierro que había en una pared adyacente a espaldas de Vala—. Por encima de la puerta encontrarás un símbolo sagrado pintado con sangre negra. Rómpelo.
Vala se volvió en la dirección que le indicaba. Cuando tuvo ocasión de examinar la habitación, vio que estaba dividida en dos secciones. Había entrado por la parte frontal, que los osgos, el acechador y el illita compartían con aquel surtido de elementos mágicos en los que había reparado antes. En la parte trasera, frente a la puerta que Corineus señalaba, había una variedad de cetros incrustados con piedras preciosas, varitas, anillos, libracos y otros artefactos de poderosa naturaleza mágica, incluso una esfera de diamante del tamaño de la cabeza de un halfling flotando en un campo de luz verde de conjuro. Vala sintió que se le secaba la garganta, porque su conocimiento de los phaerimm le decía que se encontraba en una de sus guaridas y que, de haber estado presente la criatura, habría estado demasiado ocupada luchando con ella como para reparar en todo lo que había visto.
—¿A qué esperas? —le apremió Corineus—. Rompe el sello.
—Con calma —dijo Vala, recuperando su yelmo. No tenía la menor idea de si todavía la protegería del control mental de phaerimm con un solo cuerno, pero valía la pena intentarlo—. Primero me vas a responder a unas cuantas preguntas.
—El phaerimm que se ha adueñado de este laboratorio pronto se dará cuenta de que alguien ha irrumpido en él y volverá —replicó Corineus—. Ésa es la única respuesta que necesitas.
—Me temo que no —insistió Vala—. Perdiste todo derecho a pedirme que confiara en ti cuando me hiciste cruzar esa puerta sin advertirme.
—Tenía que ponerte a prueba.
Vala reprimió la furia que se iba acumulando en su interior y dijo.
—Ya pasé la prueba.
Se volvió hacia el estante más cercano y cogió un par de brazaletes de plata fabulosamente decorados.
—¡Deja eso donde estaba! —Corineus avanzó hacia ella y se encontró con un campo de resplandeciente energía azul que lo lanzó contra la pared—. ¡No tienes derecho!
—¿Ah no? —Vala enarcó las cejas y pensó en amenazar al lich-elfo, después recordó lo susceptibles que son los elfos respecto de sus tesoros ancestrales y decidió probar una táctica diferente—. Considéralo una prueba de buena fe.
Le lanzó los brazaletes a través de la puerta.
Corineus abrió los ojos espantado y a punto estuvo de dejar caer los brazaletes.
—¡El símbolo, mujer! No tienes ni idea de lo que acabas de hacer.
Vala sintió la boca seca, pero consiguió mantener la mirada del elfo sin titubear.
—No estés tan seguro.
Los ojos blancos de Corineus miraran a Vala con furia y después se posaron en el símbolo que había encima de la puerta.
—¿Has oído hablar alguna vez de un baelnorn? —preguntó el elfo blanco.
Vala negó con la cabeza.
—Supongo que tengo a uno delante de mí.
—Dedicado al deber más sagrado de cuantos puedas imaginar.
Un golpe sordo se oyó al otro lado de la puerta.
—Ha llegado el momento de que elijas —dijo el lich-elfo—. Sin mi ayuda…
—Un momento —interrumpió Vala, abriendo de un tirón la puerta de hierro.
Un phaerimm aturdido por la teleportación entró tambaleándose en la habitación, agitando sus cuatro brazos como aspas de molino. Vala clavó su espadaoscura en la parte gruesa de su cuerpo y lo cortó limpiamente en dos, después retrocedió un paso y abrió ambas mitades por su parte central.
Cuando se hubo asegurado de que la criatura estaba muerta, cortó de un tajo el espolón de la ponzoñosa cola.
Corineus irrumpió en la habitación, con sus ojos blancos relampagueando de rabia.
—¿Cómo te atreves a desobedecer…?
—¿Que cómo me atrevo? ¡Que cómo me atrevo! —Vala arrojó el espolón de la cola a la cara del baelnorn y luego puso la punta de su espadaoscura contra su garganta—. Vamos a dejar una cosa bien clara, Ojos Blancos. Te necesito tanto como tú a mí, pero si vuelves a enviarme otra vez a una guarida sin advertírmelo antes, serás tú quien acabe hecho picadillo. ¿Está claro?
El baelnorn se acercó más, envolviéndola en su aura gélida.
—Me parece que no entiendes con quién estás hablando.
Vala se acercó todavía más, tanto que las manos y la cara empezaron a dolerle por el frío. Apoyó una mano manchada de sangre sobre la cara heladora del elfo.
—Oh, sí que lo entiendo —dijo—, pero lo que tú tienes que saber es que tengo la firme intención de volver a ver a mi hijo, y destriparé a cualquier cosa que reduzca las posibilidades de que lo consiga.
Un gruñido sordo salió de debajo de las raíces del árbol de humo donde Aris estaba escondido en una excavación hecha en la orilla seca del río por alguna antigua inundación. Galaeron, que montaba guardia fuera, se puso en cuclillas y echó una mirada al interior, donde Ruha estaba arrodillada junto a la cabeza del gigante inconsciente y usaba un paño húmedo para humedecerle los labios resecos. Aris tenía el brazo roto extendido a un lado, entablillado con las dos ramas más rectas que Galaeron había conseguido encontrar en el cauce seco. Un círculo del tamaño de un escudo señalaba en su pecho el lugar por donde el rayo del dragón había entrado en su cuerpo, y un pie ennegrecido, el punto por donde había salido. Lo que más preocupaba a Galaeron, sin embargo, eran los ojos negros y hundidos del gigante, que según Ruha eran indicios del daño que había sufrido en la cabeza.
Aris volvió a gruñir, y entre sus labios asomó una lengua de color gris. Ruha escurrió el paño todo lo que pudo, vertiendo el agua directamente en la punta de su lengua, y después inclinó la cabeza hacia el par de odres vacíos que había sobre la manta de sombra al lado del gigante.
—Más agua —dijo.
—¿Más? —Cada odre tenía una capacidad de casi cinco litros, y Galaeron los había llenado ya dos veces desde el ataque del dragón—. Eso es buena señal, ¿no te parece?
Ruha se encogió de hombros.
—¿Cómo saber cuánto bebe un gigante sano al día? Yo no lo sé. —Puso el paño en un pequeño hueco que había recubierto con piel de dragón y llenado de agua—. Se necesita agua para curarse, y yo diría que la cuestión es incierta.
La bruja no miraba a Galaeron cuando hablaba, y su tono seguía siendo frío. El elfo introdujo la mano en el socavón y sacó los odres apoyados en la manta de sombra, después dejó que la escasa sombra del árbol de humo se extendiera sobre el borde del cauce seco del río. Ruha se venía comportando poco más o menos de la misma manera desde que había usado su aire mágico para traer flotando a Aris hasta el refugio de debajo del árbol. Era evidente que hacía responsable a Galaeron de los daños sufridos por el gigante, y él no estaba muy seguro de que no tuviera razón.
La conmoción de ver a Aris debajo del dragón había despertado su conciencia, impulsándolo a tomar otra vez las riendas y a empujar al ser sombra hacia los oscuros recovecos por debajo de su mente consciente, y se había dado cuenta de inmediato de la impresión que debían de causar en los demás sus acciones. Incluso teniendo en cuenta el conjuro que había formulado para confundir al dragón cuando se lanzó sobre Aris, evitar que la bruja atacara el vientre del dragón sin duda tenía un tufo de cobardía. Si Galaeron había dudado de sus motivaciones en ese primer momento, no lo había hecho después, cuando había usado una trampa de sombra para arrastrar al dragón hacia el suelo. En ese momento, su única preocupación había sido la manta de sombra, y ni siquiera se le había ocurrido pensar que Aris saldría peor parado todavía cuando el wyrm se estrellara contra el suelo.
El cuerpo del dragón todavía yacía ahí fuera, en el Saiyaddar, rodeado por una manada de saciados depredadores y cubierto por una montaña de movedizas plumas. Galaeron hervía por perderlo de vista, y no sólo porque el hecho de verlo le recordaba su terrible egoísmo. Si una patrulla shadovar u otro de los dragones de Malygris llegaba a toparse con el cadáver, los encontrarían a él y a sus compañeros. Ruha no tenía la magia necesaria para trasladar a Aris a una gran distancia, y Galaeron estaba decidido a no usar nunca más la suya. Ya no tenía el menor contacto con el Tejido, y reconocía que había sobrepasado con creces el punto en el que podía usar la magia de sombra sin permitir que su sombra lo controlara. Temía que la próxima vez que formulara un conjuro, ni siquiera el daño que pudiera ocasionar a un amigo sería suficiente para hacerlo reaccionar.
Galaeron llegó a un grupo de árboles pluma que había en el borde exterior de una curva en el cauce del río y se arrodilló junto a un pozo profundo oculto entre las raíces de los árboles. Aunque el fondo estaba oculto en las sombras, debería haber habido luz suficiente como para que un elfo viera si contenía agua o no.
Galaeron sólo vio tinieblas.
Esto no lo sorprendió demasiado. Desde que había tocado el Tejido de Sombra, había ido perdiendo paulatinamente sus dotes élficas. Había perdido la capacidad para sumirse en la Ensoñación y había empezado a dormir como un humano, soñando incluso. Noche tras noche lo despertaban los osgos y a veces incluso hablaba en sueños, y ya no sentía la conexión mística en presencia de otros elfos. Ya no podía ver en la oscuridad. Llegó a la conclusión de que era síntoma de que su sombra estaba dominándolo. Los elfos tenían de nacimiento un vínculo especial con el Tejido, y su conexión se estaba debilitando por el poder que el Tejido de Sombra ejercía sobre él. Lo único que le faltaba era que sus sentidos se embotaran tanto como los de los humanos. Pensaba en la posibilidad de andar por ahí con el sudor de tres días pensando que olía como una lluvia primaveral y se estremecía.
Galaeron dejó caer un guijarro en el pozo y lo único que oyó fue un golpe sobre terreno húmedo. El agujero todavía no había vuelto a llenarse. Se puso de pie y anduvo más de quinientos metros río abajo hasta el siguiente pozo, también oculto entre las raíces de un árbol pluma. Allí encontró agua. Ruha le había explicado que sólo valía la pena cavar bajo un árbol pluma y únicamente cuando éste crecía en la curva exterior de un meandro del río.
Aunque hasta ese corto recorrido bajo el sol ardiente bastó para que Galaeron tuviera sed, llenó primero los dos odres y para entonces ya apenas quedaba para él un sorbo de líquido cenagoso. Lo bebió agradecido, cargó los odres al hombro, y estaba trepando para salir del pozo cuando se topó con una mujer alta de pie ante él, de plateados cabellos y vestida con la cota de malla, las botas y la capa propias de los elfos. Sin embargo, la mujer, que tenía la mano apoyada en la empuñadura de una hermosa espada larga elfa, era decididamente humana, y Galaeron la reconoció por un antiguo retrato que había en los salones de la Academia de Magia de Evereska.
—Bien hallada, lady Mano de Plata —dijo Galaeron, ofreciéndole uno de los odres—, suponiendo que no seas la alucinación de un moribundo…
—No mereces tanta suerte, elfo —replicó Storm sin coger el odre de agua—. Después de todo el mal que desencadenaste sobre los Reinos, te mandaría a los Nueve Infiernos a buscar a Elminster antes que dejarte morir una muerte pacífica en el Anauroch.
—Los Maestros Magos de la Academia siempre decían que tú eras la más jovial de las Siete Hermanas —ironizó Galaeron, ocultando el daño que las palabras de Storm le habían ocasionado bajo una apariencia cínica. Se cargó el odre al hombro y se puso en marcha hacia el socavón—. Si estás a punto de abrir las fauces del infierno bajo mis pies, al menos espera a que entregue este odre de agua. Mi amigo Aris puede morir en cualquier momento.
—No he venido a castigarte, elfo —dijo Storm, haciendo caso omiso del intento de Galaeron de hacerla partícipe de su preocupación por el gigante de piedra—. No es ése mi cometido, por mucho que valga la pena.
Galaeron alzó los ojos hacia el sol inclemente y se pasó la lengua por los labios agrietados.
—Bueno, si no has venido para ayudar ni para castigarme, ¿a qué has venido?
—A entregar un mensaje en nombre de Khelben Arunsun —dijo—. Me ha pedido que te informe de que tu hermana Keya se encuentra bien.
Galaeron a punto estuvo de dejar caer su preciosa carga.
—¿Keya está a salvo? —dijo con voz entrecortada—. ¿Se ha levantado el cerco?
—No exactamente —respondió Storm—, pero el caparazón de sombra ha debilitado el muro infranqueable de los phaerimm. Khelben está en la ciudad.
Galaeron estaba tan atónito que no se le ocurría nada que decir. Los Elegidos de Mystra casi nunca se tomaban interés por los asuntos de las personas individuales. Eso era impensable siendo ellos tan pocos y tantos los que los necesitaban. Y sin embargo, allí estaba Storm Mano de Plata entregando un mensaje de Khelben Arunsun sobre su hermana menor, Keya. Todo era tan descabellado que Galaeron llegó a convencerse de que era una alucinación producida por el calor.
Decidido a no desperdiciar más energías en cosas ilusorias, cerró la boca abierta por la sorpresa y centró su atención en el socavón en el que estaba tendido Aris.
La alucinación siguió andando a su lado.
—¿Eso es todo? —preguntó Storm—. ¿Ni siquiera un «gracias por el trabajo que te has tomado»?
Galaeron no le hizo caso y siguió hacia el árbol.
—Bueno, al menos harías bien en darle las gracias a Khelben —dijo la ilusión—. Está haciendo enormes esfuerzos por deshacer el entuerto que tú y ese mago de sombra desencadenasteis.
—Puede que eso sea verdad —repuso Galaeron en voz alta, en la esperanza de que el sonido de su propia voz diera fundamento a su lógica—, pero ¿por qué habría de tomarse Khelben Arunsun el trabajo de transmitir un mensaje sobre mi hermana?
La alucinación hizo un gesto como de levantar algo con las manos y los odres de agua abandonaron los hombros de Galaeron. Pensando que los había dejado caer y que simplemente estaba imaginando eso para ocultarse el hecho, dio un grito y cayó de rodillas tanteando el terreno con las manos. La arena estaba seca.
La alucinación se acercó y se detuvo frente a él sosteniendo los odres.
—Se considera obligado —dijo—. Tu padre le salvó la vida en la Batalla del Nido Roquero.
—¿Mi padre? —preguntó Galaeron—. ¿Acaso él…?
La alucinación meneó la cabeza.
—Murió en combate. —Por primera vez, su mirada se suavizó—. Lo siento.
Los hombros de Galaeron se hundieron y encontró el alivio de las lágrimas. Al menos eso conservaba todavía de los elfos.
—Nada de eso, elfo… Por tu aspecto, no tienes agua que desperdiciar —dijo Storm poniéndose en marcha por el cauce seco con los odres en la mano—. ¿Por qué no sacaste a éstos de aquí levitando? La magia sirve para eso.
—Para mí no, ya no —manifestó Galaeron poniéndose de pie—. Tengo ahí dentro a un amigo moribundo porque no pude controlar mi magia de sombra, y no pienso insultarlo usándola nuevamente.
Storm se volvió a mirarlo.
—¿De veras? ¿Ni siquiera para salvarle la vida?
Galaeron meneó la cabeza.
—Él no querría.
—Pareces terriblemente seguro de eso. —Se quedó estudiándolo un momento—. O quizá terriblemente asustado —añadió.
Dejando que Galaeron sopesara la verdad de sus palabras, Storm se alzó en el aire y recorrió volando el camino que quedaba hasta el socavón. Asomó la cabeza entre las raíces del árbol de humo y empezó a hablar con Ruha. Cuando Galaeron llegó, Storm ya estaba dentro vertiendo su tercera poción curativa entre los labios medio abiertos de Aris. Aunque los ojos del gigante estaban abiertos, tenía una palidez gris perla y parecía demasiado débil para levantar la cabeza, bueno, de haber tenido lugar para hacerlo.
Storm dejó a un lado el envase vacío y abrió otro, el cuarto, y se lo dio a beber al gigante.
—Éste es el último por ahora, mi enorme amigo. Según dicen, cinco sería demasiado, incluso para un gigante.
—¿Incluso para un gigante? —Galaeron repitió sus palabras empezando a pensar que en la aparición de Storm había más de lo que ella había dicho—. Mi señora Mano de Plata, ¿cómo supiste exactamente dónde encontrarnos?
En lugar de responder, Storm intercambió una mirada con Ruha, y Galaeron supo de repente cuál era la respuesta a su pregunta.
—¿Era a Malik o a mí a quien estabas vigilando? —le preguntó a la bruja.
—Tienes un concepto muy alto de ti mismo, ¿no es cierto, elfo? —preguntó Storm con un brillo divertido en los ojos—. La mandamos a vigilar a los shadovar. A ti ya te conocemos.
Galaeron se encontró sonriendo, y luego, ante su propia sorpresa, empezó a hacer algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
Empezó a reírse.
Keya estaba en Copa de Árbol en su diván de Ensoñación, reviviendo mentalmente el último abrazo de bienvenida que le había dado a su hermano a su vuelta a casa, cuando un pinzón blanco como la nieve apareció en la ventana de teurglás de su habitación y aleteó educadamente para llamar su atención. Keya se despertó de su sopor y pronunció la palabra de mando que hacía que el teurglás fuese traspasable, a continuación apoyó los pies en el suelo y tendió un dedo para que el pájaro se posara en él. Al atravesar la habitación, el pájaro vio a Dexon, que dormitaba en el suelo, y dio un rodeo para evitar la montaña de pelo que era el cuerpo del vaasan, y estuvo a punto de acabar mal cuando con la punta del ala rozó la nariz del guerrero y una mano enorme se alzó para apartar al origen de la molestia.
El pinzón se puso a salvo lanzándose en picado y después volvió a ascender en el aire y, alborotado por la indignación, fue a posarse en el dedo de Keya.
—Esto no es nada que te concierna, Muchosnidos —dijo Keya con aire severo—. Además, tiene que dormir en alguna parte.
Muchosnidos masculló una pregunta.
—Eso no es de tu incumbencia —replicó Keya—, y no quiero que vayas difundiendo por Evereska el rumor de que somos…
El pájaro la tranquilizó con un gorjeo.
—Te lo digo muy en serio —le advirtió Keya—. Estoy segura de que no querrás que tu pareja se entere del verdadero motivo por el que lord Duirsar te llama Muchosnidos.
Al pinzón se le alborotaron las plumas y volvió a repetir su promesa, esta vez en un tono más bajo que, por lo que Keya sabía del idioma de los pájaros, significaba un voto solemne. Teniendo en cuenta lo chismoso que era Muchosnidos, la muchacha concibió ciertas esperanzas de que su secreto siguiera siendo eso, un secreto.
—¿Has venido sólo para espiarme o es que lord Duirsar quiere algo de mí?
Muchosnidos movió las alas nerviosamente y preguntó dónde estaba Khelben.
—¿Has probado en la contemplación? —preguntó Keya.
El ave le dio las gracias con los gorjeos consabidos y salió volando por la puerta, después volvió a entrar en la sala describiendo un círculo y con otro gorjeo le sugirió a Keya que reuniera allí a los demás vaasan. Hablaba con precipitación, como si de repente hubiera recordado lo importante que era su recado.
—Muy bien —dijo ella—. Estaremos todos aquí dentro de un minuto.
Despertó a Dexon y le dijo que reuniera a los demás, después se echó encima una bata y bajó a la que había sido la contemplación de su padre que ahora servía a Khelben como estudio y laboratorio de magia. Cuando llegó, el archimago estaba interrogando a Muchosnidos en lenguaje pajaril tan rápido que Keya no pudo seguirlo. Su capa de batalla estaba extendida sobre la mesa y Khelben estaba llenando los bolsillos afanosamente con polvo de gema, bolas de azufre, cilindros de gas y otros ingredientes para formular conjuros. El archimago ni siquiera levantó la vista cuando Keya entró en la habitación.
—Lord Duirsar está llamando a la ciudad a las armas —dijo Khelben—. Los phaerimm se están reuniendo fuera del Mythal.
Muchosnidos señaló a Keya con la cabeza y gorjeó algo demasiado rápido para que ella pudiera seguirlo.
—¡Más despacio, pájaro! —lo reconvino—. ¿Qué pasa con el maestro Colbathin?
—Dice que eres libre de combatir en mi compañía si tengo lugar para ti —tradujo Khelben—. Bienvenida.
Muchosnidos añadió otra serie de gorjeos, esta vez más lentos para que Keya pudiera entender que la Cadena de Vigilancia formaría para la batalla en el prado que quedaba en las afueras de la Puerta de la Librea.
—¿De modo que puedo elegir? —preguntó Keya.
Muchosnidos afirmó con un gorjeo y levantó el vuelo, describiendo un círculo hacia la ventana, trinando al pensar en todos los demás mensajes que tenía que entregar.
Keya pronunció la palabra de mando para abrir el teurglás.
—Dispondré mi armadura y mis armas —dijo a continuación.
—Bien —asintió Khelben—. Nos reuniremos en el vestíbulo… Quiero reservar mi magia de teleportación para la batalla.
—¿Batalla? —repitió Dexon, conduciendo a Kuhl y Burlen al interior de la habitación—. ¿Qué batalla?
—Los phaerimm se están reuniendo…
Eso fue todo lo que dijo Keya antes de que los vaasan se volvieran y salieran a toda prisa a ponerse sus armaduras. Ella volvió e hizo lo propio: un hauberk de hermosa cota de malla evereskana y el yelmo mágico de su padre. Después recogió sus armas y acudió corriendo al vestíbulo. Khelben y los tres humanos ya estaban esperando, mirando a través de la puerta las grandes láminas de luz de conjuros que destellaban sobre la superficie del Mythal. Ante sus ojos, meteoros dorados empezaron a llover sobre el Valle de los Viñedos mientras el Mythal activaba su más feroz y más conocida defensa. Los phaerimm no hicieron sino intensificar su asalto.
—¿Qué están pensando los Ancianos de la Colina? —gruñó Dexon—. Me jugaría el brazo con que sostengo el escudo a que esa lluvia de rayos mágicos es precisamente lo que quieren los espinardos.
—El Mythal es una cosa viva —explicó Keya—. Los Ancianos de la Colina saben mejor que cualquiera de nosotros que los phaerimm están tratando de agotarlo, pero nadie puede impedir que se defienda… o que defienda a Evereska.
—Razón de más para que nos demos prisa. —Khelben atravesó la puerta mientras seguía hablando por encima del hombro, abriendo el camino hacia el exterior de la torre—. Su éxito no es seguro, pero es muy posible. Cuantos más y más rápido matemos, tantas más posibilidades tienen el Mythal de aguantar.
—¿Vamos a atacar nosotros? —preguntó Dexon, sorprendido, desde unos metros más arriba y por detrás de Keya.
—Sí, es lo que intento recomendar a lord Duirsar —dijo Khelben. Llegó a la base de la torre y abandonando el muro se internó en el Prado Lunar. En ese momento se volvió para enfrentarse a Dexon—. A menos que tú conozcas una manera mejor de matar a los phaerimm.
Dexon frunció el entrecejo, después cambió de pie y saltó al suelo junto a Khelben. Elfos armados y vestidos con armaduras corrían por todos lados, descendiendo hacia el cruce de las sendas en el estanque Gloria del Amanecer y siguiendo desde allí hacia los lugares de reunión que les habían señalado.
—Estaba pensando en Keya —le explicó Dexon en voz baja, aunque no tanto como para que el fino oído elfo de Keya no lo oyera—. No hay motivo para que vaya, ¿verdad?
—No, sólo que lo que estamos defendiendo es mi patria —protestó Keya, saltando al suelo junto a él—. ¿No estarás tratando de librarte de mí, no, Dex?
El corpulento vaasan se sonrojó.
—No, claro que no.
—Entonces debe de ser que me consideras incapaz de dar la talla en una banda tan selecta de exterminadores de phaerimm. —Cogió una de las colas con aguijón que el hombre exhibía como trofeos en su cinturón y le dio un tirón—. Tal vez piensas que no soy lo bastante valiente.
—Ya sé que no te falta bravura —dijo Dexon, mirando a sus camaradas en busca de ayuda y encontrando únicamente muecas divertidas—, p-pero tú no tienes una espadaoscura.
—Khelben tampoco —replicó Keya.
Dexon puso los ojos en blanco.
—Khelben es uno de los Elegidos.
—Dexon no podría soportar que te hirieran. —Kuhl los cogió a ambos por el brazo y los condujo en pos de Khelben, que ya estaba a medio camino del estanque Gloria del Amanecer—. Si me permites, creo que todos esos baños a la luz de la luna han hecho que se pusiera tierno contigo.
Keya se sonrojó, sin saber a ciencia cierta si Kuhl estaba bromeando o realmente no se había dado cuenta de lo íntimos que Dexon y ella se habían vuelto; se desasió de su mano y echó una mirada a su amante vaasan. Las emociones de aquel hombrón alto y peludo como un oso le eran ajenas en muchos sentidos. No tenía la menor duda sobre la profundidad de sus sentimientos, y de haberla tenido se habría dado cuenta por la forma en que Khelben fruncía el entrecejo cuando los veía juntos, pero jamás se le había ocurrido que su pasión pudiera manifestarse como una ansia de protección. Para un elfo, ese paternalismo significaba que la creía incapaz de tomar sus propias decisiones, y los elfos no tenían por costumbre enamorarse de quienes los tenían en tan baja estima.
Pero los humanos eran diferentes. Ya había notado las miradas furiosas que les echaba Dexon a los otros vaasan cuando la miraban durante los baños, y también la forma en que solía mantenerlos a distancia de ella cuando iniciaban los juegos en el agua. Su afecto por ella parecía manifestarse como si ella fuera un tesoro que temía que le arrebataran y, con una súbita comprensión, entendió que eso era casi cierto.
El amor que se tenían era un tesoro, y los humanos consideraban a los tesoros no como objetos hermosos que compartir con los demás, sino como monedas y piedras preciosas que había que tener a buen recaudo. En eso se parecían a los dragones, y estaban dispuestos a luchar con la misma ferocidad para proteger su tesoro. Si en el campo de batalla Keya se encontrara en una situación de riesgo, Dexon se olvidaría de todo, incluso de su propia seguridad, de su deber de ayudar a Khelben, incluso de los miles de evereskanos cuyas vidas estaban en peligro, y correría a defenderla a ella.
Llegaron al estanque Gloria del Amanecer, donde Khelben tomó el camino que conducía colina arriba a la Mansión de las Nubes, la ciudadela de lord Duirsar. Burlen y Khul partieron tras él sin dudar, pero Keya se detuvo y emprendió el camino colina abajo hacia la Puerta de la Librea.
Dexon la cogió del brazo e indicó el camino opuesto.
—El señor Bastón Negro fue por ahí.
—Ya lo sé, pero yo debo ir hacia allí —dijo Keya, señalando en el sentido contrario.
—Entonces, ¿no vienes con nosotros? —Dexon parecía confundido y aliviado al mismo tiempo.
—Mi lugar está con la Cadena de Vigilancia —dijo Keya meneando la cabeza.
—¡La Cadena de Vigilancia, pero si no tienen formación! —balbució Dexon.
Keya frunció el entrecejo.
—Más de la que piensas —replicó, alzando el mentón—. Nuestros corazones son valientes. Nos comportaremos dignamente.
—Sí, hasta que los phaerimm formulen el primer conjuro —objetó Dexon, tratando de arrastrarla colina arriba—. La Cadena de Vigilancia es carne de cañón. Vendrás con nosotros.
Keya se libró retorciendo el brazo.
—No, Dex, tú tenías razón. No pertenezco a la compañía de Khelben.
Le puso las manos en los hombros y se alzó de puntillas para besarlo en los labios, después se separó un paso de él.
—Te veré después de la batalla —dijo.
—Eso será si ganamos —respondió Dexon meneando la cabeza y partiendo tras ella—. No puedo dejarte…
—Sí, Dexon, puedes y debes hacerlo. —La fuerte mano de Khelben lo sujetó por el hombro y tiró de él—. Despedíos.
A Dexon los ojos se le pusieron un poco vidriosos, después se besó los gruesos dedos y los tendió hacia Keya.
—Hasta que las espadas se alejen.
Keya sonrió y le devolvió el gesto.
—Volveremos a compartir suaves canciones y vino burbujeante.
Khelben empujó a Dexon a los brazos de sus amigos, que esperaban. Hizo un gesto como de pedir silencio y musitó algo que Keya no pudo oír.
—Lo siento —dijo—. ¿Qué has dicho?
—Lo habitual —respondió Khelben, dándose la vuelta—. Agua dulce y risas ligeras.
A Keya no le sonó en absoluto como lo que había musitado antes. Para nada.