15 de Mirtul, Año de la Magia Desatada
Piergeiron llegó a la austera cámara de mando común del castillo de Aguas Profundas y encontró allí al capitán de la Vigilancia de la Ciudad y a su principal maestro de armas y comandante de magos conferenciando con sus colegas de la Guardia de la Ciudad. Brian, el Maestro de Armas, también estaba presente, oculto tras la capa y el yelmo de su señor. Hasta el maestro de la Vigilante Orden de Magos y Protectores estaba allí. Para ser exactos, la orden era un gremio civil y no estaba sometido a edictos militares, pero éstos eran tiempos extraordinarios y Piergeiron había llamado muchas veces al servicio a ciudadanos privados cuando la seguridad de la ciudad se veía amenazada. La cuestión era si debían responder cuando la amenaza estaba a setecientos kilómetros de distancia, en el puente de Boareskyr.
Piergeiron se dirigió hacia un asiento libre, ya que la mesa circular no tenía cabecera, pero no se sentó.
—¿Os habéis enterado?
Rolathon, el musculoso capitán de cabello gris de la vigilancia, asintió con gravedad e hizo una vaga señal con la mano hacia donde estaba su maestro de armas.
—El propio Helve recibió un recado.
Piergeiron se volvió hacia el veterano lleno de cicatrices.
—¿Lassree? —preguntó.
Helve asintió.
—Quería combatir al lado de Learal.
A Piergeiron el corazón le dio un vuelco. Lassree era la hija de Helve, una maga de vigilancia que a menudo combatía al lado de su padre en los disturbios mayores.
—Lo siento —dijo, y volviéndose hacia los demás añadió—: ¿Qué podemos hacer?
—¿Contra una Furia de Dragones? —preguntó Thyriellentha Snome. La comandante de las fuerzas de la vigilancia maga era una mujer dura, de porte orgulloso y edad incierta que ejercía como maga oficial desde mucho antes de que Piergeiron asumiera el cargo—. Lamento decir que muy poco.
Aunque a Helve se le habían llenado los ojos de lágrimas, asintió.
—Lassree dijo que estaban atrapados contra una muralla de osgos y gnolls, con todos los azules del Anauroch bajando de las nubes a sus espaldas. Estoy seguro de que todo habrá llegado a su fin mientras hablamos.
—Sea lo que sea —dijo el Señor Descubierto—, debemos hacer lo que podamos.
Piergeiron recorrió con la vista a todos los presentes en busca de algún atisbo de desacuerdo. Eran soldados valientes, pero su deber estaba vinculado a Aguas Profundas, y si era necesario formular conjuros para averiguar cómo podía contribuir a la seguridad de la ciudad salvar a un ejército de relevo cuyo destino era Evereska, necesitaba saberlo.
Con Aguas Profundas todavía enterrada bajo una oleada constante de ventiscas, y con los barcos volcados en el puerto bajo el peso de sus mástiles cargados de hielo, nadie necesitó que le recordaran el peligro que se cernía sobre su ciudad desde que los phaerimm se habían escapado de su prisión en el Anauroch. No encontró ninguna pregunta en los ojos de los comandantes allí reunidos.
—Bien —dijo Piergeiron—. Mientras hablamos, Maliantor está convocando a la Fuerza Gris a mi palacio. Empezará un escudriñamiento para determinar lo que se pueda sobre el curso de la batalla. Lo que me gustaría es que enviarais a una fuerza de voluntarios, digamos cien magos de batalla y doscientos espadas a recibirla en el palacio dentro de un cuarto de hora. Tengo previstos rollos de teleportación.
—Eso no será necesario —anunció una voz ronca en un rincón.
Al volverse, Piergeiron se encontró con la figura morena del príncipe Aglarel surgiendo de las sombras junto a la chimenea. Dio la impresión de que su capa negra y su tabardo de color púrpura se habían materializado a partir de la oscuridad.
—¡Cómo te atreves! —inquirió Piergeiron, aunque lo que realmente quería saber era simplemente «cómo». Se suponía que la sala estaba protegida contra intrusiones mágicas de todo tipo, aunque era evidente que eso no era aplicable a la magia de sombras de los shadovar—. Éste es un consejo privado.
—Os ruego a todos que me perdonéis —se disculpó Aglarel haciendo un alto para una reverencia—, pero quería ahorraros el problema de teleportar a una compañía para rescatar a vuestro ejército de relevo.
—Quiero saber cómo puedes conocer nuestras intenciones —exigió Brian, el Maestro de Armas. Aunque lo habitual era que Piergeiron hablara por los demás señores en el Palacio de las Cortes, a veces hablaban por su cuenta en reuniones menos formales. La magia de su yelmo transformaba su voz en un tono hueco, anónimo, de barítono, que ni siquiera los amigos más antiguos de Brian hubieran reconocido—. Casi no las hemos formulado todavía.
Aglarel fijó su mirada de plata sobre él.
—Hace muy poco tiempo, muchos de tus ciudadanos recibieron mensajes de despedida de sus parientes que acompañan a las Elegidas. —El príncipe no se molestó en explicar cómo lo sabía—. Conociendo la clase de hombres que sois los waterdhavianos, lo más lógico era que quisierais enviar ayuda. Me presenté en palacio y me dijeron que lord Paladinson se había marchado para atender a una urgente cuestión de Estado.
—Lo cual justifica que te filtraras entre las protecciones contra invasores que guardan el castillo —dijo Thyriellentha—, o que supieras que debías buscar a lord Paladinson en esta sala.
—Más tarde tendré mucho gusto en hacer una demostración —declaró Aglarel pasando por alto la pregunta con un gesto de la mano—. Por el momento, sugiero que nos concentremos en la cuestión que nos ocupa.
Se dirigió hacia la mesa circular y se inclinó hacia adelante para trazar un círculo con la mano sobre la superficie. Una sombra cayó sobre el centro, y como si se hubiera abierto un agujero en las nubes, se vio una batalla que se libraba allá abajo. La escena se amplió hasta ocupar toda la mesa, y Piergeiron no tardó en reconocer al ejército de relevo de Learal atrapado contra la costa de un cenagoso lago que bien podían ser las Aguas Sinuosas desbordadas. Con sorpresa y gran alivio comprobaron que estaba en perfecta formación tras un muro de fuego que se iba consumiendo, con los escudos en alto y las armas en ristre, aunque lo único que combatían eran las moscas y mosquitos que zumbaban alrededor de sus cabezas.
Del otro lado de la ardiente muralla, la escena era muy diferente. Docenas de dragones azules hacían estragos en un ejército de osgos y gnolls, lanzándose en picado para apresar en sus garras a puñados de guerreros y a continuación volar hacia el río y arrojarlos a las cenagosas aguas. A pesar de las brechas que se abrían en sus líneas, los monstruos seguían presentando batalla, haciendo lo que podían para parar los ataques con unas hachas y lanzas más adecuadas para aplastar cabezas humanas que para atravesar las escamas de los dragones.
—¿Los dragones no fueron enviados por los phaerimm? —preguntó Piergeiron boquiabierto, incapaz de apartar los ojos de la mesa.
—Incluso en el Anauroch —dijo Aglarel—, hay cosas que los phaerimm no controlan.
Las alas de un dragón quedaron paralizadas y la criatura se desplomó, cayendo en un revoltijo de cola, cuello y alas. Piergeiron consiguió ver un enorme agujero en su pecho y se dio cuenta de que había sido eliminado mediante una magia letal muy poderosa.
Un instante después, los huesos pulidos de un enorme dracolich se lanzaron desde las nubes descargando el equivalente a una tormenta eléctrica en relámpagos azules contra una diminuta figura en forma de cono cerca de la retaguardia de los osgos. Una salva de restallantes meteoros rojos partieron desde abajo alcanzándolo en el flanco y partiéndole dos costillas del tamaño de árboles y enviando al esquelético dragón despedido por los aires en una bola crepitante de agitación de garras y rayos de centelleante energía azul. Thyriellentha dio un respingo al ver que se usaba una magia tan poderosa en la batalla; la magia que se necesitaba para hacer tambalear a un dracolich de sesenta metros hubiera reducido a cualquier mago normal a un montón de ceniza humeante. Fue entonces cuando la figura espinosa de un segundo phaerimm apareció detrás de los gnolls.
El primer dragón acababa apenas de tocar el suelo cuando cuatro mujeres de largas trenzas se elevaron en el aire por encima de las filas del ejército de relevo. Se lanzaron contra los phaerimm visibles arrojándoles bolas del fuego plateado de los Elegidos. Los dos espinardos se desvanecieron en una cegadora explosión de luz.
—Nada menos que cuatro hermanas —dijo Aglarel, claramente asombrado—. Esto es inesperado. Cuando miré la última vez sólo estaban Storm y Learal.
—Los Elegidos se apoyan —declaró Brian desde detrás de su yelmo—. Los shadovar harían bien en recordarlo.
Aglarel sonrió con aire tolerante.
—Parece como si pensaras que tenemos motivos para temerles.
A los osgos y los gnolls finalmente se les agotó el valor y empezaron a huir perseguidos por los dragones. Piergeiron tuvo que apartar la vista de lo que siguió.
—Creo que hemos visto suficiente, príncipe —dijo.
Aglarel pasó la mano sobre la escena y la mesa recuperó su superficie normal de color marrón.
—De nada —dijo Aglarel, dando por oídas las gracias que Piergeiron había omitido deliberadamente—. Estoy seguro de que Aguas Profundas tiene muchos problemas reales de los que preocuparse.
—Ninguno que no podamos manejar —afirmó Piergeiron.
No le gustaba este shadovar y por eso no confiaba en él. A pesar de todo, no podía dejar de reconocer que si bien habían sido los que habían liberado a los phaerimm, hasta el momento los shadovar no habían hecho nada más que ayudar a Aguas Profundas, a Evereska y a sus aliados.
—¿Tenemos que suponer que lo de los dragones fue obra vuestra? —preguntó Piergeiron.
Aglarel asintió, y a continuación, sin que nadie lo invitara a hacerlo, se sentó junto a la mesa del consejo.
—Nuestra fuerza defensiva está ocupada con otros problemas, de modo que tuvimos que llamar a nuestro aliado Malygris para que protegiera a vuestro ejército de relevo.
—¿Malygris? —preguntó Brian—. ¿Sois capaces de aliaros con el Culto del Dragón?
Aglarel se volvió y estiró el cuello para mirar al señor del yelmo.
—Nuestra alianza es con Malygris. Su relación con el Culto no es de nuestra incumbencia.
—Pero ¿os habéis aliado con un dracolich? —puntualizó Thyriellentha.
Aglarel asintió.
—Confiamos en recuperar nuestras tierras en el Anauroch. Nos pareció más prudente aliarnos con el Suzerain Azul que tenerlo en contra. —Indicando con una señal la mesa vacía, añadió—: Estoy seguro de que Learal y sus hermanas atestiguarán sobre la conveniencia de esa decisión…, del mismo modo que estoy seguro de que Aguas Profundas y sus aliados se beneficiarían de un acuerdo similar. Ya es la segunda vez que el Enclave de Refugio demuestra las ventajas de trabajar con nosotros.
—Deja que sean las propias Elegidas las que hablen —dijo Brian. Volvió su yelmo hacia Piergeiron—. Es posible que todo esto vaya más allá de lo que se ve…, o que se quede en menos.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó Piergeiron—. ¿Acaso que el príncipe nos ha engañado?
Brian se encogió de hombros.
—Digo que es posible. Podría habernos mostrado una ilusión en lugar de un escudriñamiento. —Se volvió brevemente hacia Thyriellentha, que se limitó a encogerse de hombros y extender las manos—. ¿Cómo sabemos que esos dragones no están ahora mismo despedazando al ejército de Learal?
—Porque todavía te queda medio entendimiento dentro de ese yelmo —repuso Aglarel, en un tono cada vez más exasperado—. ¿Para qué íbamos a salvar al ejército en el Páramo Alto y enviar después una cuadrilla de dragones a que lo destruyera?
—No pretendo conocer cómo actúa la sombra —dijo Brian—, pero sé muy bien que no se puede confiar en quienes tienen tratos con los dracoliches.
Aglarel se puso de pie y a continuación, dejando a Piergeiron sorprendido, respondió en tono civilizado.
—Tal vez podrías tener razón, Señor Enmascarado, si el Enclave de Refugio no hubiese demostrado ser más de fiar que tus otros aliados.
—¿De fiar? —dijo Brian con sorna—. Ya hemos visto lo fiables que fuisteis cuando os ocupasteis de Elminster.
La mano de Aglarel se cerró en un puño, y Piergeiron se dio cuenta de que su propio rechazo del shadovar estaba interfiriendo con su juicio como diplomático.
—Señor —empezó—, está muy bien ser precavido, pero la verdad es que los shadovar no han hecho más que servir a nuestra causa común.
Brian no estaba dispuesto a que lo hicieran callar.
—¿No? —dijo—. ¿Y la desaparición de Bastón Negro? ¿Cómo sabemos que no lo mandaron a los infiernos junto con Elminster?
—Porque ni siquiera estábamos aquí cuando Khelben desapareció —protestó Aglarel, no exento de razón. Se volvió hacia Piergeiron—. Mi señor, esto es demasiado. Exijo una disculpa.
Piergeiron bajó la cabeza. No tenía autoridad para hacer que un Señor Enmascarado se disculpase y, aun cuando estuviera seguro de que Brian se equivocaba, sabía lo que el brusco armero le diría si se atrevía a sugerir abiertamente una cosa así.
—Príncipe Aglarel, en esta sala hay quienes tienen parientes en el ejército de relevo —empezó—. Ya puedes entender su preocupación. Cuando nuestros propios magos hayan confirmado lo que nos acabáis de mostrar, estoy seguro de que el Señor Enmascarado reconsiderará su opinión.
Brian empezó a objetar, pero Aglarel lo acalló con su voz ronca que parecía reverberar al mismo tiempo desde todos los rincones del salón.
—¿Permitiréis que persista este insulto?
—No me corresponde hablar por otro señor —dijo Piergeiron, poniendo mucho cuidado en no desviar la mirada—. Del mismo modo que tú no puedes hablar por otro príncipe.
—Si un príncipe de Refugio insultara a un huésped de esa manera, dejaría de ser príncipe —afirmó Aglarel. Se volvió hacia Brian y le hizo una rígida reverencia—. Gracias por tu sinceridad. Me has demostrado que pierdo el tiempo en Aguas Profundas.
—No tienes nada que agradecer —respondió Brian. Ni siquiera la magia del yelmo era capaz de ocultar la suficiencia de su tono—. Aunque te deseo suerte en tu alianza con los dragones y los escorpiones.
Los ojos de Aglarel relampaguearon y se volvió hacia Piergeiron.
—Con tu permiso, permaneceré en la ciudad el tiempo suficiente para comprar algunas cosas que me llamaron la atención.
—Por supuesto —concedió Piergeiron—. Todos son bienvenidos a Aguas Profundas. Estoy seguro de que esto se disipará…
—Por favor, lord Paladinson, creo que es hora de hablar con sinceridad —dijo Aglarel levantando una mano. Se apartó de la mesa y cruzó el salón hasta la puerta. Allí se volvió e hizo una reverencia formal—. Imbuidos de ese espíritu, es justo advertirte de que la atención del Enclave de Refugio es requerida en otra parte. Vuestro ejército de relevo ya no contará con nuestra protección.
Con las suaves pisadas de la Guardia del Supremo crujiéndole en los oídos y con las manos metidas en los bolsillos de su capote para que nadie advirtiera su temblor, Galaeron siguió a Telamont por los tenebrosos pasadizos que había debajo de su palacio. Mientras bajaban una escalera tras otra, Galaeron casi era capaz de reconocer a veces los extraños tintineos y los curiosos chirridos que solían resonar en los oscuros santuarios de cada nivel, y por momentos lo inquietaban unos misteriosos gorgoteos y ominosos retumbos demasiado macabros como para que pudiera identificarlos el oído de un elfo. Aunque no tenía la menor idea de adonde iban ni de por qué el Supremo había elegido la última hora de oscuridad de la misma noche de la partida de Vala para hacerlo ir a palacio, Galaeron se negaba a preguntar. Si su plan para abandonar el enclave había sido descubierto, se negaba a dar a Hadrhune, que los seguía dos pasos más atrás, la satisfacción de verlo sufrir. Si la convocatoria se debía a alguna otra razón, cualquier pregunta que pudiera hacer podría poner a Telamont sobre la pista de sus intenciones.
Estaban a doce niveles de profundidad cuando los guardias por fin dejaron la escalera y condujeron al grupo por un sinuoso túnel después de pasar una gran arcada hacia una enorme cámara de alto techo abovedado. Al final de la caverna había una hendidura de cien metros por la cual podía entreverse la luz purpúrea que precedía al amanecer. Varias docenas de shadovar estaban arrastrando un gran artilugio parecido a un peine hacia la hendidura. Más cerca había varias docenas de ellos plegando un enorme trozo de manta de sombra en un fardo compacto, similar a otros varios apilados prolijamente cerca de la pared.
Cuando los trabajadores vieron a Telamont Tanthul y a sus acompañantes en la estancia, inmediatamente se dejaron caer de rodillas y apoyaron la frente en el suelo. Aunque éste no parecía el tipo de lugar donde los shadovar encerraban a sus prisioneros, el corazón de Galaeron no se tranquilizó. Malik y Aris habían salido de Villa Dusari antes de que Hadrhune hubiera llegado con la llamada del Supremo. Una vez que Aris hubiera reunido sus provisiones, Malik iba a montar una maniobra de distracción para facilitar que Galaeron y el gigante salieran sigilosamente del enclave sin llamar la atención.
—Uno de nuestros telares de sombra —explicó Telamont. Señaló con una manga el artilugio que parecía un peine que estaban transportando hacia la hendidura en el otro extremo de la estancia, a continuación hizo que sus guardias siguieran adelante—. No es para mostrarte esto por lo que te he hecho venir.
Siguieron a los guardias bordeando la estancia y pasaron a través de otra arcada hasta otra cámara donde cientos de shadovar se ocupaban de unir con hebras de sedasombra trozos de manta. También en esta ocasión los trabajadores dejaron su labor para postrarse ante Telamont. Esta vez, el Supremo se volvió hacia Hadrhune con el disgusto reflejado en los ojos de platino.
—Esto no es necesario —dijo.
—Me ocuparé de ello. —Hadrhune se apartó del grupo y se acercó al borde de la zona de trabajo—. Volved al trabajo, holgazanes. No deshonréis al Supremo abandonando vuestros quehaceres en su presencia.
Los trabajadores volvieron trabajosamente a sus labores, aunque todos pusieron mucho cuidado en mantener la mirada fija en la zona que estaba inmediatamente delante de sus narices. Telamont le indicó a Galaeron que se pusiera a su lado y abrió la marcha por el borde del espacio de trabajo, pasando a continuación por una amplia arcada que había en el otro extremo. En la habitación del otro lado, el príncipe Escanor estaba sobre un disco volador sosteniendo una manta de sombra mientras Vala, suspendida por un nuevo par de alas mágicas, volaba un nivel por encima.
—Esto es lo que te traje a ver, Galaeron —dijo Telamont, cruzando hasta el disco—. Pensé que tal vez querrías despedirte.
—¿Ah sí? —preguntó Galaeron tratando de adivinar si había un doble sentido en las palabras de Telamont. ¿Sabía el Supremo lo que había pasado entre él y Vala en Villa Dusari la noche anterior? ¿O sólo estaba tratando de medir la profundidad de los sentimientos de Galaeron por ella? En cualquier caso, su respuesta tenía que ser la misma—. ¿Por qué habría de querer despedirme?
Los ojos de Telamont brillaron bajo la capucha, y una brisa acarició la cara de Galaeron cuando Vala bajó al suelo. Escanor fue a colocarse a su lado, sin decir nada, pero pasando con aire ausente sus dedos oscuros por las plumas de una de sus alas mágicas.
—Ya nos hemos dicho adiós, alteza. —Los ojos verdes de la mujer se posaron, duros y fríos, sobre la cara de Galaeron, y a continuación toda su atención se centró en Telamont—. Lamento que te hayas tomado tanta molestia.
—No ha sido molestia, querida. —Telamont inclinó la capucha hacia ella y a continuación se volvió para estudiar un momento a Galaeron—. Me sorprendes incluso a mí, elfo. No esperaba que renunciaras con tanta facilidad a tus emociones.
—Dudo de que fuera tan difícil como pensáis, alteza —dijo Vala, con amargura suficiente como para que a Galaeron le doliera el corazón—. En realidad, son más superficiales de lo que todos nosotros creíamos. Me alegro de librarme de él.
—¿De verdad? —La línea púrpura de una sonrisa apareció en las sombras por debajo de los ojos del Supremo. Se volvió hacia Hadrhune—. Puede que un día éste rivalice incluso contigo, sirviente.
—Ya se verá, alteza, pero debemos recordar que sólo uno de nosotros sirve al enclave. —Hadrhune permitió que su mirada feroz descansara en Galaeron más de lo normal, luego se volvió a Telamont y dijo—: Me temo que debo retirarme, alteza. Hay una perturbación en la Protección del Comercio que requiere mi atención.
—Por supuesto. —Telamont apenas había empezado a levantar la mano para despedir a Hadrhune cuando el senescal ya había desaparecido fundido en la oscuridad. El Supremo se volvió hacia Galaeron—. Si me disculpas un momento, la batalla con los phaerimm de Myth Drannor va a ser difícil. Me gustaría intercambiar unas palabras con Escanor antes de que se vaya.
—Puedes tomarte todo el tiempo que necesites, alteza. —Aunque la voz de Galaeron sonaba calma, su corazón latía desbocado. La perturbación en la Protección del Comercio era la maniobra de distracción de Malik. Aris estaría esperando a Galaeron en la Puerta de la Cueva dentro de un cuarto de hora—. Con tu permiso, yo puedo encontrar solo el camino de vuelta. No es demasiado complicado y no me gusta la compañía que hay aquí.
Echó a Vala una mirada significativa y ésta sonrió con crueldad y frotó el borde de su ala nueva contra Escanor.
Telamont no perdió detalle de todo esto y a continuación alzó una manga a modo de despedida.
—Tal vez sea lo mejor —dijo—. Te necesitaré en la ventana al mundo mañana a mediodía, descansado y alerta. Cuando Escanor tienda la manta de sombra sobre Myth Drannor necesitaremos toda la sabiduría de Melegaunt que seas capaz de evocar.
—A tus órdenes, alteza.
Galaeron hizo una reverencia más, para ocultar su sonrisa que para mostrar sumisión, luego se dio media vuelta y se marchó. No dijo adiós a Vala, ni siquiera le deseó suerte en la batalla. No podía pensar en nada que no fuera la forma en que lo había traicionado con Escanor, en cómo Escanor se la había robado, en cómo Telamont lo había permitido… y, sobre todo, en cómo les iba a hacer pagar caro todo aquello.
A todos.
Malik se dio cuenta de que el mayor peligro no era que el haik robado de la bruja se le escapara de la mano, aunque cabía la posibilidad de que así fuera, ni siquiera que los vientos inmisericordes lo lanzaran inconsciente contra la base rocosa del enclave, que también entraba dentro lo posible. Lo más peligroso eran los ociosos buitres que se pasaban la vida buscando comida fácil entre la basura de la que se deshacía la ciudad. Ya había uno de ellos posado encima de su hombro derecho picoteándole los dedos y otros dos volaban en círculo por encima de su cabeza peleándose por su hombro izquierdo, y una docena más de ellos describían círculos debajo de sus pies, dispuestos a hacerse con cualquier bocado que hubieran dejado caer los demás.
—¿Estás seguro de que ésta es una buena idea? —le preguntó Aris desde arriba.
—Sin duda una de las mejores que he tenido.
Malik estiró el cuello y paseó la mirada por los tres metros de haik de lana de camello que había encima de su cabeza y que habían hecho pasar a través de la pared exterior del taller. Aris había esculpido minuciosamente el agujero para que pareciera el cráter de un potente conjuro de estallido, colocando ingeniosamente dos dientes serrados en el borde para atar el extremo superior de la tela.
—¿Quién iba a decir que me colgaría aquí a propósito? —dijo Malik.
—Me preocupa más que todavía estés ahí y que te encuentren —dijo Aris—. Hay mucha distancia hasta el suelo.
Malik no miró hacia abajo. Ya lo había hecho una vez y a través de un agujero en la tenebrosa niebla había atisbado las arenas del Anauroch trescientos metros más abajo.
—Estaré aquí —dijo retirando una mano del haik para espantar al buitre que le picoteaba los dedos—. Limitaos a remover la arena y marcharos. Para cuando esto se descubra, tú y Galaeron estaréis lejos.
Aris no se retiró.
—¿Estás seguro de que Ruha no sufrirá las consecuencias?
—¿Acaso no dijo que quería ayudar?
Aris asintió.
—Sí, pero…
—Entonces deja que ayude. A la bruja no le ocurrirá ningún mal, no tengo tanta suerte, y ya sabes que no puedo mentir. —Malik trató de sujetar su lengua, pero la maldición de Mystra lo hizo seguir adelante—. Lo máximo que puedo hacer es guardar silencio, y, ¿cuándo me has visto sujetar mi lengua durante más de dos minutos?
Aris se quedó pensando en ello.
—Sólo cuando duermes —dijo por fin. Comprobó el haik para asegurarse de que estaba bien sujeto en su sitio, y saludó con la mano—. Adiós, amigo mío… y, gracias.
Antes de que Malik pudiera responder, los beligerantes buitres le taparon la vista, y Aris ya se había ido cuando consiguió espantarlos. Pasó los minutos siguientes ahuyentando a las aves y maldiciendo a todas las criaturas plumíferas mientras el viento lo lanzaba una y otra vez contra el exterior rocoso del enclave. Aunque le dolían por todo el cuerpo sus cien terribles magulladuras y los músculos acalambrados le ardían como si alguien los hubiera atravesado con atizadores al rojo vivo, Malik no temía que le faltaran las fuerzas. Como Serafín de las Mentiras, le había sido otorgada la capacidad de sufrir dolores indecibles y seguir desempeñando sus deberes para con Cyric, y aunque ayudando a Aris y a Galaeron a escapar de la ciudad no servía necesariamente al Uno, la segunda parte de su plan sí lo haría, sin duda.
Cuando consideró que había dado al gigante tiempo suficiente para abandonar los laberintos del comercio y encontrarse ya de camino a la Puerta de la Cueva, Malik empezó a gritar pidiendo ayuda.
—¡Salvadme! ¡Socorro!
Cuando llevaba algunos minutos gritando, por fin alguien asomó la cabeza por el agujero. Tenía el pelo negro y largo y unos ojos oscuros y seductores que asomaban por encima del velo que cubría la parte inferior de su rostro de tez morena. Esa cara era lo último que había esperado ver.
—De modo que estás aquí —dijo Ruha. Se agachó encima de los dientes en los que estaba sujeto el haik y, espantando a los buitres, extendió la mano para coger la tela—. Y nada menos que con mi haik.
—¡Bruja entrometida! —chilló Malik—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Buscándote, por supuesto. Y ahora que estamos solos, creo que ha llegado el momento de que tú y yo huyamos de esta ciudad voladora.
Sin soltar el haik, colocó la palma de la mano que le quedaba libre frente a la boca y sopló levemente, empezando a continuación el encantamiento de uno de sus conjuros bedine de la naturaleza.
—¡Alto! —Malik empezó a trepar por el haik, una mano después de otra—. ¡Taimada! ¡Arpía!
Ruha culminó su conjuro, a continuación envolvió su mano en el haik y miró hacia abajo con una sonrisa en sus ojos oscuros.
—¿Es así como hablas a quien tiene tu vida en sus manos?
—¿Quién dará de comer a mi pobre Kelda? —gritó Malik. Estaba a media altura del haik, casi a punto de lograrlo—. ¡No voy a ir contigo a ninguna parte!
—¿Prefieres caer? —Ruha se giró para coger algo que tenía a la espalda—. Porque ésa es tu única opción.
—No es mi única opción. —Malik envolvió una mano en el haik, después rebuscó debajo del aba y encontró la empuñadura de la jambiya—. Tengo otra que me gusta mucho más.
Arrastrando consigo el kuerabiche que llevaba colgado al hombro, Ruha se dio la vuelta y su garganta quedó a merced de Malik, como él había esperado, mientras empezaba a buscar su propia daga… En ese preciso momento, una oscura mano shadovar cogió la correa de su kuerabiche y tirando de ella la apartó del borde.
Malik enfundó snjambiyay empezó a gritar.
—¡Socorro! ¡Estoy aquí abajo!
Los ojos ambarinos de Hadrhune miraron por el agujero.
—Ya sé dónde estás, Malik.
El shadovar susurró un conjuro de sombra apenas audible y Malik atravesó flotando el agujero hacia el almacén que Aris había estado usando como taller. El lugar estaba lleno de guerreros shadovar, pero seguía teniendo el mismo aspecto que si una tropa de osgos lo hubiera arrasado. Había estatuas derribadas, en su mayoría piezas a medio acabar que de todos modos tenían poco valor, destrozadas o irrecuperablemente rotas. Las paredes tenían marcas de hollín y golpes del tamaño de la cabeza de un gigante, y había una gran mancha de sangre de Aris a lo largo de la pared, señalando al enorme agujero por el cual acababan de recuperar a Malik.
Cuando hubo reconocido el escenario, Hadrhune se volvió hacia Ruha.
—¿No te advertí de lo que pasaría si no respetabas la integridad de nuestro huésped?
Con los ojos muy abiertos, Ruha echó una mirada por todo el taller y meneó la cabeza.
—Yo no he hecho esto.
—No me mientas, Arpista. Con mis propios oídos te oí dar a Malik a elegir entre la muerte o huir en tu compañía. Eso ya me parece suficiente violación. —Hadrhune miró a Malik—. ¿Dónde está el gigante?
Mordiéndose la lengua para no hablar y delatarse, Malik se limitó a volverse y mirar el enorme agujero del que él había estado colgando.
—Ya veo. —Hadrhune hizo un rápido movimiento con la mano y de repente Ruha quedó envuelta en una negra red de sombra—. Serás ejecutada en cuanto el Supremo pronuncie su sentencia. ¿Qué quieres que se haga con tus posesiones?
—Nada. Yo no he matado a nadie, y él lo sabe. —Ruha echó a Malik una mirada furiosa, y en sus ojos percibió el hombrecillo la velada amenaza de revelar los planes de fuga de Galaeron—. Preguntadle, él no tiene más remedio que decir la verdad.
Hadrhune se quedó pensando un momento y a continuación hizo un gesto afirmativo.
—Una petición razonable. —Se volvió hacia Malik—. ¿Mató ella a Aris?
—No tengo ningún deseo de que sea ejecutada —dijo Malik.
—¿Ah no? —fue la respuesta unánime de Ruha y de Hadrhune.
—En absoluto. Bastará con que sea expulsada de la ciudad.
Hadrhune frunció el entrecejo.
—No sabía yo que los adoradores de Cyric fueran tan clementes.
—Oh, no lo somos —dijo Malik, esbozando una media sonrisa—, pero no puedo concebir mayor tortura para Ruha que saber que yo estoy viviendo como un rey en el Enclave de Refugio mientras ella lame el rocío de la arena del Anauroch.
—No es así como funciona la justicia en Refugio —replicó Hadrhune—. Dime si mató o no a Aris.
Malik meneó la cabeza, fiel a la verdad.
—Si la elimino, la vida de Aris será responsabilidad tuya —le advirtió Hadrhune—. Dímelo ahora o el peso de su delito caerá sobre tu cabeza.
—¿Sobre mi cabeza? ¿Sobre la mía?
Esto era algo que Malik no había previsto. Miró a Ruha y notó su expresión satisfecha a su costa: o la exculpaba o sería ejecutado por el crimen del que la había acusado. Malik meneó la cabeza con desesperación.
—A ver si he entendido bien —dijo—. Si ella mató al gigante, ¿será ejecutada y yo me quedaré en el Enclave de Refugio viviendo como un rey?
Hadrhune asintió.
—¿Lo mató ella?
Malik alzó una mano.
—Pero si no lo mató, ¿la expulsaréis y me ejecutaréis a mí?
Hadrhune volvió a asentir.
—Sí. Cuando alguien es asesinado, alguien tiene que pagar. Es la ley.
—Mi miserable existencia no es más que una sucesión de circunstancias injustas —se quejó Malik. Respiró hondo—. No tengo el menor deseo de morir, pero la verdad es ésta: nadie mató a Aris. El y yo montamos todo esto para que él y Galaeron pudieran huir al desierto.
—¡Malik! —gruñó Ruha—. Debería haber sabido que tú…
—¡Silencio! —Hadrhune tendió la mano hacia ella y la red de sombra se amplió hasta cubrirle la boca. El senescal miró a Malik con furia durante un momento—. Como quieras, hombrecillo.
Hadrhune, que todavía estaba señalando a la Arpista, desplazó la mano hacia el irregular agujero, y Ruha salió volando del taller y se precipitó hacia el desierto. Cuando el oscuro capullo que formaba se perdió de vista, el shadovar señaló a Malik y pronunció algunas sílabas arcanas. Malik se encontró envuelto en una pegajosa sombra negra.
—Ahora comparecerás ante el Supremo y responderás por la muerte del gigante —dijo Hadrhune—. Y pensar que estuve a punto de creer a Galaeron cuando dijo que no podías mentir.