Capítulo 4

9 de Mirtul, Año de la Magia Desatada

En el Enclave de Refugio la noche llegó como una intensificación de la oscuridad general, cuando el aire se puso pesado y tibio y se cerró sobre sí mismo en una niebla profunda. Galaeron estaba sentado en la terraza del señor de Villa Dusari, no montando guardia, pero vigilando. A pesar de la hora, el persistente murmullo y el estrépito del tráfico que pasaba se expandían desde la oscuridad de ébano con intensidad suficiente como para mantener insomnes a los habitantes. Aris estaba en los laberintos inferiores de la ciudad, trabajando en su taller. Ruha merodeaba por la casa en busca de Malik que, obviamente, estaba en cualquier lugar menos en su habitación. Sólo Vala estaba en la cama, al otro lado de la puerta junto a la cual estaba sentado Galaeron. La mujer no dormía, se limitaba a contemplar la hoja de su espadaoscura, con una sonrisa melancólica en sus carnosos labios y una dulzura en sus ojos que era ajena a ellos durante el día.

Galaeron sabía que estaba viendo a su hijo en Vaasa. Por la noche, su espadaoscura muchas veces la hacía caer en trance y le permitía ver lo que estaba sucediendo en los dormitorios de la Torre de Granito. «Andar en sueños», lo llamaba ella, aunque se parecía más a la labor de un espía. Durante los meses que llevaban juntos, Galaeron había aprendido a leer su expresión y a reconocer cuándo estaba visitando a Sheldon. El hecho de que la espada pareciera haber menudeado sus visitas al muchacho estos días era una de las pocas cosas que le hacía pensar al elfo que tal vez el arma no tuviera un carácter totalmente siniestro.

Si bien no envidiaba a Vala esos atisbos de su hijo, Galaeron los hubiera deseado para sí. Su propio padre y su hermana estaban perdidos en la niebla de la guerra, muertos o fuera de su alcance, no lo sabía. El desesperado intento de los Espadas de Evereska de salvar la puerta del Nido Roquero ya se había convertido en leyenda. Según todas las crónicas, Aubric Nihmedu había encabezado el ataque, y Galaeron no era tan tonto como para creer que un simple cantor de la espada pudiera sobrevivir a un combate en el cual Khelben Arunsun, uno de los Elegidos de Mystra, había desaparecido sin dejar rastro.

Su hermana, Keya, seguía atrapada en Evereska, aunque ni siquiera de eso podía estar seguro Galaeron, ya que los phaerimm hacía tiempo que habían interrumpido toda comunicación con el Refugio Ultimo levantando una muralla inerte de magia en torno a los Sharaedim. Le costaba aceptar la idea de que su hermana pequeña, apenas adulta a sus ochenta años, estuviera sola en Copa de Árbol, triste y asustada, probablemente pasando hambre e incluso quizá desesperada, mientras que los phaerimm mantenían la ciudad cercada esperando una oportunidad de colarse dentro. Claro que la otra alternativa, es decir que el Mythal hubiese caído ya y con él Evereska, era demasiado horrorosa como para pensar en ella.

Y todo eso había sido obra de Galaeron: la huida de los phaerimm, el asedio de Evereska, la guerra toda. Él lo había ocasionado en uno de esos terribles momentos que una persona repasa mentalmente miles de veces, diciéndose que si hubiera hecho esto o lo otro, o dicho tal cosa, o si simplemente hubiera dejado que las cosas siguieran su propio cauce, todo se habría evitado. En lugar de eso, Galaeron y sus Guardianes de Tumbas siguieron a una banda de profanadores de criptas a las profundidades de los pasadizos largo tiempo olvidados de una mina enana, y encontraron a Vala y a sus guerreros vaasan preparando el encuentro con su mago sombrío, Melegaunt Tanthul. En la confusión que sobrevino, Galaeron había dado la orden que rompió la Muralla de los Sharn, habían muerto casi dos docenas de hombres y de elfos y los phaerimm habían escapado para iniciar su asalto a Evereska.

Vala y los shadovar le habían dicho cientos de veces que no había hecho más que cumplir con su deber y que no tenía culpa alguna, pero sus palabras no podían modificar lo que había sucedido ni lo que él sentía. Ansioso de corregir su error, Galaeron se había unido a Vala y a su mago de sombras y se había dedicado a invocar la única ayuda que parecía capaz de derrotar al mal que había desatado. Por el camino, había aprendido a usar la magia de sombras y había sobrepasado sus límites, abriéndose a las influencias corruptoras del Tejido de las Sombras e iniciando una batalla desesperada contra su propia sombra por la posesión de su alma. Daba la impresión de que una vez tras otra había tomado la decisión errónea, y ahora, que ni siquiera estaba seguro de si los pensamientos que pasaban por su mente le pertenecían a él o a su ser sombra, casi tenía miedo de tomar cualquier decisión.

Pero de una cosa estaba seguro, había una decisión que sabía con certeza que le pertenecía. Haría cualquier cosa por salvar a Evereska, cualquier sacrificio para enmendar su terrible error.

Galaeron se recostó y trató de despejar su mente, pero estaba demasiado agitado. Sus pensamientos volvían una y otra vez a la mañana siguiente, y se preguntaba si Hadrhune concertaría la prometida audiencia o encontraría una excusa más para posponerla, y si la ayuda del Supremo sería la solución a los problemas que él estaba teniendo con su sombra o sería uno más de sus errores. Sin duda no presagiaba nada bueno el hecho de que los shadovar le hubieran ocultado el hecho de que el Enclave de Refugio se estuviera alejando de Evereska, pero hasta el propio Galaeron era capaz de ver que su sombra podría haber usado esa información para alimentar sus sospechas y hacer que desconfiara del único con la capacidad suficiente como para ayudarlo a recuperar su espíritu.

Si bien en una época podría haber encalmado sus pensamientos sumiéndose en una Ensoñación, Galaeron había perdido contacto con esa faceta de la naturaleza elfa al permitir la invasión de su sombra. En lugar de sumirse en un trance semilúcido de recuerdos y de emociones compartidas con los demás elfos, se hundía en la misma penumbra inconsciente y llena de pesadillas que los humanos.

Pero esta noche, hasta el sueño se le negaba. Pasó las negras horas escrutando la oscuridad, escuchando el estrépito de la ciudad bajo su balcón, repasando una y otra vez los mismos pensamientos, las mismas dudas, hasta que las tinieblas pasaron del color ébano de la noche al gris del amanecer y Aris volvió a grandes zancadas desde la oscuridad cargando con su estatua de la batalla de Escanor contra los phaerimm.

Ahora que estaba terminada, la pieza era lo más hermoso de todo lo que Aris había hecho hasta el momento, tan fluida que hacía temer que en cualquier momento pudiera escapar de las manos del gigante. La figura del príncipe era noble y majestuosa. Tenía una mano todavía tendida hacia el phaerimm que acababa de matar mientras se volvía raudo para afrontar a su nuevo atacante. La propia criatura estaba conectada a él por la cola que le perforaba el abdomen y también por dos manos que lo aferraban por el cuello, una licencia artística cuyo objetivo era dar la impresión de que la bestia estaba suspendida en el aire junto a él.

—¡Aris, es magnífica! —exclamó Vala uniéndose a Galaeron en la terraza mientas el gigante de piedra entraba en el patio—. ¿Hiciste eso en una noche?

—No podría haberla terminado sin Malik —dijo Aris. La estatua estaba al nivel de la terraza y el gigante les hablaba desde arriba. Se volvió a medias hacia la puerta desierta—. Él se encargó de casi todo el pulido.

—¿Y qué te ha costado ese favor? —preguntó Ruha, saliendo a su encuentro desde la columnata—. ¿Un brazo, o el alma?

—Esto no es de tu incumbencia, arpía —replicó Malik—. No se puede esperar que tú entiendas lo que un amigo es capaz de hacer por otro puesto que no tienes ni uno solo. —Inclinó el cuello hacia atrás para mirar por el balcón—. Será mejor que os adecentéis. El príncipe viene hacia aquí.

—¿El príncipe? —preguntó Galaeron—. ¿Cuál?

—Escanor, por supuesto —respondió Malik—. Si eres sensato y te dejas guiar por mí, no harás nada que lo aliente a volver. No hay peor ladrón que uno de la realeza.

Galaeron miró a Vala, que se limitó a encogerse de hombros y se volvió para vestir su armadura que, según criterio de los vaasan, era una forma de vestir muy superior a las oscuras vestiduras que los sirvientes de Hadrhune les habían proporcionado. Galaeron optó por su capa de explorador, ya que hasta las telas evereskanas más burdas resultaban extravagantes para todos los que no eran elfos.

Para cuando se hubieron cambiado y reunido con los demás en el patio, el séquito de Escanor ya empezaba a entrar por la puerta. El príncipe, alto incluso para lo que era la media de los shadovar, destacaba en medio del grupo, y sus ojos cobrizos relucían por encima de las cabezas de sus escoltas. Galaeron y los demás pusieron rodilla en tierra y esperaron mientras los guardias ocupaban sus puestos rodeando el perímetro del patio.

Escanor se fue derecho a la estatua de Aris y la rodeó lentamente, pasando los dedos por la pulida piedra. Cuando llegó al punto donde el espolón de la cola penetraba en su estómago, hizo un gesto visible de disgusto y desvió la mirada, alzando la cabeza para dirigirse al gigante arrodillado.

—Tiene mucha vida —dijo. Aunque Escanor había pasado tres días en cama recuperándose de la extracción del huevo de phaerimm, no daba muestras de debilidad—. Podría jurar que se mueve.

—Gracias —respondió Aris—. Eso significa mucho para mí, viniendo de ti.

—De verdad, me gusta tanto que la quisiera para mi villa —afirmó Escanor. Hizo un gesto a un sirviente que no llevaba armadura para que se acercara—. Mees pagará cualquier cantidad que consideres justa.

—¿Pagar? —Aris pareció momentáneamente sorprendido por esto—. Por desgracia, ya le he prometido esta pieza a Hadrhune.

Todos los integrantes del séquito dieron un respingo.

—¿A Hadrhune?

—Para el Supremo, estimado príncipe —se apresuró a aclarar Malik—. Aunque estoy seguro de que Aris puede hacer otra en seguida, especialmente teniendo en cuenta que el precio no es obstáculo.

—¿Otra? —se extrañó Aris—. ¿Para qué tendría que haber dos?

—Hay poderosas razones —repuso Malik, atreviéndose a ponerse de pie y avanzar hacia el séquito de Escanor sin autorización—. Ya te diré más tarde cuáles son, pero primero deja que hable con el mayordomo del príncipe.

Escanor tranquilizó a los guardias y miró fijamente al hombrecillo que cruzaba el patio.

—Malik —dijo el príncipe cuando Malik llegó casi al lado de su mayordomo—, ¿de verdad estarías dispuesto a enfrentarte al Supremo haciendo una copia de un tesoro de su palacio?

Malik se puso pálido. Empezó a tartamudear una disculpa, pero Escanor le hizo señas de que callara y miró al otro lado del patio, indicando a los demás que se pusieran de pie.

—Ver la escultura fue sólo uno de los motivos por los que me acerqué al palacio. —Se detuvo frente a Vala y le cogió las manos—. Quería darte las gracias por salvarme la vida. Raphal me ha dicho que fuiste el mismísimo demonio de Trazt.

Vala se sonrojó y a Galaeron no le gustó nada la forma en que sus ojos verdes sostenían la mirada del príncipe.

—No fue nada —dijo, sin desasir sus manos de la de Escanor—. Tu atacante estaba distraído.

Galaeron se aproximó a Vala.

—Te volviste a destiempo, príncipe. Si no, lo habrías matado tú mismo mientras estaba aturdido por la teleportación.

—Sí, fue una lástima que no pudiera leerte la mente —dijo Escanor, fijando su mirada cobriza en Galaeron y soltando las manos de Vala—. Hiciste bien al dejar al phaerimm encerrado en la caverna. Hubiera sido peligroso dejarlos escapar con el secreto del Desdoblamiento.

Mientras dejaba que Galaeron se reconcomiera, Escanor se volvió hacia Ruha.

—¿Tú eres la Arpista que persigue a Malik?

—La misma.

Escanor estudió al hombrecillo como si le resultara difícil de creer.

—¿Es realmente un criminal tan terrible?

—No conviene subestimarlo, príncipe —dijo Ruha—. Quienes lo hacen suelen pagar el error con sus vidas.

Esto provocó una de las sonrisas llenas de colmillos de Escanor.

—Entonces me alegro de que estés aquí para vigilarlo, Arpista, pero atiende bien a la advertencia de Hadrhune: Malik no ha cometido ningún delito en esta ciudad, y si lo hace, será nuestra justicia la que se encargue de juzgarlo.

Ruha inclinó la cabeza.

—Mi único deseo es procurar que no haga más daño del que ya ha hecho.

—Bien. —Escanor se volvió hacia Vala y señaló la puerta con un gesto—. Si tú y tus amigos queréis acompañar a Galaeron, al Supremo le complacería que vierais el palacio esta mañana.

Vala hizo un gesto de asentimiento y se puso en marcha. Galaeron se situó a su lado, asegurándose de colocarse entre ella y Escanor mientras los demás los rodeaban. Era imposible saber si el príncipe había observado su maniobra, pero el gesto ceñudo de Vala era inconfundible.

Cuando el séquito salía por la puerta, ella se inclinó hacia él.

—Se te ve la sombra, Galaeron. ¿Qué crees que va a suceder?

—Nada que yo pueda impedir.

Una mirada juguetona asomó a los ojos de Vala y Galaeron se sorprendió al ver que sonreía.

—O sea que realmente estás celoso.

—Los elfos no saben lo que son los celos, y aunque lo supiéramos, no hay nada de qué estar celoso —replicó. Aunque en los últimos meses lo que sentían el uno por el otro se había vuelto demasiado intenso como para ocultarlo, Galaeron seguía siendo reacio a demostrarlo abiertamente. No sé trataba sólo de que Vala fuera humana y de que fuera a envejecer ante su vista, sino que además había prometido quedarse con él sólo hasta que superara su crisis de sombra… o se viera obligada a ponerle fin por él. Después de eso, volvería junto a su hijo, en Vaasa, y Galaeron no pensaba que unos cuantos meses de amor pudieran compensar el sufrimiento de verla partir, lo cual iba a ser sumamente difícil de todos modos—. No quiero que olvides tu promesa.

—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó Vala.

Galaeron se encogió de hombros.

—Porque el príncipe es poderoso y rico, y los humanos tenéis una debilidad especial por los placeres efímeros.

—Galaeron —dijo ella, meneando la cabeza con enfado—, los placeres efímeros no son debilidades, son la sal de la vida.

Vala miró hacia otro lado y el séquito continuó calle arriba. La avenida, pavimentada con una versión menos brillante de la misma piedra negra que cubría el patio de Villa Dusari, era estrecha y sinuosa, ya que avanzaba describiendo curvas entre un laberinto semejante a un cañón de edificios sombríos, tan altos que hasta Aris tenía que estirar el cuello para mirar a los muchos residentes que saludaban y expresaban su afecto a Escanor mientras pasaba el desfile. No había muchas calles laterales, y las que encontraron siempre iban cuesta arriba a la izquierda y cuesta abajo a la derecha. Poco a poco, Galaeron se fue dando cuenta de que avanzaban en espiral por un suave promontorio, aunque tan atestado de elevadas estructuras que casi no se veía el terreno en el que se asentaban. A medida que ascendían, las villas eran cada vez más espléndidas, hasta que llegó un momento en que se volvieron tan enormes que el séquito tardaba casi un minuto en pasar por delante de ellas.

Cuando pasaron junto a una de las más grandes, una mansión con muchas torres y contrafuertes voladizos y una línea de largas bóvedas de cañón que conducían al umbrío interior, el príncipe Escanor se detuvo el tiempo suficiente para señalar en esa dirección.

—Mi morada —dijo—. Espero que pronto me visitéis aquí cuando vuestros compromisos bélicos no os tengan tan ocupados.

Aunque Escanor se esforzó por dirigirse a todos sus huéspedes, Galaeron —o su sombra— supo que la invitación estaba dirigida fundamentalmente a Vala. Reprimiendo la tendencia a sugerir que Vala era libre de responder a la invitación, se limitó a mirar calle arriba y a preguntar cuándo faltaba para llegar al palacio del Supremo.

Escanor le hizo señas de que siguiera adelante.

—No está lejos —dijo.

Y era cierto. Poco más allá de la morada del príncipe, la calle se abría formando una amplia plaza en la cima de la colina, rodeada por mansiones similares, todas con sus grandiosas entradas mirando hacia el centro. Formando un círculo en torno a la plaza había un bosque de sombrías esculturas, todas situadas en urnas de pulida obsidiana con una única cinta de sombra que salía de la figura en constante cambio de un guerrero o un mago shadovar. No lejos de la mansión de Escanor estaba la única figura que Galaeron reconoció, la del shadovar que había contribuido a la liberación de los phaerimm: Melegaunt Tanthul.

—El Círculo de Héroes —señaló Escanor, indicando con la mano el grupo de esculturas—. Todos los aquí representados murieron prestando un gran servicio al Enclave de Refugio.

—¡Debe de haber miles! —dijo Vala admirada.

—Decenas de miles —le corrigió Escanor—. El Enclave de Refugio es una ciudad antigua con enemigos antiguos, y gran parte del tiempo que hemos pasado en el plano de la sombra lo hemos dedicado a defendernos de los asaltos de los malaugrym.

—¡Los malaugrym! —exclamó Ruha dando un respingo—. Entonces los phaerimm os deben de parecer unos enemigos insignificantes.

—Diferentes, pero no insignificantes. La primera regla en el plano de la sombra es no subestimar jamás al enemigo —dijo Escanor, volviéndose luego hacia Aris—. Si quieres, le diré a alguien que te enseñe a leer las historias de las sombrías esculturas en sus formas cambiantes.

Esto hizo que Aris respondiera con una de sus escasas sonrisas.

—Ningún regalo podría agradarme más.

El príncipe no tuvo más que mirar a su mayordomo.

—Se hará hoy mismo —dijo Mees.

Escanor asintió y se volvió hacia Galaeron.

—¿Te preguntas lo que dice sobre ti la historia de Melegaunt?

—Sólo si dice que le cabe el dudoso honor de haber llevado a Evereska y a Aguas Profundas a una guerra contra los phaerimm.

Vala estaba a punto de lanzarle un reproche, pero Escanor la contuvo alzando una mano.

—Es lógico que albergue sospechas. —A pesar de las palabras pacientes del príncipe, sus ojos habían tomado la tonalidad roja de la furia—. Creo que debemos darnos prisa para llegar al Supremo. La sombra de Galaeron lo está volviendo necio y desconfiado, y eso es una mala señal.

Escanor les hizo recorrer cien pasos de sombrías esculturas y salieron al otro extremo del Círculo de Héroes. Se encontraron delante de la sombría grandeza del Palacio del Supremo, cuyos muros sin solución de continuidad, hechos de pulida obsidiana, y sus ensombrecidas torres se perdían en la bruma de lo alto. Como la mayor parte del Enclave de Refugio, parecía todo él hecho de sinuosas curvas y proporciones exageradas, y rodeado de una sombra imposible de describir y que sólo podía percibirse como una impresión pasajera. Sin hacer demasiado caso cuando una compañía de guardias de conjuros shadovar surgió de repente, Escanor condujo a su séquito por un portal en forma de quilla, tan alto que Aris casi no tuvo necesidad de inclinar la cabeza.

Tras atravesar un corto pasaje abovedado, la entrada se abrió en un enorme vestíbulo de curvas vítreas y traslucidez sombría donde los contrafuertes se elevaban hacia la oscuridad y los corredores se desvanecían transformándose en sombras. Cien o más shadovar de alta cuna paseaban por los soportales o conversaban en abigarrados grupos o simplemente estaban sentados en los bancos situados a lo largo de los muros, con sus ojos del color de las piedras preciosas refulgiendo sobre el sombrío fondo. Pasando por alto el bullicio de los saludos y las miradas inquisitivas que lanzaban al paso del séquito, Escanor llevó a su grupo hasta el centro del salón, donde había una concurrida área de descanso ante unas enormes puertas vigiladas.

El comandante del destacamento se puso de rodillas e informó a Escanor que ya había dado la noticia de la llegada del príncipe. Instantes después, una de las puertas se abrió y Hadrhune salió para informarles de que el Supremo estaba ocupado y los recibiría en cuanto le fuera posible.

Los ojos de Escanor parecieron a punto de perforar al chambelán.

—¿Lo has informado de que yo estoy aquí con él elfo?

Hadrhune sostuvo la mirada airada del príncipe sin flaquear.

—Está con…

—¿He preguntado yo acaso con quién estaba? —gruñó Escanor, avanzando hacia la puerta.

Hadrhune se volvió para cortarle el camino.

—Os anunciaré ahora mismo.

—Entraremos detrás de ti —dijo Escanor, sujetando la puerta que el chambelán trataba de cerrar—. El elfo debe iniciar sus estudios de inmediato.

—Por supuesto.

Hadrhune hizo señas a Galaeron y a sus compañeros de que entraran, pero Mees, Raphal y el resto del séquito del príncipe se quedaron atrás. Se encontraron en una habitación todavía más oscura que el gran salón de recepción, donde la penumbra caía sobre la piel como si fuera ceniza y jirones de sombra flotaban en el aire como largas cintas humeantes. Mientras Hadrhune y Escanor conducían al grupo, los susurros de personas invisibles formaban una especie de oleaje en la oscuridad circundante, y Galaeron sintió que se le erizaba la piel.

Por fin se acercaron a un grupo de susurros que no se desvanecían y que, a medida que avanzaban, iban adquiriendo el tono de una conversación normal. Galaeron identificó a uno de los interlocutores como una mujer y al otro como la voz que se había dirigido a él en el Patio del Alero. Antes de que se acercaran lo suficiente como para poder entender lo que decían, Hadrhune hizo que se arrodillaran y pegaran la frente al suelo.

Las dos voces cesaron en sus murmullos y el aire se tornó helado e inerte.

—Ya sé cuán ocupado te tiene la guerra, Escanor —dijo el Supremo. Su voz sonaba igual de sibilante y contundente que antes—. Te agradezco que trajeras a éstos ante mí.

Si el príncipe respondió algo, Galaeron no lo oyó.

Lo que sí se oyó fue la voz de Hadrhune.

—He dispuesto una ofrenda del gigante, poderoso señor.

—¿Una ofrenda? Veamos qué es.

El aire perdió parte de su frialdad cuando el Supremo se apartó. Entonces, los pies de Escanor aparecieron junto a la cabeza de Galaeron.

—¿Tienes dominio suficiente sobre tu sombra como para hablar civilizadamente, elfo?

—Si no es así, yo puedo sujetarla por él —dijo Vala.

Escanor sopesó sus palabras.

—Está bien —dijo—. Levantaos.

Galaeron y los demás se pusieron de pie y se encontraron ante un tramo de escalera en la base de un estrado envuelto en tinieblas. Escanor señaló un punto a espaldas del grupo.

—Es costumbre dar la cara al Supremo cuando se está en su presencia.

Al volverse, Galaeron vio una figura envuelta en tinieblas de pie junto al tobillo de Aris y con la cabeza inclinada hacia la estatua, a la que empezó a rodear lentamente haciendo gestos de aprobación con la cabeza. Galaeron consiguió atisbar un par de ojos de platino que destacaban debajo de la capucha del Supremo, pero fue lo único que pudo ver de su cara.

Tras describir un círculo completo, se detuvo nuevamente junto al tobillo de Aris. Delante de su figura, la oscuridad se removió y hubo un sonido como de aplauso, después echó la cabeza hacia atrás para dirigirse al gigante, pero Galaeron tampoco consiguió verle la cara.

—Sinceramente, eres el igual de cualquiera de los configuradores de sombras del enclave —dijo el Supremo—. Será un orgullo para mí exponer esta obra en la Galería de Tesoros con las más valiosas de la ciudad.

—Me honras en exceso —retumbó la voz de Aris—. Si hubieras podido ver las galerías de historias de Mil Caras antes de su destrucción, sabrías cuán mermado es en realidad mi talento.

—Los phaerimm nos han despojado de muchas cosas —afirmó el Supremo—. Estoy seguro de que su destrucción no puede reemplazar a lo que has perdido, pero sé que pagarán por ello con algo más que sus vidas.

—Eso prometió Melegaunt, y por eso estoy aquí —dijo Aris—. Gracias.

Malik dejó atónito a Galaeron y, a juzgar por las expresiones de sorpresa, a todos los demás, al aparecer de entre las sombras detrás de las piernas de Aris.

—También yo soy portador de ofrendas —dijo, rebuscando bajo sus vestiduras—. El Uno me ha encargado…

—¡Alto! —Ruha se lanzó como un rayo hacia él, arrojando arena a su mano oculta y pronunciando una especie de magia bedine de la naturaleza.

Antes de que hubiera avanzado lo suficiente como para que Galaeron pudiera discernir qué tipo de conjuro pretendía formular, el Supremo alargó la mano hacia ella y la dejó enredada en media docena de zarcillos tenebrosos. El velo de la mujer siguió moviéndose al ritmo de las palabras de su encantamiento, pero lo único que salió de debajo de él fueron nubes de vapor oscuro.

—¿Acaso no te ha advertido Hadrhune, Arpista? —preguntó el Supremo—. Lo que Malik haga aquí es asunto nuestro.

Malik dirigió a la bruja una sonrisa de satisfacción mientras seguía con la mano metida entre sus vestiduras. A continuación volvió a dirigirse al Supremo.

—Como iba diciendo, el Uno…

—Tu regalo tendrá que esperar. —El Supremo se apartó del hombrecillo—. Hadrhune dispondrá el momento. Ahora realmente debo empezar con Galaeron. Si los demás queréis excusarnos, Raphal y Mees os están esperando para recorrer el palacio con vosotros.

Dicho esto, se volvió y desapareció en las tinieblas.

Escanor le indicó a Vala que se uniera a los demás.

—No te prives de disfrutar del paseo junto con los demás. Galaeron estará bien con nosotros.

Vala se pegó más a Galaeron.

—Eso no va a ser así.

—Sí que lo será. —Por más que la sonrisa de Escanor era amable, también estaba llena de colmillos—. No tienes necesidad de preocuparte mientras esté en compañía del Supremo. No se ha creado sombra que Telamont Tanthul no pueda domeñar.

—¿Tanthul? —repitió Galaeron, sorprendido—. ¿Igual que Melegaunt Tanthul?

El príncipe asintió.

—Y que Escanor Tanthul —dijo—. Todos los príncipes de Refugio son Tanthul.

La voz sibilante de Telamont llenó la oscuridad que los rodeaba.

—¡Escanor!

Escanor hizo una breve reverencia a Vala y cogiendo a Galaeron por el brazo se alejó con él.

—¿Galaeron? —llamó Vala.

—Estaré… bien —dijo Galaeron. Su última palabra sonó ahogada. Si estaba nervioso o asustado, ni siquiera él lo sabía, pero el corazón estaba a punto de salírsele por la boca y a duras penas podía respirar—. Nos veremos después en la villa.

—¿Cuándo?

—Cuando haya terminado —declaró Escanor—. Yo mismo lo llevaré allí.

Pasaron junto a la estatua y se desvanecieron en la oscuridad, volviendo a aparecer una docena de pasos más adelante en lo que parecía el entresuelo de un atrio muy alto y muy amplio. Por el agujero que había en el centro, Galaeron vio lo que parecía medio continente de Faerun extendido ante él, desde la costa de la Espada al oeste y el Desierto de la Sed al este, en el desierto de Anauroch, desde las ruinas de Arabel al sur hasta el Hielo Alto en el norte. En ese momento, la mayor parte de la tierra al oeste de Anauroch estaba oculta tras nubes de tormenta, mientras que toda la que quedaba al este estaba pardusca y parcheada con una inusual sequía.

—Te he traído a nuestra habitación de las batallas para mostrarte por qué el Enclave de Refugio se está alejando de Evereska —explicó la voz sibilante de Telamont Tanthul—. Querías saberlo.

—Así es —confirmó Galaeron.

—Sospechas que hemos traicionado la promesa de mi hijo —continuó Telamont.

Galaeron se mordió la lengua luchando contra el impulso de decir que sabía que así era.

—Habla libremente —lo instó Telamont—. En la habitación de las batallas no se toma a la ligera ninguna opinión.

—Muy bien. —Galaeron tenía la garganta tan seca que las palabras se le quedaban atascadas—. Como netherilianos, ya perdisteis una vez el Anauroch frente a los phaerimm.

Hizo una pausa, tratando de distinguir entre lo que él creía y lo que creía su sombra, pero Telamont no era proclive a esperar.

—Y tú crees que Melegaunt intencionadamente soltó a los phaerimm en Evereska para que Aguas Profundas y el resto de Faerun tuvieran que participar en nuestra guerra —continuó el Supremo—. Di lo que quieres decir, elfo. La única forma de aceptar a tu sombra es darle una voz.

—¿Lo habéis hecho? —preguntó Galaeron cada vez más furioso.

Telamont guardó silencio un momento y Galaeron empezó a oír otras voces en el perímetro de la habitación de las batallas. Algunas susurraban en voz baja, otras discutían acaloradamente, a veces incluso reían o gritaban. Pero cuando miraba hacia el lugar de donde provenían las voces, no veía más que algunos pares de ojos relucientes, por lo general del color de piedras preciosas, pero a veces con la tonalidad metálica de un príncipe de sangre real.

Poco después, Telamont Tanthul respondió por fin.

—Atraer a los elfos a la guerra sin duda hubiera sido útil, pero fuiste tú el que abrió una brecha en la Muralla de los Sharn. ¿Cómo íbamos nosotros a prever eso?

Eso era algo que Galaeron también se preguntaba.

—Profanando una cripta —dijo por fin—. Es posible que Melegaunt no supiera que acudiría yo, pero sí que alguien lo haría.

—Ésa es una posibilidad, sin duda —admitió Telamont—. Pero ni siquiera los shadovar podríamos ser lo bastante inteligentes como para estar seguros de que formularías el conjuro adecuado en el momento adecuado.

—Y si así fuera, ¿no preferirías tenernos como aliados antes que como enemigos? —preguntó Escanor.

—Si sois aliados —dijo Galaeron, procurando centrarse en la cuestión que los ocupaba—, hasta el momento he visto pocas pruebas de ello.

—¿De veras? —inquirió Telamont—. Echa otra mirada.

Galaeron volvió a mirar el continente que se veía abajo y se sorprendió al comprobar que no había más que nubes tormentosas. Mientras observaba, las nubes se fueron extendiendo y haciendo más oscuras, sembrando a su paso fogonazos de relámpagos. Cuando terminó, se encontró en un pantano inundado por la lluvia donde cientos de hombres lagarto se arremolinaban en torno a una compañía mucho más reducida de shadovar.

—El pantano de Chelimber, al otro lado de las Colinas del Manto Gris —dijo Telamont, con un deje de orgullo en la voz—. Ya ves, el Enclave de Refugio no necesita estar cerca para proyectar su fuerza. Nuestros guerreros son sombras que pueden andar por la sombra y atravesar a su antojo todo Faerun. Evereska no se verá perjudicada por nuestra ausencia.

Armados como iban los shadovar con su magia de sombras, mantenían su posición ante los primitivos hombres lagarto. Galaeron se hubiera atrevido a afirmar, por el aspecto que tenía la cosa, que vencerían…, pero los hombres lagarto no marchaban con tanta facilidad hacia la muerte, y nunca en filas cerradas como un ejército disciplinado. Había algo que los obligaba a atacar, algo que los hacía odiar a los shadovar superando todo lo razonable…, o algo a lo que temían aún más.

—¿Podéis comunicaros con ellos? —preguntó Galaeron, sin molestarse en ocultar el pánico que se reflejaba en su voz.

—Eso no será necesario —resonó la voz grave del príncipe Rivalen—. No tememos perder una o dos vidas en defensa de nuestros aliados, y los escamosos perderán un ejército.

Galaeron levantó la vista y vio la figura con el casco astado de Rivalen que venía por la balconada.

—En esta batalla hay más de lo que vemos —replicó Galaeron meneando la cabeza—. Seréis vosotros los que perderéis… y hasta el último hombre, a menos que actuéis con rapidez.

—¿Y tú lo sabes? —inquirió Rivalen.

—Así es —respondió Galaeron asintiendo con la cabeza.

—¿Cómo? —quiso saber el príncipe.

Galaeron se limitó a encogerse de hombros.

—No sé cómo lo sé, sólo sé que lo sé.

Escanor y Rivalen intercambiaron miradas, y fue Escanor quien habló.

—¿Cómo lo supiste en el Desdoblamiento?

Galaeron se quedó pensando y después, de mala gana, meneó la cabeza.

—Es una sensación, pero no tan acusada. Sólo es algo que me lleva a pensar que los hombres lagarto no luchan así. Algo tiene que estar empujándolos.

—¿Phaerimm? —preguntó Rivalen—. Siempre pensamos que podría haber algunos fuera del caparazón cuando Escanor lo erigió.

—Fui yo quien lo erigió —protestó Galaeron, furioso al ver que los shadovar insistían en minimizar el papel que había desempeñado en el Desdoblamiento—, y no son los phaerimm. Esto es demasiado directo para ellos. —Era como si las palabras brotaran de su boca por iniciativa propia—. Prefieren mantenerse ocultos y actuar a través de intermediarios. Tiene que ser un acechador, o tal vez un batallón de illitas.

Los dos príncipes se volvieron hacia el Supremo. Atónito al ver que había ganado la discusión con tanta facilidad, Galaeron los imitó… y se encontró a Telamont Tanthul a apenas unos pasos, mirando fijamente con sus ojos de platino desde las profundidades de su capucha. Galaeron todavía no podía distinguir la forma de su rostro, ni si el Supremo llevaba barba como Melegaunt o iba afeitado como la mayor parte de los príncipes.

Telamont miró por encima de la cabeza de Galaeron a los príncipes.

—Nuestra pregunta ha sido respondida —dijo.

Casi no había terminado de hablar cuando la compañía shadovar empezó a fundirse hacia el interior de las sombras fulgurantes de la tormenta eléctrica, dejando a los atónitos hombres lagarto en libertad para ocupar su posición, y al acechador que de repente se hizo visible tras sus líneas, tan furioso que empezó alanzar su rayo desintegrador en todas direcciones, indiscriminadamente. Galaeron observó con atención la escena durante un momento, y al volverse vio a Telamont Tanthul que seguía mirándolo con sus ojos de platino.

—Tú estabas con Melegaunt cuando él murió —dijo Telamont—. Algo se cruzó entre vosotros.

—Yo me desvanecí —balbució Galaeron, recordando la confusa batalla en la que pereció Melegaunt—. Cuando me recuperé, él ya se había ido.

—No se fue. —Telamont se acercó hasta que estuvo lo bastante cerca como para levantar una sombría manga y apoyar algo oscuro y frío en el hombro del elfo—. A través de ti, sigue prestando sus servicios.

—¿Fue por eso que me trajisteis aquí? —El aire estaba tan frío e inerte que a Galaeron le costaba respirar—. ¿Porque Melegaunt me transfirió a mí sus conocimientos sobre los phaerimm?

—Eso no tiene nada de malo —dijo Escanor—. Entre los socios que se necesitan se forman las alianzas más fuertes.