Capítulo 2

28 de Tarsakh, Año de la Magia Desatada

La ciudad apareció justo antes del crepúsculo, flotando sobre un promontorio del desierto de color rosado, un diamante distante de tinieblas liminares recortado sobre el poniente purpúreo del cielo oriental. Como de costumbre, estaba rodeada de volutas de niebla negra que le daban el aspecto de una nube tormentosa, de un espejismo o de un djinn airado. Las manchas en forma de «V» de unos cien buitres volaban en círculo por debajo de la ciudad, a la caza de la lluvia constante de basura que salía por los vertederos.

—Ahí está —dijo Galaeron.

Aunque hacía ya dos días desde que había terminado el Desdoblamiento, todavía tenía metido en el cuerpo el estremecimiento helado de la magia de sombras, y estaba ávido de más, ansiaba formular conjuros hasta quedar entumecido y frío de la cabeza a los pies, hasta sentirse colmado con el poder de La sombra y trascender la fragilidad mortal.

Se limitó a señalar la ciudad flotante.

—¿La veis? —preguntó.

—¿Tan lejos? —se quejó Malik.

Malik el Sami yn Nasser, un hombrecillo gordinflón con cara de luna llena y ojos saltones, era el Serafín de las Mentiras, servidor preferente de Cyric, dios del mal, y compañero de viaje extrañamente fiel que había salvado la vida de Galaeron más de una vez.

—Pido perdón por mi maldita suerte —manifestó el hombrecillo—. Es tan consustancial con mi naturaleza que cuando empiezo a pensar que las cosas no podrían ir peor, un golpe de mala fortuna viene a demostrarme lo equivocado que estoy.

—En este desierto, las cosas parecen estar más lejos de lo que realmente están —dijo Vala que, a pesar de la leve cojera debida a la herida del muslo, se puso en marcha por un cauce aluvial—. Será mejor que nos movamos o la perderemos de vista cuando realmente se haga de noche.

Galaeron asintió y se dispuso a seguirla. Como medida de precaución contra posibles ataques, el Enclave de Refugio sólo aparecía brevemente cada atardecer y siempre en un lugar diferente. Dado que la compañía de Escanor no había conseguido completar el Desdoblamiento y levantar el caparazón de sombra en el tiempo previsto, era lógico que pusieran cierta distancia entre la ciudad flotante y los campos de batalla de los montes Sharaedim. Suponiendo que tuvieran la suerte de llegar a la ciudad antes de que volviera a desvanecerse, Galaeron sólo esperaba que no cayeran víctimas de ninguna de las nuevas defensas instaladas para protegerse contra los phaerimm.

En el fondo del cauce, encontraron a los supervivientes shadovar preparando las monturas de la compañía para la partida. Aunque la mayor parte de los señores de las sombras ya se habían recuperado de la batalla en la caverna, a Escanor le había implantado un huevo el phaerimm que le clavó la cola, y deliraba por la fiebre. Cuanto más tiempo lo tuviera dentro, tanto más difícil sería quitárselo, pero tenía muchas más posibilidades de superar el trance que cualquier humano en las mismas circunstancias. Los shadovar se curaban con rapidez. La mayor parte de sus heridas se cerraban una hora después de la batalla, de modo que parecía probable que el príncipe sobreviviera incluso a una difícil extracción.

Galaeron siguió a Vala, que se dirigía al jefe nominal del grupo en reemplazo de Escanor, un señor de las sombras con ojos de rubí, de piel tan oscura que parecía más una estatua de obsidiana que un ser vivo.

—Lord Raphal —dijo Vala—. Hemos localizado el enclave.

—Eso está bien. —Raphal no levantó la vista. Estaba haciendo un lazo con una cuerda de sombra en torno a las manos de un camarada muerto para sujetarlo a la silla de montar—. Pronto estaremos listos.

Galaeron y sus compañeros esperaron a que Raphal les preguntara dónde o a qué distancia estaba el enclave, o que les diera algún indicio de su preocupación por llevar a Escanor a la ciudad rápidamente.

Raphal no les hizo el menor caso.

—El enclave está lejos —dijo por fin Galaeron—. Tal vez quieras enviar a Escanor delante.

El shadovar fijó en el elfo sus ojos de color rubí.

—Estamos preocupados por el príncipe, ¿no?

—Por supuesto —dijo Vala.

—Muy preocupados —añadió Malik. Dudó un momento, pero no pudo por menos que seguir hablando—. Pero todavía estamos más preocupados por nosotros mismos. Ya sabemos a quién culparán si muere.

Esto arrancó una amarga sonrisa al señor de las sombras. Como todos los de la compañía, Raphal sabía que Malik había sido castigado por la diosa Mystra a decir sólo la verdad o a callar. Era una ironía que parecía divertir especialmente a los shadovar.

Raphal le dio una palmada al hombrecillo en el hombro.

—Tú no tienes nada que temer, mi pequeño amigo. Ni siquiera estabas allí en el momento del Desdoblamiento.

—Pero tú si estabas —dijo Galaeron, preguntándose qué juego se traía entre manos aquel shadovar—, y sabes muy bien que no pretendí hacer ningún daño al príncipe.

—Yo sé lo que vi —replicó Raphal—. Usaste una trampa de sombra para mantener al espinardo atrapado junto al príncipe.

—Si hubiera dejado que se teleportara, el caparazón de sombra no habría sido una prisión —replicó Galaeron—. Aquellos phaerimm estaban allí para averiguar su secreto, y lo que descubrieron era importante. De no ser así, nos hubieran atacado mucho antes de que los descubriera.

Raphal se quedó pensando en eso y a continuación habló con voz baja y amenazadora.

—¿Cómo es que sabes tanto sobre los phaerimm, elfo? ¿Cómo es que tú pudiste encontrarlos cuando no pudieron veinte señores de las sombras?

Galaeron miró hacia otro lado.

—No lo sé —admitió—. Simplemente me pareció lógico que estuvieran allí.

—Simplemente te pareció lógico —repitió Raphal con tono escéptico.

—Creo que fue su sombra quien lo supo —dijo Vala—. Él no dijo nada hasta que su sombra se afirmó.

Raphal meneó la cabeza con impaciencia.

—El ser sombra no es más que la ausencia de lo que es una persona, una imagen más oscura de uno mismo que uno crea simplemente por ser lo que es. No puede saber más que su creador, no más de lo que su creador puede conocer.

Galaeron se encogió de hombros.

—Entonces no puedo explicarlo —dijo—. Simplemente tuve la sensación de que estarían ahí, y acerté.

—¿Y arriesgaste la vida del príncipe Escanor? —inquirió Raphal—. ¿Sólo porque tuviste una sensación?

—Tuve que hacerlo para salvar el caparazón —repuso Galaeron—. Fue algo que supe del mismo modo que supe que los phaerimm tratarían de teleportarse.

Raphal meneó la cabeza.

—No puedes estar seguro —insistió—. Tu ser sombra te tiene en sus manos. Es posible que tu discernimiento esté subvertido…

—Pero sí puedo estar seguro de que necesita un sanador… y pronto —lo interrumpió Galaeron. Este Raphal era un tipo taimado. Mientras acusaba a Galaeron de tratar de hacer daño al príncipe, desperdiciaba un tiempo valiosísimo—. A menos que tú tengas algún motivo para demorarlo. ¿Acaso quieres que el príncipe Escanor incube un huevo de phaerimm?

La furia hizo que los ojos de Raphal pasasen del rubí al naranja blancuzco.

—No albergo nada que no sea amor por todos los príncipes de Refugio, elfo.

—Entonces, ¿no sería prudente hacer que alguien lo llevara de vuelta al enclave ahora mismo?

—Lo sería si el príncipe Escanor tuviera la lucidez necesaria para decirnos cuál es la palabra de paso de hoy —respondió Raphal—. Tal como están las cosas, cualquiera que intente entrar a través de las sombras se encontrará arrojado a los Yermos de la Muerte y la Desolación.

—O sea que debemos volver por la vía lenta —dijo Vala, colocándose entre Galaeron y Raphal para cortar de raíz cualquier otra discusión—. ¿Puede cabalgar Escanor?

—Sería mejor que no lo hiciera —afirmó Raphal—. Tal vez tu amigo quiera prestarse a llevar a un pasajero.

El señor de las sombras señaló al otro lado del cauce, al lugar donde un gigante de piedra de mirada triste estaba de rodillas junto a un bloque de cuarcita de más de tres metros de alto.

Estaba trabajando con sus herramientas de escultor, haciendo un modelo a tamaño real de la lucha entre Escanor y el phaerimm que lo había herido. Aunque la obra estaba todavía en los comienzos, era obvio por las formas sinuosas y los huecos ondulantes que no sólo había captado los detalles, sino el espíritu y el movimiento de la batalla, y eso con poco más que la descripción de los hechos.

—Estoy seguro de que a Aris le complacerá prestar algún pequeño servicio al príncipe —dijo Malik—. Mientras estábamos observando el campamento, dijo muchas veces…, si es que una vez puede considerarse muchas veces…, que le habría gustado tener el tamaño adecuado para acompañar al resto de la compañía a la Antípoda Oscura y participar en la derrota de los phaerimm.

—Estupendo. ¿Serías tan amable de preguntárselo en mi nombre? Haré que traigan al príncipe directamente aquí. —Raphal hizo señas a Malik de que se acercara al gigante y a continuación se volvió hacia Galaeron y Vala—. ¿Podréis identificar a vuestras monturas? Partiremos en breve.

—No habrá problema —dijo Vala—. Les he puesto una marca.

La precaución no había estado de más. Los animales voladores que montaban los shadovar, los veserabs, eran criaturas extrañas, sin pelaje y sin cara, y de una piel uniforme de color azul noche. Tenían cuatro patas delgadas, orejas en forma de abanico y un par de alas como las de las gárgolas que se plegaban a lo largo del cuerpo tubular. Su aspecto era el de un cruce poco afortunado entre murciélagos y gusanos de tierra. Una vez que la impresión de un jinete se grababa en ellos, su devoción era absoluta, hasta tal punto que escupían un aliento nocivo a la cara de cualquier extraño que tratase de montarlos.

El elfo siguió a Vala por el cauce aluvial hasta que encontraron a un trío de veserabs que llevaban unas anillas de cobre en las patas. Vala señaló a uno que tenía la anilla en la pata derecha. Galaeron le dio una palmadita en la articulación del ala a modo de prueba y colocó un pie en el estribo. La criatura no reaccionó hasta que sintió su peso en la silla, y entonces Galaeron notó, con gran alivio, que una oleada de placer recorría el cuerpo del animal.

Poco después, Malik volvió y montó en el suyo y Raphal dio la señal de partida. Los veserabs partieron por el cauce adelante hasta ganar velocidad y entonces desplegaron las alas y se elevaron en el aire en irreprochable formación. Muchos de los señores de las sombras iban atados de través en sus monturas, sólo la de Escanor iba vacía. La compañía había recuperado a todas sus bajas y las había llevado de vuelta a lo largo de casi ochenta kilómetros de sinuosos caminos desde la Antípoda Oscura hasta la superficie.

Al dejar abajo el cauce, una enorme cúpula de oscuridad se elevó por encima de ellos en el extremo occidental del Anauroch. Incluso desde veinte kilómetros más adentro en el desierto, la barrera era inmensa, y describiendo una curva hacia lo alto se internaba en el cielo, extendiéndose en dirección norte y sur hasta donde la vista podía abarcar. A través de su negrura translúcida, Galaeron apenas podía entrever las crestas agrupadas de las estribaciones de la linde sur del desierto y, asomando por detrás, el valle y la ciudad de Evereska donde su hermana, Keya, se encontraba a salvo dentro de la protección del Mythal de la ciudad. Era demasiado realista para pensar que su padre pudiera haber sobrevivido a su última misión como guerrero y vuelto a su lado, pero lord Aubric Nihmedu era un hombre valiente y de muchos recursos, y no había nada de malo en rogar que se hubiera producido un milagro.

Una vez que los veserabs se elevaron lo suficiente para evitar cualquier ataque sorpresa desde tierra, Aris subió en un antiguo disco volador netheriliano. Aunque la plataforma de bronce no era ni tan rápida ni tan manejable como un veserab, era capaz de transportar no sólo el peso del gigante sino también el del príncipe herido, su tienda de campaña y la estatua a medio terminar de Aris. El único inconveniente era que Aris no tenía posibilidad de defenderse en una batalla aérea. Los discos habían sido concebidos como plataformas de batalla para los archimagos netherilianos, no para los clérigos de los gigantes de piedra.

En cuanto la compañía llegó a la altura deseada y puso rumbo hacia la tenebrosa silueta del Enclave de Refugio, la formación empezó a desplegarse, permitiendo así que los veserabs tuvieran espacio para relajarse y extender debidamente las alas. Más que volar, las criaturas nadaban por la atmósfera, estirándose hacia adelante para abarcar una extensión de aire y dejarla atrás a continuación. La turbulencia y las estelas producidas por una formación cerrada hacían que resultase más difícil mantenerse a flote con este extraño movimiento, de modo que por lo general se dividían en grupos más reducidos y viajaban unos al lado de los otros cuando recorrían distancias largas. Vala y Malik iban a uno y otro lado de Galaeron, manteniendo una distancia de unos tres metros.

Aun cuando hubieran estado lo bastante cerca como para conversar con comodidad, el golpeteo de las alas de los veserabs habría hecho imposible oír nada. Siguieron hacia la oscuridad sumidos en sus propios pensamientos, dejando que sus monturas marcaran el rumbo hacia el enclave mientras ellos vigilaban el trozo de cielo que tenían asignado. Aunque la mayoría de los phaerimm estaban atrapados dentro del caparazón de sombra, sus huestes de sirvientes y esclavos seguían en libertad y podían atacar en cualquier momento. En dos ocasiones Raphal despachó a algunos de sus hombres para perseguir y matar a hombres lagarto asabi por si eran exploradores de una compañía más numerosa, y en otra tuvieron que sumergirse en las sombras por debajo de una larga línea de promontorios cuando Vala adivinó que unas esferas del tamaño de moscas eran un grupo de acechadores que pasaban por delante de la luna.

Galaeron se pasó casi todo el viaje cavilando sobre las duras palabras que habían intercambiado Raphal y él. Era evidente que cuando llegaran al Enclave de Refugio, el señor de las sombras tenía pensado culparlo de la desgracia que había acaecido a Escanor, y una parte de él incluso pensaba que podía haber algo de justificado en ello. Su ser sombra era tan insidioso como oscuro, siempre elucubrando para hacerle ver motivos poco honorables en las acciones de cuantos lo rodeaban, y hacía ya algún tiempo que habían empezado a enfadarlo las miradas lascivas que Escanor dedicaba a Vala cada vez que se dirigía a ella. ¿Era posible que Galaeron le hubiera mandado el phaerimm a Escanor no porque quisiera asegurarse de que éste lo matara, sino más bien porque su ser sombra quisiese que fuera el propio príncipe el que sufriera algún daño?

Esa idea hizo que un escalofrío recorriera de arriba abajo el cuerpo de Galaeron, ya que significaba que la oscuridad había empezado a impregnar no sólo sus percepciones sino también sus actuaciones. Sin embargo, la idea se borró de su mente tan rápido como había llegado. El príncipe ya había matado a un phaerimm y estaba a punto de acabar con el segundo, de modo que parecía lo más sensato mandarle también el tercero. Además, bien pensado, Escanor se merecía lo que le había pasado. Si hubiera escuchado a Galaeron desde un principio, la compañía se habría dispuesto para el ataque y…

—No.

Galaeron pronunció la palabra en voz alta y, alarmado por el poder que estaba adquiriendo su sombra, meneó la cabeza para despejarse. La racionalización había llegado tan sinuosamente, como algo tan natural, que casi había llegado a aceptar el razonamiento como propio. Tendría que hablar con sus amigos sobre esto en cuanto llegaran. Aris había sugerido que la mejor manera de luchar contra la influencia de su ser sombra era tener una actitud totalmente abierta sobre lo que pensaba y sentía para dejar que sus amigos lo guiaran. Por el momento, y mientras no escuchara a Malik, la estrategia del gigante de piedra no sólo había funcionado, sino que había hecho que Galaeron más o menos mantuviera el control. También lo había acercado a Vala tal vez más de lo que era prudente, considerando la naturaleza fugaz e intensa de las vidas humanas.

Las cavilaciones de Galaeron tocaron a su fin cuando los veserabs dejaron escapar un agudo graznido y de repente empezaron a ascender. La noche se les había echado encima y estaba tan oscuro que no podía ver con claridad ni a veinte metros por delante de sí, pero la luz de las estrellas estaba bloqueada por la forma acechante del Enclave de Refugio. No pasó mucho tiempo antes de que unos cuantos murciélagos de la colonia cada vez más numerosa de la base del enclave empezaran a revolotear en torno a sus cabezas. Raphal volvió a imponer la formación cerrada a la compañía, y por encima de sus cabezas apareció la forma escarpada y sombría de una montaña invertida. Empezaron a describir círculos cada vez más cerrados en torno al pico en forma de embudo, intercambiando saludos silenciosos con los centinelas de ojos como piedras preciosas que vigilaban desde grietas y lugares recónditos. Por fin llegaron a la Puerta de la Cueva, oculta en la profundidad de la sombra bajo un enorme saliente e invisible incluso para la visión oscura de Galaeron.

Los veserabs subieron hasta tan cerca del techo que los jinetes tuvieron que inclinarse hacia adelante y apretarse mucho contra los carnosos lomos de las criaturas. Después, uno tras otro, los veserabs fueron emitiendo graznidos cortos, plegaron sus alas a los lados del cuerpo y bajaron en picado a través de un cuadrado de vacío tan oscuro que Galaeron no fue capaz de distinguirlo de las propias puertas. Sintió que su manga rozaba el borde del portillo, después el aire se volvió bochornoso y cálido y se dio cuenta de que habían entrado en el enorme Patio del Ajero.

Su cabalgadura descendió en espiral hacia un entresuelo semiiluminado y bajó manteniendo la formación, seis lugares por detrás de Raphal y entre Vala y Malik. Galaeron quedó sorprendido al ver a los príncipes Rivalen, Brennus y Lamorak de pie frente al patio de aterrizaje con una compañía completa de guerreros de las sombras.

Siguiendo el ejemplo de Raphal y de los demás shadovar, Galaeron se dejó caer de su veserab y se arrodilló en el suelo, con la frente contra la fría piedra. Dirigió a Vala una mirada preocupada y vio que ella lo miraba con igual inquietud, pero ni uno ni otra se atrevieron a formular la pregunta que apuntaba en sus labios.

Cuando el resto de los jinetes hubo desmontado y adoptado una postura similar, Galaeron sintió que los príncipes y sus guardias atravesaban el lugar. No había ruido, ni de pisadas ni de armaduras, ni siquiera el leve roce de las botas sobre la fría piedra, sólo una sensación creciente de quietud y aprensión.

Por fin, la voz profunda del príncipe Rivalen sonó a menos de tres metros por delante de él.

—¿Quién está al mando?

—Yo —respondió Raphal con voz insegura.

Se puso de pie y dio un leve respingo, antes de contar lo que había sucedido en el lago subterráneo, dejando bien claro lo que había visto con sus propios ojos y lo que sabía por informes que le habían presentado otros. Cuando Raphal llegó a lo del ataque contra el príncipe Escanor, tuvo cuidado de transmitir sólo los hechos, aunque su tono ácido dejó bien claro, al menos así se lo pareció a Galaeron, a quién intentaba culpar. El señor de las sombras acabó su parte informando de que el Desdoblamiento había culminado con éxito y expresando su opinión de que los phaerimm atrapados en los Sharaedim estaría muertos en unos cuantos meses.

—¿Y qué pasó con Escanor? —La voz que preguntó esto era sibilante y autoritaria, como un susurro que el eco transmitiera hasta ese lugar desde algún pasadizo distante—. ¿Dónde está ahora?

—En el disco volador con el gigante nativo —informó Raphal.

Al igual que el propio Aris, el disco volador era demasiado grande para el portillo que daba paso al Patio del Alero. El gigante de piedra tendría que esperar fuera de la Puerta de la Cueva hasta que ésta se abriera para descender luego sobre la mismísima y enorme Plaza de Armas.

—Supremo —dijo el príncipe Brennus—. Traeré a un sanador para que se ocupe de nuestro hermano.

Si estas palabras tuvieron respuesta, Galaeron no la oyó. El aire se volvió inerte y helado y tuvo la sensación de que alguien estaba de pie a su lado.

—¿Fuiste tú quien mantuvo al phaerimm junto a Escanor? —preguntó la misma voz leve que había hablado antes.

Galaeron empezó a levantar la cabeza y luego, después de un «¿estás loco?» que Malik le susurró entre dientes, se lo pensó mejor y volvió a apoyar la frente en el suelo.

—Así es, Supremo.

—¿Y por qué hiciste eso? —La voz sonaba más interesada que enfadada.

—Para impedir que escapara con el secreto del caparazón. —A Galaeron no le hacía ninguna gracia hablarle al suelo y no podía evitar que la irritación se reflejara en su voz—. Para eso estaban allí los phaerimm, para aprender a desactivar el caparazón y poder tomar después por sorpresa el Enclave de Refugio.

—¿De veras? ¿Y tú cómo sabes eso?

—Del mismo modo que supe primero que estaban allí —respondió Galaeron—. A decir verdad, ni yo mismo me entiendo. Todo lo que puedo decir es que lo supe.

La voz guardó silencio.

—Era una cuestión de lógica —dijo Galaeron, tan seguro de que la voz quería una explicación adicional como de cuál sería su destino si no la daba—. Tenían que saber lo que estábamos haciendo, y no podían permitirlo. Tenían que estar planeando algo.

—¿Y eso explica por qué mantuviste al phaerimm al lado de Escanor? —inquirió la voz otra vez.

Galaeron se disponía a dar una respuesta afirmativa, pero se dio cuenta de que no era eso lo que esperaba la voz. Todavía quedaba una pregunta por responder.

—El príncipe acababa de matar a un phaerimm —explicó Galaeron—. Pensé que le resultaría fácil matar a otro, especialmente a uno que estaba aturdido por la teleportación.

Otra vez el silencio.

—El único otro sitio al que podía enviarlo era junto a Vala —prosiguió Galaeron—. Pensé que si tenía que matar a alguien, era mejor Escanor que Vala.

—¡Estúpido elfo! —gritó Malik, olvidándose de sus propios consejos y alzando la cabeza—. Piensa en lo que dices si no quieres acabar…

La objeción acabó con el golpe sordo del astil de una alabarda sobre la cabeza protegida por el turbante de Malik. Galaeron echó una mirada y vio al hombrecillo desmadejado e inconsciente pero respirando todavía.

—Estás luchando con tu sombra ¿no es cierto, elfo? —preguntó la voz.

—Perdiendo la batalla, creo —respondió Galaeron. Esta vez casi no necesitó ni el atisbo de un silencio para darse cuenta de que debía continuar—. El príncipe Escanor había estado mirando a Vala, y a mí no me gustó.

—Ah.

Galaeron sintió el peso de la mirada de Vala y trató de mantener la vista fija en el suelo, pero la voz persistía en su silencio y en un momento dado se vio compelido a mirar hacia ella. Ella le devolvió la mirada dentro de las limitaciones del caso, y en sus ojos de color esmeralda vio un brillo de sorpresa y de triunfo.

—No es nada de que debas preocuparte. —La voz tenía un tono divertido—. Por su propia naturaleza, las sombras son inconquistables e inabarcables. Sólo puedes vencerlas venciéndote a ti mismo.

Más silencio, pero esta vez Galaeron no se sintió impelido a hablar. El aire se volvió bochornoso y más activo, y Galaeron tuvo la sensación de que podía volver a respirar.

Cuando la voz volvió a hablar, lo hizo a lo lejos.

—Hadrhune se ocupará de que tú y tus compañeros seáis alojados cerca de palacio. Si no quiero perder a ningún otro príncipe, me parece que deberé enseñarte a convivir con tu sombra.

Sin saber con certeza si aquello era bueno, pero confiando en que lo fuera, Galaeron empezó a levantar la cabeza… y sintió el contacto de una alabarda sobre la nuca. Volvió a tocar el suelo con la frente.

—Supongo que eso merecerá tu aprobación, ¿no es cierto, elfo?

—Por supuesto —dijo Galaeron mientras su corazón se desbocaba, estaba por verse si de alegría o de miedo, pero ciertamente de entusiasmo—. Gracias.

Silencio, pesado y expectante.

—Y, claro está, te devolveré el favor dentro de mis posibilidades.

—Bien, Galaeron —dijo la voz—. Ya nos vamos entendiendo.

Aunque el mes de Tarsakh casi había terminado y el festival de los Verdes Pastos estaba cerca, en Aguas Profundas soplaba una feroz ventisca del este que hacía que golpearan las contraventanas con sus fieros vientos y lanzaba más nieve sobre una ciudad ya enterrada en ella hasta las aldabas. Tampoco se parecía esto en nada al aire húmedo que llegaba del mar a comienzos de cada Reverdecer. Eran agujas de nieve, diminutas láminas de cristal de hielo que se formaban por encima del Hielo Alto y atravesaban todo el continente en aullantes y gélidas oleadas.

No había perspectivas de que el deshielo llegara pronto. Para eso eran necesarias brisas tibias y que brillara el sol, y lo más parecido que Aguas Profundas había visto a cualquiera de las dos cosas era un fluir constante de nubes de tormenta de color gris perla que barrían el cielo. Las cosas habían tomado tal cariz que la guardia de la ciudad había cubierto el puerto congelado de montañas de nieve sobrante, a los leñadores les resultaba imposible alimentar las chimeneas de la ciudad y los agricultores de la zona todavía no habían podido arar sus campos congelados. En suma, Aguas Profundas se enfrentaba a un desastre natural de las peores proporciones, y por eso las noticias traídas por el príncipe Aglarel parecían tan fortuitas, tan sospechosamente fortuitas, al menos para todos los que sabían cómo funcionaban esas cosas.

El shadovar estaba delante de Piergeiron Paladinson y siete de los Señores Enmascarados de Aguas Profundas. Sus ojos tenían un brillo de plata y sus colmillos ceremoniales destellaban de tan blancos mientras se dirigía a la asamblea entre la imponente majestuosidad de las paredes de mármol blanco del Palacio de las Cortes. Además de Piergeiron y de los Señores Enmascarados, a la reunión asistían también las hermanas Storm y Learal Mano de Plata, lord Tereal Dyndaryl de la isla de Siempre Unidos, lord Gervas Imesfor de Evereska, y la inevitable multitud de papamoscas que siempre se juntan cuando hay una reunión de tan altos dignatarios.

Si Aglarel era consciente del poder y la influencia de aquéllos a quienes se dirigía, su desenvoltura y la confianza que reflejaba su voz no lo demostraban. Era una figura enorme y oscura, con un rostro varonil y pelo largo del color del ébano, y vestía una enorme capa negra y un tabardo púrpura que casi daban la sensación de flotar cuando él avanzaba o retrocedía en el podio, subrayando ocasionalmente algún aspecto con un movimiento punzante de una garra negra que se parecía más a un fragmento de obsidiana que a una uña humana.

—Los Sharaedim se han transformado en la prisión de los phaerimm —estaba diciendo—. Ahora que mi gente ha terminado el caparazón de sombra, lo más prudente es esperar y dejar que cumpla la función para la que fue concebido.

—Tal vez sea lo más prudente para los humanos —dijo lord Imesfor. Aunque era un señor poderoso y muy respetado en Evereska, su aspecto era el de una miseria de elfo cuyos dedos habían quedado tan maltrechos después del ataque de un grupo de captores phaerimm, que a duras penas podía vestirse y mucho menos formular un conjuro—. ¿Y qué pasa con los elfos todavía atrapados en Evereska? ¿Qué pasa con nuestras tierras?

—El enemigo ya ha asolado vuestras tierras. El caparazón en nada puede modificar eso —respondió Aglarel—. Por lo que respecta a vuestros elfos sitiados en Evereska, sólo cabe esperar que lleguemos nosotros antes que los phaerimm.

—No llegaremos a nadie oculto tras ese caparazón de sombra del que hablas —dijo Tereal Dyndaryl. Era relativamente alto incluso para un elfo dorado y tenía un rostro demacrado que hacía que su continente, ya de por sí adusto, tuviera un aire de absoluta amargura—. No tenemos tiempo para dejar morir de hambre a los phaerimm. ¡Debemos ir a combatirlos donde estén!

—¿Y sabes cómo hacerlo, lord Dyndaryl? —preguntó Aglarel. Teniendo en cuenta el tono acusador usado por Dyndaryl, la voz del príncipe sonaba sorprendentemente cordial—. Si los elfos tienen una manera más rápida de vencer a los phaerimm, los shadovar estarán más que dispuestos a colaborar.

Las mejillas hundidas de Dyndaryl se pusieron de color ámbar.

—Estamos trabajando en algunas ideas, pero nada que pueda comunicaros por el momento.

—Entonces, cuando llegue el momento —dijo Aglarel sin la menor ironía—. Por ahora, el caparazón sigue siendo nuestra mejor baza. Te ruego indiques a tus comandantes que eviten acercarse a él. Los que se pongan en contacto con él perderán aquello con lo que lo toquen, y el que use la magia de Mystra sobre él, no conseguirá nada y además lamentará los resultados.

—¿Y eso por qué? —inquirió Storm Mano de Plata.

Storm era una mujer sorprendente, de trenzas de plata y casi un metro noventa de estatura, vestida con una ceñida armadura de cuero y armada para la batalla. Aunque vivía a medio continente de distancia y había acudido a la reunión sin que nadie la invitara, Piergeiron de todos modos agradecía su presencia. Tratándose de uno de los Elegidos de Mystra, solía ser lo más prudente.

—A ninguno de los aquí reunidos nos impresionan tus amenazas, shadovar —añadió Storm.

—Me malinterpretas, lady Mano de Plata —dijo Aglarel. Probablemente su intención era que su sonrisa reflejase una actitud paciente, pero la línea de colmillos que sobresalían tras su labio negro le daba un aspecto más bien siniestro—. Los shadovar no están amenazando a nadie. Me limito a informar a lord Piergeiron y a lord Dyndaryl de los peligros del caparazón.

¿Cuáles son esos peligros? —susurró Deliah la Blanca, una señora enmascarada de Aguas Profundas. Al igual que los demás Señores Enmascarados, su identidad estaba oculta bajo una capa, un yelmo y una máscara de naturaleza mágica y sus palabras sólo podían oírlas Piergeiron y los demás miembros del consejo—. Conocer que existen esos peligros no nos ayuda demasiado a menos que sepamos en qué consisten.

—¿Exactamente de qué naturaleza son estos peligros? —preguntó Piergeiron. Como Señor Descubierto, era su deber servir como rostro común del consejo y hablar en público por los demás—. No nos ayuda demasiado saber que existen sin saber en qué consisten.

Aglarel miró significativamente por encima del hombro a los curiosos reunidos en la tribuna del público.

—No sería prudente revelar la naturaleza del caparazón de sombra en las actuales circunstancias —dijo—. Baste decir que todos sabemos lo que sucedió cuando la simple magia de un guardián de tumbas chocó con un conjuro de sombra.

Piergeiron, Deliah la Blanca y varios otros hicieron gestos afirmativos con la cabeza. Todo este embrollo había empezado cuando una patrulla de guardianes de tumbas evereskanos interrumpió un encuentro entre un poderoso mago shadovar y lo que los elfos tomaron por un grupo de humanos profanadores de tumbas. Un phaerimm fue atraído por el sonido del tumulto resultante y la magia del jefe de la patrulla, basada en el Tejido, chocó con la magia de sombra del shadovar. Nadie entendía muy bien lo que había sucedido a continuación, salvo que el resultado había abierto un agujero en la barrera mística que había mantenido a los phaerimm prisioneros bajo el Anauroch durante más de mil quinientos años.

Después de permitir que su público tuviera tiempo para pensar en sus palabras, Aglarel continuó.

—¿Os imagináis las consecuencias si ese conjuro hubiera sido formulado por uno de los magos de batalla de Aguas Profundas? —dirigió una mirada a Gervas Imesfor—. ¿O quizá un alto mago de Evereska?

—No hay necesidad de imaginar nada —dijo Storm con tono apesadumbrado—. Todos sabemos lo que sucedió en el Valle de las Sombras… Y precisamente por eso me resulta tan poco convincente la preocupación que muestras ahora por nuestro bienestar.

—Lo que sucedió en el Valle de las Sombras fue un malentendido —replicó Aglarel—, y fue tu ataque lo que abrió la brecha en el Infierno. Nosotros también perdimos a uno de los nuestros.

—Un precio muy pequeño para librarse de Elminster —les espetó Storm.

—Nunca fue ésa nuestra intención —dijo Aglarel—. Rivalen y los otros estaban allí para entablar conversaciones…

—Tal vez olvidas que yo también estaba allí, príncipe —le advirtió Storm—. Vi lo que hicieron tus hermanos.

Antes de que el relámpago que amenazaba con salir de sus ojos se convirtiera en rayos en la punta de sus dedos, Piergeiron levantó una mano.

—Por más que todos estemos muy preocupados por la suerte que haya podido correr Elminster —dijo—, no es ésa la cuestión que hemos venido a tratar aquí.

No podía permitir que Storm convirtiera las conversaciones en una pelea por lo que había causado la desaparición de Elminster. Era una cuestión delicada, y lo era todavía más desde que también se había perdido la Simbul. Había quienes sostenían que ella ya había recuperado a Elminster y se lo había llevado por arte de magia a alguna otra dimensión para que allí se recuperase, pero Storm insistía en responsabilizar a los shadovar de la ausencia de Elminster, y no dejaba pasar ninguna oportunidad de echárselo en cara.

Piergeiron no sabía qué pensar, había oído argumentos convincentes a favor de ambos planteamientos y la verdad era que no le interesaba. Su único objetivo era evitar que aquello se convirtiera en un duelo mágico en cien leguas a la redonda de Aguas Profundas, y mucho menos dentro de su propio palacio.

Intercambió una mirada con Storm.

—Fuera lo que fuese lo que sucedió aquel día en el Valle de las Sombras, lo último que necesitan Evereska o Faerun es una guerra con los shadovar.

—¿Fuera lo que fuese? —Storm echaba chispas—. ¡Ya te he dicho qué fue lo que pasó! Los shadovar son tan malvados como los…

—Vamos, hermana —dijo Learal. Era tan alta como su hermana y, como ella, tenía las trenzas plateadas, pero sus ojos no eran azules sino de color esmeralda—. Las exageraciones no conducen a nada, y he visto con mis propios ojos lo que los shadovar pueden hacer contra los phaerimm. Nos hace falta toda la ayuda que nos puedan proporcionar.

—Ayuda de un nido de víboras que al final se convertirá en veneno —replicó Storm.

—Sólo pedimos lo que fue Netheril en los días de nuestros antepasados —dijo Aglarel—. Si nos dejáis el Anauroch, nadie tendrá nada que temer del Enclave de Refugio en todo Faerun.

—No corresponde a Aguas Profundas dar o negar el Anauroch —replicó Piergeiron, tratando de reconducir la conversación a la cuestión que le interesaba—, del mismo modo que no les corresponde a los shadovar poner a Evereska en cuarentena.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo, lord Piergeiron —respondió Aglarel—. Y ésa es sólo una de las razones por las que deberíamos crear un consejo de coordinación. Estoy seguro de que todos coincidiríamos en que lo mejor para Evereska sería que nuestras naciones compartieran la responsabilidad de tomar este tipo de decisiones.

—Un gesto magnánimo, príncipe Aglarel, teniendo en cuenta que los shadovar han inferido a los phaerimm las escasas pérdidas que han sufrido en esta guerra —dijo Learal cordialmente. Ella sabía de qué hablaba: su amado Khelben Bastón Negro Arunsun había desaparecido durante una batalla a comienzos de la guerra, y ella pasaba gran parte de su tiempo en el frente tratando de determinar qué habría sido de él—. Estoy segura de que lord Imesfor vería con buenos ojos la formación de un consejo.

—¿Quién debería liderar ese consejo? —preguntó Storm antes de que el elfo pudiera manifestar su acuerdo o desacuerdo—. ¿Los shadovar?

Aglarel asintió sin vacilar.

—Creo yo que por ahora somos los más indicados para hacerlo —dijo.

¡Cuando los dragones se arrodillen ante los halflings! —exclamó con un resoplido de desdén Brian el Maestro de Armas. Como uno de los Señores Enmascarados de Aguas Profundas, sus palabras llegaron a Piergeiron como un susurro apenas audible—. Están tratando de hacerse con el control de la zona de guerra.

Aglarel echó una mirada breve hacia donde estaba Brian, después volvió a mirar a Piergeiron y dijo:

—Si a los Señores de Aguas Profundas les resulta incómodo nuestro liderazgo, no tendríamos inconveniente en que se nombre a lord Imesfor presidente del consejo. Después de todo, es su patria la que está en peligro.

Piergeiron estaba demasiado atónito como para responder. Las conversaciones entre los Señores Enmascarados estaban protegidas por la misma magia que ocultaba sus identidades, y sin embargo, era evidente que Aglarel había oído lo que había dicho Brian.

—Los señores hablarán del consejo que propones más tarde, en privado —dijo—, pero apreciamos tu oferta.

Muchos de los presentes en la sala no entenderían por qué no había aceptado inmediatamente el nombramiento de lord Imesfor como presidente del consejo, pero es que ellos no habían visto cómo temblaba el elfo al más ligero sonido ni habían oído resonar sus gritos que el eco propagaba por todo el palacio cada vez que se retiraba a sus habitaciones para intentar la Ensoñación. Gervas Imesfor no estaba en condiciones ni de dominar a un caballo, y mucho menos de liderar una alianza política y militar de esta magnitud. Piergeiron estaba seguro de que Aglarel sabía muy bien todo eso al proponerlo para el cargo.

Estoy segura de que nuestras deliberaciones tendrían más sentido si supiéramos más sobre la naturaleza del caparazón de sombra —insistió Deliah, que quería más detalles. Como casi todos los magos respetables de Faerun, parecía más alarmada por la misteriosa magia de los shadovar que por la maldad de los phaerimm—. Si al príncipe le preocupan los espías, tal vez podríamos reunimos más tarde…

—Sólo estoy autorizado a revelar la naturaleza del caparazón a nuestros aliados declarados —dijo Aglarel, arrancando un respingo notorio a tres de los señores que no se habían dado cuenta antes de que estaba escuchando sus conversaciones privadas—. No obstante, es difícil predecir cómo responderán los phaerimm. Realmente sería mejor que creáramos el consejo de coordinación sin más tardanza.

—¿Tienes dudas de que el caparazón resista? —preguntó lord Dyndaryl.

—En absoluto. El caparazón resistirá. —Aglarel miró deliberadamente a Imesfor—. Es Evereska lo que nos preocupa. No tenemos una comprensión suficiente del Mythal como para saber hasta qué punto resistirá a un ataque sostenido.

—¿Todavía resiste? —Se percibía un alivio evidente en la voz de Imesfor—. ¿Lo sabes?

Los phaerimm habían rodeado la totalidad de los Sharaedim con un muro infranqueable que evitaba cualquier tipo de intercambio, físico o mental, con Evereska, y él no era el único que se había estado preguntando si la ciudad estaría todavía en manos de los elfos.

Aglarel vaciló un momento, después hizo un gesto afirmativo, tan leve que casi fue imperceptible.

—¡Gracias a Corellon! —balbució Imesfor.

—¿Entonces vosotros estáis en contacto con la ciudad? —Esta vez fue Learal Mano de Plata quien lo preguntó—. ¿Sabes si Khelben está allí?

Aglarel miró hacia otro lado.

—Desgraciadamente, no me está permitido responder a tus preguntas, lady Mano de Plata. —Sus palabras sonaron como una disculpa genuina—. Esa información sólo podríamos dársela a nuestros aliados.

—¿A vuestros aliados? —Learal estaba que echaba chispas—. ¿Quién crees que ha estado luchando a tu lado…?

—Si dependiera de mí, lady Mano de Plata, te lo diría —afirmó—. Tu colaboración no ha pasado desapercibida al Supremo, pero es evidente que tienes una alianza con Aguas Profundas, y Aguas Profundas todavía no se ha pronunciado como nuestro aliado.

Ni es probable que lo hagamos —dijo Brian—. Aguas Profundas no cederá a tácticas de mano dura. ¡Jamás!

Aglarel se volvió directamente a mirar a Brian.

—No son tácticas de mano dura. ¿Cuántos secretos revelaría Aguas Profundas a una ciudad que se negase a declararse su aliada?

—No pretendemos que nos reveles ninguno de tus secretos —replicó Learal, esforzándose por hacer que su voz sonara paciente—. Sólo se trata de una simple cuestión de cortesía.

—Los shadovar están dando muestras de la mayor cortesía, lady Mano de Plata —dijo Aglarel—. Para eso estoy yo aquí. Quienes están faltando a la cortesía son los de Aguas Profundas, que reciben con suspicacia una información dada de buena fe, que rechazan nuestra oferta de amistad con arbitrarias acusaciones de coerción, que permiten que una de las personas reunidas en este palacio diga que el Enclave de Refugio es un hatajo de embusteros y un nido de víboras.

Aglarel detuvo la mirada un momento en Storm Mano de Plata y luego volvió a fijarla en Piergeiron.

—Os hemos advertido del peligro del caparazón de sombra. No tenemos intención de interferir en ninguna de vuestras misiones. En caso de que alguna de vuestras fuerzas quisiera atravesarlo, estaremos encantados de enviar una escolta para que lo haga posible.

¡Diablos arrogantes! —rugió Brian, olvidando o pasando por alto adrede el hecho evidente de que el príncipe podía oír todas sus palabras—. ¡Están reclamando el control de la zona de guerra nos guste o no!

Aglarel lanzó una mirada a Brian, pero prefirió hacer caso omiso de su bravata.

—Aunque lamentamos que no sea posible coordinar nuestros esfuerzos, el Enclave de Refugio agradece vuestra atención.

El shadovar hizo una profunda reverencia y luego se volvió hacia la puerta con intención de marcharse. Aunque Piergeiron sentía las miradas lacerantes de los elfos y de las hermanas Mano de Plata, lo que más pesaba sobre él era lo que sus Señores Enmascarados habían omitido decir. Como de costumbre, Brian el Maestro de Armas había ido directo al centro de la cuestión. Les gustara o no a Aguas Profundas y a los elfos, los shadovar tenían el control de la zona de guerra. Lo que Piergeiron no entendía era por qué se habían molestado en enviar un emisario para anunciar lo que era ya un hecho evidente. ¿Realmente esperaban formar una alianza, o se trataba de algo más amplio y más inicuo?

Sólo había una forma de averiguarlo. Piergeiron se irguió cuan alto era.

—¡Príncipe Aglarel! —llamó.

Hay que reconocer que Aglarel tenía un aspecto realmente turbado cuando se detuvo y se volvió para mirarlo.

—¿Sí, lord Paladinson?

—No te he dado permiso para marcharte.

El príncipe dio la impresión de reprimir una sonrisa.

—Por supuesto —inclinó la cabeza—. Mil disculpas.

Piergeiron se resistió a la tentación de dejar que el shadovar permaneciera en esa postura de sometimiento. Las cosas habían quedado claras.

—Príncipe Aglarel, Aguas Profundas no ha rechazado tu oferta.

Esto pareció coger al príncipe por sorpresa.

—Entonces, ¿la aceptáis?

—Como ya dije antes, los señores discutirán la cuestión más tarde.

—Eso equivale a rechazarla —dijo Aglarel—. Como ya dije antes yo mismo, es necesario que el consejo se cree inmediatamente.

—Entonces será que tienes noticia de que algo está a punto de suceder —aventuró Piergeiron—. Tal vez Aguas Profundas y Evereska deberían retirar sus ejércitos.

Por fin hubo un brillo de sorpresa en los ojos plateados de Aglarel.

—¿Retirarlos?

—De inmediato —insistió Piergeiron—. No tenemos la menor intención de interferir con los planes de tu ciudad.

Aglarel se quedó pensando un momento, después bajó la mirada.

—Ni nosotros de hacer que abandonéis el campo —dijo—. Permíteme que lo consulte con el enclave.

Piergeiron sonrió.

—Por supuesto. —Autorizó la salida del príncipe con un gesto condescendiente—. Puedes tomarte todo el tiempo que necesites. Lo mismo haremos nosotros.

—Claro —dijo Aglarel—, no me cabe la menor duda de que lo haréis.

El príncipe devolvió la sonrisa del Señor Descubierto, luego volvió a inclinar la cabeza y con un airoso movimiento de su capa oscura, se volvió para marcharse.