6

En la madriguera del conejo

Adorable Alyssa —sus labios siguen moldeando ese acento cockney que oí antes en la tienda—. Puedes curar a tu familia. Utiliza la llave para traer tus tesoros a mi mundo. Corrige los errores de Alicia y rompe la maldición. No te detengas hasta encontrarme.

¿Qué quiere decir con «los errores de Alicia»? ¿Es que algo de lo que hizo en el País de las Maravillas ha causado todo esto?

El peso de mi mochila me mantiene clavada donde estoy mientras lo contemplo, cautivada. Tengo miedo de girarme y ver si está detrás de mí, miedo de que la silueta y la hermosa voz sean sólo producto de mi frenética y deteriorada mente.

—¿Eres real? —susurro.

—¿Te parezco real? —me devuelve el susurro haciéndome sentir su cálido aliento sobre mi cuello.

Unas manos fuertes se me enroscan por detrás provocando que hasta el último nervio de mi cuerpo se ponga a bailar. Me vuelvo. La luz de la linterna aparta la oscuridad y no desvela nada, pero la presión de unos dedos expertos sobre mi abdomen no desaparece. Sobrecogida por las sensaciones que recorren mi cuerpo, dejo que mi mano siga su tacto, desde el ombligo hasta la cinta de mi falda. Me fallan las rodillas pero, de algún modo, no me caigo, como si ese hombre fantasmal me sostuviera.

Recuérdame, Alyssa. —Siento que una nariz me acaricia el pelo—. Recuérdanos.

Empieza a tararear una hechizante melodía. No hay letra, sólo las notas familiares de una canción olvidada hace tiempo. En el mismo instante en que termina su tarareo cesa también el abrazo. Me tambaleo y casi pierdo el equilibrio. En los reflejos rotos del espejo, la mariposa nocturna ha vuelto a reemplazar al hombre. De algún modo, la mariposa y él están unidos.

Debería estar aterrorizada. Deberían encerrarme. Pero hay algo sensual y excitante en ese ser de las profundidades, algo más evocador de lo que jamás haya visto antes.

Alargo la mano hacia uno de los reflejos de la mariposa, apuntando a una grieta que parte la imagen en dos. Mi dedo toca el espejo, pero en lugar de palpar un borde afilado, siento un tacto como de metal esculpido. Acerco la linterna y veo que lo que me había parecido una grieta no lo es en absoluto: es el ojo de una cerradura diminuta e intrincada.

Con manos temblorosas, saco la llave de debajo de mi falda y la apunto hacia la cerradura.

Así no —me reprende mi oscuro guía, aunque no lo veo por ninguna parte—. Te he enseñado a hacerlo bien. Olvidas un paso.

Tiene razón. Lo recuerdo.

—Visualiza el lugar al que quieres ir —digo, repitiendo las palabras que me había dirigido años atrás. La llave concede deseos y abrirá el espejo para mí. Dejo caer la mochila al suelo, saco el folleto con el reloj de sol y lo contemplo. Cuando levanto la vista, es la imagen del folleto la que me contempla desde el reflejo roto. Inserto la llave en la cerradura y la giro.

El espejo se vuelve líquido y en la superficie se forman ondas que me absorben la mano. La aparto de golpe y la llave cae sobre mi pecho, suspendida en su cadena. Alzo los dedos y los miro. Tienen el mismo aspecto de siempre… no les ha pasado nada. Ni siquiera están mojados.

Un chisporroteo hace que mi atención regrese al espejo. El vidrio partido se alisa, formando una acuosa ventana en lugar de un reflejo. Es un portal que se abre a un jardín inundado de luz solar y lleno de flores en el que aguarda la estatua con el reloj de sol.

Deséalo con todas tus fuerzas. —La orden flota en mi cabeza, tan pacífica como si fuera un eco de mi pasado—. Y luego entra.

Tengo un momento de lucidez. Si voy a ser mágicamente trasladada a Londres, necesito poder regresar a casa de algún modo. Agarro el estuche en el que guardo el dinero y lo meto en la mochila. También meto la linterna. ¿Quién sabe lo oscura que será la madriguera del conejo?

Doy un paso adelante y dejo que mis manos se adentren en el espejo líquido hasta los codos. Al otro lado, una fresca brisa recibe a mis brazos. Alguien me acaricia, desde el codo hasta la muñeca… sus yemas son tan suaves y expertas que desatan una tormenta de fuego en mis venas.

Conozco ese tacto y, sin embargo, es tan diferente ahora. Ya no es inocente y tranquilizador.

Cuando miro al portal, mis manos enguantadas aparecen en el paisaje del otro lado y proyectan una sombra sobre la hierba que hay junto a la silueta alada del hombre.

Antes de que pueda verlo con claridad, desaparece.

Vacilo y pienso en Jeb. Es casi como si pudiera oír su voz llamándome desde algún lugar lejano. Desearía que estuviera aquí ahora, que pudiera entrar conmigo.

Pero no puedo volver la vista atrás. Aunque parezca una locura, ese tipo en el espejo tiene las respuestas a todo lo que ha sucedido en mi pasado. Ésta es mi oportunidad de encontrar el País de las Maravillas, de librar a la estirpe de los Liddell de esta maldición y de salvar a Alison. Si lo consigo, por fin seré normal. Quizá lo bastante normal como para confesarle a Jeb mis verdaderos sentimientos.

Inspiro y me sumerjo en el espejo.

* * *

Doy vueltas en una niebla de verdes, azules y blancos que deshace mis sentidos como si fueran un rollo de gasa. Un hormigueo recorre mi cuerpo, como si unas agujas minúsculas estuvieran cosiendo mis fragmentos para unirme. Caigo de espaldas al suelo y espero, cerrando los ojos con fuerza y sintiendo cómo la mochila se me clava en la columna.

El mareo remite y me envuelve un aroma de tierra húmeda y aire fresco. Parpadeo al abrir los ojos ante un sol resplandeciente y un cielo azul. Es extraño. Si estoy en Inglaterra debería ser de madrugada… deberían faltar horas para el amanecer. De algún modo he llegado a este lugar en el mismo momento del día que aparece en la fotografía del folleto y que es también el momento que visualicé. Las briznas de hierba atraviesan mis guantes cuando apoyo las palmas de las manos para sentarme. La estatua del chico con el reloj de sol está a sólo unos pasos.

Detrás de mí hay una fuente en la que el agua fluye por paneles con espejos tan altos como yo. Deben ser el otro lado del portal que he cruzado, porque tengo el pelo y la ropa un poco mojados. Una verja con barrotes de hierro forjado proyecta su sombra en el jardín.

Me quito la mochila, la dejo en el suelo y me limpio las manchas de barro de la falda y las mallas.

El canto de los pájaros y el ruido de fondo de las flores y los insectos suenan reales. Siento como si fuera la brisa que agita el follaje de los árboles fuera real. La fragancia de las rosas blancas de un rosal que hay al otro lado de la estatua huele como si fuera real. Todos mis sentidos me dicen que esto no es una alucinación.

Mi imaginación no habría podido conjurar manos como las de mi guía, ni la canción que alumbró en mi memoria. Una canción cuya letra se me escapa, pero que de algún modo me define. La melodía me hace sentir reconfortada y segura, como si fuera una vieja nana.

Me concentro en el ruido de fondo. Un susurro muy claro resuena en mis oídos.

Encuentra la madriguera del conejo

La brisa me trae una suave fragancia. Son las rosas hablándome.

Me arrodillo y gateo hasta la estatua del reloj de sol, dejando una estela en la hierba al moverme. Tiene que haber un agujero o una tapa de metal, algo que pueda ocultar un túnel.

El gran pedestal de la estatua está rodeado por un ornamentado borde de piedra y la hiedra cubre el suelo a su alrededor. Empiezo a escarbar entre sus hojas. El ruido de fondo aumenta de volumen porque estoy alterando el territorio sagrado de arañas, escarabajos y docenas de insectos voladores. Algunos huyen por tierra al acercarse mis dedos, otros se echan a volar. Sus susurros me envuelven como si fueran interferencias en una transmisión de radio, y me guían.

Con la cosa más ligera, abrirás la madriguera.

Me levanto, afianzo los pies sobre la hiedra y le doy un buen empujón a la estatua. No se mueve ni un milímetro.

La apertura se demora si no aciertas con la hora.

La hora. Intento acordarme de las definiciones del poema del «Cocillaba el día». ¿No mencionaba en algún momento las cuatro de la tarde? Según la sombra del reloj de sol, pasa un poco de las cinco. Quizá tenga que hacer retroceder el tiempo de alguna manera.

Intento mover la vara del gnomon para que su sombra caiga en el numeral romano IV. No cede. Quizá baste con que la estatua crea que son las cuatro.

Busco entre el contenido de mi mochila y saco la antigua pluma que encontré en el sillón reclinable de mi padre. «Con la cosa más ligera». Centro la pluma sobre la vara y la muevo hasta que su sombra se posa sobre el IV. Luego encajo el cálamo en una ranura para fijarlo en la posición que necesito. El reloj de sol sigue marcando las cinco en punto, pero espero que mi improvisada solución funcione.

De dentro de la base de la estatua se oyen una serie de clics y ruidos, como si estuvieran abriendo compuertas. Con el corazón desbocado, apoyo el hombro contra los brazos de piedra de la estatua. Clavando los talones en la hiedra, empujo la piedra haciendo toda la fuerza que puedo.

La roca se desliza arañando una superficie de metal y finalmente la estatua se cae de su pedestal, levantando una nube de polvo que, al despejarse, revela un agujero del tamaño de un pozo.

Me arrodillo. Remuevo otra vez el interior de mi mochila en busca de mi linterna. La enciendo y escudriño las profundidades del pozo. No se ve el fondo. No puedo tirarme de cabeza a un túnel si ni siquiera alcanzo a ver dónde termina.

Una abrumadora sensación de soledad y pánico se apodera de mi corazón. No me gustan especialmente las alturas —ese es el verdadero motivo por el cual todavía no domino el monopatín—. Me encanta la emoción de deslizarme, pero la caída libre nunca me ha parecido especialmente divertida. En una ocasión fui a descender por la pared del cañón con Jeb y Jenara. La ascensión no fue mal, pero Jeb tuvo que llevarme a caballito durante toda la bajada, durante la cual ni siquiera pude abrir los ojos.

De nuevo desearía que él estuviera conmigo.

Me incorporo. Esa excitación interior que tan bien conozco se activa… me asegura que estoy preparada.

Si la realidad tiene algo que ver con lo que le pasó a Alicia, ella no cayó sino que flotó hacia abajo. Quizá las leyes de la física operen de forma distinta dentro de la madriguera.

Así que puede que no se trate de la longitud de la caída, sino de su velocidad.

Dejo caer la linterna. Oscila en un descenso lento, como si fuera una burbuja de luz. Casi me echo a reír.

Bebo un sorbo de agua de una de las botellas que llevo en el fondo de la mochila. Luego cierro la cremallera y vuelvo a colgármela a la espalda.

A gatas, frente a la entrada del pozo, tengo un momento de duda. Yo peso mucho más que un trozo de plástico con pilas. Quizá debería lanzar unas cuantas rocas grandes primero, para asegurarme de que no habrá sorpresas.

—¡Ali!

El grito a mis espaldas hace que me sobresalte. La tierra cede bajo mis manos, pierdo mis asideros y me precipito al vacío chillando.

Dentro, la madriguera aumenta de tamaño. Floto más como una pluma arrastrada por el viento que como un paracaidista acrobático, y mi posición cambia de vertical a horizontal. Mi estómago se revuelve, intentando adaptarse a la sensación de ingravidez.

Por encima de mi cabeza, alguien se tira a la madriguera detrás de mí.

A los pocos segundos me agarra la muñeca y tira de mí para alinear nuestros cuerpos.

No es posible…

—¿Jeb?

Me sujeta con ambos brazos y fija la mirada en el paisaje que pasa ante nuestros ojos.

—Madre de Dios…

—Qué sinsentido más grande —le interrumpo, citando el libro del viaje original al País de las Maravillas—. ¿Cómo es que estás aquí?

—¿Dónde es aquí? —pregunta, anonadado por cuanto nos rodea.

Armarios abiertos llenos de ropa, otros muebles, pilas de libros en estanterías flotantes, alacenas, tarros de mermelada y marcos de cuadros vacíos se adherían al azar a las paredes del túnel como si alguien los hubiera pegado allí con velcro. Una hiedra muy espesa se pega a los bordes de cada objeto y los incrusta en las paredes de tierra, fijándolo todo en su sitio.

Cada vez que pasamos junto a algo, Jeb me atrae hacia él y su expresión muestra una mezcla de temor y asombro. En un momento dado consigo soltar un brazo y agarro un tarro envuelto en hojas. Lo pongo entre nosotros y abro la tapa, y entonces estiro un poco el brazo para dejar el tarro boca abajo, flotando junto a nosotros. Un hilillo de mermelada de naranja empieza a derramarse y se queda suspendido a nuestro lado mientras caemos más hondo, más hondo, más hondo, hasta que nuestros pies se posan suavemente en el suelo, como si nos hubieran bajado con cuerdas.

La entrada a la madriguera del conejo se ha convertido en un minúsculo punto de luz solar en lo alto. Estamos en un habitación vacía y sin ventanas cuyo techo forma una cúpula y que está iluminada por velas que cuelgan boca abajo metidas en candelabros. El aroma de cera y el polvo nos rodean. Me tiemblan las piernas como si hubiera estado dando vueltas a la pista de atletismo toda una semana. Debemos haber caído al menos ochocientos metros. Todavía estamos abrazados: ninguno de los dos quiere soltarse.

Tras unos minutos, Jeb finalmente se separa medio metro y se queda mirándome fijamente, como queriendo ver mi interior.

—¿Cómo es posible? —susurro, sin creer todavía que esté aquí.

Él palidece y niega con la cabeza.

—Yo… he resbalado en el porche porque el suelo estaba mojado por la lluvia. Tiene que haber sido eso. Sí, debe ser por eso que estoy mojado. Y ahora estoy soñando esto. Pero… —Aprieta su frente contra la mía y tomo nota mentalmente de todos los demás lugares en que nuestros cuerpos se tocan. Sus manos ascienden por mi pecho hasta detenerse en mis mejillas—. Tú pareces real —susurra, mezclando su aliento cálido con el mío. Todos los puntos de contacto entre nosotros se calientan al rojo vivo—. Y estás tan guapa.

De acuerdo, eso demuestra que está trastornado y conmocionado. En primer lugar, jamás me había dicho algo así. En segundo lugar, mi maquillaje a estas alturas debe parecer un periódico mojado.

La llave. Tiene la capacidad de conceder deseos. Mi guía oscuro me dijo que deseara con todo mi corazón. Así que cuando visualicé a Jeb a mi lado antes de entrar, porque quería que estuviera conmigo, provoqué que me acompañara.

Pero yo nunca pretendí arrastrarle a esto.

Entrelazando mis dedos con los suyos, aparto suavemente sus manos de mi rostro.

—Quizá exista algún modo de hacer que vuelvas —digo, aunque tengo la inquietante sensación de que no es así. Algo de lo que me acaba de decir cobra sentido de repente—. Espera… ¿qué quieres decir con que resbalaste en el porche? Oí que la limusina arrancaba y se iba.

—Tae y yo nos peleamos y se marchó al baile de graduación sin mí. Quería verte otra vez… no podía dejar las cosas como habían quedado. Llamé a la puerta pero no contestaste. Como estaba abierta… debe haber sido entonces cuando me golpeé la cabeza.

Le agarro por los hombros.

—No te diste un golpe en la cabeza. Estamos de verdad aquí. Esto es real.

—Ajá. —Da un paso atrás—. Eso quiere decir que de verdad atravesaste el espejo. Y que de verdad me tiré detrás para intentar sacarte. Luego quedé atrapado en la copa de un árbol y tuve que bajar para encontrarte. No. No es posible.

—Esto no debería haber pasado —murmuro, luchando contra la culpa—. El País de las Maravillas es mi pesadilla, no la tuya.

—¿El País de las Maravillas? —Señala el túnel por el que hemos caído—. ¿Eso era la madriguera del conejo?

—Sí. Alison había ocultado pistas sobre este lugar bajo las margaritas del sillón de papá. Por eso las arranqué.

Me basta una mirada al rostro de Jeb para saber que no cree una palabra de lo que le digo.

Respiro hondo, me quito la mochila y saco el folleto y los demás tesoros. Me planteo hablarle de la mariposa nocturna y el guía oscuro, pero esos detalles se aferran a mi interior y no quieren salir, como una masa inamovible.

—Todavía no he podido estudiar bien la mayoría de las cosas —añado—, pero creo que me están guiando hasta aquí. Creo… creo que el libro de Lewis Carroll no era exactamente de ficción. Creo que era un relato real de las experiencias de mi tataratatarabuela, con algunas diferencias. Por ejemplo, Carroll no menciona nada de un reloj de sol tapando la entrada de la madriguera.

Ambos levantamos la mirada hacia el minúsculo punto de luz en lo alto.

Jeb se mece hacia delante y atrás, como si estuviera mareado. Finalmente se serena y vuelve a concentrarse en mí.

—¿Sabe tu padre que has encontrado estas cosas?

—No. Si lo hubiera sabido habría firmado incluso antes el permiso para someter a Alison a terapia de electrochoque.

—¿Electrochoque? Creía que se había dado un golpe en la cabeza en un accidente de tráfico y que había sufrido daños cerebrales.

—Era una tapadera. No hubo ningún accidente. Hace años que la tachan de loca por creer en el País de las Maravillas. Ahora puedo demostrar que lleva razón. Que todo lo que dice es real.

Las dudas ensombrecen el rostro de Jeb.

—Primero tenemos que volver. Y no va a ser fácil.

Tiene razón. No hay ninguna puerta. Es como si hubiéramos caído dentro de la botella de un genio y la única forma de salir fuera convertirnos en humo y ascender.

—Tenemos que pedir ayuda. —Saca su teléfono móvil de un bolsillo de la chaqueta. Tras pulsar varias teclas, frunce el ceño.

—¿No hay cobertura? —pregunto.

Mete el teléfono en mi mochila y revisa el resto de objetos con expresión decidida.

—¿Qué más tienes por aquí?

Una abeja vuela a mi alrededor y la espanto con desgana.

Debe haber entrado también por el agujero bajo la estatua.

—Agua embotellada… un par de chocolatinas. Cosas de la escuela…

Me acuclillo a su lado y alargo el brazo, asegurándome de que no abra el estuche de lápices; luego apartó el libro del País de las Maravillas de Alison y cojo los guantes blancos que encontré en la silla. Me quito los mitones y me pongo los guantes en su lugar. Me van perfectos, como hechos a medida. A continuación me coloco la horquilla en el pelo, justo encima de mi oreja izquierda. Tengo un vago y lejano recuerdo de haber jugado a los disfraces con mi compañero de las profundidades utilizando estos objetos. Ahora no puedo resistir el impulso.

Jeb saca la navaja suiza de papá. Me la muestra levantando las cejas.

—¿Me la prestó un Boy Scout? —digo, pestañeando.

Se la guarda en el bolsillo de sus pantalones de esmoquin.

—No cuela. Me peleé con buena parte de nuestros vecinos cuando iba a séptimo y me quedé muchos botines tras las batallas. Pero los Boy Scout no llevan navajas tan buenas como ésta.

Me calmo un poco al ver que me dedica una sonrisa. No estoy segura de si cree que todo esto es real o si aún piensa que está soñando, pero veo que al menos intenta tomárselo con humor.

Cierra la cremallera de la mochila y el sonido de los dientes de metal entrelazándose resuena en la sala. La abeja vuelve a zumbar cerca de mi cabeza. Me doy cuenta de que esos dos son los únicos sonidos que oigo. No hay ruido de fondo. No hay ningún susurro, ningún murmullo, ningún indicio de palabra.

Por primera vez en cinco años, sé lo que es el silencio.

Cierro los ojos y dejo que penetre en mí, suave y tranquilizador.

El silencio. Es. Una bendición.

Inspirada por ese pensamiento, me levanto para explorar.

—No te alejes, patinadora. —Jeb coge la linterna, que había acabado en la mesa redonda en el centro de la sala.

No debería pensar en estas cosas después de haberlo traído hasta aquí, pero es asombroso lo que me gusta oír mi apodo. Me detengo junto a las paredes a rayas púrpuras en las que están los candelabros colgados al revés. El suelo circular está cubierto de baldosas blancas y negras. Bajo cada una de las velas hay un montón de cera cremosa y aromática del tamaño de un hormiguero. Es un misterio por qué la mecha no se apaga. Aunque la cera se derrite, las velas no parecen consumirse.

—No puedo creerlo —dice Jeb. Sostiene en la mano una botella marrón oscuro con una etiqueta atada al cuello, como si fuera un precio—. BÉBEME —lee en voz alta.

—No puede ser.

Voy hasta él para verlo con mis propios ojos.

—Esto te hace encoger o algo, ¿no? —pregunta.

—Según el libro, sí. ¿Hay un pastel pequeño en esa caja de cristal bajo la mesa?

Mientras guardo la botella en mi mochila, se agacha a mirar la cajita.

—Sí, hay un pastelillo sobre un cojín de raso. Parece que tiene pasas encima. Forman la palabra «CÓMEME».

—Sí, es el pastel que te hace volver a crecer.

Saca un pañuelo de la manga de su esmoquin y envuelve con él la cajita que contiene el pastelillo.

—Supongo que también querrás guardarlo, ¿no? Como prueba.

Asiento. Pero no son pruebas lo que estamos recogiendo. Algo me dice que puede que necesite utilizar estas cosas más adelante, cuando haya enviado a Jeb casa y pueda continuar sola.

De vuelta a las paredes, busco una salida. A cada tanto cuelgan cortinas de terciopelo rojo, de cuyos remates, parecidos a pomos, penden cuerdas doradas. Son lo bastante grandes como para ocultar una puerta. Aparto la primera, esperando encontrar alguna puerta antigua que pudiera tener una cerradura que encajara con la llave que tengo colgada en el cuello. Pero no hay nada tras la tela. Aparto una segunda cortina con idéntico resultado.

—Mira esto —Jeb retira la sábana que cubre un artefacto de madera apoyado contra la pared opuesta. Cuerdas, poleas y una enorme esfera de reloj forman la enrevesada estructura. En un cartel dice: «RATONERA DEL GALIMATO». Pienso inmediatamente en el poema del Galimatazo que aparece en los libros de Carroll. El hecho de que el nombre esté escrito de forma distinta es otra pequeña inconsistencia con unos libros que me sé de memoria.

Los personajes del País de las Maravillas están pintados en la parte delantera del artilugio con colores muy vivos. Por la parte de atrás sobresale una larga plataforma, conectada a unas poleas.

—Parece un invento de los de Rube Goldberg —dice Jeb, ladeando la cabeza para estudiarlo mejor.

—¿De quién?

—Rube Goldberg. Un dibujante e inventor. Dibujaba complejos artefactos que realizaban tareas sencillas de formas tremendamente complicadas. Este aparato es una ratonera.

Le miro con incredulidad.

—¿Qué? —pregunta.

Me echo a reír y sacudo la cabeza.

—Se te ven los calzoncillos de geek. Pensaba que era una faceta que habías dejado atrás en séptimo.

Por aquel entonces estaba obsesionado con construir cosas como laberintos o rampas para canicas que fabricaba con su padre en el garaje. Fue la única vez que los vi bien juntos.

Una sonrisa triste asoma en su rostro y sé que él también está pensando en lo mismo.

—¿Y qué es eso que hay en la plataforma? —pregunto, para cambiar de tema, reprendiéndome mentalmente por haberlo sacado a colación.

Da unos golpecitos a lo que parece un trozo de queso.

—Es una esponja. Me pregunto si la trampa funciona de verdad.

—Sólo hay una manera de saberlo.

Alargo la mano hacia una palanca que dice Empújame en letras rojas.

—Espera. —Jeb deja caer la sábana y me aparta de un tirón—. ¿Por qué iban a poner una ratonera aquí abajo? ¿Y si está pensada para cazar presas más grandes como, por ejemplo, intrusos?

La abeja regresa y vuelve a zumbar junto a mí. La espanto. Perezosamente, se queda unos momentos suspendida en el aire y luego se posa en la misma palanca que yo iba a accionar.

Con un chirrido, la máquina pone en marcha una reacción en cadena.

Primero, el minutero del reloj avanza hasta el numeral romano IV. Eso activa una polea que a su vez hace girar un sacacorchos por un nido hasta que su punta aparece al otro lado y empuja una baldosa que estaba en equilibrio en el siguiente nivel.

Jeb y yo retrocedemos varios pasos, cogidos de la mano.

He visto este proceso antes. Meto la mano en el bolsillo de mi camisa y saco las notas del País de las Maravillas de aquella página Web. Miro de nuevo las definiciones de «El Galimatazo».

Jeb lo ve y se pone detrás de mí para leer por encima de mi hombro.

—¿De dónde has sacado eso?

—Silencio…

Está todo allí: las cuatro en punto, el nido, el sacacorchos.

Tras emitir un agudo silbido, la máquina lanza por los aires a la esponja amarillenta. Vuela hasta el otro lado de la habitación.

La sigo y se detiene frente a una de las cortinas que he abierto antes.

—Recógela. —Esa voz británica me llena la mente y me recuerda por qué he venido. No a conseguir pruebas de la existencia del País de las Maravillas, sino a curar la maldición de mi familia. Tengo que encontrar al tipo de mis recuerdos. Él me dirá cómo puedo enmendar los errores de mi tataratatarabuela. Recojo la esponja y me la meto en el bolsillo de la camisa.

El chirrido empieza otra vez. Más allá de donde está Jeb, las poleas y engranajes de la extraña máquina empiezan a recuperar su posición original. Y, como si estuvieran conectadas con el artefacto mediante cuerdas invisibles, las cortinas junto a mí se levantan, revelando una trampilla que no estaba allí hace dos minutos.

Ábrela.

Como si fuera una marioneta controlada por mi guía de las profundidades, alargo la mano hacia la portezuela.

—¡Ali, no! —grita Jeb.

Pero la abro antes de que pueda detenerme.

Un pasillo largo y oscuro parte de la habitación. Agacho la cabeza y entro. Entra la luz suficiente desde la sala como para ver que el túnel se hace cada vez más pequeño. Un rápido movimiento en la oscuridad hace que vuelva a trompicones con Jeb. Me pasa una mano por la cintura y me sujeta mientras contemplamos cómo una pequeña sombra con forma de conejo aparece en la puerta caminando sobre sus patas traseras.

—¡Es tarde! —dice su vocecita.

Aprieto con fuerza los dientes para no gritar. No puedo creerlo. El Conejo Blanco existe.

—Tarde, desde luego. Señorita Alicia, muy tarde llegar.

El conejo salta a la zona iluminada por las temblorosas velas. Se le abre la levita roja, que lleva sin abrochar, y su costillar queda a la vista.

Jeb maldice y yo me tapo la boca con la mano.

No es el Conejo Blanco. No es ningún tipo de conejo. Es una criatura minúscula, enana, del tamaño de un conejo pequeño. Las piernas, brazos y el cuerpo son humanoides pero no tienen carne, son sólo un esqueleto blanco como la cal. Tiene las cadavéricas manos cubiertas con guantes blancos y blancos son los cordones de las botas que protegen los pies. La excepción a su apariencia esquelética es su cabeza calva y su rostro de anciano, cubierto con piel tan pálida como la de un albino. Sus ojos —abiertos e inquisitivos como los de un corzo— desprenden un resplandor rosa. De detrás de cada una de sus diminutas orejas humanas salen unas largas astas blancas.

Está claro por qué la joven Alicia lo confundió con un conejo. En la penumbra sus cuernos parecen orejas.

—¿Conejo Blanco? —aventuro, sintiendo que el brazo de Jeb me atrae hacia sí con más fuerza mientras farfulla incrédulo.

—Blanco, Cornelio —dice el esqueleto del tamaño de un vaso alto—. Liddell, Alicia… no ser. Pero sus manos tener.

Miro mis guantes.

—Soy…

—Nadie —me interrumpe Jeb, interponiéndose entre la criatura y yo. No me deja salir de detrás de él. Noto que se lleva la mano al bolsillo para sacar la navaja y lo detengo. Luego miro por encima de su hombro.

—¿Soy Nadie, te llamas? —pregunta la criatura, inclinando sus astas hacia un lado para verme.

—No, no me llamo así. ¿Tú has dicho que te llamas Cornelio?

La criatura mira la mesa y luego nos vuelve a mirar a nosotros mientras se retuerce las manos nerviosamente.

—Cornelio soy. Mi familia son los Blanco. —Parece nervioso por nuestra falta de respuesta. Hace una reverencia doblándose por la cadera—. Cornelio Blanco, de la Corte Roja, yo ser. ¿Y tú eres…?

No me salen las palabras. Mis recuerdos y las historias que he leído en Internet eran ciertos. Hemos entrado en un reino de las profundidades y estamos cara a cara con uno de sus habitantes. Aquella extraña melodía se repite dentro de mi cabeza, la que puso allí el olvidado compañero de juegos de mi infancia. Es incluso más poderosa que la sensación de aleteo que experimento a veces. Me dice que acepte mi identidad, que esté orgullosa de ser quien soy.

Sin ni siquiera pensarlo, espeto:

—Alyssa Gardner, de la Corte Humana, yo ser.

Jeb deja escapar un siseo y sus hombros se tensan, pero no le quita la vista de encima a nuestro visitante.

—Ooooh. —La cadavérica criatura se mece emitiendo un extraño repique, como si fuera una campana hecha de huesos. Sus labios se encogen en un horrible gruñido, revelando dos dientes largos y rotos—. Sus guantes esos ser. ¡Una ladrona eres!

Jeb saca la navaja y abre la hoja de un solo gesto, mientras con el otro brazo me mantiene tras él.

—Todo lo arruinarás. —Los ojos rosas de nuestro huésped se vuelven de un rojo intenso. La saliva le inunda la boca y rebosa por las comisuras—. Bienvenida no eres. ¡Así lo dice la Reina Granate, bienvenida no ser!

Su grito queda flotando en el aire mientras da un salto hacia el tenebroso pasillo y desaparece por él.

—¿Qué quieres decir con la Reina Granate? —grito a la espalda de Cornelio—. ¿Desde cuándo hay una nueva reina? ¿Qué le pasó a Roja?

Jeb guarda la navaja y me agarra antes de que pueda seguir a la criatura por el pasillo.

—¿Qué era eso? —Sus dedos se clavan en mis hombros cuando intento liberarme—. En serio, ¿qué era eso, Ali? ¡No hay conejo en el mundo que tenga ese aspecto!

—¡Jeb! ¡Que se escapa! —Me revuelvo como un animal salvaje—. Sé a dónde va… es la puerta para la que se hizo mi llave. ¡Por favor!

Hay miedo en los ojos de Jeb y me pregunto por qué yo no lo comparto. Lo único que sé es que en mi mundo siempre he sido diferente. En un lugar como éste, de hecho, soy perfectamente normal.

—No. —Jeb me cruza los brazos sobre el pecho y luego me levanta contra una de las cortinas de la pared de modo que los pies me quedan colgado. Me clava contra la pared como una mariposa en un corcho—. No vamos a ninguna parte. Ese monstruito rabioso cree que has robado esos guantes. Y ahora sabe cómo te llamas. Te has lucido, por cierto.

—No se lo he dicho intencionadamente —consigo decir, con las botas balanceándose en mi esfuerzo por llegar al suelo.

—¿Qué quieres decir con intencionadamente?

La misma melodía interior que me dio el valor para hablar antes me advierte ahora de que no diga nada sobre la mariposa nocturna, el extraño o la música.

—Por lo que sé de este lugar —sugiero— es un reino mágico. Y el ser que acabamos de ver es una criatura de las profundidades… uno de sus habitantes.

—¿Mágico? —Jeb me mira como si me faltara un tornillo—. No recuerdo que en la versión de Lewis Carroll se dijera nada sobre pequeños esqueletos que caminan.

—Alicia debía ser demasiado pequeña para comprender lo que veía. Quizá su mente bloqueó los detalles más oscuros.

Estudio mis manos enguantadas y comprendo el deseo de huir de los malos recuerdos mejor que la gran mayoría de la gente.

—Si estás en lo cierto —dice Jeb—, entonces nuestro libro guía está mal. —Mira el punto de luz sobre nosotros—. La entrada sigue abierta.

Me baja hasta el suelo, pero sigue reteniéndome por el codo.

Yo agarro las solapas de su esmoquin.

—¿Es que no lo ves? No importa que este País de las Maravillas sea distinto de lo que Carroll escribió. Todos estos años Alison ha estado encerrada en un psiquiátrico por nada. Es real. Tú no has estado allí hoy. La tratan como a una inválida. Si le fríen el cerebro puede que la dejen incapacitada de por vida. ¡No pienso marcharme sin intentar ayudarla!

—Ya tenemos cosas para ayudarla: el pastel y la botella.

—No bastará. Tengo que arreglar algo que hizo Alicia. Me lo dijo… —me detengo demasiado tarde.

—¿Quién te lo dijo?

—Eeee… encontré una página web —aprieto la mandíbula.

Ya he hablado demasiado.

—¿Algún pervertido te ha atraído hasta aquí a través de una página web sobre magia? —Jeb no me suelta el brazo.

—No exactamente.

—No quiero saber más. —Ya ni siquiera me escucha—. Voy a ponerte a salvo. —Saca una de las cuerdas doradas de las cortinas y la enrolla en el suelo—. Primero vamos a recoger todas las cuerdas y vamos a unirlas para formar un lazo. Luego utilizaremos los muebles que hay en el túnel para subir. Será como aquella vez que escalamos en el cañón hace unos veranos.

No sé qué me asusta más: el hecho de que su plan sea tan bueno que podría funcionar o el hecho de que no quiero que funcione.

La voz de mi guía regresa, severa esta vez, casi enojada: «Me estoy causando de jueguecitos. Bebe de la botella. Un sorbo. Búscame».

Intento soltarme, pero Jeb es demasiado fuerte. Ya está sacando su cuarta cuerda cuando un chirrido reverbera sobre nuestras cabezas. Alzamos la vista y contemplamos cómo el punto de luz desaparece: la estatua ha cerrado la salida.

Con la boca abierta, Jeb suelta la cuerda y mi brazo a la vez. Yo echo a correr hacia el pasillo, recogiendo al vuelo mi mochila y una vela. Me agacho y penetro en la oscuridad mientras Jeb grita detrás de mí.

Después de estar a punto de tropezarme con los cordones de mis botas, sostengo la vela en la boca para tener una mano libre. Remuevo el interior de la mochila en busca de la botella marrón. La llama de la vela proyecta parpadeos amarillos sobre las paredes.

Jeb está muy cerca. No quiero involucrarlo más en este embrollo, pero la única manera de mantenerlo a salvo es manteniéndolo a mi lado.

Me agacho para seguir avanzando conforme el pasadizo se hace más pequeño. Me quito la cadena del cuello y me la ato a la muñeca, así la llave queda colgando. De algún modo sé que a menos que quiera que la llave también encoja, no me puede estar tocando. A lo lejos, donde el pasadizo es todavía más estrecho y pequeño, distingo una puerta en miniatura.

Con la mochila sobre un hombro, saco la botella marrón y le quito el corcho. Doy un sorbo por el lado de la boca donde no sostengo la vela. El sabor es amargo y el líquido quema al bajar. Vuelvo a tapar la botella y la guardo en la mochila, que dejo atrás para que la encuentre Jeb.

—¡Sólo un sorbo! —grito girando la cabeza. Le dejo también la vela.

Mis músculos se agitan y mis huesos crujen. Hasta el último centímetro de mi piel se calienta y tensa, como si estuviera dando vueltas en una secadora de ropa, y me encojo con cada paso que doy. Siento náuseas conforme el pasillo parece crecer a mi alrededor.

Cuando vuelvo la vista, Jeb está cuerpo a tierra, reptando hacia mí con un brazo estirado para intentar atraparme. Yo me escurro entre sus dedos, sigo adelante a trompicones y, manejando con dificultad la llave, que ahora es tan grande como la palma de mi mano, abro la puerta y me lanzo de cabeza al País de las Maravillas.