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Hilos de mariposa

Nos lleva tanto tiempo asentar a Alison en el psiquiátrico que mi padre tiene que llevarme directamente al trabajo. Nos detenemos delante de la única tienda de ropa vintage que hay en Pleasance. Está situada en un popular centro comercial al aire libre en la zona del centro. Hay un pequeño bar a un lado y una joyería al otro. Deportes Tom está en la acera de enfrente.

—Recuerda. Estaré en el trabajo. Una llamada rápida y te llevo a casa. —Mi padre frunce el ceño y se le forman arrugas en las comisuras de la boca.

Estoy aturdida. Todavía me pregunto si me lo he imaginado todo. Mi mirada se pierde más allá de la fachada de ladrillo rosa y la valla negra de hierro forjado. Mis ojos enfocan y desenfocan las curvadas letras negras que hay encima de la puerta: HILOS DE MARIPOSA.

Sostengo el ambientador de la mariposa nocturna a la altura de mi nariz. El aroma me recuerda a la primavera, a las excursiones al aire libre y a las familias felices. Pero en mi interior sólo siento el invierno y mi familia está más destrozada que nunca. Quiero contarle a mi padre que los delirios de Alison son reales, pero sin pruebas pensará que mi cordura también está empezando a esfumarse.

—No tienes que hacer esto —dice mientras me coge la otra mano. A pesar de llevar los guantes, su contacto es frío como el hielo.

—Son sólo dos horas —respondo, afónica por los gritos de antes en el patio—. Jen no ha encontrado a nadie que cubra su turno y Perséfone está fuera de la ciudad.

El viernes es el día de recolecta de nuestra jefa Perséfone, en el que se desplaza a pueblos cercanos para visitar mercadillos estatales o locales en busca de mercancía. A pesar de lo que piensa mi padre, no me estoy comportando como una mártir. Desde las tres en punto hasta las cinco hay un tiempo muerto en el trabajo, muy pocos clientes entran hasta pasada la hora punta. Pretendo usar ese rato para buscar la página de la mariposa en el ordenador de la tienda.

—Tengo que irme. —Aprieto la mano de mi padre.

Él asiente.

Abro la guantera para guardar el ambientador y una avalancha de papeles cae sobre mis pies. Un panfleto me llama la atención. El fondo es de un rosa suave y en letras básicas de color blanco reza: TEC - Por qué la terapia electrocompulsiva es adecuada para ti y tus seres queridos.

Lo recojo.

—¿Qué es esto?

Mi padre se inclina para recoger los otros papeles.

—Hablaremos después sobre ello.

—Papá, por favor.

Se pone rígido y mira a través de la ventanilla de su lado.

—Tuvieron que darle otra dosis de sedantes mientras estabas en la sala de estar.

Sus palabras me golpean como un puñetazo. Fui demasiado gallina para seguirlos cuando llevaron a Alison en silla de ruedas hasta la habitación acolchada. Me acobardé y me quedé en un sofá en la sala de estar quitándome, cual robot, las rastas estropeadas mientras veía un estúpido reality show en la televisión.

Realidad… Ya ni siquiera sé lo que es.

—¿Me has escuchado, Alyssa? Dos dosis en menos de una hora. Durante todos estos años la han estado drogando hasta caer en el limbo. —Aprieta el volante—. Y ahora está empeorando. Estaba gritando algo sobre madrigueras de conejo y mariposas nocturnas… y gente perdiendo la cabeza. Las medicinas no funcionan. Así que los médicos me han ofrecido esta opción.

Mi lengua absorbe la saliva como una esponja.

—Si miras en el primer párrafo —señala unos números en el panfleto—, este método ha resurgido desde entonces.

—Usaban anguilas, ¿sabes? —interrumpo con la voz demasiado alta—. Antiguamente. Envolvían la cabeza del paciente con ellas. Un turbante eléctrico.

Lo que digo no tiene sentido —es un reflejo de lo que siento en mi interior—. Sólo puedo pensar en mis mascotas. Aprendí a una edad temprana que no podía tener el típico perro o gato. No es que los animales me hablen; sólo comparto frecuencia con los insectos y las plantas. Pero cada vez que el gato atigrado de Jenara capturaba una cucaracha y la mordía hasta la muerte, sentía náuseas al escuchar los gritos del insecto. Así que me decidí por las anguilas. Son elegantes y misteriosas y usan descargas eléctricas para aturdir a sus presas. Es una muerte tranquila y digna, similar a la que sufren los insectos que perecen por asfixia en mis trampas. Aun así, no tocaría el agua de sus peceras sin un par de guantes de goma. No me imagino qué serían capaces de hacerle al cerebro de una persona.

—Alyssa, no es lo mismo que hacían setenta años atrás. Se hace con electrodos mientras el paciente está anestesiado. Los relajantes musculares evitan que sienta dolor alguno.

—El daño cerebral sigue siendo un efecto secundario.

—No. —Lee en alto el texto, que para él está al revés—. La mayoría de los pacientes de TEC experimentan confusión, incapacidad para concentrarse y pérdida de memoria a corto plazo, pero los beneficios superan estas molestias transitorias. —Me mira y veo el tic en su ojo izquierdo—. La pérdida de memoria es pasajera. No hay daño cerebral.

—Es un tipo de daño cerebral. —He sido la hija de una enferma mental durante los últimos once años, he tenido tiempo de aprender las definiciones y los niveles de las anomalías psicológicas.

—Bueno, puede que fuera una ventaja teniendo en cuenta que los recuerdos más recientes de tu madre se limitan al psiquiátrico y a una sucesión infinita de fármacos y evaluaciones psicológicas. —Parece que las profundas líneas de expresión de su boca estén a punto de resquebrajar todo su cráneo. Daría cualquier cosa por ver su sonrisa de Elvis ahora mismo.

Se me cierra la garganta.

—¿Quién eres tú para decidir por ella?

Sus labios se tensan en esa expresión seria que se reserva para cuando me paso de la raya.

—Soy el hombre que quiere a su mujer y a su hija. Un hombre que está completamente agotado. —La mezcla entre defensa y resignación que hay en sus ojos marrones me da ganas de hacerme un ovillo y echarme a llorar—. Ha intentado suicidarse delante de ti. No importa que le sea físicamente imposible ahogarse a sí misma. Las medicinas no funcionan. Tenemos que dar el siguiente paso.

—Y si esto no da resultado… ¿entonces qué? ¿Una lobotomía con un abrelatas? —Lanzo el panfleto, que se estrella contra el muslo de mi padre.

—¡Alyssa! —Alza la voz.

Puedo ver a través de él. Está desesperado por recuperar a Alison, pero no por mí. Todos estos años ha estado añorándola, a la mujer que solía llevar al autocine… con la que sorteaba los charcos de las alcantarillas después de la tormenta… con la que bebía limonada en el columpio del porche y compartía sueños sobre un futuro feliz.

Si hace esto, quizá nunca vuelva a ser esa mujer.

Empujo la puerta del coche y salgo a la acera. Aunque el sol del atardecer se ha abierto camino entre las nubes, el frío se ha apoderado de todo mi cuerpo.

—Al menos deja que te alcance las muletas. —Mi padre empieza a sacarlas por detrás del asiento del copiloto.

—Ya no las necesito.

—Pero Jeb dijo que tenías un esguince.

—Noticias de última hora, papá… Jeb no siempre tiene razón. —Tiro del pañuelo que cubre el vendaje. No me ha vuelto a doler el tobillo desde que Alison puso su marca de nacimiento sobre la mía. De hecho, los arañazos de mi rodilla también parecen estar mejor. Un nuevo misterio sin explicación que añadir a la lista. No tengo tiempo de pararme a pensar en ello. Tengo cosas más importantes que hacer.

Mi padre me mira con la mandíbula tensa.

—Mariposa…

—No me llames así —le contesto con brusquedad.

Baja la cabeza cuando dos compradoras charlatanas pasan a nuestro lado. Lo último que quiero es hacerle daño; ha estado ahí para Alison durante años, por no mencionar que me ha criado solo.

—Lo siento. —Me inclino para verle mejor—. Vamos a investigar más sobre ello, ¿vale?

Él suspira.

—Firmé los papeles antes de marcharnos.

Mi expresión de comprensión desaparece y la rabia me desborda.

—¿Por qué lo has hecho?

—El médico me ofreció esta opción hace meses. La he estado sopesando desde hace un tiempo. Al principio ni siquiera era capaz de considerar la idea, pero ahora… empiezan el lunes. Puedes venir conmigo a visitarla después.

Una ola de calor asciende hasta mi cuello. La humedad de la tormenta y el ruido blanco de los insectos de mi alrededor sólo lo empeoran.

—Por favor, intenta entender… —dice mi padre— cuánto la necesito de vuelta en casa.

—Yo también la necesito.

—¿Y no harías cualquier cosa para que eso ocurra?

La sombra latente en mi interior vuelve a la vida. Me desafía a decir exactamente lo que estoy pensando.

—Sí. Incluso descendería por la madriguera del conejo. —Y doy un portazo.

Mi padre toca el claxon, sin duda a la espera de una explicación. Acelero y me adentro en la tienda sin mirar atrás.

Suena el timbre automático y una ráfaga de viento hace tintinear el candelabro de lágrimas de cristal que hay colgado en el centro del techo. Me quedo allí de pie, aturdida, mientras el aire acondicionado congela mi ropa húmeda. El intenso aroma a coco de las velas de los candelabros, que cuelgan de las paredes, alivia el nudo de mi estómago.

—¿Eres tú, Ali? —La voz amortiguada de Jenara llega desde la puerta abierta del almacén.

Me aclaro la garganta y me doy cuenta de que estoy sosteniendo el ambientador. Con las prisas se me ha olvidado dejarlo en la camioneta.

—Sí.

—¿Has visto mi vestido para el baile? Está en el perchero de prendas nuevas.

Levanto la única percha que hay en el colgador. La funda de plástico transparente cruje. Jen compró dos vestidos en la tienda hace meses. Los cortó y los unió para confeccionar un traje formado por un corpiño ceñido de color lima combinado con una falda de estampado de cebra y rejilla de color rosa. Las lentejuelas cosidas a mano reflejan la luz mientras vuelvo a colocarlo en la barra.

—Qué bonito —digo. En realidad es increíble. En circunstancias normales me habría mostrado mucho más entusiasmada por una de sus creaciones de moda. Pero hoy no tengo fuerzas.

Lanzo el ambientador junto al neceser de maquillaje de Jenara bajo el mostrador de caja, pero aterriza sobre los tomos de mitología de Perséfone.

La sensación de que alguien me está observando me recorre los huesos y miro por encima del hombro al póster que hay en la pared. Es de una película llamada El Cuervo. Perséfone está enamorada del protagonista: cuero negro, cara blanca, sombra de ojos oscura y un melancólico y perpetuo ceño fruncido. Hubo mucho misterio en torno al actor. Murió en el set durante el rodaje.

Siempre me he sentido atraída por el cartel. A pesar de que sólo es un pedazo de papel, el tipo tiene una mirada conmovedora —unos ojos que parecen conocerme como yo los conozco a ellos—. Aunque no he visto la película, me es familiar hasta el punto de que puedo percibir el olor del cuero que lo envuelve… sentir su suavidad en mi mejilla.

Él está aquí… —Me sobresalto cuando las palabras llegan a mis oídos. Las mismas que dijo la mosca antes. Pero esta vez no es un susurro ni el ruido blanco al que estoy acostumbrada. Es la voz de un tipo de marcado acento cockney, un dialecto de los bajos fondos de Londres.

En los espejos, que se alinean en las paredes de la tienda, aparece una imagen borrosa que se mueve con rapidez a través de ellos. Cuando me acerco, lo único que se refleja es mi propia imagen.

Se desplaza con el viento. —Siento que la voz recorre mis venas. Una ráfaga de aire frío sale de la nada y apaga las velas.

La tienda queda iluminada por la luz del atardecer y el candelabro del techo.

Retrocedo hasta que choco contra el mostrador. Los ojos insondables del póster siguen cada uno de mis movimientos como si hubiera sido él el que me ha hablado con la mente y ha levantado el viento. Siento que un escalofrío me recorre la espalda.

—¡Ali! —El grito de Jen rompe el encantamiento—. ¿Puedes ayudarme a cargar con esto? Tenemos que montar el escaparate del Ángel Oscuro antes de irme.

Evito el contacto con la mirada hipnotizadora del cartel y me dirijo al almacén. El aire acondicionado se apaga. La ráfaga debe haber venido de las rejillas.

Me río nerviosa. Estoy cansada, hambrienta y en estado de shock. Mis delirios son reales y mi familia está maldita. Eso es todo. ¿Debería ser fácil de aceptar, no?

Pues no.

Mis deportivas empapadas rechinan a cada paso que doy sobre el suelo de baldosas blancas y negras. En la puerta me encuentro con Jenara, cargada con una pila tan alta de ropa y accesorios que le impide ver por encima de ellos.

—¿Así que mi vestido es bonito? —La pregunta se oye por detrás del montón—. Una buena forma de subirle el ego a tu mejor amiga.

—Es impresionante. A Brett le va a encantar. —Con la sensación de que los ojos del póster siguen clavados en mí, me pongo de puntillas y cojo la peluca azul y una máquina de humo en miniatura de lo alto.

—Como si me importara —dice ella desde detrás de la torre tambaleante—. ¿Te he contado que Jeb ha amenazado a Brett con convertirlo en una calabaza aplastada si no vuelvo a casa a medianoche? Ha transformado un cuento tan entrañable como «La Cenicienta» en una amenaza de muerte. Es demasiado retorcido.

—Sí, últimamente se está tomando su papel muy en serio.

El montón empieza a desmoronarse. Al retirar algunas cosas más, la cara de Jen queda al descubierto.

Sus ojos verdes, bien delineados, se sorprenden cuando me ve.

—¡Joder! Parece que acabes de escaparte de las garras de un Big Foot. ¿Es que Jeb y tú habéis arreglado las cosas en un pozo de barro?

—Ja. —Me dirijo hacia el escaparate y dejo el material en la ventana junto a Huérfano Expuesto, el maniquí de Perséfone.

Jenara coloca unas cuantas plumas ennegrecidas, que brillan por las lentejuelas, en la cima de la montaña de accesorios.

—En serio, ¿qué ha ocurrido? Pensaba que ibas a visitar a tu madre. Eh. —Jen me toca el brazo—. ¿Ha ido mal?

Varios bucles de pelo rosa oscuro se han escapado de su recogido. Los mechones se enroscan como llamas rosas sobre su vestido negro de tubo y me recuerdan a lo que le han hecho al pelo de Alison en el psiquiátrico.

—Se volvió loca —suelto de golpe—. Me atacó.

El resto de detalles me atenazan la garganta: cómo le afeitaron la cabeza para que no pudiera intentar ahorcarse de nuevo —aunque ahora sospecho que fue un preparativo para el tratamiento de shock—. Cómo dejaron que la baba le cayera por las comisuras de los labios y le pusieron pañales de adulto, porque cuando estás muy sedado no tienes control de tus facultades. Y, lo peor de todo, cómo la llevaron a la habitación acolchada en una silla de ruedas, encorvada y atrapada en una camisa de fuerza como si fuera una mujer mayor atrofiada. Por eso no pude seguirlos y despedirme. Ya había visto suficiente.

—Oh, Ali —susurra Jen con voz suave. Me da un abrazo. El aroma a cítricos y a chicle de su champú me reconforta—. Ya me encargo yo del maquillaje y lo demás. Vete a casa.

—No puedo. —La estrecho entre mis brazos con más fuerza—. No quiero estar en contacto con nada que me recuerde a ella. Aún no.

—Pero no deberías estar sola.

Suena el timbre de la puerta y tres señoras se adentran en la tienda. Jen y yo retrocedemos hacia el almacén.

—No estaré sola —respondo—. No durante las horas de trabajo.

Jen inclina la cabeza para evaluarme.

—Mira, puedo quedarme otra media hora. Ve a recuperarte. Yo me ocuparé de los clientes.

—¿Estás segura?

Golpea con suavidad un enredo de mi pelo.

—Total y absolutamente. No puedo dejarte a cargo de la tienda cuando pareces un payaso de circo. ¿Y si entra un tío bueno?

Intento sonreír.

—Coge mi neceser de maquillaje —dice—. Tengo algunas extensiones más que puedes usar si quieres.

Echo un vistazo al montón de cosas que reservé, elijo un par de botas con plataforma junto a la ropa y después me adentro en el pequeño cuarto de baño. Por la rejilla que hay sobre el lavabo sale un aire congelado que me hiela la piel. El brillo fluorescente del pequeño dispositivo de iluminación distorsiona mi reflejo. Me peino los enredos y me coloco las rastas de color morado de Jenara.

La mayor parte de mi maquillaje se ha emborronado a causa de las lágrimas y la lluvia y me ha dejado manchas negras la cara. En el espejo sólo veo a Alison. Pero si miro más a fondo, me veo a mí vestida con una camisa de fuerza y un turbante de anguilas gesticulando como el Gato de Cheshire mientras me como un estofado en una taza de té.

¿Cuánto tiempo tengo hasta que la maldición empiece a hacerse realidad?

Me inclino sobre el lavabo, desato el pañuelo de Jeb y lo huelo en la tela. Esta mañana lo único que quería era ir a Londres para estar con él y acumular créditos para la universidad. Es increíble lo mucho que puede cambiar todo en unas horas.

Si no encuentro una forma de llegar a Inglaterra para buscar la madriguera del conejo, le freirán el cerebro a Alison y yo acabaré donde está ella en unos años. No hay forma de conseguir el dinero suficiente para pagar el vuelo antes del lunes. Por no mencionar conseguir un pasaporte.

Con los dientes apretados me quito las mallas y el vendaje. La herida de mi rodilla está casi curada y ni siquiera se ha formado una costra. Estoy demasiado exhausta y agotada para preguntarme el porqué. Abro el grifo del agua fría y froto las magulladuras que me recuerdan lo que ha pasado, para después secarme la piel y la ropa interior con el secamanos.

Tras pintarme los ojos de verde oscuro y embutirme unas medias de cuadros escoceses de color morado, verde y rojo, remato el conjunto con una minifalda sobre una suave enagua roja. Añado una camiseta verde con mangas japonesas bajo un corpiño rojo —además de unos guantes morados sin dedos— y ya estoy lista para atender a los clientes.

Echo un último vistazo al espejo. Algo se mueve por detrás de mi reflejo, brillante y negro como las alas de plumas del montón de accesorios. La retorcida advertencia de Alison me vuelve a la mente. «Vendrá a por a ti. Entrará a través de tus sueños. O del espejo… mantente alejada del espejo». Emito un grito ahogado y me doy la vuelta.

No hay nada más que mi sombra. La habitación parece encogerse, pequeña e inestable, y me siento como si estuviera atascada en una caja que rueda cuesta abajo. Se me revuelve el estómago.

Salgo disparada hacia el lúgubre almacén y por poco tropiezo con los cordones de mis botas altas en mi desesperada carrera por volver con Jen.

Ella corre hacia mí.

—Madre mía. —Me conduce al taburete que hay detrás del mostrador de caja—. Parece que te vaya a explotar la cabeza. ¿Has comido algo?

—Sopa de helado —mascullo, aliviada por que las clientas ya se hayan marchado y no hayan visto mi espectáculo. Estoy temblando de arriba abajo.

Jen posa la mano en mi frente.

—No pareces tener fiebre. Quizá tu sangre necesite una dosis de azúcar. Voy al bar a comprarte algo.

—No te vayas. —La agarro del brazo.

—¿Por qué no? Ahora mismo vuelvo.

Al darme cuenta de que parezco una chiflada, cambio de táctica.

—La decoración del escaparate. Tenemos que… —La explicación muere en mis labios cuando me doy cuenta de que ya la ha acabado—. Oh.

—Sí, oh. —Jen suelta mis dedos de su manga—. También he vuelto a encender las velas. ¿Por qué las has apagado? Necesitas estímulos relajantes. Voy a traerte un cruasán y una bebida, algo sin cafeína. Nunca te había visto tan alterada. —Y antes de que pueda responder ya ha cruzado la tienda.

La puerta se cierra tras ella y me deja a solas con la decoración del escaparate. Una peluca azul y un ceñido disfraz de Ángel Oscuro cubren la figura de Huérfano Expuesto. Las enormes alas están sujetas alrededor de sus hombros con un arnés de cuero a juego. Las lentejuelas negras de las plumas brillan y la niebla que asciende de la pequeña máquina se arremolina alrededor de la macabra escena.

De alguna forma, las alas y el humo juntos combinan a la perfección.

Pienso en mi amiga la mariposa nocturna. ¿Por qué Alison la persiguió con las tijeras de podar? ¿Sólo porque me incitó a salir a la tormenta? Tuvo que ser por algo más, algún tipo de rencor, pero no consigo entenderlo.

A regañadientes, me giro y observo el cartel. Sus penetrantes ojos oscuros me miran fijamente.

—¿Tú lo sabes, no? —susurro—. Tú tienes las respuestas.

Silencio…

Resoplo. Un sonido vacío y solitario. Es oficial: me estoy volviendo loca. Con los susurros de los insectos y las flores ya tengo suficiente, pero… ¿esperar que un póster me responda?

Hace que merezca ingresar en el psiquiátrico.

Temblorosa, me desplazo hasta el ordenador al otro lado del mostrador y busco la página de antes. Deslizo el cursor hasta el final de todo lo que ya he visto intentando encontrar una conexión con los desvaríos de Alison.

Hay otro conjunto de imágenes: un conejo blanco, tan escuálido que parece un esqueleto; flores con brazos, piernas y bocas empapadas de sangre; una morsa a la que le brota algo de la mitad inferior, como si fueran raíces de un árbol. Son los personajes del País de las Maravillas después de haberse sometido a una intensa sesión de radiación tóxica. También hay una conexión: de alguna forma, la mariposa y estos seres del Reino de las Profundidades están relacionados con el cuento de Lewis Carroll. No me sorprende que mi abuela Alice pintara continuamente los personajes de la historia en las paredes.

Desde Alicia, todas las mujeres de mi familia han perdido la cabeza. Es posible que consiguiera descender a la madriguera del conejo y regresar para contar la historia, pero nunca volvió a ser la misma tras la experiencia. Sin embargo, ¿quién lo sería?

Se me eriza todo el vello del cuerpo como si una corriente eléctrica me estuviera recorriendo de arriba abajo.

Después de la última imagen aparece un borde floral, como una hiedra, a cada lado del fondo negro y un poema en el centro escrito con una recargada tipografía blanca.

Cocillaba el día y

agiliscosos giroscaban los limazones

banerrando por las váparas lejanas;

mimosos se fruncían los borogobios.

Había visto el acertijo en el libro original. Cuaderno y boli en mano, garabateo El País de las Maravillas como título y copio el poema, palabra por palabra.

Abro una nueva ventana para buscar interpretaciones. En una página encuentro cuatro posibles significados. ¿Y si todos están mal? Echo un vistazo rápido a los dos primeros hasta que el tercero me llama la atención.

A lo largo del texto hay ilustraciones —criaturas con largas y enrevesadas narices que cavan túneles a los pies de un reloj de sol—. Me invade una sensación de familiaridad y cierro los ojos. Dos niños juegan bajo mis párpados. Un chico alado y una chica rubia se adentran en un agujero bajo la estatua de un niño que sujeta un reloj de sol sobre su cabeza.

No sé de dónde proceden esas imágenes. Debo haberlas visto en una película —pero no consigo recordar en cuál. Parecen tan reales—. Apunto las definiciones de la interpretación del poema. Según quienquiera que lo haya escrito, cocillaba el día quiere decir que son las cuatro de la tarde; un limazón es una criatura mitológica, una mezcla entre un tejón y un lagarto con una nariz en espiral. Son conocidos por crear sus nidos bajo relojes de sol. Giroscar y banerrar son verbos que significan cavar en la tierra, como una perforadora gigante, hasta que se forma un túnel profundo. En el contexto del poema, el agujero se está excavando en un lugar característico, puesto que la vápara es el terreno cubierto de césped bajo un reloj solar.

Las otras palabras no están definidas, pero es un comienzo.

Según el poema y las imágenes que tengo en la cabeza, parece que la madriguera del conejo podría estar bajo la estatua de ese niño.

Ahora sólo tengo que encontrarla.

Vuelvo a la página de las criaturas subterráneas y la recorro con el cursor por si me hubiera perdido algún detalle. Al llegar al final me encuentro con un espacio negro. No hay más texto ni más ilustraciones, a pesar de que hay hueco de sobra para ello. Puede ser que el administrador lo haya reservado para más adelante.

Estoy a punto de abandonar la web y hacer una búsqueda sobre relojes de sol en Inglaterra, con la esperanza de encontrar una ciudad y una dirección, cuando un movimiento en el fondo oscuro atrae mi atención. Es como ver un grillo nadar a través de tinta. Pero en lugar de un grillo, una mariposa negra virtual, la misma de mi pasado, revolotea por la pantalla.

Empiezo a pensar que está relacionada con todo: los pequeños que vi al lado del reloj de sol, la maldición de mi familia. Ojalá pudiera saber más sobre el insecto. Pero mis recuerdos están borrosos, como si estuviera mirando a través de las nubes a una altura vertiginosa.

La animación vuelve a captar mi atención. Comienza su recorrido en la parte superior del espacio vacío y cuando alcanza un cuarto de su camino, un texto de color azul aparece bajo la estela de sus alas.

Encuentra el tesoro.

Lo leo y releo hasta que me arden los ojos, aturdida por la similitud de esta frase con lo que dijo Alison. «Las margaritas esconden un tesoro. Un tesoro enterrado».

Mi padre removió la tierra del jardín de flores después de que internaran a mi madre hace años, lo destrozó. Allí no había nada enterrado. ¿Qué querría decir?

Otra línea de texto aparece en la pantalla.

Si quieres salvar a tu madre, usa la llave.

Me aparto de un salto del ordenador con el corazón acelerado y las palmas sudando bajo los guantes. No me lo esperaba. Las palabras que parpadean van dirigidas a mí.

¿Cómo puede ser que alguien me esté hablando?

¿Cómo pueden conocer a Alison y cómo me han encontrado?

Miro alrededor de la tienda vacía.

Debería contárselo a alguien. A mi padre ni pensarlo; seguro que me apuntaría a una terapia de shock. Jenara pensará que es uno de los acosadores del colegio que me está gastando una broma de mal gusto.

Tiene que ser a Jeb. A pesar de la extraña relación que hay entre nosotros, sé que siempre me apoyará. Le enseñaré la página. Pensar en su sonrisa —esa que me reconforta y transmite que me entiende como nadie más puede hacerlo— me ayuda a reprimir un ataque de pánico.

Suena el timbre de la puerta y alzo la vista. Taelor me devuelve la mirada y por poco gruño al verla. Su pelo, largo hasta los hombros y peinado a la moda, reluce dorado al sol. La frase «Brilla y resplandece con estilo» está escrita con letras relucientes en la bolsa que sujeta.

Vuelvo a centrarme en el ordenador. La pantalla se ha quedado en blanco y aparece un mensaje de error.

—Eh, Alyssa. —Taelor observa con detenimiento el estante de joyería mientras se dirige al mostrador—. ¿Tenéis algo interesante hoy? —Sujeta un broche de calavera con brillantes de la que cuelgan dos huesos cruzados—. Si puede ser algo que no huela a cementerio.

La ignoro y busco la dirección de la página. Mensaje de error. Sacudo el ratón. Si no encuentro la página, nunca podré convencer a Jeb de que lo que vi era real.

Taelor continúa curioseando a medida que se acerca. Una de las asas de su bolso de diseño se resbala de su hombro bronceado.

—Supongo que da igual. A la gente como tú no le importa quién ha llevado estas cosas antes o si están muertos.

Después de una pausa en la que arruga la nariz ante una camisa, deja caer su bolsa de compras y su bolso en la otra parte del mostrador y apoya sus ágiles brazos en el borde. Hubo una época en la que era una estrella en la pista de tenis, pero como su padre nunca acudía a sus torneos lo dejó. Qué desperdicio.

Los diez centímetros de plataforma de mis botas hacen que mi altura sea casi igual que la suya y que nuestros ojos estén al mismo nivel.

—¿No tienes que prepararte para el baile? —pregunto con la esperanza de que se vaya.

Su mirada se vuelve persuasiva e inocente.

—Por eso estoy aquí. He ido a la tienda de al lado a recoger el regalo de graduación de Jeb. He pensado en pasarme luego por su casa para que pueda llevarlo esta noche.

Ni siquiera le pregunto qué puede haber encontrado para él en una joyería.

—¿Qué es esto? —Alarga una mano sobre el mostrador y coge mis notas. Intento arrebatárselas, pero es demasiado rápida—. ¿El País de las Maravillas, eh? Así que estás investigando sobre los conejos que hay en tu familia.

—Adiós, Taelor. —Recupero mis notas, pero por accidente golpeo su bolso, que cae al suelo por delante del mostrador.

Ella no se molesta en recogerlo. En lugar de eso, su expresión se endurece.

—De eso nada. Primero vamos a hablar.

La presencia que merodea en mi mente me incita a contraatacar. Una explosión de adrenalina impulsa mi lengua.

—Gracias, pero preferiría hablar con un escarabajo pelotero.

Los ojos de Taelor me miran con asombro, como si le hubiera sorprendido el insulto. Sonrío. Sienta bien ganarle la partida por una vez.

Se toma unos segundos para elaborar una réplica.

—¿Hablas con los escarabajos, eh? Me alegra saber que tendrás a alguien con quien jugar una vez que Jeb se haya ido. Y no creas que tu numerito de amiga herida va a evitar que se mude a Londres conmigo el mes que viene.

—¿Contigo? —jaque mate. Acabo de perder la partida. Me siento como cuando me caí del monopatín, como si tuviera un foco de minero apuntándome a la cara.

—¿Todavía no te lo ha dicho? —Taelor está radiante de alegría—. No debería sorprenderme. Siempre está preocupado por tu delicado estado mental. —Su caro perfume me carga la nariz—. Voy a cursar el último año en un instituto privado en Londres. Me han ofrecido un contrato como modelo. Mi padre va a alquilarle un piso a Jeb. Todos salimos ganando. Jeb podrá promover su obra a través de la gente que conozca y podremos estar juntos en su casa los fines de semana. Suena bien, ¿verdad?

Se me encoge el pecho.

Ella retrocede. Veo el pánico en su mirada. ¿Por qué? Me ha quitado la única oportunidad que me quedaba de recuperar la amistad de Jeb. Ha ganado.

—Vaya. ¿Realmente pensabas que tenías alguna oportunidad, no? —Se burla Taelor—. Que te haya pedido que poses para algunos de sus bocetos no quiere decir que esté loco por ti.

Me quedo boquiabierta. Jeb nunca me ha pedido que pose para nada. A veces sacaba el lápiz y el cuaderno mientras estábamos juntos, pero nunca habría adivinado que estaba dibujándome.

—Su obra trata sobre la muerte y la tragedia, claro que le gusta tu estilo fúnebre. No es un cumplido. No te engañes.

Estoy tan estupefacta que no puedo responder.

—Ambas nos preocupamos por él. —Su voz se suaviza y es evidente que por una vez está siendo sincera—. ¿Pero te preocupas lo suficiente como para dejarle hacer lo que sea mejor para él? Tiene demasiado talento para estar cuidando de ti durante el resto de su vida como el pobre de tu padre. ¿No crees que sería una tragedia colosal?

Las ganas de sacarle los ojos me hierven en la sangre.

—Al menos tengo un padre que se preocupa por mí. —Las palabras salen disparadas como flechas envenenadas. Su expresión herida hace que me arrepienta al instante.

Suena el timbre de la puerta y el aroma a café inunda la tienda.

—Oh, mierda. —Jen le dedica una mirada asesina a Taelor mientras la puerta se cierra de un golpe tras ella—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Se detiene a mi lado y deja sobre el mostrador un cruasán y un batido de frutas.

Taelor se aclara la garganta y vuelve a ponerse su máscara de expresión despreocupada.

—Alyssa y yo estábamos hablando sobre Londres y sobre por qué no será bienvenida en nuestra casa. —Recoge la bolsa de un manotazo—. Aquí huele a muerto. Me voy.

En el momento en que desaparece, Jenara se gira hacia mí.

—Un día de estos tendrá un desliz y le mostrará a Jeb su lado oscuro.

Arranco el cuerno del cruasán.

—Ella es la razón por la que él no quería que fuera. No quería que me interpusiera en… su camino.

Jen retuerce sus medias de rejilla con un boli y no responde.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Su mirada está llena de remordimiento.

—Me he enterado esta mañana. Y no sabía cómo decírtelo cuando entraste. Ya cargas suficientes problemas con tu madre.

Pliego mis notas sobre El País de las Maravillas y observo de nuevo la pantalla en blanco. ¿Qué importa que la página haya desaparecido? Jeb ya no cuenta con mi apoyo y nuestra amistad ya nunca volverá a ser la que era.

—¿Ali?

Los sollozos que he estado reprimiendo desde la pelea con mi padre se acumulan en mi pecho. Hierven como cientos de burbujas de ácido y carcomen mi corazón en silencio. Pero me niego a llorar.

—Venga —Jen me da un codazo—. Si hay alguien que pueda convencerle de dejarla, eres tú. Díselo. Dile cómo te sientes en realidad.

Pienso en sus increíbles pinturas. En todas las cosas que podría conseguir si le dan la oportunidad. No necesita más cargas emocionales que le retengan. Y yo tengo tantas como para hundir un petrolero. Además, no podría soportar que me rechazara a la cara. Él ya ha elegido a Taelor en lugar de nuestra amistad.

Introduzco las notas en un bolsillo de mi falda.

—No hay nada que decir. Me colé por él en el primer año de instituto, así que no cuenta. —Ella empieza a decir algo, pero la interrumpo—. Y tú tampoco te vas a ir de la lengua. Las promesas son para siempre.

Una arruga de preocupación aparece en la frente de Jenara mientras recoge el vestido del baile y el maquillaje.

—Esto no ha acabado.

—Sí. Jeb ha tomado una decisión.

Negando con la cabeza, se marcha.

En cuanto la puerta se cierra, me giro hacia El Cuervo. El tipo me devuelve la mirada y sus ojos derraman lágrimas negras como si compartiera mi sufrimiento. Siento el extraño deseo de estar en sus brazos, envuelta en cuero.

Estoy esperando dentro de la madriguera del conejo. Encuéntrame. Su mirada prende la llama del desafío en mi interior como si fuera una antorcha.

Asombrada por nuestra profunda conexión, retrocedo y sin querer tumbo el portalápices con el codo. Un lápiz se precipita por el otro lado del mostrador. Doy un rodeo para recuperarlo y me sorprendo al encontrarme el bolso de Taelor en el suelo. Tenía tanta prisa por marcharse que se olvidó de cogerlo.

Resisto la tentación de lanzar todas sus cosas a la calle. En lugar de eso, lo levanto por las asas para guardarlo bajo el mostrador hasta que vuelva. La cremallera está abierta hasta la mitad y deja al descubierto una gran fajo de dinero.

Aturdida, lo extraigo y desenrollo el montón de billetes de veinte y de cincuenta. Hay más de doscientos cuarenta dólares.

Si lo añadiera a mis ahorros, tendría suficiente para un billete de ida a Inglaterra y me sobraría un poco para un pasaporte falso y gastos; así que lo único que me queda por hacer es encontrar la dirección del reloj de sol.

No sería la primera vez que tenemos una deuda con los Tremont. Cuando estaba en sexto de primaria, mi padre pidió un préstamo al padre de Taelor para poder pagar las facturas médicas de Alison. Así fue como Taelor se enteró de mi parentesco con Alicia Liddell.

Así que, de alguna forma, es una compensación justa. Es el pago de Taelor por todos los años en que me ha hecho la vida imposible.

Me tiemblan los dedos cuando tiro su bolso desplumado al fondo de la papelera y apilo papeles encima. Alcanzo el ambientador de debajo del mostrador y lo deslizo —junto con el dinero— dentro del libro de cristales místicos de Perséfone. El tomo tiene una banda elástica que mantiene las páginas cerradas.

Me giro hacia el póster de nuevo. La oscuridad que se esconde tras los ojos del tipo parece estar controlando todo lo que hago, y ya no hay nada que pueda rescatarme del borde del abismo.

Ni mi madre, ni mi padre y, definitivamente, Jeb tampoco.

Ni siquiera su sonrisa podría salvarme ahora.