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La araña y la mosca

Aparte de Alison, su enfermera y un par de jardineros, el patio está desierto. Alison está sentada frente a una de las mesas negras de hierro forjado del pequeño bar. El suelo de cemento imita a los adoquines. En un sitio como éste, incluso la decoración se escoge con cuidado. No hay nada de cristal, y lo más parecido es una esfera metálica reflectante bien asegurada a la base de su pedestal.

Como a algunos pacientes les da por coger sillas o mesas y lanzarlas, las patas de los muebles están fijadas al cemento. Un parasol de topos negros y rojos brota del centro de la mesa como si fuera una seta gigante y ensombrece la mitad de la cara de Alison. Las tazas y platos de plata brillan con la luz del sol. Hay tres cubiertos: uno para mí, uno para mi padre y otro para ella.

Trajimos el juego de té de casa hace unos años cuando ella ingresó. Es una licencia que el psiquiátrico nos permite para mantenerla viva. Alison no quiere comer nada —sea un filete ruso o un pastel de fruta— a no ser que esté dentro de una taza de té.

Nuestro medio kilo de helado de chocolate y tarta de queso reposa sobre un mantel, listo para servirse. Las gotas formadas por la condensación se deslizan por el recipiente de cartón.

La trenza color platino de Alison cae por detrás del respaldo de su silla hasta tocar prácticamente el suelo. Lleva el flequillo recogido con una diadema negra. Viste un traje azul con un delantal, para mantener su ropa limpia, y con ese conjunto se parece más a Alicia en la merienda del Sombrerero Loco que la mayoría de ilustraciones que he visto.

Y esa imagen basta para que me den náuseas.

Al principio pienso que está hablando con la enfermera hasta que ésta se levanta para saludamos mientras alisa las arrugas de su bata de color menta. Alison no se da cuenta, está demasiado concentrada en el jarrón metálico con claveles que hay frente a ella.

Mi angustia aumenta cuando oigo hablar a los claveles por encima del zumbido de ruido blanco. Se quejan de lo doloroso que es que les corten el tallo, de la calidad del agua en la que están sumergidos y piden que los devuelvan al suelo para que puedan morir en paz.

Eso es lo que yo oigo y no puedo evitar preguntarme qué será lo que Alison oye en su retorcida mente. El médico no puede dar detalles y yo nunca lo he mencionado porque eso implicaría admitir que he heredado su enfermedad.

Mi padre espera a la enfermera, pero su mirada, cargada de anhelo y decepción, se mantiene fija en Alison.

Una ligera presión en el brazo derecho desvía mi atención hacia la cara excesivamente bronceada de la enfermera Mary Jenkins. Despide un aroma que huele a una mezcla entre tostada quemada y polvos de talco. Su cabello castaño está recogido en un moño y su sonrisa de color blanco nuclear casi me quema la vista.

—Hola, holita —canturrea. Como es habitual, su nivel de empalago alcanza niveles estratosféricos, como el de Mary Poppins. Observa mis muletas—. ¡Argh! ¿Te has hecho daño, cariñito?

No. Me han brotado extremidades de madera.

—Ha sido con el monopatín —respondo, dispuesta a comportarme lo mejor posible por el bien de mi padre, a pesar de que las flores parlanchinas de la mesa me están irritando.

—¿Todavía patinas? Qué afición tan interesante. —Su mirada compasiva insinúa un «para una chica» mejor de lo que podrían hacerlo las palabras. Observa mis rastas azules y el denso maquillaje de mis ojos con aprensión—. Debes tener presente que una desgracia como ésta podría alterar a tu madre.

No estoy segura de si se está refiriendo a mis lesiones o a mi sentido de la moda.

La enfermera mira hacia Alison, que todavía está susurrando a las flores, aJena a nuestra presencia.

—Hoy está un poco alterada. Debería darle algo. —La enfermera Poppins extrae una jeringuilla del arsenal que lleva en el bolsillo. Una de las muchas razones por las que la desprecio: parece que le gusta pinchar a sus pacientes.

A lo largo de los años, los médicos han descubierto que los sedantes son lo mejor para controlar los ataques de Alison, pero la convierten en un zombi baboso aJeno a todo lo que hay a su alrededor. Preferiría verla despierta y conversando con una cucaracha que de ese modo.

Miro a mi padre con el ceño fruncido, pero ni siquiera se da cuenta porque está demasiado ocupado horrorizándose por sí mismo.

—No —dice. El tono profundo y autoritario de su voz hace que las cejas pintadas de la enfermera se eleven con sorpresa—. Enviaré a Alyssa a buscarte si la cosa se pone difícil. Y tenemos a los jardineros en caso de que necesitemos que nos echen una mano. —Hace un gesto hacia los dos hombres corpulentos que están podando las ramas de un seto. Podrían ser gemelos a juzgar por sus dos enormes bigotes y sus cuerpos, en forma de morsa, embutidos en monos de color marrón.

—Entendido. Estaré en mi mesa por si me necesitáis. —Con otra evidente sonrisa falsa, se adentra en el edificio y nos deja solos a los tres. O a los ocho si contamos a los claveles. Al menos han dejado de hablar. Cuando la sombra de mi padre se refleja en el jarrón, Alison alza la vista. Al ver mis muletas, salta de su asiento y el juego de té se tambalea.

—¡Tenía razón!

—¿Quién tenía razón, cielo? —pregunta mi padre mientras le peina los mechones sueltos que enmarcan sus sienes. A pesar de todos los años de sufrimiento, todavía no puede resistirse a tocarla.

—El saltamontes… —Los ojos azules de Alison brillan con una mezcla de ansiedad y entusiasmo cuando señala a una densa telaraña en una de las varillas de la sombrilla. Una araña de jardín del tamaño de un dólar de plata corretea por ella para asegurar un capullo de color blanco contra las ráfagas de viento, su cena, sin duda—. Antes de que la araña lo envolviera, el saltamontes gritó algo. —Las manos de Alison se entrelazan en su regazo—. El saltamontes dijo que te habías hecho daño, Alyssa. Te vio fuera de la pista de monopatín.

Observo el bulto momificado de la telaraña. Era el insecto que se subía sin cesar a mi pierna en La Caverna. ¿Es que ha llegado hasta aquí haciendo autostop?

El estómago se me vuelve del revés. No puede ser. Es imposible que sea el mismo insecto. Alison debe habernos oído hablar con la enfermera sobre mi caída. A veces pienso que finge estar ida, porque es más fácil que afrontar lo que le ha pasado, lo que le ha hecho a su familia.

Se aprieta las manos con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos. Desde el día en que me hizo daño evita el contacto físico entre nosotras. Piensa que podría romperme. Es una de las razones por las que llevo guantes, para que no vea las cicatrices y se acuerde de lo que pasó.

Mi padre le separa las manos y enlaza sus dedos con los de ella. La atención de Alison se centra en él y la intensidad caótica del momento se desvanece.

—Hola Tommy-luz —dice ella con voz suave y tranquila.

—Hola, Ali-luz.

—Has traído helado. ¿Es una cita?

—Sí. —Le besa los nudillos mostrando su mejor sonrisa al estilo Elvis—. Y Alyssa ha venido a celebrarlo con nosotros.

—Perfecto. —Le devuelve la sonrisa con ojos traviesos. No hay duda de que papá está irremediablemente enamorado de ella. Es tan guapa que podría ser un hada.

Mi padre la ayuda a sentarse de nuevo. Coloca una servilleta de tela en su regazo y después sirve un poco de helado deshecho en una taza de té. La sitúa en su plato y se lo tiende junto a una cuchara de plástico.

Il tuo gelato, bella signora —dice.

—¡Grazie albóndiga! —le suelta en un raro momento de frivolidad.

Mi padre sonríe y ella emite una risita, un sonido tintineante que me recuerda a la campana de viento plateada que teníamos sobre la puerta trasera de casa. Por primera vez en mucho tiempo parece que vuelve a ser la que era. Empiezo a pensar que ésta va a ser una de nuestras buenas visitas. Con todo lo que está pasando últimamente en mi vida, sería agradable disfrutar de un momento de estabilidad.

Me siento y le tiendo las muletas a mi padre, que las coloca en el suelo y después me ayuda a apoyar el tobillo en una silla vacía entre Alison y yo. Me da una palmadita en el hombro y toma asiento en el lado contrario.

Durante unos minutos nos reímos y tomamos la sopa de tarta de queso de nuestras tazas. Hablamos sobre cosas normales: el fin del curso, el baile de esta noche, la graduación de ayer y Deportes Tom, la tienda de papá. Es como si tuviera una familia normal.

Pero entonces mi padre lo estropea todo. Saca su cartera para enseñarle a Alison unas fotos de tres de mis mosaicos que fueron premiados en la feria del condado. Las imágenes están encajadas en los compartimentos de plástico junto con diversas tarjetas de crédito y facturas.

El primero se llama Luz de luna asesina, está hecho en tonos azules: mariposas azules, flores azules y trocitos de cristal azul. El siguiente es Último aliento de otoño, un torbellino de colores otoñales compuesto de mariposas de alas marrones y pétalos de flores de color naranja, amarillo y rojo. Latido de invierno, del que estoy más orgullosa, es un caótico revoltijo de hojas de paniculata, también conocida como velo de novia, y abalorios de cristal plateados dispuestos en forma de árbol. Unas bayas secas se esparcen al final de cada rama, como si el árbol estuviera sangrando. El fondo está formado por grillos de color negro azabache. Aunque suena muy macabro, la mezcla de lo extraño y lo natural crea belleza. Alison se remueve en su silla como si algo la hubiera perturbado.

—¿Y qué tal la música? ¿Aún practica con el chelo?

Mi padre me mira con los ojos entornados. Alison no se ha implicado mucho en mi educación. Sin embargo, siempre ha insistido en que participe en una orquesta, quizá porque ella también solía tocar el chelo. Lo he dejado este año, porque sólo tenía tiempo para una optativa. No lo hemos mencionado porque parece que para ella es muy importante que continúe.

—Podemos hablarlo más tarde —dice mi padre apretando la mano de ella—. Quería que vieses lo cuidadosa que es con los detalles. Como tú con tus fotografías.

—Las fotografías cuentan una historia —murmura Alison—. Pero la gente se olvida de leer entre líneas. —Se libera del contacto de mi padre y se hace un silencio sepulcral.

Mi padre está a punto de cerrar la cartera con la mirada cargada de tristeza cuando Alison ve el ambientador que lleva la imagen de la mariposa nocturna… el que todavía no ha colgado en su camioneta.

Las manos le tiemblan mientras lo saca de la cartera.

—¿Por qué llevas esto contigo?

—Mamá… —Mi lengua se esfuerza por pronunciar la palabra, forzada y artificial, como si estuviera intentando hacer un nudo con el tallo de una cereza—. Lo hice para él. Es una forma de tener una parte de ti con nosotros.

Con la mandíbula apretada se gira hacia mi padre.

—Te dije que mantuvieras ese álbum escondido, ¿no? Ella no debía verlo nunca. Ahora sólo es cuestión de tiempo…

¿Qué es sólo cuestión de tiempo? ¿Que acabe aquí donde está ella? ¿Es que acaso cree que las fotos la volvieron loca?

Alison frunce el ceño y tira el ambientador sobre la mesa. Empieza a chasquear la lengua con un ritmo constante. El sonido vibra en mi interior como si alguien estuviera rasgando mis intestinos con una púa de guitarra. Sus ataques más violentos comienzan siempre con ese ruido.

Mi padre intenta recuperar el ambientador con cuidado.

Una mosca se posa en mi cuello y me provoca un cosquilleo. Cuando la espanto, aterriza junto a los dedos de Alison. Se frota las patas delanteras.

Él está aquí. Él está aquí.

Oigo sus susurros por encima del murmullo del aire y del resto del ruido blanco, los chasquidos de mamá y la contenida respiración de mi padre.

Alison se inclina hacia el insecto.

—No, él no puede estar aquí.

—¿Quién no puede estar aquí, Ali-luz? —pregunta mi padre.

La observo preguntándome si es posible. ¿La gente chiflada comparte delirios? Porque es la única explicación que se me ocurre para que Alison y yo estemos oyendo lo mismo.

A no ser que la mosca haya hablado de verdad.

Se desplaza con el viento —susurra de nuevo y después se aleja zumbando hacia el patio.

La mirada frenética de Alison me captura.

Yo me tenso, aturdida.

—Cielo, ¿qué ocurre? —Mi padre se acerca a ella y posa una mano en su hombro.

—¿Qué significa «Se desplaza con el viento»? ¿Quién? Le pregunto. Ya no me importa revelarle mi secreto.

Ella me observa con intensidad, en silencio.

Mi padre nos mira a ambas y palidece a cada segundo que pasa.

—¿Papá? —Me inclino sobre la pierna que tengo en alto y estiro del calcetín—. ¿Podrías traerme algo de hielo para el pie?

Me está palpitando.

Él frunce el ceño.

—¿No puede esperar un momento, Alyssa?

—Por favor. Me duele.

—Sí. Está herida. —Alison se acerca y me acaricia el tobillo. El gesto me asombra. Es tan normal y natural que me hiela la sangre. Me está tocando por primera vez en once años.

El gran acontecimiento desconcierta tanto a mi padre que se aleja sin pronunciar una sola palabra. Por el tic en su ojo izquierdo puedo deducir que traerá a la señora Poppy Fresco con él.

Alison y yo no tenemos mucho tiempo.

En cuanto mi padre desaparece tras la puerta, bajo la pierna de la silla de un tirón y una punzada en el tobillo me provoca una mueca de dolor.

—La mosca. ¿Ambas hemos escuchado lo mismo, verdad?

Las mejillas de Alison palidecen.

—¿Cuánto hace que escuchas las voces?

—¿Qué importa?

—Importa mucho. Podría haberte contado cosas… trucos para evitar que tomes la decisión equivocada.

—Cuéntamelas ahora.

Ella niega con la cabeza.

Quizá no está del todo convencida de que puedo oír las mismas voces que ella.

—Los claveles. Deberíamos cumplir su último deseo. —Cojo una cuchara de plástico y, con las flores en la mano, me desplazo con una muleta hasta el borde de cemento del patio donde comienza el jardín. La tierra huele a humedad. Hace poco que han apagado los aspersores. Alison me sigue de cerca.

Ya no veo a los jardineros morsa. A lo lejos compruebo que la puerta del cobertizo está abierta. Deben estar dentro. Bien. Nadie va a interrumpirnos.

Alison coge los claveles y la cuchara y se deja caer sobre las rodillas. Usa el cubierto para cavar en la tierra mojada. Cuando el plástico se parte, continúa escarbando con las manos hasta que consigue formar una pequeña tumba.

Introduce las flores dentro y las entierra. La expresión de su cara parece la de un cielo gris cubierto de nubes incapaces de decidir si provocar una tormenta o disiparse. Me tiemblan las piernas. Durante tantos años, las mujeres de mi familia hemos sido tachadas de locas, pero no lo estamos. Somos capaces de oír cosas que la gente no puede. Es el único razonamiento por el que ambas hemos escuchado decir lo mismo a la mosca y a los claveles. El truco está en no responder a los insectos ni a las flores mientras haya gente normal delante, porque nos hace parecer chifladas.

No estamos locas. Debería sentirme aliviada.

Pero algo más debe estar ocurriendo, algo inverosímil.

Si las voces son reales, sigue sin tener sentido que Alison insista en vestirse como Alicia. Por qué chasquea la lengua. Por qué se enfurece sin razón. Esas cosas son las que hacen que parezca una loca. Hay tantas preguntas que quiero hacer… pero las descarto, porque tengo otra duda más importante.

—¿Por qué nuestra familia? —pregunto—. ¿Por qué nos está pasando esto?

La cara de Alison se entristece.

—Es una maldición.

¿Una maldición? ¿Acaso era posible? Pienso en la extraña página web que encontré mientras buscaba información sobre la mariposa nocturna. ¿Nos han maldecido con poderes mágicos como los de esas criaturas de las profundidades sobre las que leí? ¿Es ésa la razón por la que mi abuela Alice saltó por la ventana? ¿Estaba intentando probar esa teoría?

—Vale —digo y hago un esfuerzo por creer lo imposible. ¿Quién soy yo para discutir? He estado charlando con dientes de león y escarabajos durante los últimos seis años. La magia debe ser mejor que la esquizofrenia—. Si es una maldición, tiene que haber una forma de romperla.

—Sí. —La respuesta de Alison es un graznido de lamento.

El viento se levanta y su trenza ondea a su alrededor como un látigo.

—¿Y cuál es? —pregunto—. ¿Por qué no lo hemos intentado ya?

Alison tiene la mirada vidriosa. Se ha retraído a algún lugar en su interior, un lugar donde se esconde cuando está asustada.

—¡Alison! —Me inclino hacia ella para sujetarla por los hombros.

Vuelve a la realidad.

—Porque tendríamos que bajar a la madriguera del conejo.

Ni siquiera pregunto si la madriguera es real.

—Entonces la encontraremos. ¿Podría ayudarnos alguien de tu familia?

Lo dudo. Ningún miembro de la familia británica Liddell sabe siquiera que existimos. Uno de los hijos de Alicia tuvo una aventura secreta con una mujer antes de irse a la Primera Guerra Mundial donde murió en el campo de batalla. La mujer se quedó embarazada y vino a América a criar a su querido hijo. El chico creció y tuvo una hija, mi abuela, Alice. Nunca hemos tenido contacto con ninguno… jamás.

—No. —La voz de Alison suena irritada—. Mantenlos alejados de esto, Alyssa. No saben más que nosotras, o ya no estaríamos en este lío.

La determinación de su expresión silencia cualquier pregunta que pueda suscitar su enigmática afirmación.

—Vale. Sabemos que la madriguera del conejo está en Inglaterra, ¿no? ¿Tienes un mapa? ¿Algún tipo de indicación por escrito? ¿Dónde lo miro?

—No.

Me sobresalto cuando me baja el calcetín para dejar al descubierto la marca de nacimiento que tengo encima del tobillo torcido. Ella tiene una idéntica en la parte interior de la muñeca. Tiene la forma de un intrincado laberinto de líneas angulosas como los que pueden encontrarse en los libros de puzzles.

—Hay información sobre la historia que nadie sabe —dice—. Los tesoros te la mostrarán.

—¿Tesoros?

Ella presiona su marca contra la mía y siento una cálida sensación entre los dos puntos de contacto.

—Lee entre líneas —susurra. Lo mismo que dijo antes sobre sus fotografías—. No puedes perder la cabeza, Alyssa. Prométeme que dejarás pasar esto.

Me arden los ojos.

—Pero quiero que vuelvas a casa…

Alison suelta mi tobillo con brusquedad.

—¡No! No he hecho todo esto para nada. —Su voz se quiebra y de pronto parece insignificante y frágil a mis pies.

Me muero por preguntarle a qué se refiere, pero por encima de eso, quiero abrazarla. Flexiono las rodillas e ignoro la herida que hay bajo el pañuelo de Jeb mientras me agacho. Es maravilloso sentir cómo sus brazos me rodean, oler su champú cuando entierro la nariz en su cuello.

Pero no dura mucho. Se pone rígida y me aparta. Su rechazo me hace sentir una punzada familiar que me recorre el pecho. Entonces lo recuerdo: mi padre y la enfermera volverán en cualquier momento.

—La mariposa nocturna —digo—. ¿Forma parte de todo esto, verdad? Encontré una página Web. La imagen de la mariposa negra y azul me llevó hasta ella.

Sobre nuestras cabezas, las nubes convierten la luz del sol en una neblina grisácea y el cambio se refleja en la piel de Alison. El terror afila su mirada.

—Ya lo has hecho. —Alza las manos temblorosas—. Ahora que lo has buscado, no faltará a su palabra. Técnicamente no. Eres un blanco fácil.

Enlazo mis dedos con los suyos para intentar que vuelva a la realidad.

—Me estás asustando. ¿De quién estás hablando?

—Vendrá a por a ti. Entrará a través de tus sueños. O del espejo… ¡mantente alejada de él, Alyssa! ¿Lo entiendes?

—¿Espejos? —pregunto, incrédula—. ¿Quieres que me aleje de ellos?

Ella se pone en pie y lucho por mantener el equilibrio con la muleta.

—Los cristales rotos cortan más allá de la piel. Acabarán con tu identidad.

Como si fuese una señal, el pañuelo de Jeb se desprende de mi rodilla y deja al descubierto el vendaje manchado de sangre. Un pequeño grito se escapa de su boca. No hay ningún chasquido que me advierta antes de que me ataque. Mi espalda choca contra el suelo. El aire sale de mis pulmones y el dolor se propaga entre mis omóplatos. Alison se sienta a horcajadas sobre mí y me quita los guantes mientras las lágrimas resbalan por sus mejillas.

—Él me obligó a hacerte daño —dice entre sollozos—. ¡No permitiré que vuelva a pasar!

No es la primera vez que la oigo decir eso y, en un instante, retrocedo a ese momento y a ese lugar. Una niña de cinco años —inocente, ignorante— observaba una tormenta de primavera a través del cristal de la puerta. El aroma de la lluvia y la tierra mojada me invadía y me hacía la boca agua. Justo a la altura de mi nariz, una mariposa nocturna se posó en el cristal. Tenía el tamaño de un cuervo, su cuerpo brillaba y sus alas parecían de satén negro. Chillé y el insecto emprendió el vuelo y revoloteó, me incitó, me pidió que jugara con él.

Un relámpago apareció y el cielo se iluminó. Mamá siempre me decía que no era seguro salir cuando había tormenta… pero la mariposa aleteaba tentadora, preciosa, y me prometía que no pasaría nada. Apilé unos cuantos libros para alcanzar la cerradura y salí fuera para bailar con el insecto entre las flores mientras la tierra se escurría entre los dedos de mis pies. El grito de mi madre me hizo alzar la vista. Corrió hacia nosotras con un juego de tijeras de podar.

—¡Te voy a cortar la cabeza! —chillaba mientras sesgaba de un tijeretazo cada flor en la que se posaba la mariposa y separaba los pétalos de los tallos.

Yo la seguí, hipnotizada por su energía, mientras la lluvia nos calaba y los relámpagos encendían el cielo. Pensaba que estaba bailando y agité los brazos en el aire tras ella. Entonces tropecé. Unos pétalos blancos sangraban en el suelo. Mi padre salió corriendo de la casa. Le dije que necesitábamos tiritas para los narcisos. Se sobresaltó al verme. Era demasiado pequeña para entender que las flores no sangran.

De alguna forma me había interpuesto en su trayectoria y las tijeras me habían cortado la piel desde las palmas hasta las muñecas. El médico dijo que no sentí dolor porque estaba en estado de shock. Ésa fue la última vez que Alison vivió en casa y la última vez que la llamé mamá.

El estallido de un trueno me devuelve al presente. Mi corazón retumba contra mi esternón. Me había olvidado de la mariposa nocturna. Ese insecto era mi mascota secreta cuando era niña y fue el causante de mis cicatrices. Ahora entiendo por qué la fotografía me resultaba familiar. Ahora entiendo por qué Alison se volvió loca al verla de nuevo.

Alison solloza y me sujeta las palmas desnudas.

—¡Lo siento muchísimo! Él me utilizó y te fallé. Estás destinada a mucho más que esto. Todos lo estamos.

Se levanta y desentierra los claveles. La tierra se escurre por los tallos mientras se pone en pie.

—¡No va a hacerse con ella! Decídselo…

Alison aprieta los pétalos y los estruja entre sus puños como si estuviera intentando estrangularlos. Después de tirar los restos de las flores a un lado, se dirige hacia la esfera metálica e intenta elevarla de su base. Como no consigue moverla, empieza a golpearla con los puños.

La sujeto por los codos, preocupada por que pueda hacerse daño.

—Por favor, para —le ruego.

—¿Me oyes? —le grita a la esfera plateada al tiempo que intenta liberarse—. ¡No vas a hacerte con ella! —Algo se mueve en el reflejo, la silueta borrosa de una sombra. Pero al mirar de nuevo, sólo distingo la imagen de Alison mientras se resiste y chilla tan fuerte que se le marcan las venas del cuello.

Lo que sucede a continuación parece un sueño. Las nubes se arremolinan sobre nosotras. La lluvia empieza a caer. A través del aguacero veo —a cámara lenta— cómo el viento eleva su trenza y la enrolla alrededor de su cuello.

Una tos seca atenaza su garganta y se dobla por la cintura con los dedos aferrados a la trenza en un intento por aflojarla.

—¡Alison! —Me dirijo hacia ella. No me doy cuenta de que el tobillo ya no me duele.

Alison cae al suelo embarrado en su lucha por conseguir respirar. La lluvia arrecia, como si alguien nos estuviera lanzando piedras. Sus uñas repletas de tierra se clavan en la cuerda de color platino que la está estrangulando. A causa de la desesperación, se provoca varios arañazos en el cuello. La sangre mana de las heridas. Los ojos se le salen de las órbitas y se mueven con pánico de lado a lado mientras pelea por aspirar aire. Sus zapatillas se hunden en el lodo.

—Alyssssss —sisea, incapaz de hablar.

Estoy llorando con tanta intensidad que no puedo distinguir mis dedos mientras forcejeo contra su pelo. Un relámpago se enciende en la distancia. Uno… dos… y entonces la cuerda trenzada se cierra alrededor de mis manos y se enrosca con tal presión que temo que mis nudillos vayan a estallar. Mis dedos se colocan en torno a su cuello en contra de mi voluntad y lo aprietan.

¡Algo está intentando hacer que mate a mi madre!

Las náuseas, fuertes y violentas, me desgarran el estómago.

—No… —Cuanto más lucho por liberarnos a ambas, más enredadas estamos. Las rastas se me pegan al cuello como un trapo mojado. La lluvia y las lágrimas emborronan mi sombra de ojos y manchan de negro el delantal de Alison.

—¡Suéltala! —le grito a su pelo.

—Para… Alyssa… —Su súplica suena vacía y siseante, similar al aire cuando escapa de un neumático.

La trenza presiona mis dedos de nuevo.

—Lo siento —susurro entre sollozos—. No pretendo hacerte daño…

Un trueno retumba en mis huesos como si fuera la risa burlona de algún demonio oscuro. No importa lo fuerte que tire, las hebras del pelo me atrapan más profundamente y se tensan alrededor de su cuello. Sus manos se aflojan. Comienza a ponerse azul y sus ojos se dilatan hasta que el iris desaparece.

—¡Que alguien me ayude! —el grito me deja sin aire.

Los jardineros llegan corriendo. Dos pares de manos se cierran en torno a mí desde atrás y, así sin más, la trenza nos libera.

Alison aspira hondo para llenar sus pulmones, tras lo que tose. Dejo el cuerpo muerto mientras uno de los jardineros me sujeta.

La enfermera Jenkins aparece con la jeringuilla en la mano.

Mi padre está justo detrás y me desplomo en sus brazos.

—Yo n-n-no… —tartamudeo—. Yo nunca, no podría…

—Lo sé. —Mi padre me abraza—. Estabas intentando evitar que se hiciera daño. —Su contacto hace que la ropa empapada se me pegue a la piel.

—Pero no ha sido Alison —murmuro.

—Claro que no. —Mi padre suspira contra mi cabeza—. No era ella. Tu madre no ha sido ella misma desde hace años.

Reprimo las ganas de vomitar. No lo entiende. Ella no estaba intentando estrangularse; el viento controlaba su trenza.

¿Pero qué persona en sus cabales se lo creería?

Justo antes de que los ojos de Alison se cierren, murmura algo entre dientes.

—Las margaritas… esconden un tesoro. Un tesoro enterrado.

Después se convierte en un zombi baboso, ajeno a todo.

Y yo me quedo sola para afrontar la tormenta.