21

Cabos sueltos

En el mundo de los humanos, un elegante té por la tarde habría contribuido a la negociación entre dos reinos que intentan restablecer la paz, pero cuando veo a mi amigo el hurón albino someter a golpes al ganso asado, y a todos mis invitados atacar el desternillante primer plato por su carne aromática suculenta, sé que he tomado la decisión correcta.

La risa maniaca, los chasquidos de labios y las conversaciones poco civilizadas proporcionan un reconfortante ruido de fondo mientras arreglo las cosas con mis nuevos amigos regios. Me siento en la cabecera de la mesa con Marfil a mi derecha y Granate a mi izquierda y cojo la flotante botella de vino que me envía una criatura borracha de cabeza lanuda que está sentada al otro extremo de la mesa. Lleno mi copa, brindo por ellos y doy un trago largo. El sabor a ciruelas y bayas se desliza por mi garganta, dulce y espeso como la miel.

Papá no lo aprobaría, aunque esto no se parece nada al vino de casa. Yo sólo sé que necesito algo que me reconforte del frío que siento en el pecho cada vez que veo el sombrero de Morfeo colgado del brazo de mi asiento con sus mariposas rojas aleteando movidas por el trajín a mi alrededor.

Las hadas de Morfeo comparten mi pena. Suben y bajan y se mueven alrededor de la mesa, inquietas como abejas sin colmena. Sedosa está sentada en la lámpara del techo, llorando inconsolablemente.

Cornelio Blanco distrae a Granate con un chiste mientras le pasa una bandeja de galletas de rayo de luna. Los lazos de sus dedos que le recordaban el paradero del rey y la traición de su esquelético compañero de mesa desaparecieron misteriosamente en cuanto nos sentamos a comer. Tengo escondidas las cintas rojas bajo la pierna para destruirlas luego.

Cornelio me ha jurado lealtad a mí y a quien yo elija para gobernar en mi lugar cuando no esté. Granate necesitará un consejero real con experiencia, y, después de todo lo que hizo para verme coronada, no tengo razones para dudar de su devoción.

—¿Estás segura de tu decisión? —me pregunta la Reina Marfil.

—Es mejor así —contesto, acariciando el colgante de mi cuello. Esta llave es mía para siempre. Un rubí adorna la parte superior, en honor a mi reino.

—Deberías saber una cosa… —Marfil coge un dulce cristalizado, y chupa un extremo—. Dado que eres mestiza, el reino en el que vives es el que define tu forma. Las alas y las manchas de los ojos que aparecieron aquí, allí desaparecerán a las pocas horas. Tus poderes son eternos, pero se volverán latentes si no los utilizas. Cuanto más evites todo cuanto te recuerde a tu estancia en el País de las Profundidades, más humana te volverás.

Asiento con la cabeza y tomo otro sorbo de vino para aplacar el dolor de estómago. Me aliso el vestido que me dio Granate una vez me hube aseado, uno rojo de una pieza con tirantes y adornos de corazones, picas, diamantes y tréboles aplicados en el borde de la falda que me llega a la rodilla. Las enaguas negras crujen bajo mis manos. Me ofreció unas botas, pero me apretaban en el empeine, así que voy descalza.

Lo de asistir a una importante cena política a medio vestir es algo que no podría hacer en el mundo humano.

Nunca pensé que me sentiría tan indecisa sobre si volver a casa. Claro que nunca se me ocurrió que este lugar pudiera llegar a parecerme un hogar.

—Quiero experimentar todo lo que Alicia se perdió —le respondo por fin a Marfil.

—Lo entiendo. Tu corazón pertenece ahora al reino mortal, con el caballero del que me hablaste. Parece muy noble y valiente. —Una expresión soñadora asoma a su rostro.

Siento una punzada de compasión. Siempre ha vivido muy sola. Morfeo debió parecerle un sueño hecho realidad. Aunque no pueda encontrar al chico adecuado, hay otras formas de combatir ese vacío, amistades que entablar. Puede que sólo necesite un empujoncito en la dirección adecuada.

Miro a Granate, cuya boca brilla por los rayos de luna cuando se ríe, ajena a nosotras.

—Mientras yo no estoy, ¿querríais reuniros Granate y tú una vez por semana o así? Comed juntas, jugad al croquet, lo que queráis. Para mantener equilibradas las relaciones diplomáticas, ¿sabes? Podríais turnaros como anfitrionas…

Los hermosos y gélidos rasgos de Marfil se tornan cálidos mientras valora la idea.

—Por supuesto.

—Y podrías llevarte las hadas a tu castillo. Estarán perdidas sin Morfeo.

La reina sonríe con tristeza.

—Sí. Es cierto. Estaré encantada de acogerlas.

Las dos hacemos una pausa cuando la conversación que nos rodea se centra en contar historias de las hazañas de Morfeo a lo largo de su vida. Los invitados a la cena resoplan y sonríen tras cada historia, en un ardid evidente para ocultar la pena.

Bajo la mirada hacia mi plato.

Marfil me da un golpecito en la mano.

—Hablaba a menudo de ti. Su infancia contigo era sagrada para él. Aquí somos muy pocos los que llegamos a experimentar ese tipo de inocencia.

Las alas me pesan cuando pienso en nuestro breve tiempo juntas. Los recuerdos que tanto me esforcé por recuperar ahora me atormentarán para siempre.

Pensar en la inevitable despedida de esos seres maravillosamente excéntricos, que será también la despedida de una parte asombrosa de mí misma, me deja todavía más desolada. Mordisqueo un muslo. El ganso mutilado suelta una risita y se da la vuelta en la bandeja, como si pudiera notar mis mordisqueos desde el otro lado de la mesa.

—Deberíamos hablar de tu viaje a casa. —Marfil deja un lado el dulce—. El tiempo es engañoso cuando cruzas el portal entre reinos. El reloj da marcha atrás si no piensas en una hora concreta.

Así que eso era lo que querían decir las flores con que el tiempo iba hacia atrás en el País de las Maravillas.

—¿Cuánto hacia atrás?

—Te devolverá en el mismo momento en que lo cruzaste.

Eso podría venirte bien. Si apuntas a tu dormitorio, podrías crear la ilusión de que nunca te fuiste.

Me seco los labios con una servilleta y la miro fijamente.

—No. Tengo otro lugar en mente. Hay algo que debo hacer antes de que me desaparezcan las alas, antes de que pueda volver a empezar mi vida.

* * *

Tal como funcionan los portales, se supone que debo imaginarme el sitio en el que quiero aterrizar, pero tiene que ser una habitación con un espejo lo bastante grande como para que yo pueda pasar a través de él. La magia es más estricta en el reino humano. Dado que los únicos tres lugares del psiquiátrico con los que estoy realmente familiarizada son la mesa de recepción, la cafetería y los lavabos, aprieto con fuerza la llavecita que cuelga de la cadena de mi cuello y elijo la obvia.

Cruzo el portal a gatas y acabo con las rodillas en un lavamanos inmaculado y apoyando las manos en los bordes para no perder el equilibrio. Casi choco con la enfermera Jenkins, que estaba frente al espejo rebuscando en su bolsa de maquillaje. Un lápiz para cejas repiquetea contra el suelo. Ella se tambalea hacia atrás y cae de culo junto al inodoro, mirándome boquiabierta. De su garganta se escapa un ruidito, a medio camino entre un gemido y un jadeo.

Quizá podría explicar lo de los ojos y las alas diciendo que es un disfraz, pero ¿lo de salir de un espejo? Lo mejor que puedo hacer es irme y dejar que se convenza que ha estado trabajado demasiado. De todos modos, es improbable que me reconozca.

Me guardo la llave en el corpiño y respiro hondo, el desinfectante me pica en la nariz. Las enaguas me crujen cuando salto del lavabo. Baldosas recién fregadas reciben mis pies desnudos.

Oigo un chillido de la enfermera Jenkins cuando me dirijo a la puerta. Sigue en el suelo, tan conmocionada que casi babea. Del bolsillo se le ha caído una jeringuilla llena y sus llaves. Casi la compadezco, hasta que veo el nombre de Alison en la etiqueta de la jeringuilla.

Me arrodillo a su lado y recojo las llaves.

—Necesito que me las prestes.

La enfermera me mira boquiabierta.

Un sentimiento de desquite se apodera de mí y cedo ante mi lado malvado.

—¿Sabes? Parece que hoy estás algo tensa. —Empujo la jeringuilla hacia ella con el pie—. Igual deberías tomarte algo…

Algo que te haga dormir un poco.

Me ladeo el fedora de Morfeo, me vuelvo hacia la puerta y de paso agito las alas. Miro para comprobar que el pasillo está vacío, y salgo conteniendo una sonrisa.

Los pasillos que antes me daban miedo ahora ya no me intimidan. Me agacho en las esquinas y me mantengo en las sombras y, aunque estoy a punto de que me pillen en un par de ocasiones, en el psiquiátrico sólo está el turno de noche y pronto llego al tercer piso, donde me esperan las celdas acolchadas. No tengo que adivinar en cuál está. Llámalo intuición de criatura de las profundidades, pero lo sé. Abro la puerta, me cuelo dentro y la cierro detrás de mí.

Ella está hecha un ovillo en un rincón. Vuelve hacia mí la cabeza afeitada y me mira con ojos entrecerrados.

—¿Alyssa? —Es un hilillo de voz apagada.

Me quito el sombrero y lo dejo caer. La escasa luz hace que parezca frágil y débil. El corazón se me desmorona. Puede que esté demasiado sedada para hacer esto. Cuando se incorpora para apoyarse contra la pared acolchada, forcejeando con la camisa de fuerza, me demuestra que estoy equivocada.

—¿A-alas? —La comprensión asoma a sus rasgos—. Has encontrado la madriguera del conejo.

—Se acabó, mamá —susurro, caminando con cuidado hacia ella por el suelo acolchado. Me abraza apenas abro los cierres de velero que le sujetan los brazos. Nos arrodillamos, estrechándonos con fuerza.

—Pero eres uno de ellos —solloza contra mi cuello—. La maldición…

—Ya no hay maldición —musito, frotando mi mejilla contra la pelusa de su cabeza—. Nunca la hubo. Tengo mucho que contarte.

* * *

Me despierta el gruñido de mi estómago. Estoy rodeada de ruido blanco y la luz del sol se filtra a través de las cortinas. Todavía aturdida, miro el calendario que tengo sobre la cama. Sábado, uno de junio. La mañana siguiente al baile de graduación.

La coordinación ha sido perfecta. Usé el espejo de los lavabos del psiquiátrico para volver a casa, lo hice retroceder en el tiempo para tener tiempo de cambiarme y dormir unas horas.

Aunque la verdad es que no recuerdo nada de lo que hice cuando salí de mi espejo basculante.

Quizá sea porque no lo atravesé. Quizá es que nunca he ido al País de las Maravillas. Quizá lo he soñado todo…

Aterrada, aparto las sábanas y saco los pies por el borde de la cama. Algo cae al suelo: la oruga de jade. Aterriza junto al sombrero de Morfeo.

Me palpo el cuello y encuentro el colgante con la llavecita.

El alivio desata el nudo de mi estómago.

Recojo la oruga tallada, y me dirijo al espejo, intacto y liso como el cristal, para mirarme en él.

Ahí está: la prueba irrefutable de que viajé en una ola de ostras y capturé un océano con una esponja. Aún tengo la piel brillante y quedan mechas rojo fuego en mi pelo rubio platino. Me han desaparecido los tatuajes de los ojos, igual que las alas, aunque si retuerzo el brazo puedo palpar unos bultos en los omóplatos. Brotes listos para florecer si los necesito.

Me vuelvo y miro a las anguilas en su pecera. El recuerdo de las lenguas del zamarrajo me estremece hasta lo más hondo.

Entonces miro mi violonchelo y recuerdo otra cosa… la canción de Chessie, tan rara y retorcida. Incluso mirar a mi escritorio y al mosaico de arañas secas me trae recuerdos de las asombrosas constelaciones en espiral que vi cuando íbamos en el bote de remos.

Todos son recuerdos reales e insustituibles. Los felices, los amargos, los aterradores y los conmovedores. Dos chicos dispuestos a dar la vida por mí.

Morfeo, eternamente preso en el vientre de un zamarrajo. Y Jeb, que tras del baile de graduación debió pasar la noche en un hotel con Taelor. Puede que en esta realidad no rompieran. Como nunca abrí la puerta cuando vino Jeb, no estaba en mi casa cuando Taelor vino a recogerlo.

Salgo corriendo de mi dormitorio, olvidando ponerme una bata sobre la camiseta y los pantalones cortos de franela, medio saltando y medio corriendo hasta el vestíbulo. Necesito ir al lado a ver por mí misma si salió de la galimajaula. Ver cómo están las cosas entre nosotros.

—¡Eh, mariposa!

Papá me sostiene cuando mis calcetines pierden tracción y resbalo por el suelo de madera. Es tan bueno volver a ver su cara. Me río para no llorar.

—Intentaba patinar sin monopatín —digo, señalando el escurridizo suelo.

—Ten cuidado, o te harás daño en el otro tobillo —dice con su sonrisa de Elvis.

Me arrojo contra su pecho en un abrazo. Me rodea con uno de sus brazos, mientras mantiene el otro entre los dos.

—Eh… ¿estás bien?

Asiento con la cabeza, incapaz de hablar por el torrente de emociones. Dejo que mi abrazo hable por mí. Te he echado de menos. Te quiero. Y siento mucho haberme peleado contigo.

El brazo que papá mantiene entre los dos se agita. Tiene el teléfono inalámbrico contra el esternón. Me aparto de él.

Lo primero que se me ocurre es que es Taelor. Ha adivinado que la robé. Puede que Perséfone encontrara el bolso en la basura. No puedo creer que no pensara en usar los espejos de la tienda para devolver el dinero antes de volver a casa.

De entrada, hice, mal en robarlo. Así que supongo que tendré que aceptar mi castigo, como dijo Morfeo antes de que se lo tragara el zamarrajo. Tendré que decirle que la ladrona soy yo y rezar para que no me denuncie.

Aprieto la oruga tallada para que me de valor.

—¿Con quién estás hablando?

Papá me guiña un ojo y se lleva el teléfono a la oreja.

—Hola, cariño. ¿Quieres darle los buenos días a nuestra hija? —Y me alarga el teléfono.

Me siento aliviada de que no sea Taelor, pero en mi cara se pinta un gesto de confusión. Tengo que interpretar mi papel.

—Los pacientes del ala de Alison no pueden usar el teléfono —digo, con voz temblorosa para mayor efecto.

Papá se encoge de hombros y sonríe.

Cuando por fin lo cojo, noto el teléfono frío contra mi oreja.

—¿Alison?

—Está funcionando Alyssa. —Su voz suena fuerte y clara.

—¿Sí? —pregunto, fingiendo todavía sorpresa.

—Papá te dará los detalles. Ven a visitarme luego, ¿vale?

—¿Te han dado algo esta mañana?

—No —contesta—. Hice lo que acordamos. Les estoy dejando ver que estoy cuerda. Por algún motivo creen que mis delirios eran cosa de los sedantes. ¿No es irónico?

Sonrío.

—Da gusto oír tu voz.

—Y la tuya. Quiero volver a verte, para abrazarte… para decirte lo orgullosa que estoy de ti. Te quiero… —se le quiebra la voz.

Rompo a llorar, y esta vez no finjo.

—Yo también te quiero… mamá.

Me quedo allí parada, anclada al suelo. Papá me quita el teléfono con suavidad y se despide antes de conducirme hasta el sofá de la salita.

—Esta mañana, antes de que amaneciera, llamaron del psiquiátrico. —Tiene los ojos húmedos, enmarcados por arrugas de sonreír—. Fui a visitarla enseguida, mientras tú dormías. Está lúcida… lúcida de verdad. Sólo les habla a las personas. Y se comió una tortilla del plato. ¡Del plato, Alyssa! Y todo sin medicamentos. Los doctores lo están hablando… Creen que igual tuvo una reacción a los medicamentos que exacerbó sus síntomas. Lo más raro es lo que les hizo llegar a esa conclusión. ¿Conoces a la enfermera Jenkins?

Asiento con la cabeza, temerosa. La última vez que la vi estaba tirada en el suelo de los lavabos con una sonrisa de cien voltios en la cara y una jeringuilla vacía en la mano. Parecía haber seguido mi consejo.

—Pues, un ordenanza la encontró en los lavabos por la noche, muy tarde. Se había inyectado el mismo sedante que le estaban dando a tu madre. Cuando despertó hablaba de hadas que atravesaban espejos y le robaban las llaves. Pero tenía las llaves a su lado. Los médicos creen que a esa marca de sedantes que empleaban le pasaba algo… Los han enviado a un laboratorio para que los analicen. —Suspira al tiempo que se ríe—. Y pensar que todo este tiempo pudo ser esa mala medicina lo que hacía que estuviera peor. Me alegro de que lo descubriéramos lo bastante pronto como para detener el tratamiento previsto para el lunes.

—Y yo. —Le cojo la mano y mantengo sus nudillos pegados a mi mejilla.

—Oye. —Me coge una de las mechas rojas del pelo—. ¿Eso del pelo son postizos?

—Claro —respondo mecánicamente, sin darme cuenta de que es mentira hasta que lo digo.

—Me gusta. Bueno, hay donuts en la mesa. Voy a pasarme el día en el psiquiátrico. ¿Te pasarás después del trabajo?

—Nada en este mundo podría impedírmelo —prometo.

Me doy cuenta de que papá no ha preguntado por su sillón abatible. Miro hacia él esperando ver los adornos rotos y descosidos. En vez de eso, veo que están como siempre. Lo cual no tiene sentido, porque es otra cosa que se me olvidó arreglar.

Papá se dirige hacia la puerta, volviéndose entonces hacia mí.

—Ah, igual deberías revisar tus trampas. He visto una mariposa de noche monstruosa en una de ellas. Debió colarse al intentar escapar de la tormenta de anoche. Será una gran incorporación a tus mosaicos. Nunca he visto una tan grande.

Una mariposa de noche monstruosa… Ni un ladrillo lanzado contra mi estómago me habría dolido tanto como esas palabras.

Dejo la oruga de jade en la mesita de café y me obligo a esperar a que papá arranque el camión y se aleje de casa.

Una vez en el garaje, abro tres cubos antes de encontrarlo, sobre un montón de otros insectos. El olor a tierra para gatos y piel de plátano me cosquillea la nariz. Lo saco de ahí inmediatamente, pero su brillante cuerpo azul y sus alas de seda negra están inmóviles y sin vida.

Escapó de algún modo… Escapó de la tripa del zamarrajo y volvió aquí, sólo para acabar asfixiado por mi culpa.

Lo acuno en mis manos y vuelvo aturdida a la salita, tambaleándome por un incapacitante sentimiento de culpa y pérdida. Lo deposito en la mesita junto a su homólogo tallado y le separo las alas con un dedo tembloroso.

—¿En qué estabas pensando? —murmuro—. ¿Por qué entraste en la tubería? Debiste ser más listo. —Me duele verlo, antes tan pomposo y lleno de vida, ahora tan vacío como la oruga tallada. Le acaricio el frío cuerpo azul—. Ahora te creo, ¿vale? Creo que sí que te importaba. Y no olvidaré lo que hiciste por mí… al final.

No dejaré que lo olvides. La voz de Morfeo entra en mi cabeza. Retrocedo de un salto mientras el cuerpo de la polilla empieza a vibrar.

Las alas se pliegan y crecen, abriéndose para revelar a Morfeo flotando sobre la mesa, en toda su demencial gloria. Lleva un traje moderno de seda color zafiro que combina con sus enjoyadas lágrimas. Y, por supuesto, un sombrero espectacularmente excéntrico.

Yo me quedo atónita y, aunque lucho por disimular mi alegría, no puedo reprimir una sonrisa.

—Sabía que me echarías de menos.

Aterriza suavemente en el suelo y se acerca a mí, clavándome contra la pared con su cuerpo.

—¿Cómo escapaste?

—Parece ser —me seca las lágrimas con la manga— que la piel del zamarrajo es indestructible desde fuera, pero no desde dentro.

Entonces me doy cuenta.

—Oh, Dios mío… Llevabas la espada vorpalina en la chaqueta.

—Así es. —Se frota las uñas contra la solapa—. Claro que las demás víctimas también escaparon conmigo. Y ahora me siguen a todas partes como cachorritos atontados. Han demostrado ser bastante útiles. Arreglando cosas. Hice que uno devolviera el dinero y pusiera el bolso bajo el mostrador de la tienda, mientras tú dormías.

—Tú… ¿qué?

Hace un gesto hacia el sillón abatible que tiene detrás.

—Y encargué a varios que cosieran las margaritas al sillón.

Me inunda una oleada de incredulidad y gratitud.

—Gracias.

—Ah, me merezco algo mejor que un gracias.

Sus ojos oscuros brillan seductores. Yo cruzo los brazos sobre el pecho.

—Eh, es lo mínimo que podías hacer por mí. Acechaste mi mente cuando era niña. Obligaste a mi madre a dejar a su familia y a ingresar en un psiquiátrico para poder protegerme. Y luego me atrajiste al País de las Maravillas para que pudiera arreglar todos tus problemas sabiendo que yo me quedaría sin nada.

Él alza una mano e inclina su sombrero de ese modo tan sexy.

—Me deseas. Admítelo.

Aunque acierta en parte, no se lo confesaré nunca.

—¿Por qué iba a desearte?

Levanta tres dedos para una cuenta atrás.

—Misterioso. Rebelde. Problemático. Todas las cualidades que las mujeres encuentran irresistibles.

—Qué optimista.

—Mi alcoba nunca está vacía.

—Lástima que el cerebro sí. —Las palabras son duras, pero el afecto de mi sonrisa les quita hierro.

La sonrisa con la que él me responde denota respeto.

—Así que… —pasa el dedo por la cadena de mi colgante, provocando pequeños incendios en mi piel desnuda— ¿dejaste a Granate al cargo del negocio?

—Con Cornelio de consejero. Le dije a todo el mundo que tenía asuntos pendientes aquí.

—¿Como cuáles?

—Familia y amigos. El último curso y la graduación. Mi arte.

Morfeo alza una ceja.

—¿Y tu caballero?

Bajo la mirada.

—Ahora mismo pertenece a otra.

Morfeo me acaricia la sien con la punta del dedo.

—Por mucho que me alegre oír eso, no creo que sea verdad. La sangre ha ganado ya.

—¿A qué te refieres?

—El chico se desangró por ti, toda la sangre de un cuerpo. No hay amor más grande que ese. Sólo te pertenece a ti.

Sus palabras son sorprendentemente hermosas y amables, y en algún lugar de mi corazón, sé que tiene razón. ¿Pero cuánto tendré que esperar a que Jeb reúna el valor necesario para admitirlo?

Morfeo me toca las cicatrices de la mano.

—Pero no olvidemos que tú sangraste por mí. Así que, ¿a quién perteneces, Alyssa?

El recordatorio evoca un racimo de emociones. Es un profesional a la hora de confundirme.

—He elegido el reino mortal.

—Evades la pregunta.

—He aprendido del maestro.

Él se ríe. Luego su mirada de tinta me repasa de arriba abajo.

—Muy bien, entonces. Juega con tu soldadito de juguete. Pero ya eres una mujer, con el fuego del Reino de las Profundidades corriendo por tus venas. Eres de corazón salvaje, y has saboreado la ambrosía del poder. Un día querrás volver a volar y puedes estar segura de que yo te estaré esperando cuando vuelvas a querer tus alas. Y lo digo con segundas.

Sus alas nos rodean, envolviéndonos en un capullo negro y empujándome hacia él.

No sé si es la mujer que él ha despertado en mí o el floreciente salvajismo del País de las Maravillas que ha anidado en mi alma, pero me rindo a su abrazo. Su cálida boca me acaricia la nariz dejando atrás una insinuación de regaliz. Me dispongo a apartarlo antes de que pueda probar mis labios —no pienso volver a traicionar a Jeb, aunque no estemos juntos— pero, en vez de eso, Morfeo me besa la frente, de forma cálida, casta y dulce. Y entonces me suelta.

Un silencio incómodo se instala entre nosotros. Saca unos guantes de un bolsillo y se los pone. Siento una despedida en el gesto. Siento en las entrañas una opresión agridulce.

—Antes de irme —dice Morfeo, como si me leyera la mente— necesitas saber que cuando maté al zamarrajo, no había ni rastro de Roja.

El corazón se me detiene cuando me doy cuenta de lo que dice.

—No pensarás que anda buscándome por ahí…

—Puede que escapara y se marchitara en alguna parte, al carecer de cuerpo en el que habitar. Pero, en caso de que encontrase a alguien, los portales están ahora fuertemente custodiados. Yo no habría podido llegar hasta aquí de no ser por la conciencia culpable de Sedosa. Las hadas y ella distrajeron por mí a los caballeros élficos. He dado aviso a las Hermanas Gemesas, y yo también estaré atento. Me enfrenté una vez a la bruja por ti. Volveré a hacerlo si hace falta.

No dudo que lo hará. Poso una mano en su pecho. Su corazón late deprisa contra mi piel.

—Nunca lo habría supuesto.

—¿El qué? —pregunta con un susurro ronco.

—Que eras uno de esos seres del País de las Profundidades con una rara tendencia a la gentileza y el valor.

—Buf. —Aprieta mi mano con su guante—. Sólo cuando puedo sacar beneficio.

Yo sonrío, me pongo de puntillas, lo agarro por las solapas y beso todas y cada una de sus joyas hasta que se tornan de un cautivador púrpura oscuro, el color de la fruta de la pasión. Vuelvo a posar los talones en el suelo.

—Tan bella —susurro, tocando una de las centelleantes gemas.

Morfeo me coge la mano y besa las cicatrices de la palma.

—No puedo estar más de acuerdo.

Nos miramos, un cordón invisible se estrecha entre nosotros, un lazo se fortalece.

Me sobresalto al oír el timbre de la calle. Al ir hacia la puerta miro el reloj de la cocina. Hago gestos a Morfeo para que guarde silencio y echo un vistazo por la mirilla.

—¡Jeb! —El corazón se me acelera mientras devuelvo el colgante con la llave al escote y me apresuro a abrir el cerrojo—. ¿Podrías…? —Hago un gesto hacia las alas de Morfeo—. Ya sabes.

Se pone detrás de mí, noto su aliento cálido en la nuca.

—Te estaré vigilando. Manipulamos las reglas. Vencimos a la magia.

—¿Y ahora tenemos que pagar el precio? —susurro contra la nausea que noto en el estómago.

—Quizá. Aunque, claro, puede que ya lo estemos pagando. —Hay un toque de tristeza en esas palabras. Retrocede y hace una reverencia, sus alas forman un hermoso arco—. Siempre seré tu servidor, hermosa reina.

Me mira por última vez, se transforma en polilla y revolotea por el vestíbulo, esperando.

En cuanto abro la puerta, sale fuera, intentando arrancarle la cabeza a Jeb, que se agacha.

—¡Eh! —Se queda mirando a la polilla que revolotea detrás de él—. ¿No es el bicho del ambientador de tu coche?

Asombroso. Es verdad que no se acuerda… de nada.

—¿Quieres que te la coja? —pregunta Jeb al ver que no contesto.

—Nah. Espero que choque con algún parabrisas.

Mentirosa, susurra Morfeo en mi mente, alejándose luego arrastrado por una cálida brisa. Contengo una sonrisa.

—Un insecto como ese quedaría fantástico en el centro de alguno de tus mosaicos —dice Jeb. Su voz reclama toda mi atención. Sabiendo que he podido perderlo para siempre, su tono profundo y aterciopelado me suena ahora a música celestial. Tengo que combatir el deseo de arrojarme a sus brazos.

La brisa me envuelve con su olor. Lleva una camiseta rota y pantalones carpintero hasta las espinillas, manchados de aceite. Lleva el pelo recogido con una cinta raída y está sin afeitar. Viene a trabajar en Gizmo. A cuidar de mí, como siempre. Mi caballero élfico.

Estudio sus bronceados brazos, recreándome en sus cicatrices. Recuerdo cómo me sentí aquella noche en el bote, durmiendo protegida por su fuerte abrazo. Todos esos recuerdos son ahora sólo míos. Son algo que tengo que ocultarle, y ya no me siento cómoda con secretos entre nosotros.

Bésalo, bésalo. Sabes que quieres besarlo… Un saltamontes aterriza en mi hombro. Sintonizo con el ruido blanco del jardín, captando susurros donde puedo. Todos dicen lo mismo.

Bésalo. Pero no puedo porque quiero hacer esto bien. Quiero estar segura de que ha roto antes con Taelor. Que es mío en todos los sentidos.

—¿Ali? —Jeb coge el saltamontes de mi hombro y lo deja marchar.

El gesto me saca de mi ensimismamiento.

—Oh, perdona.

—Sí, estabas de lo más concentrada. ¿Estás bien?

Me encojo de hombros.

—Pensaba en mis mosaicos. Voy a dejar de matar cosas. Es hora de cambiar de materiales. Quizá piedras y cristales rotos. Cuentas y cables, cintas. ¿Por qué no? Tengo la mente rebosante de toda una nueva serie de increíbles paisajes del País de las Maravillas que esperan ser inmortalizados.

—Suena muy bien —dice Jeb—. Yo también estoy listo para un cambio.

Saca algo que ocultaba tras él: un ramo de rosas blancas envueltas en papel rosa. Debía tenerlas enganchadas en el cinturón. Una dulce sonrisa enmarca su incisivo roto cuando me las entrega.

—Gracias. —Olfateo el delicado aroma—. ¿Dónde has encontrado una floristería abierta a estas horas?

Él se mete las manos en los bolsillos.

—Esto… Las he cogido prestadas de los rosales del señor Adams.

Su codo señala hacia la casa de enfrente, donde se ve un rosal en el que han aparecido varias evidentes calvas.

Suelto un bufido.

—Qué malo eres.

—Eh, que le cortaré el césped gratis o algo así. Oye… —Me toca la muñeca con un pulgar, acariciándola. La sensación me enciende todo el cuerpo—. Anoche vine a verte antes del baile de graduación. No me abrió nadie.

—Oh… ¿Esto es por lo de Hitch?

—Vine anoche. Como no pude encontrarte, hice jurar a Hitch que me avisaría si te presentabas. Como no lo hiciste, Jen me contó lo que ha pasado con tu madre en el Todas las Almas.

De ahí las rosas.

—Blancas —susurro, con los ojos llenos de lágrimas.

Sus cejas se juntan por la preocupación.

—Por favor, no llores. Si no te gustan las rosas blancas, las pintaré de rojo para ti.

—No, no hagas nunca eso. —Mi sangre circula demasiado aprisa por las venas; siento un vahído.

—Quería decir como en el cuento de Alicia. —Hace una mueca—. Perdona. Ha sido una estupidez. Ya sé que odias ese libro.

Le cojo del brazo. Ambos nos quedamos mirando fijamente el punto en el que nuestros cuerpos se tocan hasta que su músculo se contrae involuntariamente.

—La verdad es que empiezo a verle la gracia. Y las rosas son perfectas.

—Bien. —Se agita sobre sus playeras en el porche—. Entonces ¿me perdonas por lo de Londres, por ocultarte la parte de Tae?

Estupendo. Había olvidado que aún no hemos aclarado esto. Como no respondo, él sigue hablando.

—Porque hay algo que necesito contarte, algo que ha cambiado.

Se recoloca el nudo de la cinta del pelo en la nuca. Parece nervioso. Antes de que pueda añadir una palabra más, frente a la puerta de mi casa frena con un chirrido de neumáticos el Mustang descapotable de Taelor, que se materializa como si respondiendo a una invocación.

Jeb maldice y apoya la frente contra el marco de la puerta.

Ella sale del coche dando un portazo y se dirige a mi porche. Se sube a lo alto de la cabeza las gafas de sol Fendi. Se rumorea que esas gafas cuestan doscientos pavos. Más que todo mi guardarropa de vestidos de segunda mano.

—Supuse que estarías aquí. —Tras verlas rosas en mi mano, mira a Jeb de arriba abajo—. ¿Qué hiciste? ¿Pasar la noche con tu pequeña virgen tras nuestra pelea?

Me quedo boquiabierta. Parece que el baile de graduación no acabó bien.

—Acabo de llegar, así que no vayas difundiendo rumores. ¿De acuerdo, Tae?

Se frota el piercing de hierro de la barbilla. No había notado que no lleva el granate. El pulso se me acelera un latido, golpeando contra la llave de mi esternón.

Taelor empieza a golpetear el suelo con la sandalia que contiene su pie de pedicura perfecta.

—¿Así que aún no se lo has dicho? —Clava sus ojos en los míos—. Anoche cortó conmigo. En el baile. Y me dejó allí sola. Cuánta clase, ¿eh?

El tono dolido de su voz me provoca una extraña mezcla de compasión y empatía.

Jeb frota un nudillo contra una parte de la pared entre dos ladrillos en la que el mortero ha empezado a soltarse.

—Tenías a tu chofer.

—Oh, ¿y se supone que tenía que hacer? ¿Bailar con él? El tío tiene como noventa años. —Se aprieta el bolso lima verde de diseño contra el vestido cruzado a juego—. Y después del baile no fuiste a tu casa porque pasé por ella. Y si no estabas aquí, ¿dónde estabas?

—Fui a ver al señor Mason.

—¿El profesor de arte? —preguntamos Taelor y yo a la vez.

Nos dirigimos miradas asesinas mientras esperamos la respuesta.

—Me dijiste que estaba despedido de La Caverna —contesta Jeb, mirando a donde sus nudillos rozan los ladrillos—. El señor Mason me dijo una vez que podría conseguirme un trabajo en una galería de arte de la calle Kenyon. Es amigo del dueño.

—Espera, ¿para qué necesitas un trabajo allí? —pregunto, confundida—. Creía que ibas a pasar el verano en Londres.

—Ahora que ha rechazado la oferta de mi padre de alquilarle un piso, no puede. Necesita ahorrar dinero para tener donde vivir. —Taelor me hace una mueca burlona—. Renuncia a su carrera por tu culpa.

¿Jebediah Necesito-una-vida-estructurada Holt ha cambiado sus planes de futuro por mí?

—No puedes hacer eso —digo, obligándolo a mirarme.

La aprensión hace que su rostro se tense, pero percibo también profunda determinación.

—Sólo es un ligero desvío en mi camino. No renuncio a nada. Cuando tenga el trabajo de la galería —mira un instante a Taelor—, cosa que ya puedo dar por hecha, podré vender allí mis cuadros. Y conseguir contactos en el mundo del arte. Ayudaré a mamá con los gastos del último curso de Jen, y ahorraré dinero yendo a la universidad pública. —Entonces centra su atención en mí—. Hasta que te gradúes. Entonces iremos juntos a Londres.

Iremos a Londres, juntos

Arrugo el papel entre mis dedos, incapaz de asimilar las maravillosas emociones que me recorren.

—Pero, qué encanto. —A Taelor le tiembla la voz—. Igual puedes vender esta porquería que encontré el otro día en tu coche y comprarle un anillo de compromiso en un todo a cien. —Rebusca en su bolso y tira tres rollos de papel a mis pies, delgados cilindros sujetos con gomas—. No apartes de él tus ojos de coneja, Alyssa. Es un HDP, como el tarado de su padre. No es de fiar.

Y se dispone a irse.

Jeb tiene los hombros abatidos y el sonrojo le tiñe la punta de las orejas. Se me enciende la sangre. No pienso permitir que le hable así. Para nada voy a dejar que haga que Jeb dude de sí mismo.

Tiro las rosas al suelo, salgo al porche y la cojo por el codo. Ella abre la boca, pero la hago callar con la mirada.

—Me toca hablar a mí. Y me vas a escuchar. Y luego no quiero volver a oír ni una sola palabra tuya acerca de Jeb o de cualquier otra cosa.

Ella aprieta los dientes, pero espera.

—Yo le confiaría mi vida a Jeb. Es todo lo que su padre nunca fue. Y tú lo sabes, o no te importaría tanto perderlo. Te ha tratado con respeto… y nunca ha querido hacerte daño. ¿Por qué te crees sino que ha soportado tu actitud durante tanto tiempo?

Su mirada se intensifica por el brillo de las lágrimas contenidas.

Jeb está inmóvil, alucinado e impresionado.

—¿Y sabes una cosa? —continúo, incapaz de detener lo que he desatado—. Ninguno de nosotros tiene una familia perfecta. Tú y yo podríamos haber sido amigas, o al menos intentar llevarnos bien. Pero tú lo impediste. Puede que a veces tu vida sea un asco, lo entiendo. Pero eso no es excusa para tratar a la gente como te apetezca. —Me arden las mejillas al dar rienda suelta a unas emociones que llevo reprimiendo demasiados años—. Meterte con el resto del mundo no te hará feliz. Mira en tu interior. Porque descubrir lo que estás destinada a ser, lo que se supone que debes hacer en el mundo, es lo que va a llenar el vacío que sientes. Es lo único que puede hacerlo.

Sólo el trino de algún pájaro rompe el silencio a nuestro alrededor. Hasta el ruido de fondo se ha callado, como si, por una vez, hasta los insectos y las flores se hubieran parado a escucharme.

Taelor mira al suelo, sorbe por la nariz y se pasa el dorso de la mano por las mejillas. Alza la mirada para encontrarse con la mía y, en ese instante, lo veo. Una conexión. He llegado hasta ella. Callada y pensativa, vuelve a su coche y se va de mi casa sin siquiera despedirse con la mano.

—¡Joder! —murmura Jeb.

Giro sobre mis talones y estamos cara a cara. Solos… por fin.

Me mira con la misma expresión reverencial que cuando vio mis alas por primera vez, y mueve los labios para decir algo. Lo interrumpe una puerta mosquitera que se abre al otro lado de la calle. El señor Adams coge la manguera para regar su jardín. El anciano frunce el ceño cuando nota los huecos en su rosal.

—Jeb, están a punto de pillarte.

Él me regala una sonrisa sexy y ladeada.

Lo cojo por la muñeca y tiro de él hacia el porche antes de que el señor Adams mire hacia nosotros. Cierro la puerta y apoyo la espalda contra la madera para ocultar las cicatrices de mis alas.

—Espera un momento. —Jeb coge uno de mis mechones de pelo rojo, y lo retuerce entre el índice y el pulgar—. Esto no es un postizo. Te lo has teñido de verdad. ¿Qué te ha dado?

—Supongo que por fin he encontrado mi lado salvaje.

—Me gusta. —Inclina la cabeza, como si estudiara un cuadro—. Y esta cosa que brilla que parece como si hubieras nadado en polvo de hadas… —Sus nudillos me acarician la mejilla—. ¿La tienes por toda la piel?

Su intensa valoración de mi pijama hace que me acalore del cuello a los pies.

—Ahhh… —Su tacto basta para hacerme tartamudear, pero el comentario sobre las hadas me pone a cien. Casi gimo cuando se aparta.

—Gracias por decir esas cosas, a Tae.

—Pienso todo lo que dije.

Porque te quiero. No consigo decidirme a decirlo en voz alta, pero es la verdad. No es algo de lo que me haya dado cuenta de pronto, sino algo que he ido asimilando de forma gradual. Como una especie de metamorfosis.

—Bueno, parece que sabes arreglártelas sola. En vista de cómo acabas de cuidar de mí. —Apoya un hombro contra la pared, reduciendo todavía más el espacio que nos separa—. Qué raro. Anoche tuve un sueño sobre esto mismo, de ti cuidando de mí.

Esa confesión me hace reaccionar.

—¿Estábamos en el País de las Maravillas?

Él sonríe.

—Eh, no. Estábamos en una casa en el campo, y tú jugabas al ajedrez en una mesa mientras yo pintaba cuadros con una pluma y miel de colores. Un enjambre de abejas golpeaba la ventana, gritándome por robar su colmena. Pero gritando de verdad, como con voces de personas. Entonces te salieron alas y volaste fuera para echarlas. Extraño, ¿verdad?

Contengo una tos.

—Sí, extraño.

—Pero, de algún modo, encaja.

Coge uno de los cilindros que me tiró Taelor, le quita la goma y me lo entrega.

Lo desenrollo y me sobresalto al verme dibujada a lápiz y con carboncillo —un retrato impresionante de un hada gótica con alas de seda y ojos tatuados—. Justo con el aspecto que tenía en el País de las Maravillas. Como, técnicamente, nunca ha estado allí, no puede ser un recuerdo. Así que sólo hay una explicación: este chico puede ver mi alma, siempre ha podido verla.

Lo miro a los ojos, enmudecida.

—Tengo cien más como este. Eres mi musa, Ali. Mi inspiración. Esperaba que… quizá… igual querrías…

Antes de que pueda acabar, lo agarro por la camiseta y lo obligo a inclinarse para besarlo. Al principio abre mucho los ojos, luego los cierra y me rodea las caderas con los brazos para levantarme hasta su altura. Me empuja con su cuerpo contra la pared.

Yo sonrío contra sus labios, embriagada.

¿Cuántas chicas pueden tener dos veces su primer beso?

Pero esta vez no estoy desconcertada. Esta vez no olvido rodearle el cuello con las manos y atraerlo hacia mí. Esta vez soy yo quien le hace abrir los labios y busca su lengua.

El dibujo cae al suelo junto a las dispersas rosas. Jeb gime, hace que mis piernas le rodeen la cintura, y me abraza con fuerza. Rompe el contacto lo justo para susurrarme:

—¿Dónde has aprendido a besar así?

—Me has enseñado tú. —Recobro la cordura y me doy cuenta de lo que he dicho—. En mis sueños.

—¿Ah, sí? —Recorre con la nariz la hendidura de mi barbilla—. También tú has soñado conmigo, ¿eh?

—Desde el día en que nos conocimos.

Por fin, la verdad.

—Creo que va siendo hora de que hagamos realidad algunos sueños, patinadora —dice, luciendo sus hoyuelos.

No sabe que eso ya lo hemos hecho, que fuimos al País de las Maravillas, y que volvimos de él. Sonrío y le doy un beso que nunca olvidará, para compensar todos los que no recordará jamás.