13

Samuel Sombrerero

Planto las botas en una fuente llena de pastas. Cuando se me pasa el mareo, levanto el pie y me sacudo un poco de relleno azucarado.

Antes de poder explorar la mesa en la que he aterrizado, algo me golpea por detrás. Salto hacia delante, y hundo la cara en un pastel de suculentas moras.

—Lo siento, Ali —Jeb me ayuda a levantarme, sosteniéndome por el codo y acercándome hacia su pecho—. ¿Estás bien?

Me niego a contestar porque no ha especificado: ¿física o emocionalmente? Con su ayuda, recupero el equilibrio entre un plato de pan con mantequilla y un bol de violetas azucaradas. Tengo restos de pastel en los labios y en la boca. Me lamo, y luego trato de limpiarme con los dedos.

Desde este lado de la mesa, el paisaje que vimos fragmentado en el espejo se despliega totalmente frente a nosotros. La casita en forma de conejo está en una colina, un oasis verde y frondoso en medio de un desierto. Las dunas de arena en la distancia parecen un tablero de ajedrez, con casillas blancas y negras como las que siempre cruzo, tropezando, en mis pesadillas. Me gustaría tener un lienzo y pinturas para capturar esa vista torcida para siempre.

Una brisa agradable acaricia mis trenzas, y los pájaros trinan en una morera más arriba mientras la luz del sol cae sobre mí. Me recuerda tanto a Pleasance que me invade una oleada de nostalgia. Ojalá pudiera hablar con papá, y aún más: tengo ganas de abrazarle.

Es sábado. Al menos, eso creo. Si estuviera en casa, papá estaría haciendo bistecs a la brasa. Yo prepararía una ensalada de frutas, porque soy la encargada de vigilar que comemos de forma equilibrada en casa.

¿Y si no puedo lograrlo? ¿Y si no puedo volver a casa jamás? Alison se culpará para siempre, y se perderá en las profundidades de su mente de verdad. Los tratamientos de electrochoque empeorarán su estado y papá se sentará en la cocina, comiendo cereales fríos con el dolor como única compañía. Por no hablar de la madre de Jeb y de Jenara. Su trabajo en el centro recreativo ayuda a pagar las facturas cada mes. Confían en él. ¿Qué harán si no está?

Si no logro salir de aquí, las vidas de muchas personas sufrirán por ello.

Jeb, a mis espaldas, me ofrece una servilleta. Me limpio la cara y murmuro:

—¿Por qué no aterrizaste al otro lado de la mesa?

—Estaba ocupada —me gira y señala hacia ese punto.

Casi me ahogo cuando veo los invitados de la fiesta del té —Samuel Sombrerero, Marcela Libra y Dor Milón—, todos sentados al otro extremo, congelados bajo una capa espesa y reluciente de hielo azul gris.

—El hombre—escarabajo tiene una forma muy curiosa de describir el sueño —dice Jeb.

Morfeo tiene una forma muy curiosa de describirlo todo. Sacudo la cabeza y me dirijo a ellos. Al pasar por encima del pitorro de la tetera, un chorro de vapor lame mi pantorrilla y me humedece las mallas. Sombrerero y su pandilla están suspendidos como cubitos, pero la comida parece fresca y el té está caliente.

—¿Dónde está la pimienta? —digo, extendiendo la mano. Se me hace raro trabajar en equipo. Mi familia está hecha un lío desde que tengo uso de memoria, pero al menos durante los últimos años sabía que podía contar siempre con la amistad de Jeb. Ahora pende de un delicado hilo emocional; no sé si creerle a él o a Morfeo. Era más fácil estar enfadada con él en el mundo real, cuando estaba segura de que había escogido a Taelor.

Jeb rebusca en su bolsillo y saca la pimienta. Suelto el lazo negro, respirando por la boca y procurando no aspirarla. No pienso arriesgarme. Recuerdo que bastó con el aroma de la pimienta de los guantes y el abanico para arrancarme un estornudo.

Estornudo.

Eso debió ser lo que Morfeo intentaba lograr con su bolsita de especias.

—¿No pensarás desperdiciarla para que el tipo del sombrero estornude? —dice Jeb—. Es una escultura de hielo. Ni siquiera tiene orificios nasales. Y solamente tienes pimienta suficiente para una dosis. Tenemos que estar seguros.

Es increíble lo bien que sabe adivinar mis pensamientos a veces, y en cambio otras no acierta ni de casualidad.

Cierro la bolsita y se la devuelvo. Tiene razón. Nunca podremos despertar a Sombrerero con la pimienta. Ni siquiera tiene nariz.

Me acerco un poco más. Sostiene una taza de té humeante, como si estuviera en mitad de una frase y levantase la taza para acentuar sus palabras.

—Jeb, algo pasa con su cara. Es un espacio blanco, no hay nada. —El vacío reluciente y azulado me devuelve mi reflejo, lo cual es más inquietante que el rostro congelado de un extraño.

—Quizá el hielo es tan espeso que oculta sus facciones —sugiere Jeb.

—No sé. Pero mira ese sombrero. —Podría ser un instrumento de tortura medieval, es parte sombrero de copa y parte jaula. Está hecho de imperdibles de metal y tiene una tapa con bisagra que se abre hacia arriba. Observándolo mejor, veo que el metal crece de su cabeza como si fuera un hueso. La jaula asoma por los agujeros de su cuerpo, como la pieza de ajedrez de la habitación de Morfeo.

—Es un conformador —dice Jeb con la voz tensa—. Le está brotando un conformador de la cabeza.

La mayoría de la gente no sabría lo que es un conformador, una herramienta del siglo XIX que se utilizaba como horma de sombreros para encajar las distintas formas de la cabeza de la gente, pero Jenara tiene uno en su habitación. Perséfone vio uno en una subasta de mercadillo y como sabía la pasión de Jen por cualquier cosa relacionada con la moda, pujó por él con una cifra baja y se lo quedó porque nadie conocía el verdadero valor del artefacto.

La estructura metálica se encaja alrededor de la cabeza del cliente en el mismo punto en que iría el borde del sombrero, y las agujas se adaptan a los huecos y bultos del cráneo. Por la tapa se introduce un óvalo de cartón, que se presiona contra la coronilla, de modo que así los imperdibles agujerean la forma de la cabeza sobre el mismo. Esa forma es la que el sombrerero utiliza para elaborar un sombrero a medida de la persona.

No tengo la menor idea de por qué este conformador está físicamente atado al cráneo de Samuel, y no quiero siquiera imaginar cómo lo utiliza de verdad.

Me obligo a apartar la vista de su rostro invisible y me concentro en la «liebre», que es doce veces más repugnante. Sobre todo porque parece vuelta del revés: no tiene piel, solamente carne viva. Es como mirar un conejo desollado, pero al menos tiene cara. Eso sí, con expresión demencial y un brillo de locura en sus ojos blancos. Una taza de té se balancea sobre la pastita que hay en su plato. Tiene la pata metida en la taza hasta la muñeca, como si estuviera mojando algo.

De los tres invitados, el ratón es el único que tiene un aspecto normal. Si es que un ratón con librea se puede considerar normal.

—No sé cómo resolver este acertijo —digo—. Están congelados, ¿cómo vamos a lograr que estornuden con una pizca de pimienta?

Jeb sacude la cabeza.

—Vamos a echar un vistazo al libro. —Camina por entre las fuentes y los cubiertos que hay sobre la mesa y se baja, utilizando una silla vacía. Aparta una mesita auxiliar de tres bandejas, y cae hasta la hierba—. Vamos, ven.

Me toma de la mano mientras se sienta en la mesa e instala la mochila a su lado. Le dejo que me ayude pero me vuelvo a soltar en el mismo instante en que mis pies alcanzan la hierba. Me limpio el resto de pastel de moras de la cara con una servilleta y compruebo mi ropa para asegurarme de que no hay ninguna otra mancha.

—Tengo hambre.

Eso es quedarse corto. Estoy famélica y no recuerdo la última vez que comí algo.

—Vale, pero es mejor que no comamos nada de esto —dice Jeb, señalando las pastas y las fuentes de la fiesta del té—. ¿Quién sabe qué efecto tendría en nosotros?

Encuentra una barrita energética en su mochila y me da la mitad. Me señala una silla vacía al lado de la suya, pero en lugar de eso me siento en otra, dos sillas más allá. Me mira fijamente mientras comemos; solamente se oye el ruido del envoltorio, los pájaros y la brisa.

Evito su mirada y cuento las rayas grises y naranjas de mis mallas. Mis piernas empiezan a parecerse a palitos mentolados.

Sabrosos y redondos palitos mentolados.

Se me hace la boca agua.

¿Qué me está pasando? Necesito pensar con Jeb cómo solucionar las cosas, pero solamente puedo pensar en comida.

Después de devorar la mitad de la barrita, sigo teniendo hambre canina. Recuerdo lo bueno que estaba ese pastel de moras y empiezo a desear no haber caído nunca encima de él.

Pero por otra parte, debió ser divertido. Me imagino cayéndome otra vez y me río en voz alta.

—¿Qué pasa, por qué te ríes? —pregunta Jeb. Tiene la novela de Alicia en el País de las Maravillas abierta sobre su regazo, y se mete el último pedacito de barrita en la boca.

—Nada. —Pero otra oleada de risas me asalta. Tengo tantas ganas de reír, que me muerdo la parte interior de las mejillas para no hacerlo.

Sin hacerme caso, Jeb hojea el libro.

—Aquí en el capítulo siete dice que el ratón se quedaba dormido todo el rato en la fiesta, y que el Sombrerero le vertía té caliente en la nariz para despertarlo. El fragmento está subrayado, así que quizá sea una pista. ¿Qué te parece?

—Que para eso necesitamos un ratón con narizón para olfatear el té. —Me tapo la boca con la mano, avergonzada por el estúpido juego de palabras.

—Vale, deja de fingir que no pasa nada. —Jeb tira el libro en la mochila, junto con el envoltorio de la barrita. Se acerca y me coge de la barbilla, obligándome a mirarle—. ¿De veras crees que fingí las ganas que tenía de besarte?

Un extraño sentido burlón brota dentro de mí, algo completamente inapropiado para la seriedad del momento.

—Ajá, caballero élfico —me aparto de él y me pongo en pie. Me siento ligera, frívola y tengo ganas de flirtear—. Recuerda que no debes tocar mi precioso cuerpo. ¡Obedece, caballero Jebi!

Le doy la espalda. Jeb me agarra del codo y dice:

—Mírame, por favor.

Me suelto y voy corriendo hacia la mesita auxiliar y la empujo al otro lado de forma que actúe de barrera entre nosotros. A mi izquierda tengo a Dor Milón. Es del tamaño de un jerbo, pero su delgada colita es peluda como la de una ardilla y está cubierta de escarcha. Está instalado encima de un montón de cojines para que pueda alcanzar la mesa desde la silla. Su cabeza descansa al lado de una taza de té caliente llena hasta el borde. Debió haberse congelado mientras echaba una siesta.

Me acerco a sus orejas: son oblongas y están cubiertas de hielo plateado.

—No te culpo por pasarte la vida durmiendo —le susurro. Jeb me está mirando como si fuera marciana—. Desearía haber dormido durante las últimas horas de mi vida.

Jeb se queda abatido y sé que le he hecho daño. No era mi intención. No siento el menor rencor o deseo de venganza.

Aparte del hambre que me acucia, me siento ligera, desinhibida y caprichosa. Es muy liberador.

—Ali, vamos. No quiero que las cosas sean así entre nosotros. —Jeb empieza a dar la vuelta a la mesa y yo estoy a punto de salir corriendo, porque una buena persecución me parece algo divertido, hasta que oigo una inspiración. Es tan suave que al principio creo que se trata del rumor de hojas encima de nuestras cabezas. Luego veo la nariz del ratón moverse. Es brillante, húmeda y rosada, como una diminuta fresa en un pastel de nata. Casi estoy a punto de arrancarla y comérmela cuando Jeb se acerca a mi espalda.

El ratón vuelve a inspirar.

—¿Qué te parece, Jeb? Utilizamos la pimienta para despertarlo, y nos lo llevamos. Puede ser nuestro compañero, y le llamaríamos Bolita, como el caramelo.

De mi boca sale una sarta de tonterías, pero no puedo detenerlas. Tampoco puedo contener el tremendo rugido de mis hambrientos intestinos que sigue.

Jeb me observa con preocupación inquieta y toma asiento a mi lado, sacando la mochila.

—El té caliente de la taza debe haberle descongelado la nariz.

No puedo concentrarme en nada excepto mi propio cuerpo. Mi piel pica, como si tuviera que hacer algo. Me subo en la silla, luego sobre la mesa, apartando algunas fuentes a patadas.

—Ali, ¿qué demonios…?

Oigo una música en mi cabeza, pero no es la nana de Morfeo. Es algo sensual y de ritmo adictivo. Muevo las caderas hacia delante y atrás, y los rubíes de mi cinturón brillan, y los anillos tintinean como si fuera una bailarina oriental ejecutando la danza del vientre. No sabía que podía moverme así. Deben ser todos esos años de hulalop con Jen.

Jeb me mira con los ojos muy abiertos y su cuello parece que vaya a estallar de tan rojo que está. Emite un sonido, a medio camino entre la tos y un gemido, fascinado por el vaivén de mis caderas. Se pone en pie.

—¿Te importaría bajar? Vas a hacerte daño.

—No, sube tú, conmigo. —Levanto los brazos y me contoneo aún más, seductora—. Es un baile para despertar a Bolita. Ya sabes, como solían hacer los indios americanos para convocar a la lluvia.

—Dudo mucho que los indios americanos se movieran así —dice Jeb sin dejar de mirarme.

Siento el ritmo palpitando por todos los nervios de mi cuerpo y me imagino las cadenas que cuelgan del pantalón de Jeb moviéndose al ritmo de esa música, los brotes de energía que recorrerían los eslabones. Le hago una señal con el dedo para que se una a mí.

—¡Eh, eh! ¡Espera! —Las cadenas de Jeb obedecen a mi señal y le arrastran a la silla. Trata de agarrarlas pero ellas se sueltan, y tiran de él hasta que le suben a la mesa, frente a mí.

Pongo mis manos en sus caderas, marcando el ritmo que quiero que su cuerpo siga, junto al mío. Me acerco a él y acaricio su cuello con los labios, depositando suaves besos sobre su piel mientras deslizo mis dedos por su pelo. Le suelto la cola de caballo.

—Sabes divinamente. Estás casi tan bueno que podría comerte —susurro.

La cadena alrededor de su muslo tira aún más, atrayéndole hacia mí. Tenso, trata de controlarlas.

—¿Cómo lo haces?

Me río y acaricio su pecho con las manos.

—Morfeo me enseñó a animar los objetos a mi alrededor. ¿Espectacular, verdad?

Estoy disfrutando tanto del contacto con su piel que me olvido de mantener la conexión con los eslabones de metal. En cuanto se libera, Jeb salta al suelo y me arrastra consigo. Me dejo caer en la silla, riéndome como una niña. Jeb me toma las manos y las cruza sobre mi pecho, reteniéndolas.

—Me estás asustando, Ali. Vamos.

—¿A dónde vamos? —Libero una mano y deslizo el índice por su camisa, desde el cuello hasta su delicioso estómago y me detengo en el cinturón, agarrándolo con avidez.

Un músculo de su mandíbula salta como si acabara de tensarlo. Ronroneo:

—Pobre Jeb, siempre tan preocupado por controlarte. Así que tu mundo se vuelve del revés cuando la pequeña Alyssa se suelta el cinturón de castidad, ¿eh? Así es mi chico malo, ¿verdad?

Doy unos golpecitos al botón de su pantalón.

—Ah…

—¿Por qué no despiertas a Bolita, y luego nos vamos a casa y celebramos una fiesta de verdad?

Estoy sonriendo tanto que me duele la cara. Es una sonrisa tentadora y provocativa y por alguna razón, no puedo detenerme.

—No sigas mirándome así —dice Jeb, con voz ronca.

—¿O qué? —Me siento poderosa, una sensación poco habitual en mí, al saber que soy capaz de causarle tanta agitación.

Traga saliva y saca de nuevo la bolsita de pimienta.

—A casa. Sí. Quizá si despertamos al ratón los demás también se descongelen.

—¡Eso! ¡Que empiece la fiesta del té!

Y entonces quizá pueda comer algo. Tamborileo el borde de la mesa con los dedos.

Jeb vuelve a mirarme como si me faltara un tornillo. Es delicioso sentirme capaz de alterarle tanto, como cuando se puso verde de celos a causa de Morfeo, un rato antes. Nunca he sabido de ninguna chica que pudiera causar tal efecto en Jebediah Holt. Sería estupendo ser la primera.

Una vocecita en mi interior intenta recordarme que esta faceta de mí no es mi verdadero yo. Que yo no diría esas cosas a Jeb, ni tampoco me complacería torturarle de esta manera. Algo va mal y debería decírselo, para que me ayude, o al menos para que pueda defenderse. Pero el hambre que siento aplasta mi conciencia. Es más que necesidad de comer. También estoy hambrienta de poder. De la capacidad de doblegar la voluntad del chico al que deseo. Hacer que pague porque no me ha hecho caso hasta ahora.

Sin dejar de mirarme de reojo, Jeb acerca la bolsita a la nariz del ratón. El pequeño animal inspira profundamente. Se forma un estornudo, que termina en un repentino hipo. Su capa de hielo se quiebra. Pedacitos de hielo resbalan por su piel marrón y por la chaqueta roja mientras se incorpora y se frota la nariz.

En el mismo momento en que nos ve, se oculta detrás de su taza de té. Al cabo de un instante, se atreve a mirarnos, con ojazos negros y cubiertos de rocío. Parecen galletas de chocolate. Una feroz oleada de hambre vuelve a asaltarme.

Babeando, me subo encima de la mesa.

—¡Eeee! —La voz del ratón es un chillido agudo, mientras se escurre de su escondite.

—Ali, espera. Necesitamos su ayuda —Jeb trata de agarrarme los tobillos, pero soy más rápida. Aparto fuentes y platos, y me arrastro persiguiendo al ratón mientras él corre hacia sus amigos, con la colita balanceándose tras él. Se para de repente al ver que están congelados. Con los bigotes caídos, se gira y me mira.

—¡Señorita Alicia, tiene que despertarles! —gimotea. Vacilante, su patita da un paso atrás—. Un momento. Usted no es la señorita Alicia. Está más…

Hambrienta. —Ahora entiendo perfectamente la terrible preocupación del octobeno por su estómago. Chasqueo los labios y voy a la izquierda, esquivando el intento de Jeb de agarrarme por la cintura. Mis manos aterrizan en un hojaldre y me limpio la pasta rápidamente. Estoy concentrada en mi presa viva.

El ratoncito sigue reculando, sin dejar de chillar nerviosamente. Sus patitas tratan de alcanzar sus bigotes y doblarlos bajo su mentón. Está a punto de tropezar con el mismo pastel en el que yo caí antes, y espero que lo haga. Me apetece mucho una rodaja de pastel de tierno ratoncito, ahora mismo.

Jeb se sube a una silla y salta de una a otra, siguiéndome.

—Escucha, amigo —le dice suavemente al ratón—. Yo impediré que te devore si tú nos ayudas a despertar a los demás. ¿Te acuerdas de qué hizo Alicia para que te durmieras?

El ratón se envuelve con su colita, abrazándose y tembloroso.

—Dejó caer el reloj en la taza de té.

Me observa temeroso desde la mitad de la mesa, acercándose aún más al pastel morado.

Entonces me arrodillo y me clavo las uñas en las rodillas para olvidar la tremenda hambre que siente mi estómago. Con los ojos cerrados, me concentro en el libro. No consigo recordar los detalles precisos, pero si una discusión sobre el funcionamiento mecánico del reloj de cadena del Sombrerero. Algo acerca de la liebre, el reloj y mantequilla. Mmmm, mantequilla. Caramelos de mantequilla, capas de mantequilla azucarada, galletas de mantequilla.

Gruño y golpeo la mesa con el puño, sacudiendo la cubertería y las fuentes. Una punzada de dolor sube por mi brazo y pone de nuevo en marcha el mecanismo de mi cerebro. ¡Mecanismo! Eso es. La liebre embadurnó con mantequilla el mecanismo del reloj con un cuchillo para el pan, llenándolo de migas. En la versión del libro, es el motivo por el cual la liebre introduce el reloj en el té, para limpiarlo de migas. Pero quizá no fuera ella quien lo hizo. Tal vez estaba tratando de sacar el reloj. A1 poner el reloj en el té, Alicia suspendió el mecanismo y congeló a los invitados y el tiempo. Eso es lo que tengo que arreglar. Los mecanismos del reloj. Bastará con secarlo y volverlo a poner en marcha.

Abro los ojos y veo a Jeb con el libro en la mano, y adivino que ha llegado a la misma conclusión. Está al lado de la Marcela Libra e inclina la taza de té, con cuidado de no romper la pata congelada del animal. Me arrastro por la mesa mientras el té cae sobre las pastas del plato. Aparece el reloj de bolsillo, con su cadenita. Jeb abre la tapa.

—Se paró a las seis en punto.

—¡La hora del té! —exclama Dor Milón excitado, dando palmas. Su entusiasmo le empuja hacia el pastel de moras.

Solamente alcanzo a mantener mi concentración unos minutos, lo bastante como para agarrar el reloj, secarlo, mover las manecillas a las seis y un minuto, y darle cuerda. Después de eso pierdo el control de mis pensamientos, porque el ratoncito asoma desde el borde del pastel, cubierto de moras y chorreando jarabe azucarado.

Delicioso jarabe de moras.

Estoy salivando. El hambre insaciable que viene persiguiéndome desde que llegué aquí estalla por fin. Todo lo que me envuelve desaparece. En mi cabeza, Dor Milón es el pato asado del banquete, y eso le convierte en una presa legítima.

Arrojo el reloj, y apenas me fijo en dónde ha caído. Me pongo en pie y empiezo a perseguir al ratoncito de nuevo. Mi presa se hunde entre pastelitos y túneles de pan, logrando escabullirse cada vez que caigo sobre él. Casi lo atrapo un par de veces. Patino entre platos, tropiezo con las fuentes, me deslizo sobre los pasteles. Ni siquiera me doy cuenta de que Jeb se ha subido a la mesa hasta que me agarra con fuerza y me bloquea, con su propio peso encima de mi espalda.

—¡Ali, detente! ¿Te has vuelto loca?

Como un animal, araño el mantel, gruño y rujo hasta que se clava en mis uñas y se rompe con un terrible ruido.

—Ali —Jeb respira con fuerza sobre mi cuello—. Vuelve conmigo. Sé la patinadora. Sé mi chica de nuevo.

Su chica. La patinadora. Su tierna súplica casi me trae de vuelta.

Casi.

Quizá es la adrenalina, o tal vez lo que sea que me transformó cuando caí de cara sobre el pastel y probé esa porquería morada, pero reúne la fuerza suficiente como para apartar a Jeb a un lado, como si fuera de papel. Cae de la mesa con un quejido y tomo el delicioso bocado morado, el ratoncito cubierto de azúcar y jarabe. El animalito chilla y el sirope me cae por los dedos y mancha mis guantes. Estoy a punto de arrancarle la cabeza de un mordisco cuando me agarran por detrás, y el animal logra escapar.

—¡Déjame! —chillo. Mi momentáneo estallido de fuerza sobrehumana ha desaparecido.

Alguien me gira y me coloca sobre la mesa. No veo nada, apenas distingo dos formas inclinándose sobre mí.

—Ha probado el zumo de moras del Árbol del Tántamo —dice la silueta que lleva la jaula del sombrero con una voz entre tenor y contralto—. Debe comerse el pastel entero, o se volverá loca.

El que ha hablado estalla en risotadas tan ruidosas y absurdas que parece una hiena subida en un saltador.

—Vamos, vamos. Estar loco no es tan grave —dice la sombra con dos largas orejas, añadiendo sus propias risitas al coro—. Podríamos dejar que nos comiera a nosotros. Ábrele la boca, ya me meteré yo dentro. Siempre he querido ver el interior de un estómago.

Una pata se mete en mi boca y casi me asfixia. Una arcada me hace incorporarme. El intruso se aparta y escupo el sabor de carne desollada.

—¡Me ha mordido!

La risa y los aullidos explotan a mi alrededor.

—¡Apartaos de ella! —El grito de Jeb les hace callar. Me acaricia el pelo para calmarme, pero eso causa el efecto opuesto. Al estar cerca de él, mi hambre despierta y mi estómago ruge como si las raíces de un arbusto de espinos horadaran mi interior.

Ya no me río: no hay nada gracioso en cómo me siento.

—¡Jeb, por favor! Dame de comer, o me moriré.

—De acuerdo, de acuerdo. —Su voz se rompe, y me doy cuenta de que he vuelto a imponerle mi voluntad.

Mis intestinos arden como si hormigas devoradoras de hombres estuvieran royéndolos. Cierro los ojos pero sigo oliendo el aroma de la comida por todas partes, envolviéndome.

Tras una pausa que parece durar una eternidad, algo blando y frío me acaricia los labios. Abro la boca con avidez y me trago tantas moras como puedo. Estallan en mi lengua, jugosas y suculentas. Me las trago de un golpe y suplico. Quiero más.

Cinco bocados después, puedo volver a concentrarme y ya no siento dolor.

Me levanto y parpadeo para identificar a los invitados de la fiesta del té que están instalados al otro extremo de la mesa. La liebre está ocupada en el reloj de bolsillo, limpiándolo con una servilleta y disculpándose con el Padre Tiempo. Sus ojos blancuzcos resplandecen como canicas cuando sonríe, y su boca sin labios revela tres dientes torcidos y amarillentos. El ratón Dor Milón está bañándose en una taza de té y su uniforme diminuto está secándose en un platito. Y Samuel Sombrerero no tiene cara, de verdad. Gira el cuello del ratón a la liebre, continuamente, como si alguien estuviera cambiando su canal de televisión de uno a otro.

Jeb se inclina sobre la mesa y me pregunta, preocupado:

—¿Estás bien?

La culpa me atenaza por la manera en que le he tratado.

—Estaba…

—Desinhibida e impulsiva. Mucho.

Miro los platos rotos a nuestro alrededor, y la comida aplastada.

—Tengo otro lado, Jeb. Otra manera de ser. Y no estoy segura de que tenga nada que ver con la maldición. Creo que siempre ha estado ahí.

Toma mis manos entre las suyas y dice:

—No pasa nada. Todos tenemos algo de maldad en nuestro interior. Yo también, así que hacemos buena pareja. —Me ayuda a bajar de la mesa y me abraza por la cintura. Me besa la frente y su piercing, frío y reconfortante, acaricia mis cejas. Me aparto—. ¿Entonces, no fingías cuando decías que querías estar conmigo, y no con Taelor? ¿Esto de ahora, es nuestra realidad?

Con el pulgar y el índice, me acaricia el lóbulo suavemente. Está tan callado y pensativo, que tengo miedo de que no me responda. Por fin, inspira profundamente y baja la mirada.

—Decidí salir con Tae para no pensar en ti. Esperaba poder olvidarte. Pero igual que me pasó con el álbum de dibujos, no funcionó. Entonces no sabía si sentías lo mismo que yo, y si era así, tenía miedo…

Jeb estudia las cicatrices de las quemaduras de cigarrillos de sus antebrazos, visibles a través de las rayas transparentes de su camisa negra.

—Sigue.

—De abrumar a alguien tan dulce como tú con mi pasado.

No puedo evitar sonreír.

—Vaya.

—¿Qué?

—Creo que ninguno de los dos nos enterábamos de nada.

Es la misma razón por la cual tampoco yo quería admitir lo que sentía por ti.

—¿Porque soy dulce?

Un hoyuelo adorable y juvenil aparece en su rostro.

Le acaricio el pelo y me río.

—No quería arrastrarte a la locura de mi familia.

Un ruido de platos sacude el otro lado de la mesa, donde el ratón y la liebre se pelean por una cuchara. Ambas quieren ver su reflejo en la plata reluciente del cubierto. Jeb me pone la mano en la mejilla, recuperando mi atención.

—Nunca fue mi intención hacerle daño a Tae. Bastante mal lo pasa con su padre. Pero cuando fue a buscarme para ir al baile de la graduación, fui sincero con ella. Le dije que todo había terminado. Que teníamos que romper. Prometí ir al baile con ella porque me lo pidió. Ya había comprado su vestido, y yo había alquilado un traje, ¿recuerdas? Pero sabe lo que siento. Que eres la única para mí, Ali. Solamente tú.

Es lo más hermoso que he oído en mi vida. Mi estómago tiembla como cuando era una niña y me subía en el tiovivo y finalmente al terminar me quedaba allí, quieta, mirando el cielo remolineando —marcada y feliz y entusiasmada— hasta que el mundo volvía a su habitual claridad.

—Jeb.

Levanta mi mano y me besa los nudillos. El piercing de su labio brilla y me recuerda a los ojos enjoyados de Morfeo. Le odio por hacer que las dudas se metieran en mi cabeza, por permitir que me alejara del chico más entregado que he conocido jamás. No puedo dejar que Morfeo vuelva a hacerme eso. Nunca más.

—También yo siento lo mismo —entrelazo mi mano con la de Jeb—. Perdóname por lo que dije en la sala de los espejos. Y por haberte mentido acerca del monedero de Taelor y su dinero…

—Shhh. —Se inclina y me besa, tan suave y tiernamente que hace que me no piense en nada excepto en sus labios—. Vamos a olvidar todo eso. Excepto una cosa —añade, susurrando contra mis labios—. Cuando volvamos a casa, ¿seguirás haciendo eso tan sexy con la cadena? Ese baile que te has marcado encima de la mesa era enloquecedor.

Me echo a reír, notando la sensual vibración de su pecho cuando casi ruge la última la frase. Se suma a mis carcajadas y luego me acerca hacia él besándome las orejas, la frente, los labios. Me hace sentir mil cosas diferentes, todas deliciosas, y casi me olvido de lo que aún tenemos que hacer.

Me aparto de él. Sumido en su propio momento de placer, Jeb me mira inquisitivo.

—Ahora vuelvo —digo. Me quito los guantes sucios, los arrojo a un lado y me subo a la mesa, deteniéndome al lado de Samuel Sombrerero—. La espada vorpalina. Alicia te la trajo, antes de que te congelaras. La necesito.

La pantalla vacía de su cara parpadea y emite un reflejo de mi rostro y del de Alicia. El efecto es estremecedor, como una pantalla de cine zapeando entre dos eras diferentes. Jeb se acerca, esperando.

—¿Espada? —dice Samuel mirando a sus dos compañeros—. ¿Alguno de vosotros recordáis algo acerca de una espada?

Todos se echan a reír, y eso me irrita.

—Quizá te la tragaste, Samuel —sugiere la liebre, entre bufidos de risa—. Abre la boca y echemos un vistazo.

—Más vale que te lleves una pistola de bengalas —chilla el ratón— ¡porque ahí abajo está tan oscuro como la boca de un lobo!

Más risas y resoplidos.

Jeb agarra la liebre por las orejas y la sostiene encima de la mesa, poniendo fin al festival de risitas. Señala a Samuel y al ratón.

—Si cooperáis, igual podéis conservar el pellejo.

El rostro de Samuel sintoniza la imagen de Jeb.

—Estás pidiendo ayuda en el sitio equivocado, pedazo de alcornoque. —Levanta la cara hacia la morera que nos cobija—. Alguien os ha enviado hasta aquí, pero os ha tomado el pelo. Me pregunto quién será.

Las hojas se agitan y Morfeo aparece en lo alto de la bóveda de ramas.

—Creo que habláis de mí —contesta, con una mueca burlona.