11

Galimajaula

Espero en un pasillo frío y lleno de espejos, acompañada de una mesa y unas sillas de cristal. He quedado en reunirme aquí con Jeb. Me muero de ganas de verlo de nuevo, pero al mismo tiempo estoy nerviosa por cómo reaccionará ante mi decisión de ayudar a Morfeo sin hablar con él primero.

Cierro los ojos, desorientada por el movimiento que hay a mi alrededor. Los espejos cubren cada centímetro del techo y las paredes, incluso el suelo.

Siluetas de sombras se deslizan por los reflejos.

En nuestro mundo, los espejos se hacen cubriendo la parte trasera de un cristal liso con una capa de pintura de aluminio plateada. La gente solamente puede ver su reflejo. Aquí, veo sombras en su interior, como si estuvieran atrapadas entre las capas. Morfeo me ha dicho que son los espíritus de las mariposas nocturnas. Me hace preguntarme por los insectos que maté en mi casa.

Al parecer, en el País de las Maravillas, todos y cada uno tienen alma. El cementerio es un lugar embrujado, venerado por todo ser de las profundidades. Nadie se atreve a poner un pie dentro, salvo las guardianas del jardín: las Gemesas.

Los muertos se cultivan bajo el cuidado de las gemelas: se siembran, se riegan y se podan como un verdadero jardín de fantasmas. Una hermana cuida de las almas, cantando a los recién llegados y manteniendo contenta a la flora espiritual. La otra escarda los espíritus marchitos que se han podrido y se han amargado o enfadado. Los encierra en el interior de formas para toda la eternidad.

Ahora las Gemesas no se llevan muy bien con Morfeo porque se niega a enviarles sus mariposas nocturnas muertas. Prefiere que vuelen libres en algún lugar entre la vida y la muerte en vez de mantenerlas cautivas en una prisión de tierra, así que las esconde en sus espejos.

Podría parecer mórbido. A mí me parece que hay cierta ternura en su esfuerzo por darles dignidad. La misma ternura que entreveo en nuestro pasado, y también antes, cuando curó mis heridas.

Todas las criaturas del País de las Maravillas poseen la misma marca de nacimiento que yo, la que tengo en el tobillo. Son las llaves a su mundo y un modo de curarse entre ellos, y también son parte de la maldición Liddell. Todavía no sé por qué, cuando se fue haciendo mayor, Alicia perdió su marca. Tampoco sé por qué olvidó el tiempo que había vivido en el mundo real y juró que vivía aquí, en una jaula de pájaros, en lugar de estar casada y tener una familia. Pero al menos una cosa está clara: yo formo parte de este reino hasta que rompa la maldición a pedazos.

El eco de unas botas pesadas resuena por el suelo de espejos y yo levanto la mirada.

—¡Jeb!

Corro hacia él. El suelo está resbaladizo y las botas que me dieron las hadas tienen poca tracción. Resbalo. Jeb suelta la mochila, se precipita hacia delante y me atrapa.

Me levanta hasta que nuestras frentes se tocan y mis pies cuelgan sobre el suelo. Nunca deja de maravillarme lo fácil que le resulta levantarme, como si no pesara nada de nada.

Acaricio su cara afeitada y su piercing granate, respirando su olor, asegurándome de que está bien.

—¿Te ha tocado? ¿Te ha herido? —susurra en el silencio.

—No. Fue un caballero.

Frunce el ceño.

—Dirás más bien un educado cucarachero.

Suelto un bufido, desvaneciendo su severidad y arrancándole una sonrisa. Me hace girar como una peonza.

—Te he echado de menos —dice.

Entierro la barbilla en sus anchos hombros y lo abrazo con fuerza. Mi cuerpo tiene sed de él, y absorbo su calidez como una esponja.

—No me dejes nunca, ¿vale?

En cualquier otro momento, sería una súplica lamentable. Pero ahora, es la petición más sincera que he hecho en la vida.

—No pienso hacerlo —susurra, y su boca está tan cerca que su aliento roza la parte superior de mi oreja. Cuando me suelta, veo que está observando las siluetas en movimiento que corretean a nuestro alrededor.

—Sedosa me habló de ellas —dice—. Al principio no le di crédito. El chico está loco por las mariposas nocturnas.

Me apoyo en sus hombros, mis pies siguen balanceándose a la altura de sus espinillas.

—Deberías ver su habitación. Tiene unas casitas de cristal llenas de mariposas vivas. Las guarda ahí hasta que abandonan el capullo. Cuando son lo bastante fuertes, las deja en libertad.

—¿Has estado en su habitación? —El rostro de Jeb se ensombrece—. ¿Me juras que no intentó nada?

—Palabra de scout.

Me aprieta la cintura, haciéndome cosquillas.

—Lástima que nunca fueras una scout.

Yo me retuerzo para liberarme y sonrío.

—No pasó nada.

Es mentira. Morfeo me afectó enormemente. Despertó una parte de mí que apenas puedo creer que exista, y no estoy segura de que Jeb sea capaz de aceptarlo. Pero quizás no hace falta que sepa nunca lo del tamborileo en mi cabeza o mis extraños poderes. Quizás pueda ocultar mis inclinaciones malditas hasta que salgamos de aquí y me haya curado.

Con los dedos aferrando el cuello de Jeb, doy un tirón a su corta coleta. Queremos pasar desapercibidos en el banquete, así que los dos vamos disfrazados. Él va de caballero élfico; las hadas le cubrieron las orejas con el pelo para ocultar sus bordes redondeados. Me gusta así. Su fuerte mandíbula y sus facciones expresivas quedan resaltadas.

—Pensaba que te pondrían un sombrero —me burlo un poco.

—Nada de eso. Los reservan para los gusanos alados.

Me río y le doy un golpecito en los hombros, pidiéndole en silencio que me baje. Me deja en el suelo.

—Estás increíble.

—Gracias.

No le digo que mi atuendo es una creación de Morfeo: una túnica sin mangas color melocotón, con cascadas de pliegues que comienzan bajo mis pechos y descienden hasta la mitad de los muslos. Un encaje rojo adorna los pliegues y complementa el cinturón rojo que recuerda al de una esclava, incrustado con rubíes brillantes que me ciñe la cintura. Cinco robustos anillos de plata decoran el cinturón y hacen juego con la blusa gris que llevo bajo la túnica. Las mangas abombadas de la blusa me cubren los brazos hasta las muñecas, donde asoman unos mitones de encaje rojo. Unas mallas a franjas grises y melocotón cubren mis piernas como si se trataran de barritas de caramelo, y desaparecen en unas botas de terciopelo rojo que me llegan hasta la rodilla.

El atuendo es un intento calculado para que parezca salvaje e indómita y así los excéntricos invitados de la cena me reciban mejor. Para ello, las hadas me han peinado con un tocado de bayas rojas y flores que decoran mis trenzas. Llevo la horquilla de Alison que encontré entre los tesoros ocultos del sillón justo encima de mi sien izquierda.

Por alguna razón, Morfeo insistió en que me la pusiera.

Señalo el uniforme de caballero élfico de Jeb.

—Lo he visto antes. Esa cruz representa la élite de los elfos enjoyados.

Los pantalones negros rodean sus piernas como un par de vaqueros desgastados. Una cadena de plata que entra y sale de dos de las trabillas del cinturón, creando la ilusión de que hay cinco cadenas, y una cruz de brillantes diamantes blancos en la parte superior de su pierna izquierda. Deslizo los dedos por las joyas.

—No eres sólo un caballero… Eres uno de los consortes reales.

Jeb detiene mi palma en su muslo y noto los músculos tensarse bajo mi mano. Sus ojos se vuelven intensos, como cuando nos abrazamos en el lecho marino.

Aparto la mano y él aprieta la mandíbula.

Avergonzada, me concentro en el resto de su uniforme. La camisa es de manga larga y ajustada. Es plateada, con franjas verticales de color negro hechas de algún tejido semitransparente. Busco las quemaduras de cigarrillo, y me duele verlas; entonces noto que le ha desaparecido el vello del pecho.

—¿Te has afeitado el pecho?

Él baja la mirada hasta las franjas negras transparentes.

—En realidad no había espejo en mi habitación. Lo hizo Sedosa después de mi baño, cuando me afeitó la cara. Dijo que los elfos no tienen pelo en ningún sitio excepto en la cabeza.

¿En ningún sitio? Me lo imagino desnudo, con Sedosa toqueteándole los abdominales, por no mencionar otros sitios.

—¿Esa hada te vio desnudo?

Se aclara la garganta.

—No sólo ella. Creo que en un momento dado habría unas treinta encima de mí.

Noto el arrebato de celos, y aprieto los puños.

—¿Treinta hadas subidas en tu cuerpo desnudo?

—Relájate, ¿vale? Las hadas voladoras fosforescentes de color lima no me van. Ahora ven aquí. Quiero enseñarte algo.

Me gira para que mire la pared de espejos y se queda detrás de mí, con la barbilla descansando sobre mi cabeza mientras levanta las manos a ambos lados de mi cara.

—Mira tus ojos.

Mi reflejo me devuelve la mirada, superponiéndose a las sombras de las mariposas nocturnas. Me percaté del maquillaje en cuanto entré. Las hadas habían hecho un trabajo increíble, logrando que pareciera real. Llevo sombra de ojos negra en franjas curvas como las de un tigre bajo las pestañas inferiores.

Los arabescos recuerdan a los tatuajes de Morfeo, pero en una versión más femenina.

—Eres así desde que llegamos. Me di cuenta la primera vez que salimos de la madriguera del conejo. Pensaba que se te había corrido el maquillaje. Pero, después del océano, seguías igual. No hice la conexión hasta que vi a Morfeo sin máscara hace unos minutos. —Hace una pausa, con expresión de malestar. Sus pulgares recorren los bordes de los motivos negros—. No se borran. Y esa purpurina negra sobre tu piel, no es sal residual. Empiezas a parecerte a uno de mis dibujos de hadas.

También yo siento náuseas. Con un dedo, recorro los pliegues de mi túnica. Eso explica por qué el octobeno creyó que era un ser de las profundidades.

—¿Por qué no has dicho nada hasta ahora?

—Estábamos demasiado ocupados, ¿no crees?

Me aparto de mi reflejo.

—Así que la maldición está empeorando.

—Más de lo que crees. —Se pone detrás de mí y pasa las manos por la parte posterior de mis hombros—. Tienes hendiduras en el traje. ¿Qué viene ahora, alas?

Sus pulgares acarician la piel desnuda de mis omóplatos. No sé qué decirle. A juzgar por lo que he visto hasta el momento, sólo algunos seres subterráneos tienen alas. La idea de que algo brote de mi piel me deja anonadada. De hecho, si me paro a pensar en los cambios que ya se han operado en mí, basta para hacerme sentir como si estuviera atrapada en una especie de carrusel absurdo y fuera de control.

El reflejo de Jeb me mira frunciendo el ceño con severidad.

—¿Por qué esta maldición afecta sólo a las mujeres de tu familia?

—Alicia era una mujer —contesto, aún nerviosa por lo de las alas—. Sólo una mujer puede arreglar sus propios desastres.

—Desastres —repite Jeb, frunciendo todavía más el ceño. Me sujeta los brazos con firmeza, me gira y me mira a los ojos—. Cuando estuve con las hadas, Sedosa mencionó lo que le hiciste al océano. Ella no dijo que fuera un desastre. Dijo que era una prueba. Y, ¿sabes lo que es más raro todavía? No parecía contenta, sino más bien resentida porque lo habías logrado, por el simple hecho de que estuvieras aquí. Algo no encaja. No vamos a hacer nada para ayudar a ese insecto hasta que nos diga la verdad.

—A mí ya me ha dicho la verdad. Me dijo lo que tengo que hacer. —Le cuento a Jeb lo que aprendí en la habitación de Morfeo, aunque no soy lo suficientemente valiente como para decirle la verdad sobre nuestra «conexión», ni tampoco sobre el espectáculo de marionetas con las piezas de ajedrez mágico.

—¿Así que vas a confiar en su palabra?

—Sus motivos son nobles. Su amigo está en peligro.

—¡Deja de humanizarle, Ali! —Jeb golpea la pared de espejos con la palma de su mano. Las sombras de las mariposas se alejan rápidamente, sobresaltadas—. No es de nuestro mundo, ¿vale? Y tiene el poder de meterse en tu cabeza. Te vi con él en el claro. No eres capaz de pensar fríamente cuando lo tienes cerca.

Su acusación reaviva mi furia por lo de Londres.

—No puedo creer que vayas a emplear esa carta ¿Me estás diciendo que no soy lo bastante fuerte como para pensar por mí misma?

—No es eso, esto es diferente. ¡Mira lo que te está pasando!

—Pero voy a detenerlo. Solamente tengo que hacer una cosa más. Eso es todo.

—¿Ah sí? Pues a mí me parece que cuanto más haces por él, más te pareces a él.

—No es verdad. Te equivocas.

Tiro de una de mis trenzas, deseando poder convencerme con la misma facilidad con la que pronuncio esas palabras. Me gustaría poder negar que cuanto más tiempo paso aquí, más se imbuye mi sangre de este lugar, o que Morfeo es el torniquete que aprieta mis venas con fuerza. Jeb rechina los dientes con tanta fuerza que su mandíbula se mueve.

—No vamos a discutir sobre esto, Ali. Eso es lo que él quiere. No dejaré que lo haga.

—¿Hacer qué?

Se envuelve la muñeca con el mechón de pelo que tengo entre mis dedos y tira de mí para acercarme a él, inclinando la cabeza hasta que nuestras cejas se juntan.

—Entrometerse entre tú y yo.

Todo mi cuerpo se suaviza y se llena de calidez ante la áspera posesividad de su voz, pero no tiene derecho a ello.

—¿Lo has olvidado? Ya hay alguien entre los dos. Te vas a mudar con ella a Londres.

—Fui un idiota. Por pensar por un segundo que estar al otro lado del océano me daría control.

Un nudo ardiente me atenaza el pecho; doy un paso hacia atrás.

¿Control? ¿Sobre qué? ¿Mi vida? Ésta es la realidad, señor inconsciente: ya no soy tu «hermanita». Estoy harta de que me consideres parte de tus deberes y responsabilidades, en algún lugar entre cortarte las uñas de los pies y cambiarte los calcetines sucios.

Lo aparto de un empujón y me dirijo hasta la silla de cristal, decidida a esperar ahí a Morfeo. Sin advertencia previa, Jeb tira de uno de los anillos de mi cinturón y me hace girar. En un movimiento suave, me pone sobre la estrecha mesa en forma de media luna. Mi piel tiembla bajo su roce cuando me sitúa contra la pared, con las caderas encajadas entre mis muslos. Estamos frente a frente, las caras muy juntas. Mi cabeza se llena de agitación y en la sombra de mi lado más oscuro, brota una oleada de satisfacción, un perverso entusiasmo al saber que puedo azuzar sus emociones hasta causar esta reacción visceral.

Me apoyo contra sus hombros para que haya espacio entre nosotros, pero estoy fingiendo. Mi engaño se desvanece, mis rodillas tiemblan de alegría, en el instante en que él me agarra las muñecas y las baja, inclinándose sobre mí hasta que nuestras narices casi se rozan.

—Esto es la realidad —dice él, y su aliento es una ráfaga cálida en la fría habitación—. Sé que ya no eres una niña. ¿Crees que estoy ciego? —Sus dedos se entrelazan con los míos, apretando mis brazos contra los espejos fríos y lisos para sentir su latido contra el mío—. Tú eres la inconsciente. No hay nada fraternal en lo que siento por ti.

Mi cerebro se apaga. Debo haberme tragado todos los espíritus de mariposas del reino. Juro que las noto revoloteando en mi estómago.

Jeb me libera para tomar mi cara entre sus manos, casi sin tocarme, como si tuviera miedo de romperme.

—Soy yo quien pierde el control. He dibujado cientos de bocetos de tu cara y sigo sin tener bastante. —Delinea el hoyuelo de mi barbilla con el pulgar—. Tu cuello. —Su palma se mueve por mi garganta—. Tu… —Sus dos manos encuentran mi cintura y me levantan de la mesa, de nuevo frente a frente—. No voy a desperdiciar otro segundo en dibujarte —susurra contra mis labios— cuando en lugar de eso puedo tocarte.

Aprieta su boca contra la mía.

Una chispa salta entre nosotros, caliente y eléctrica. La conmoción y la sensación brillan a través de mí, resplandecientes por su calor y su sabor. Seis años de secreto deseo. Seis años negando que él es la órbita de mi mundo.

Y pensar que él también estaba huyendo de mí.

A la deriva entre la incredulidad y el deseo, me quedo quieta. Mis brazos cuelgan flácidos a ambos lados, con los puños abriéndose y cerrándose. La boca de Jeb vibra contra la mía con un gruñido. Me coloca las manos alrededor de su cuello, inclinándose más cerca.

Su sabor es increíble, a chocolate y sal. Conocido, pero también nuevo y excitante. Aferro su cuello con los dedos. Los sentimientos que he estado reprimiendo se enroscan y desenroscan en mi interior como anguilas eléctricas, electrocutándome y devolviéndome a la vida. Todos mis receptores sensoriales zumban, plenamente conscientes. Lo saboreo, lo respiro, lo siento.

Sólo él.

Mis labios siguen los suyos, latiendo lentamente, suaves y cálidos. Su piercing raspa mi barbilla, una sensación entre áspera y sexy. Sus manos guían mi mandíbula, mostrándome cómo inclinar la cara. Obliga a mis labios a abrirse con los suyos y yo paso la lengua por sus dientes, encontrando su incisivo torcido antes de que su lengua atrape la mía. Quizás estoy respirando demasiado fuerte. Quizás estoy babeando demasiado.

Quizás nunca llegue a hacerlo tan bien como las otras chicas con las que ha estado. Pero no importa, porque de todas las cosas que he sentido y he visto en este viaje (encogerme y crecer, hadas voladoras, piezas de ajedrez vivientes), ninguna es más mágica que este momento.

Sus besos se desvanecen en simples caricias que desliza con sus labios por mi cara y mi cuello, suaves y tiernos.

—Ali —susurra—. Tienes un dulce sabor… como a madreselva.

—No lo hagas —murmuro, aturdida.

Se aparta, con los ojos densos y oscuros.

—¿Quieres que pare?

—No. —Me he quedado dormida rezando para que me mires así. Para que me toques así—. No me rompas el corazón.

Las sombras de las mariposas se deslizan sobre él en el techo de espejos, distrayéndome de la intensidad de su ceño fruncido.

—Antes me arrancaría el mío.

Creo que lo haría. Estirándome y poniéndome de puntillas, agarro su pelo. Esta vez, lo beso. Él responde con un gemido que me hiela la columna, apretando los dedos en mis caderas. Yo bajo mis manos enguantadas para encontrar su pecho, buscando las cicatrices. Me detengo en las cadenas de su cintura, las agarro hasta que el metal me muerde los dedos, y nos empujo contra la pared. Un escalofrío me atraviesa los omóplatos desde el espejo, pero su cuerpo encaja a la perfección con el mío, y enciende mi sangre con mil pequeños fuegos, consumiéndome.

Estamos tan concentrados que ninguno de los dos oye los pasos hasta que un gruñido nos separa. Al girarnos está Morfeo, con suficiente ira en sus ojos negros como para convencer al Diablo de irse a vivir al cielo. Jeb saca los dedos de los anillos de mi cinturón, pero mantiene la mano en la parte baja de mi espalda. Me toco los labios, que laten con avidez, sedientos de más.

—Vaya, vaya, qué agradable —la voz de Morfeo no suena líquida esta vez. Chirría cual uñas oxidadas contra mis tímpanos. Se quita los guantes y se golpea la palma de la mano con ellos, con las alas caídas y arrastrándolas por el suelo como una capa—. Tal vez deberías devolverle el pintalabios a Alyssa. No tenemos tiempo de volver a por más antes de la cena.

Jeb se limpia la boca. Yo me lamo los labios, sintiéndome inexplicablemente culpable. La canción de cuna de Morfeo suena con suavidad en mi cabeza, melancólica y ligera. Las palabras de la canción parecen haber cambiado a juego con su humor:

Pequeña florecilla de rojo y melocotón,

Atrapas chicos con tu hermosa cabecita;

Provoca y juega, sé tímida, no seas tontita,

Pues algún día le romperás el corazón.

Las notas de la nana ensordecen en mis oídos y me arrancan una mueca de dolor.

Rugiendo, Morfeo se gira hacia un espejo y quita las motas de polvo de su ropa con los guantes. Lleva una camisa blanca con volantes bajo una chaqueta roja con brocado que se balancea a la altura de sus músculos. Es una chaqueta cruzada, con botones de latón en ambas solapas. Lleva pantalones ceñidos de terciopelo rojo y unas botas negras de cordones que le llegan hasta las espinillas.

De no ser por el pelo azul y las alas, parecería el Romeo de Shakespeare.

Abre las alas mostrándolas en su máximo esplendor. Las joyas que lleva en los bordes de las marcas de sus ojos brillan con su genio, de rojo a verde.

—¿No sabes, caballero élfico —se gira hacia nosotros—, que es muy indecoroso para un guardia seducir a su inocente pupila?

Frunzo el ceño. ¿Qué pasa, llevo la palabra mojigata escrita en la frente?

—No sabes nada de mí.

La boca de Morfeo se retuerce en una sonrisa irónica.

—Entonces, ¿sólo estabas fingiendo? ¿Sonrojándote como un melocotón inmaculado?

Jeb me coloca tras él.

—No va a hablar de eso contigo.

Morfeo resopla.

—Es un poco tarde para este despliegue de caballerosidad. Si alguien hubiera presenciado este espectáculo, tu mascarada de caballero élfico habría terminado antes de comenzar siquiera. ¿Se te olvidó decirle cuál es la primera norma de un caballero, dulzura? ¿La de controlar sus manos y sus emociones?

La atención de Morfeo recae en su hombro derecho. Por debajo de su pelo asoma Sedosa, que intercambia una mirada con Jeb. Los ojos de Morfeo vuelven a fijarse sobre mí, penetrantes como cuchillas de ónice. Yo sólo quiero disfrutar del recuerdo de mi primer beso. En lugar de ello tengo que luchar contra la idea de que acabo de traicionar a un tipo del mundo de las profundidades a quien llevo años sin ver y, por alguna razón, la idea de hacerle daño me resulta insoportable.

Jeb se pone rígido.

—Cambio de planes —dice—. Ali no va a ayudarte en tu jueguecito, sea lo que sea. Nos vas a mandar de vuelta. Ahora.

Una de las comisuras de la boca de Morfeo se alza en una mueca. Va dirigida a Sedosa, aunque sigue mirándome.

—Parece que te equivocabas. Habías dicho que el mortal no sería una amenaza. Quizá hayas subestimado la atracción que nuestra hábil Alyssa despierta en él.

Sedosa se concentra en sus piececitos. Aletea con lentitud, como una mariposa cuando descansa.

—Pensaba que prefería a otra…

—¡Calla! ¡Ese no es un secreto que debas desvelar! —grita Morfeo. El volumen de su voz hace caer a Sedosa, que aletea en el aire, tapándose las orejas picudas con sus manos.

Morfeo se toca la boca con un dedo.

—Léeme los labios, duendecilla de lengua ligera. Busca. La. Maldita. Caja. Es hora de enseñarle a nuestra doncella y su soldadito de juguete la clase de bienvenida que recibirían en caso de que den la espalda a su único aliado.

Sedosa desaparece por el pasillo.

—¡Y tráeme mi Sombrero Embaucador! —grita Morfeo tras ella. El eco de su orden sigue flotando cuando gira sobre sus talones para observamos. Con expresión petulante, se pone los guantes—. Hay un problema con lo que me has pedido, pseudoelfo. No puedo enviaros de vuelta así como así. Y Alyssa lo sabe.

Jeb mira por encima de su hombro, con la mirada interrogante.

—Oh, cielos. —Morfeo se da una palmada en la mejilla, como si estuviera aturdido—. ¿Estabais demasiado ocupados como para hablar de algo importante? O tal vez nuestra inocente doncella se sentía culpable por el dinero que había tomado prestado del bolso de tu otra novia, y tú, noble caballero, decidiste reconfortarla.

Jeb se gira hacia mí.

—Espera… El dinero de tu lapicero. ¿Tae sí se dejó el bolso en la tienda, verdad? Y tú se lo robaste.

Morfeo se inclina entre nosotros.

—Bueno, ¿y de qué otro modo podría Alyssa haberse escapado a Londres para ir a buscarme?

La mirada de Jeb está clavada en mí, llena de acusaciones.

—No puedo creerme que me mintieras a la cara. Robaste dinero para conseguir un pasaporte falso, y en realidad todo el tiempo planeabas ir a Londres.

—Dos por dos —se burla Morfeo, ahora detrás de mí—. Mentirosa y ladrona. Ese pedestal se está volviendo resbaladizo, ¿verdad, bizcochito?

Le doy un codazo con tanta fuerza que sus alas crujen.

—Hice lo que tenía que hacer para ayudar a Alison. —Me dirijo a Jeb, ignorando la sonrisa pretenciosa de Morfeo mientras él camina en mi periferia—. Sólo tomé prestado el dinero. Voy a devolvérselo.

Morfeo se detiene junto a Jeb.

—Lo que dice tiene sentido. El motivo siempre justifica el crimen. Es la ley aquí.

—¿Has oído eso? —dice Jeb, taladrándome con la burla de su voz—. La cucaracha local te ha dado su aprobación. Y te preguntas por qué no puedo confiar en que te vayas por tu cuenta.

Un diminuto fuego prende en la base de mi garganta, y la molesta necesidad de justificarme sube como el ácido.

—Tenía un plan.

—Un plan genial —dice Jeb, señalando la estancia que nos rodea.

—¡No tenía ni idea de que pasaría esto, Jeb!

Antes de que pueda responder, Morfeo se interpone entre nosotros, agarrándonos a cada uno por el hombro.

—Os pido perdón, tortolitos —canturrea—, pero por mucho que esté disfrutando de esta escena, vuestra pelea corre el peligro de eclipsar mi gran inauguración.

Hace un ademán en dirección a la puerta, por donde vuelve Sedosa con otras veinte hadas. Cinco de ellas llevan un sombrero rojo de copa con una ancha banda negra que sujeta una pluma de pavo real. Un cordel de cadáveres de mariposa nocturna de un azul iridiscente adorna el ala como una guirnalda.

Las demás hadas traen una bolsa negra pesada que apenas pueden levantar, así que la arrastran por el suelo.

—Todos los invitados han llegado, Amo —dice Sedosa con voz entrecortada. Ella y sus compañeras colocan el sombrero sobre la cabeza de Morfeo, y las otras dejan la bolsa cerca de nuestra mochila.

—Saca los aperitivos y haz que el arpa toque algo —dice Morfeo, y tuerce un poco el sombrero. Las mariposas muertas tiemblan, como si trataran de escapar—. Estaremos allí en breve.

Sedosa asiente y sigue a las demás, mirando por encima de su hombro antes de revolotear hasta el pasillo contiguo. Morfeo toma la bolsa. Cuando se acerca hasta la mesa de cristal, sus alas de satén me rozan la bota derecha. Mi marca de nacimiento vibra y un zumbido recorre mi espinilla antes de detenerse en el muslo, cálido y titilante. Frunciendo el ceño, alejo la pierna y doy unos golpecitos en la bota para disminuir la sensación. Jeb me observa con desaprobación.

Morfeo pone la bolsa boca abajo: es una caja de sombreros de plata decorada con terciopelo blanco. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera en mis sueños. La curiosidad me atrae hasta la mesa.

Morfeo señala la silla, de nuevo en su papel de anfitrión caballeroso.

—Me quedaré de pie —murmuro. Me gustaría que sus ojos se volvieran aún más negros. Sé que ha metido la cizaña entre Jeb y yo, sólo para vengarse por el beso. Aunque estoy extrañamente intrigada de por qué le importa tanto como para ponerse celoso.

Jeb se coloca tras nosotros y me aprieta los hombros. Sigue siendo mi protector, aunque esté enfadado. Me inclino hacia su calor corporal, agradecida.

Morfeo nos lanza una mirada de disgusto, y después arrastra la caja hasta el centro de la mesa. En realidad está hecha de peltre. Unas rosas de terciopelo blanco cubren los lados, y un grabado recorre la parte superior del cierre con bisagras en algún lenguaje arcaico. Cuanto más observo las palabras, más legibles se vuelven. ¿Es otra manifestación de la maldición Liddell? ¿Que de forma progresiva, entienda este idioma?

—Es hora de hacer las presentaciones —dice Morfeo, abriendo la tapa un instante antes de que comprenda el sentido de su frase. Dentro de la caja hay un fluido oscuro y aceitoso. Una capa de cristal sobre la parte superior mantiene el líquido en el interior. Morfeo le da una sacudida al contenido y un objeto blancuzco se mueve hacia la superficie.

Me recuerda a una bola mágica que vi una vez en un mercadillo doméstico. La bola de plástico negro tenía una ventanita. Estaba llena de un fluido azul, y en su interior había un dado negro que flotaba hasta la ventanita, con una frase en cada lado. Lo único que tenías que hacer era preguntarle algo a la bola, agitarla en las manos y darle la vuelta. La respuesta aparecería en la ventana, y podía ser cualquier cosa, desde Probablemente hasta Pregúntamelo más tarde. Sólo que este objeto flotante es casi del tamaño de un melón y con forma oval. A su alrededor, unidas a él, se arremolinan unas gruesas cintas blancuzcas. Morfeo vuelve a agitar la caja, y la bola gira para revelar una cara.

¡Es una cabeza!

Suelto un aullido, luchando con la bilis que me sube por la garganta.

Jeb maldice y trata de girarme en su dirección, pero yo no puedo apartar la mirada. El líquido debe ser alguna clase de formaldehido. ¿Por qué iba a tener Morfeo una cabeza en conserva dentro de una sombrerera de peltre? ¿Qué clase de psicópata es?

—Despierta, preciosa —susurra Morfeo, con una ternura forzada en su petición. Observo, mortificada, mientras él pasa un dedo por el cristal, recorriendo las pestañas cristalizadas de la cara. Cuando los ojos se abren, casi me quedo helada.

Está viva.

La reconozco gracias a las piezas de ajedrez. Es la Reina Marfil, aún más hermosa que su contraparte de jade, delicada y pálida como la luz de la luna. Unas marcas como tatuajes negros cubren sus sienes en una red venosa, como si hubieran presionado las alas de una libélula contra un sello para transferir la imagen a su piel. Sus ojos son de un azul tan pálido, casi incoloros, y las largas pestañas se curvan hacia arriba con cada pestañeo.

Tiene las cejas plateadas y cristalinas como si estuvieran cubiertas de hielo. En las esquinas exteriores hay dos líneas negras que descienden hasta sus pómulos y terminan en forma de lágrima, como si estuviera llorando tinta.

Los labios son de un rosa pálido, curvados y encantadores como un corazón, y se abren en una sonrisa de adoración cuando su mirada recae en Morfeo. Intenta hablar.

Él se acerca, acariciando cariñosamente su mejilla encerrada con la palma de la mano. Ella intenta hablar de nuevo, pero no la oímos a través del líquido y el cristal.

Jeb y yo nos quedamos mudos, aprisionados por nuestro propio silencio.

Morfeo rompe la calma.

—Esto es una galimajaula. Puede contener un ser completo en su interior, aunque sólo aparece la cara. Habréis oído el dicho, «Que le corten la cabeza». Sale en el libro que lleváis.

Miro mis manos enguantadas y pienso en mis cicatrices. No es el único lugar donde he oído esas palabras, y Morfeo lo sabe. ¿Se refería a esto Alison cuando dijo que no quería que yo perdiera la cabeza?

—Bueno, pues éste es el origen de esa frase —termina Morfeo—. La pequeña Alicia se lo tomaba todo de forma demasiado literal. Era el castigo habitual aquí en el País de las Maravillas, aunque ahora se considera una barbaridad. Es peor que cualquier prisión, porque sus ocupantes pueden ser vistos pero no oídos. Sus palabras están enjauladas para siempre.

La caja tiembla bajo las manos de Morfeo. La expresión de la reina pasa de la adoración a la desesperación. Se mueve de atrás hacia adelante, y unas burbujas se agitan en la superficie. Su pelo se arremolina como si fuera de algas albinas.

Morfeo rodea la caja con los brazos para evitar que caiga de la mesa. Cuando la boca de la reina se estira en un grito silencioso, él cierra la tapa. Sus facciones palidecen. Envuelve de nuevo la caja en la bolsa antes de que pueda leer otra vez la inscripción.

Alisa las mangas sobre sus guantes con dedos temblorosos, y suelta un suspiro.

—No quería molestarla. Está en paz la mayor parte del tiempo, cuando la dejamos tranquila. Pero si no la liberan pronto, sus recuerdos se perderán para siempre.

—Ella te importa—digo con un inesperado ramalazo de envidia. En mis recuerdos perdidos durante tanto tiempo de nuestra infancia, siempre estábamos nosotros dos. Nos entendíamos a todos los niveles. Morfeo me hacía sentir adorada, especial, importante. Nunca se me ocurrió que de grande pudiera sentir lo mismo por otra persona—. Morfeo, ¿qué significa ella para ti?

No responde. Al menos, no en voz alta. Su expresión es confusa y turbada, y las joyas alrededor de sus ojos centellean, pasando del plateado al negro, como estrellas que observaran desde del firmamento en una noche tormentosa. Recuerdo la confesión de Alicia en el juicio: De hecho, Marfil sentía mucho aprecio por el señor Oruga. A juzgar por cómo acaba de mirar Morfeo a la reina, y por cómo lo miraba ella, regresó al castillo después de su metamorfosis.

Imagino sus elegantes dedos recorriendo su piel, sus labios suaves sobre los de ella.

Ese pinchazo de envidia se convierte en algo mucho más desagradable, un codicioso remolino de emociones que no soy capaz de nombrar. ¿Qué me pasa? ¿Por qué debería importarme la vida amorosa de Morfeo, cuando por fin he besado a Jeb después de todos estos años?

Las alas de Morfeo se abren del todo, y después se vuelven a cerrar. La niebla soñadora que cubría sus facciones es reemplazada por ira reprimida.

—En este reino, los espejos son portales. Pero el pasillo en que nos encontramos sólo lleva a otros lugares del País de las Maravillas. Los caminos de vuelta a tu mundo se encuentran dentro de los castillos Blanco y Rojo, y están conectados a las reinas. El portal de Marfil está congelado debido al estado de la Reina, y seguirá así hasta que la persona que la metió en la caja la libere. Así que solamente tenemos el portal del castillo Rojo. Tengo entendido que ya conocéis a Cornelio Blanco.

Trago saliva y asiento con la cabeza.

—Así que ya sabes lo bien que te recibirían en la provincia Roja. Si pones un pie allí, podrías acabar en una caja como ésta.

Una imagen de mí o Jeb flotando en el líquido negro cruza mi mente. Jeb debe sentir mi escalofrío, porque me aprieta el hombro para darme fuerzas.

—¿Quién puso ahí a Marfil? —pregunta.

Morfeo se quita el sombrero y lo coloca cerca de la bolsa, dejando su pelo hecho una maraña de brillantes enredos azules.

—Después de que la Reina Roja fuera exiliada a las tierras salvajes, jamás se la volvió a ver. Su hermanastra, Granate, se casó con el rey y se convirtió en la Reina. Era una mujer tan olvidadiza que nunca se acostumbró a llevar la corona. Y ahora su rey quiere darle dos. —Morfeo saca una centelleante tiara de diamantes de la bolsa—. Tengo un espía infiltrado en el castillo Rojo. Cuando la Corte Blanca me mandó noticia del destino de Marfil hace unas semanas, envié un mensaje a mi contacto para que robara la galimajaula. Estoy protegiendo a Marfil en su interior, junto con su corona, para mantenerla a salvo de Granate y el Rey Rojo. Si ambos llegan a controlar tanto el portal Rojo como el Blanco… Bueno, digamos que te deseo buena suerte con eso de volver a casa. —Vuelve a guardar la tiara—. Todo esto mejorará en cuanto Alyssa encuentre la espada vorpalina. Es el arma más poderosa del País de las Maravillas. Yo puedo usarla para obligarles a liberar a Marfil. Entonces se os abrirá su portal.

Jeb mira fijamente a Morfeo.

—A ver si lo entiendo. Nos has atraído hasta aquí abajo con la promesa de salvar a la madre de Ali, pero sabiendo que no podríamos volver a casa hasta que liberáramos a tu novia-monstruo.

Morfeo alza un dedo.

—Ya que estamos exponiendo los hechos, no olvidemos para empezar que no estabas invitado. Si esto es demasiado para tu delicada constitución, despojo mortal, te invito a que te quedes a salvo en mi estancia de invitados hasta que todo esto explote.

—Yo voy donde vaya Ali, bailando-con-bichos. Y, para que lo sepas, si le pasa algo, te clavaré por las alas a un corcho y te usaré para jugar a los dardos.

La discusión entre Jeb y Morfeo es sólo ruido de fondo. Estoy aquí para romper la maldición de Alison… Eso es todo lo que importa.

Sólo que no debería haber metido a Jeb en esto. Ojalá pudiera volver atrás. De repente recuerdo algo que dijeron las flores zombis. Algo sobre que el tiempo se mueve hacia atrás en el País de las Maravillas. ¿Qué querían decir con eso? Obviamente no es una verdad literal. El tiempo se ha movido hacia adelante desde la visita de Alicia, de lo contrario, las cosas no habrían llegado a este punto.

Me invade una sensación de urgencia. El lunes comenzará la terapia de electroshocks de Alison.

—Necesito ir a la fiesta del té y despertar a los invitados.

Jeb me mira.

—Y, ¿cómo vas a hacerlo? ¿Dándole un besito mágico a ese sombrerero chiflado?

Morfeo se sujeta bien el sombrero y lo inclina.

—¿Chiflado? Las habilidades de Samuel Sombrerero son excepcionales. Nadie puede hacer un sombrero a medida como él. ¿Y eso de que un beso lo despierte? Te equivocas de cuento, Príncipe Azul. Aunque, te aseguro —Morfeo me golpea la sien con el pulgar— que nuestra querida niña nos va a traer a todos un final feliz.

Jeb atrapa la muñeca de Morfeo en el aire. Sus miradas se cruzan.

—Sin tocar —gruñe.

Morfeo se libera de un tirón.

—Nuestros invitados saben por qué Alyssa está aquí. Desde que ya no pueden ir de excursión al reino humano, están deseosos de darle la bienvenida, porque esperan que les ayude a recuperar el portal blanco. Pero si se dan cuenta de que tú eres un forastero que se ha colado sin invitación, no serán tan amables. Por tu propia seguridad, debes resultar convincente como compañero élfico. Los caballeros élficos son tranquilos y desapasionados. Ha llegado el momento de que finjas poseer esas virtudes.

Noto la tensión en el aire mientras Jeb se esfuerza por contener su genio. Están enfrentados, cara a cara, así que interpongo un brazo entre ellos.

—¿No deberíamos ir al banquete?

Frunciendo el ceño, Morfeo saca los guantes blancos de Alicia de su chaqueta. Las manchas de césped y tierra ya se han lavado.

—Necesitamos el abanico de encaje.

La orden va dirigida a Jeb, que se detiene como si planeara derribarlo. Le doy un golpecito en el hombro, una súplica silenciosa. Jeb se aleja en busca de la mochila.

Morfeo y yo nos estudiamos en un silencio eléctrico. No sé decidir qué me molesta más: mis rasgos subterráneos, cada vez mayores, el reloj que marca lo cerca que están los tratamientos de Alison, la galimajaula. Por qué a Morfeo parecía importarle que besara a Jeb cuando al parecer siente algo por otra. O, lo peor de todo, por qué me molesta a mí descubrir lo que siente por Marfil.

Los pensamientos se dispersan a mi alrededor como cristales rotos cuando Jeb regresa. Morfeo se mete el abanico en la solapa de la chaqueta junto con los guantes.

—Dejad aquí vuestro equipaje. Si algo sale mal durante la cena, regresad aquí inmediatamente. Es un lugar aislado, casi imposible de encontrar a menos que se conozca la entrada secreta. Sedosa se ocupará de que vayáis a la fiesta del té en caso de que tengamos invitados inesperados.

—¿Invitados inesperados? —pregunto.

—Invitados con intenciones asesinas o maliciosas. Después de todo, eres una fugitiva de la Corte Roja —Morfeo se frota las manos, como deleitándose con la idea de que pueda haber problemas—. Estoy famélico. Vamos a comer.