9

Locura

En la octava clase, la de arte, nos ponemos a trabajar en grupos para elaborar la decoración del baile de graduación. El objetivo era crear un «bosque encantado» con una zona de refrescos y un fotomatón.

La familia de un estudiante posee un manzanal y entregó al instituto casi dos docenas de «árboles» de casi dos metros de alto formados por ramas con forma de astas. Durante las últimas dos semanas hemos estado pintándolos de blanco con espray, rociándolos con purpurina y trasplantándolos a macetas de cerámica llenas de gemas de cristal para mantenerlos erguidos.

Era un proyecto divertido hasta hoy.

Después de que Taelor me viera en el baño, no puedo unirme a ningún grupo. Esto me pasa por ser una ermitaña. Nadie me conoce lo suficiente para saltar en mi defensa cuando se extiende un rumor.

Simulo que me duele la cabeza debido a los gases de las pinturas de espray y, mientras me dirijo a mi mesa situada en la esquina arrastrando los pies, le mando un mensaje a Jeb. Va contra las normas del instituto utilizar el móvil en clase pero el señor Mason ha salido un rato. Su sustituto temporal o teme enfrentarse a los alumnos o bien hace caso omiso porque no soy la única que está con el móvil en la mano.

Trato de minimizar los daños. Para ello, le envío a Jeb un mensaje y le digo que he tenido un encuentro extraño con el estudiante de intercambio y le pido que no se vuelva paranoico hasta que se lo pueda explicar.

Le envío a Jenara el mismo mensaje.

Ella y Corbin se escaquean del instituto tras el almuerzo para asistir a la exhibición de diseño de interiores de la madre de Corbin. Pero es sólo cuestión de tiempo que alguien le envíe un mensaje o la llame para ponerla al tanto. Así que es mejor que lo escuche primero de mis labios.

Una mosca que vuela por la clase se coloca sobre mi hombro. Arregla las cosas, Alyssa. Su susurro me hace cosquillas en la oreja. Las flores se han posicionado. Debes detenerlas.

Aparto al bicho con cuidado. Estoy harta de sus extraños acertijos. Ya tengo bastante por lo que preocuparme.

Unas risitas tontas estallan en la mesa que tengo enfrente. Cuatro chicas de primer curso apartan la mirada cuando las observo y fingen centrarse en los faroles que están elaborando con tapete de tela rígida y velas de té de color blanco LED. Cuando las chicas forman bóvedas atando dos tapetes, las risas se intensifican. Es el mismo grupo que estaba comiéndose con los ojos a Jeb el viernes pasado cuando vino a recogerme con la moto. No estoy segura de si están hablando de lo que se supone que hemos hecho Morfeo y yo, o de lo idiota que soy al cagarla con un chico increíble como mi novio. De cualquier forma, es obvio que soy el tema de conversación desde la quinta clase.

Se me encienden el cuello y las mejillas.

El teléfono vibra entre mis dedos. Hago clic en la respuesta de Jeb.

Eh… ¿Encuentro? Detalles xfa.

Parece celoso o con prisa.

Me muerdo el labio interior y le escribo la mentira que me he inventado en la última clase: Resulta que su familia es amiga de los Liddell de Londres. Te lo explicaré todo cuando me recojas.

Más que explicárselo se lo voy a mostrar. Voy a realizar un mosaico frente a él. Voy a dejar que vea la magia de mi sangre en acción. Entonces, cuando haya dejado de alucinar, tal vez pueda ayudarme a averiguar un modo de evitar enfrentarme a Roja y proteger al País de las Maravillas y a la gente que quiero.

El teléfono vuelve a vibrar. No puedo recogert hoy. La entrevista se ha cambiado para esta tarde. ¿Te vas con Jen?

No. Quiero gritar, quiero decirle que de verdad necesito que lo deje todo y venga a verme ahora. Pero antes de que pueda responderle, la puerta de clase se abre y entra el señor Mason. Junto con la mitad de mis compañeros, escondo el móvil como puedo. El señor Mason habla en voz baja con el suplente y después deja que se vaya.

Se sienta en su escritorio y saca un catálogo de productos de arte del cajón. Levanto la mano contra todos los instintos que me instan a encorvarme en mi mesa y pasar desapercibida. Tras sus lentes rosas, me ve y me hace gestos para que vaya.

Me dirijo hacia el frente de la clase. Un siseo detiene mis pasos. Suena como el payaso en el baño de chicas. Con la columna rígida, me vuelvo y veo a dos chicos en la esquina más lejana que están pintando con spray uno de los «árboles».

Continúo hacia delante. Se me revuelve el estómago cuando las chicas reanudan sus risas. Las miradas en mi espalda pesan y hacen que ralentice los pasos de forma torpe.

Cuando llego al escritorio, el señor Mason levanta la mirada y se ajusta las gafas.

—Alyssa. Tengo que hablar contigo sobre tus mosaicos.

Asiento y señalo su armario.

—Vale. ¿Deberíamos envolverlos en papel de estraza para llevarlos a casa?

Se le desencaja la mandíbula pero recupera la compostura y se sitúa al lado del escritorio colocando las manos junto al catálogo.

—¿No te lo dijo tu madre?

—¿El qué?

—Me llamó desde el hospital después de tu accidente. Había oído que tenías una serie de mosaicos y quería verlos, así que se los llevé el sábado por la noche.

El pulso me late en la mandíbula. ¿Quién le ha contado a mamá lo de mi obra de arte? La sangre circula incluso más rápido cuando la imagino viendo la masacre sanguinaria llevada a cabo por la Reina Roja en las escenas.

—¿Entonces, los tiene mamá?

—Bueno, sólo tiene tres. Pesaban demasiado como para llevarlos todos en el coche. Cuando regresé a por el resto… habían desaparecido. Los han robado.

Un sentimiento de violación de mi intimidad me paraliza. Pienso en el payaso y cuando soñé con telarañas mientras estaba sedada. Morfeo tiene que estar detrás de todo eso, aunque lo niegue. Así que debe haber estado en el hospital, espiando desde las sombras, moviendo los hilos. Podría haber escuchado la llamada de mamá al señor Mason. Lo que significa que él robó los tres mosaicos y ya sabe que mi madre tiene los demás. Así que me pidió que se los llevara para nada. Está jugando con mi mente otra vez.

Ya no tengo la más mínima intención de seguirle el rollo. A menos que sea claro, hoy no pienso ir a ningún sitio que no sea a casa.

—No tengo palabras —dice el señor Mason—. No sé lo que ha ocurrido. El coche es nuevo. Su sistema de alarma es de primera pero, de alguna forma, el ladrón consiguió abrir la puerta sin hacerla saltar. —Se ruboriza cuando coge el catálogo—. Le he echado un vistazo a todas mis listas de productos, tratando de encontrar más gemas rojas. Quiero comprarte algunas de repuesto. No compensará el duro trabajo que has hecho, pero…

Suena el timbre y me sobresalto.

Mis compañeros de clase recogen los libros y las mochilas y salen como pueden por la puerta. Se me forma un nudo pesado en la barriga, como si me hubiera tragado una roca gigante. Sólo puedo pensar en que mamá lo sabe. Aunque no haya dicho ni una palabra, sabe que mi cabeza todavía está en el País de las Maravillas.

Cojo el catálogo de la mano del señor Mason y lo coloco boca abajo en el escritorio.

—Nunca encontrarás gemas que sustituyan las que he usado. —Aturdida, me dirijo hacia mi mesa y agarro la mochila—. No te preocupes, elaborar esos mosaicos no fue tan duro como piensas.

Me voy antes de que pueda responder.

Me zumban los oídos como si todos los bichos escondidos en cada grieta de las baldosas y bajo las taquillas estuvieran hablando al mismo tiempo. La sensación me colma la cabeza y amortigua los sonidos cuando camino por los atestados pasillos.

Taelor y su grupo me fulminan con la mirada cuando paso por su lado pero es como si hubiera un muro invisible entre nosotras. Los portazos de las taquillas producen el silbido de abanicos de papel; las charlas y las risas suenan tan lejanas e insignificantes como los chillidos de un ratón. He desconectado de todo.

De todo excepto de la ira… Morfeo y mi madre me han estado escondiendo cosas.

No sé quién le ha hablado de los mosaicos pero si mamá es capaz de ver mi sangrienta obra de arte y ocultarlo sin colapsarse significa que no es tan frágil como pensaba.

Vamos a tener una charla sobre su pasado hoy.

Salgo al exterior agradecida por el cálido viento y el sol en mi rostro. El zumbido de mi cabeza se va acallando hasta que se desvanece por completo. Es como si los bichos estuvieran preocupados por otra cosa. O tal vez hayan decidido por fin darme un respiro.

Cojo el camino más largo a propósito, lo que me lleva unos ocho minutos, de modo que el aparcamiento está casi desierto. Morfeo me espera donde dijo que estaría, junto a los contenedores, donde los chicos guays evitan dejar el coche.

Parece que tras el rumor de nuestro interludio en el baño es tan paria social como yo, porque también está completamente solo. Aunque no parece importarle. Cuando me ve, se pone unas gafas de sol y extiende una sonrisa provocadora en el rostro prestado.

Pienso en el pobre Finley y me estremezco al imaginar los horrores que debe estar experimentando ahora que ya se le habrá pasado el efecto del colocón en el País de las Maravillas. Al menos tiene a Marfil para consolarlo.

Morfeo hace señas con un antebrazo tatuado al coche que hay detrás de él.

—Un Mercedes-Benz Gullwing trucado —dice—. Me atrevería a decir que nunca has visto uno de estos.

Me quedo paralizada a un metro de distancia. No hay razón para estar impresionada. Dudo que pagara un penique por él. Probablemente se metió en la cabeza del propietario y lo condujo hasta el aparcamiento.

Es un coche deportivo de color negro sin brillo, como si alguien hubiera cogido papel carbón y lo hubiera restregado por la pintura. Hasta los tapacubos y las llantas son negras mate. A pesar de las ventanas tintadas logro vislumbrar asientos y tapicería de cuero rojo. Finjo no darme cuenta de que su coche encaja a la perfección con Morfeo: deliciosamente gótico, excéntrico e intenso.

Si voy a sacarle la verdad, tengo que tomar la delantera. Morfeo se nutre de la atención, ya sea positiva o negativa. Se deleita con mi odio hacia él, así como con mis atípicos asaltos de adoración. Lo que no soporta es la indiferencia, lo vuelve necesitado y vulnerable.

Así que eso es exactamente lo que va a conseguir de mí. Un completo y total desinterés.

Elijo un punto para no encontrarme con su mirada y enfoco la vista en el centro del capó donde una tira vertical brilla como ónix pulido. Aprieto los labios con fuerza para no gritarle que sé que ha tenido los mosaicos todo el tiempo.

La sonrisa de Morfeo se desvanece debido a mi reacción nada impresionada y la satisfacción se abre paso en mi pecho. Presiona un botón de la llave con una mueca oprimida.

Las cerraduras se abren con un tableteo. Las puertas se elevan como si una corriente de aire se las llevara. Cuando están completamente abiertas, se expanden en el cielo como alas. El coche parece asombrosamente vivo, como un murciélago volando… o una mariposa gigante.

En ese momento, se me olvida la artimaña.

Alas.

Morfeo exhibe una espléndida sonrisa. De repente una imitación de sus propias alas aparece en su espalda, una bruma negra vaporosa que, casi como si fuera humo, forma un arco elegante que refleja y ensombrece las puertas.

—Te dejaré conducir, querida. —Su profunda voz cae sobre mí como una tentación líquida. Me tiende las llaves y eleva las cejas con expectación. Las joyas de sus ojos se iluminan de un color oro tenue que brilla en el extremo de sus gafas de sol.

Lo único en lo que puedo pensar es en encontrar una carretera rural y pisar el acelerador hasta que los árboles pasen corriendo y la ley de la aceleración de Newton me presione contra el pecho como bloques de cemento. Entonces abriré las ventanas para que el viento se abra paso a través de mí.

Como volar.

Una chispa de excitación inflama mis venas, estimulada por mi lado oscuro: esa parte de mí a la que le gusta montar en la moto de Jeb por su poder, libertad y sensualidad; la que hace que los nódulos de los omóplatos me piquen de la anticipación.

Es el lado al que apenas dejo jugar.

Olvido el País de las Maravillas, los mosaicos perdidos, las mentiras de mamá y los jueguecitos de Morfeo. Ahora la chica mala quiere jugar. Doy un paso y le arrebato las llaves.

—¿Hacia dónde? —pregunto.

Él sonríe.

—Tú decides. Llévame a algún lugar privado donde podamos leer los mosaicos.

Aprieto la mandíbula, preparada para jugar el as que llevo en la manga.

—¿Qué mosaicos? ¿Los que tiene mi madre o los que tienes tú escondidos?

Se quita las gafas y responde con una mirada carente de expresión. Es digno de admiración. La verdad es que parece desconcertado.

—Debes estar loco si piensas que no lo averiguaría —digo.

Antes de que pueda rodearlo para entrar en el coche, me atrapa la cintura y me hace girar de tal manera que la mochila presiona su pecho.

Tira de las asas para acercarme y se inclina para susurrar:

—Qué chiste tan malo, querida. —Su cálido aliento hace que sienta un cosquilleo debajo del pelo. Desliza las asas por mis hombros y me da la vuelta para enfrentarlo.

—Acuérdate de la burbuja, Morfeo. —Cruzo los brazos.

—Acuérdate de mi nombre humano, Alyssa. —Frunce el ceño y sacude la mochila como para calcular lo que hay dentro. Su expresión desprende preocupación—. No están aquí.

—Deja de fingir que te sorprende, M.

Lo esquivo y me subo al asiento del conductor. El cálido cuero me envuelve en lujo como si estuviera hecho para adaptarse a los contornos de mi cuerpo. Me pongo el cinturón aunque me pillo sin querer parte de la falda, demasiado larga, que llevo puesta. Intento desabrocharlo para liberarla pero la tela arrugada hace que se atasque el botón. Me niego a pedirle ayuda a Morfeo. Ya me preocuparé de ello más tarde.

El coche huele a humo de narguile y eso no hace más que alimentar mi irritación. Meto la llave y la giro sólo lo suficiente para que se ilumine el salpicadero, después me hago con el tablero de mandos y con todos sus indicadores plateados brillantes y sus características tecnológicas.

Tras colocar la mochila en un pequeño espacio detrás de mi asiento, Morfeo se agacha a mi lado. Sus suelas rozan el asfalto cuando sujeta el marco de la puerta sobre su cabeza.

—¿Dices en serio que la mitad de tu obra de arte ha desaparecido?

Suspiro, enciendo la radio y observo una pantalla de visualización del tamaño de un iPad que, en un abrir y cerrar de ojos, cobra vida.

—Oh, por favor. Ambos sabemos que estabas en el hospital espiando a todo el mundo.

Una canción de rock alternativo brama a través de los altavoces. El ritmo es voluble y violento, como mi estado de humor. Le doy un golpe a un botón para bajar el volumen.

—Esperaste a que el señor Mason entrara en el hospital con el primer set de mosaicos para coger el resto de su coche. ¿Quién más pudo abrir el seguro sin hacer saltar la alarma?

—¡Maldita sea! —gruñe Morfeo. El aire me golpea cuando se aparta del vehículo y se levanta. Lo veo rodear el coche hacia el lado del copiloto hasta que mi mirada capta la cola falsa de mapache que cuelga del espejo retrovisor; las rayas cambian del negro y el rojo al naranja y gris cuando se balancea ligeramente con el aire procedente de las puertas abiertas. La cola me resulta vagamente familiar. Me inclino para alcanzarla pero Morfeo deja caer su largo cuerpo en el asiento del copiloto, activa el cierre automático de las puertas, se quita el sombrero y lanza las gafas de sol al salpicadero.

Ni siquiera tengo la oportunidad de reaccionar antes de que coloque la mano sobre mis dedos y me obligue a arrancar el coche. El motor ruge cobrando vida con un ronroneo que me hace cosquillas en las pantorrillas y los muslos; una bestia gigante preparada para actuar a mi entera disposición.

Miro a Morfeo, confundida.

—Vamos a hacerle una visita a tu madre —dice—. Conduce.

No voy a discutir por eso. Yo también quiero hablar con ella de los mosaicos pero no estoy segura si hacerlo con Morfeo delante. Aunque sea menos débil de lo que aparenta, no sé si va a soportar su presencia.

Salgo del aparcamiento y tomo la calle principal que recorre un barrio residencial. En un kilómetro, desembocará en una urbanización de viviendas suburbanas rodeadas de caminos sucios llenos de curvas que llevan a una vía férrea. Es el camino largo hacia mi barrio.

Esta ruta me dará un tiempo adicional para interrogar a Morfeo sobre la magia de mi obra de arte y la razón por la que es tan importante para él y para evitar la destrucción del País de las Maravillas.

El aire acondicionado sale por las rendijas y me agita el pelo. Ajusto el retrovisor para ver el asiento del copiloto y así poder mantener un ojo en Morfeo. La cola de mapache que cambia de color se balancea mientras conduzco.

Me detengo en una intersección de cuatro direcciones en la que no hay nadie y presto toda mi atención al pasajero.

—Así que dices que no tienes nada que ver con los mosaicos perdidos.

No responde. En vez de eso, mira hacia delante y coloca el sombrero sobre su regazo con los músculos tensos. Definitivamente, esconde algo.

Empiezo a aflojar el freno sin dejar de mirarlo, pero él me coloca una mano en la rodilla para detenerme y señala al frente.

Un niño en un triciclo cruza por el paso de peatones. El corazón se me dispara, me quedo paralizada; me pesan los brazos en el volante. Habría atropellado a ese chico si Morfeo no hubiera intervenido. Lo podría haber matado.

—No lo pillo —susurro con el pulso volviendo a su ritmo normal cuando el niño pedalea por la acera sano y salvo.

—¿Pillar qué, querida? —pregunta Morfeo lanzándome una mirada impenetrable.

—Podrías haber dejado que aplastara a ese niñito. No te importa, sólo es un alma humana sin valor, como Finley.

Pone cara de indiferencia.

—No me gustaría estropear el coche.

Por un momento, anonadada por su crueldad, olvido que estoy parada en una intersección de cuatro direcciones. Un Chevy toca el claxon desde la señal de stop del otro lado y le indico al conductor que continúe.

—¿No tienes compasión, no? —frunzo el ceño a Morfeo.

Me devuelve la mirada en el espejo y vuelvo a fruncir el ceño. Todavía mantiene la palma en mi rodilla, cuya dureza y calidez me llega a través de las mallas.

—Ya puedes continuar —insiste.

Aprieta las yemas de los dedos antes de retirar la mano.

—Presta atención. Conducir es un privilegio.

—Lo que tú digas, abuela M. —Me froto la pierna para borrar todo rastro de su contacto—. He conducido durante mucho más tiempo que tú y todavía no estoy muerta.

Dejo atrás la señal de stop y me dirijo hacia la urbanización de viviendas mientras un plan se forma en mi mente. Saber que a Morfeo le importa más su coche que una vida humana me acaba de dar la ventaja que necesitaba.

Aparece una señal: LUJO Y ASEQUIBILIDAD: CASAS DE CAMPO OTOÑO VINTAGE. Diversos tejados desnudos apuntan hacia el cielo al otro lado de ese lugar en construcción abandonado. El silbido de un tren suena en la distancia… un sonido triste y solitario.

—Éste no es el camino hacia tu casa. —La observación de Morfeo me hace sonreír.

—¿De verdad? Bueno, he decidido jugar un poco —contesto, provocándolo—. Siempre me has dicho que los juegos son divertidos. —Tomo la primera carretera de tierra y piso el acelerador.

Morfeo se pone el cinturón de seguridad y agarra el salpicadero con los nudillos blancos.

—Éste no me atrae mucho. —Las joyas bajo sus ojos brillan débilmente de un profundo turquesa, el color de la inquietud.

Acelero más. La aguja del indicador de la velocidad pasa de cuarenta a ciento diez kilómetros por hora en menos de un minuto. El polvo se arremolina a nuestro alrededor. He descendido por este camino en la moto con Jeb innumerables veces. En raras ocasiones hay policías por aquí. Está desierto y el camino se convierte en una recta durante varios kilómetros hasta llegar a las vías del tren. El terreno perfecto para conducir como un pirado. Acelero otra vez y pongo el coche a ciento veintiocho kilómetros por hora.

—¡Maldita sea, Alyssa! —Morfeo agarra el salpicadero con una mano y la puerta con la otra—. ¡Ten cuidado!

Pasamos por un bache y el coche empieza a dar tumbos. Se me revuelve el estómago cuando giramos en la tierra. Mi padre me enseñó a conducir sobre el hielo y pongo en práctica ese entrenamiento. Doy un volantazo y en cuestión de segundos recupero el control del coche.

Trato de no sonreír ante el sonido de los jadeos de Morfeo.

Vuelvo a pisar el acelerador y cuando pasamos por otro bache, el parachoques delantero roza el suelo y nos golpeamos contra unos hierbajos altos. Los cardos raspan los bajos del coche como si fueran unas mientras atravesamos la superficie irregular.

Morfeo chilla.

Una vez que hemos vuelto a la carretera, le echo un vistazo por el retrovisor. Aplastado contra el pecho y entre sus puños tiene el amado sombrero. Si está tan preocupado por las abolladuras y los golpes, ¿por qué no me ha detenido y ha cogido las llaves?

Entonces la realidad me golpea: esa reacción no es consecuencia de su preocupación por el coche, lo que le ocurre es que está aterrorizado.

Esa es la razón por la que deja que los demás conduzcan el Mercedes; le da miedo. Mientras esté en el cuerpo de Finley, no puede utilizar las alas o transformarse en mariposa. Nunca ha tenido que confiar en algo más que en sí mismo para desplazarse y no tiene el control de la velocidad en el coche. Probablemente se sienta encerrado en una lata diminuta, precipitándose por un acantilado sin poder hacer nada para detenerla. Así que… mejor dejar la conducción para alguien que sepa lo que hace.

Por primera vez desde que recuerdo, Morfeo está totalmente fuera de su elemento. Por primera vez, soy yo quien tiene el control.

Todos esos años en los que me tomaba el pelo y me empujaba cuando íbamos a volar, todas las veces que me hizo enfrentarme a criaturas horribles y situaciones aterradoras hasta que me quedaba paralizada de miedo, no mostró piedad. Es hora de que pruebe su propia medicina y que me dé algunas respuestas.

Piso el acelerador y sonrío. La sonrisa del gato de Cheshire.

Granos de tierra marrón impactan en las ventanas y en los costados del coche, con tanta fuerza que suena como si fuera granizo del tamaño de canicas. Activo el limpiaparabrisas para ver entre el polvo y dejo escapar un grito.

—¡Esto es espectacular! ¿Verdad, Morfeo? Es como volar, ¿a que sí? —Se tensa a mi lado e intenta esconder el pánico. Lo miro y prácticamente está verde; hasta las joyas bajo su piel brillan de un tono putrefacto y enfermizo—. ¿Qué pasa? ¿Sientes mariposas en el estómago? ¿No decías siempre que la excitación es lo que te permite saber que estás vivo?

—¡Madre mía! ¿Quieres mirar lo que estás haciendo? —chilla por encima del silbido del tren que aumenta en la distancia.

Me río y vuelvo a prestar atención a la carretera donde la bifurcación se dirige hacia el cruce del ferrocarril y sigue hacia mi barrio.

—¿Sabes qué? Voy a conducir con tranquilidad durante el resto del camino con dos condiciones. Primero, vas a aclararle a Jeb lo que sucedió esta mañana en el baño de chicas y segundo, quiero saber qué ha pasado con los mosaicos. Sino… —Aprieto el acelerador y el coche salta hacia delante.

—Está bien. —Aplasta el sombrero con los dedos temblorosos.

—Las dos condiciones. Promételo.

Coloca la palma en el pecho, repite las condiciones y termina el juramento con un gruñido:

—Lo prometo por mi vida mágica.

—Perfecto. Ahora cuéntame lo de los mosaicos.

Se da un toquecito en el muslo con el sombrero.

—¿De verdad crees que soy el único con la habilidad de deslizarme en un coche sin disparar la alarma? Hay otra persona que quiere esos mosaicos tanto como nosotros. Ella haría cualquier cosa por conseguirlos.

—¿Ella? —Sacudo la cabeza y reduzco a sesenta y cinco kilómetros por hora—. ¿Mi madre? Pero ella estaba en la habitación del hospital. ¿Cómo pudo…?

Morfeo coloca el sombrero arrugado en su regazo y me lanza una mirada que podría avergonzar a la lava fundida. Entonces su mirada se desvía hacia la llave que llevo al cuello.

—Roja —murmuro con las sienes golpeándome sólo de pensarlo—. Está aquí. Está en el reino humano.