7

Refugio

Papá dice que puedo comer lo que quiera para la cena como recompensa por haber bordado los dos exámenes de hoy. Considerando que esta puede ser nuestra última comida familiar, me pido sus famosas tortitas con sirope de fresa y un vaso grande de leche muy fría.

Después de vestirme con una ropa más cómoda —mallas a cuadros y jersey largo plateado—, entro a hurtadillas en el salón para ver desde la esquina cómo mis padres cocinan juntos, como todas las noches. Mamá estornuda mientras coge un bote de harina. El polvo blanco termina en la cara de papá y estalla una guerra de comida. Antes de que acabe, ambos se ríen completamente manchados. Papá la atrae hacia sí y le limpia tiernamente los labios con un paño húmedo antes de besarla.

Sigilosamente, vuelvo a mi escondite con tantas ganas de sonreír que duele. Verlos flirtear como adolescentes enamorados me hace el corazón añicos. Después de todos los años que han perdido, se lo merecen. Pero no quiero que esta sea la última vez que los veo felices.

Cuando nos sentamos a cenar, las tortitas están suaves, esponjosas y gotean sirope. Saben a hogar, comodidad y seguridad. Me lo trago todo, ahogándome en la dulzura.

Mientras mis padres lavan los platos, me escapo a mi habitación y alimento a mis mascotas las anguilas con algunos huevos cocidos picados. Afrodita y Adonis ejecutan un baile grácil, enroscan sus cuerpos y capturan la comida cuando baja flotando, como si fueran amantes atrapando copos de nieve con sus lenguas.

La escena me recuerda a la bola de nieve que el payaso sostenía en la alucinación de hoy y entonces, un recuerdo del País de las Maravillas cae sobre mí de forma tan vívida que siento que estoy allí otra vez: mi yo de cinco años mirando furibunda a mi compañero y adversario de las profundidades con ocho años, casi a punto de echarme a llorar mientras sostiene una bola de nieve fuera de mi alcance.

Esto sucedió cuando Morfeo y yo visitamos la Tienda de Excentricidades Humanas. Morfeo siempre me llevaba al País de las Maravillas en mis sueños pero no solíamos interactuar con otras criaturas de las profundidades. A menos que Morfeo los dejara, ellos no podían ver a través del velo de sueño que se alzaba entre nosotros. Los observábamos como si fueran peces nadando en un acuario.

Pero ese día Morfeo quería enseñarme algo, así que bajó el velo de forma temporal.

—Estoy ocupado —bromeó Morfeo con su voz juvenil y descarada, moviendo la bola de nieve frente a mí otra vez—. ¿Quieres un juguete para ti? Encuentra la forma de elevarte por ti misma. —Sus alas negras me rozaron los pies descalzos cuando se dio la vuelta para explorar la tienda.

—Pero eres el único que puede volar —refunfuñé, metiendo el extremo de la trenza por el hueco donde recientemente había perdido uno de mis dientes.

Cuando me miró por encima de su estrecho hombro y puso sus impenetrables ojos en blanco, supe que ya había tomado su decisión. Me miré la parte de arriba del pijama rojo. Los pantalones a juego estaban manchados de barro por haber jugado al pilla-pilla debajo de unas setas gigantes. Morfeo había ganado ese juego sin tan siquiera mancharse la camisa blanca de satén ni los pantalones negros de terciopelo. Estaba cansada de que siempre ganase.

Hice un mohín y me paseé por la tienda. Una bóveda entrelazada de ramas y hojas en estado de descomposición cubría el techo; el suelo y las paredes eran de piedra deteriorada y por las grietas asomaba musgo. Olía a humedad y se me enfriaron los pies.

Las sólidas estanterías de madera estaban dispuestas espalda contra espalda para formar pasillos. Las estanterías estaban llenas de platos relucientes, cubiertos de plata, lámparas, cepillos de dientes, cuerdas y miles de artículos del reino humano. Los aparatos cotidianos eran objetos de colección preciados en el País de las Maravillas.

Una estantería alta en la parte de atrás de la tienda me llamó la atención, aunque era demasiado alta para llegar hasta ella. Una alegre muñeca de trapo vestida de muselina estaba desplomada en el borde, tenía los ojos del color de los acianos y una sonrisa pintada con purpurina rosa. En las siete estanterías que estaban colocadas debajo de esta, había otras novedades brillantes: una bola de navidad plateada; una lupa; un canario amarillo de peluche en una jaula —tan real que me pregunté si estaba realmente muerto—; tarros de loza con mariquitas felices y sonrientes pintadas en la parte frontal; botes de perfume lujosos y guardianes de caramelos hechos de lámparas de queroseno, transformadas con cabezas de muñecas de vinilo que cubrían las tapas. Pero ninguna de esas cosas me intrigaba tanto como la muñeca de trapo.

Morfeo se había desviado hacia otro set de estanterías a propósito, para ignorarme.

Insegura, me dirigí a la parte delantera de la tienda donde el empleado, el señor Cordero, estaba sentado al lado de la caja registradora. Era una criatura de apariencia extraña que parecía estar hecho de distintas piezas de las mismas curiosidades que llenaban las estanterías: tatuajes de color gris y blanco le cubrían la cara humanoide como si su carne se hubiera llenado de moho. Los labios, las cejas, el bigote y el cabello estaban hechos de hongos verdes y sedosos como fieltro desgastado. Su cuerpo —no era más que una forma con un vestido andrajoso— contaba con veinte pares de brazos y piernas robóticas finas como lápices que estaban fijados a las cavidades de los hombros vacíos y al extremo del torso con clavos y bisagras oxidadas.

—Señor Cordero, he encontrado algo que me gusta. Por favor, ¿podría alcanzármelo? —rogué con mi tono más educado.

El señor Cordero daba vueltas con el trasero plano en el taburete de bar mientras me observaba detenidamente por encima de sus gafas cuadradas con ojos tan nítidos y brillantes como piedras mojadas.

—No —atajó.

En los dedos (tanto de las manos como de los pies de metal) tenía agujas de punto que tableteaban mientras convertía alas de mariposa en hebras de tela brillante del color del arco iris. Con la ayuda del gran número de apéndices que poseía, añadía más agujas de punto y elaboraba tornillos de fábrica a un ritmo alarmante. El montón de alas de mariposa que tocaban el techo cuando llegué ahora había disminuido a la altura de su cabeza. Las miré durante un rato anhelando tener alas aunque sabía que nunca las usaría porque tenía vértigo.

—Mi trabajo. —Su voz gutural me chirriaba en los oídos como si fueran dedos de clavos arañando la tapa de un féretro— es asegurarme de que no muerdan a los clientes. Es tu labor coger tus compras. Y, ¿te importaría no ofender a las estanterías? Están hechas de madera del bosque turgal. Ahora márchate. Estoy ocupado tejiéndome un nuevo traje.

Me preguntaba qué había de especial en el bosque turgal y qué quería decir con eso de morder a los clientes. Pero tenía un problema mayor. La única forma de conseguir el juguete era escalar, pero se me revolvía el estómago con las alturas.

Me abrí camino a través del laberinto de pasillos de vuelta al lugar donde se encontraba la muñeca de trapo. Estaba limpia, era de felpa y me miraba desde arriba. Su bonita cara prometía horas de diversión en el cajón de arena de casa. Algo dentro de mí repiqueteaba por salir, una leve seguridad de que podía enfrentarme a este reto.

Con cautela, coloqué los pies descalzos en el primer estante, agarrando el de arriba con los dedos. Comencé a subir lentamente, como si estuviera subiendo una escalera. Dos estantes, cuatro y luego seis. El constante tableteo de las agujas de punto del empleado daba ritmo a mis movimientos.

No me atrevía a mirar hacia abajo; en vez de eso, me centré en el premio, sólo me quedaban dos estantes. El fondo de las estanterías de libros parecía tener agujeros que sólo veía de reojo. Cuando las miraba directamente, únicamente veía líneas oscuras en la madera.

Al final llegué al estante más alto. Me temblaban las manos de los nervios. Por comodidad, me apoyé en el estante para acariciar el pelo de hilo suave de la muñeca. Olía a detergente y a vainilla. Me eché hacia atrás mientras sonreía y entonces vi un payaso a su lado apoyado contra el fondo del estante. Su sonrisa alegre me llamó la atención. Me estiré hacia él, clavando las uñas de los dedos de mi otra mano en la madera para equilibrarme.

—¡Ay, me estás pellizcando! —Un grito salió de detrás del payaso, enérgico y velado, como dos trozos de papel de lija que se frotan juntos. Hubo un movimiento donde estaban las líneas oscuras que había confundido con vetas de madera y que en realidad eran unos labios. Estos se abrieron y revelaron un agujero cavernoso con dientes como esquirlas y una lengua gris desigual.

La estantería tenía boca…

—Afloja, ¿quieres? —me ladró.

Me sobresalté y casi me caigo hacia atrás pero me agarré al estante todavía más con ambas manos al mismo tiempo.

—¿Quieres jugar duro, eh? —me chilló la boca, con el aliento tan repugnante como el lugar donde se amontonan los desechos para preparar abono. Sin avisar, los dientes irregulares, incrustados en unas encías negras, salieron disparados de la madera como cuando un anciano escupe la dentadura. La mandíbula mordió los dos juguetes, volvió a la boca y tanto la muñeca de trapo como el payaso desaparecieron. El agujero también desapareció y sólo dejó la veta de madera y el estante vacío.

Aterrorizada, perdí el equilibrio. Morfeo me atrapó en el aire antes de que pudiera gritar. Cuando nos precipitábamos hacia el suelo, la boca y los dientes parecían perseguirnos por el fondo de cada estante, atrapando y tragándose todos los artículos expuestos.

—Tuviste que despertar a las estanterías —me regañó Morfeo cuando aterrizamos—. ¿No sabes que el turgal es el tipo de madera más irritable? Esperemos que aquello con lo que querías jugar no vuelva a por ti.

—¿Volver? —pregunté con los latidos del corazón todavía acelerados por mi casi—caída—. ¡Pero si se lo ha comido todo!

—No. La garganta del turgal es un portal de dos caminos a otra dimensión. A un lugar llamado CualquierOtroLugar… El mundo que parece de cristal. —Morfeo daba golpecitos con sus dedos en la rodilla de forma nerviosa—. Si los artículos que han sido tragados han traspasado el portal, volverán de nuevo. Y una vez lo hagan, no serán los mismos que fueron. Cambian para siempre.

—¡Malditos sean! —La queja del señor Cordero llegaba desde el otro lado de la habitación. No podíamos verle debido a todos los pasillos que había entre nosotros pero el tableteo de las agujas de punto se había acallado y resonaba un zumbido mecánico.

Echó un vistazo a las estanterías vacías y señaló a la puerta con varios dedos de metal.

—¡Fuera! —ordenó. Un fuerte eructo procedente de detrás de nosotros enmascaró el eco de su voz. Nos volvimos a la estantería más baja donde la boca de veta de madera había reaparecido. Con otro eructo, expulsó todo lo que se había tragado.

Los artículos estaban destrozados, alterados de una manera que parecían de pesadilla. La bola de navidad se había transformado en carbón negro con un gran ojo inyectado en sangre en el centro que nos miraba. Rodó hacia mí pero Morfeo le dio una patada para alejarlo. El mango de plata gimió tan fuerte que me sacudió la columna. El canario amarillo de peluche —ahora de color rosa palo y sin plumas— abrió el pico y graznó. Ocho patas de metal brotaron de la base de la jaula y arrastraron al furioso pájaro hacia nosotros.

Retrocedimos. El empleado dijo algo acerca de que su madre lo habría azotado por ello mientras trepaba hacia la caja registradora, murmurando algo sobre unas redes.

Morfeo alzó el vuelo y me dejó sola en el suelo.

—¡Ayúdame! —le grité. El corazón me latía con fuerza contra el pecho y me faltaba la respiración.

—No puedo estar siempre ahí para llevarte. —Las joyas situadas bajo sus ojos eran de un azul sincero—. Debes averiguar cómo escapar.

Algo me agarró del tobillo y salté hacia atrás con un grito, enfrentándome con el canario que no dejaba de graznar. Empujé la jaula. La cúpula de metal se balanceó y las patas se retorcieron en el aire como una tortuga escondiéndose en su caparazón.

Me vi rodeada por más extraños objetos mutantes.

Los tarros de loza blanca arrojaban miles de escarabajos con pinzas que chasqueaban, nada remotamente parecido a las mariquitas sonrientes pintadas en la parte frontal. El pomo de la puerta se había transformado en la mano de un anciano y se acercaba arrastrándose con los dedos torcidos y nudosos mientras que las cabezas de muñecas de vinilo colocadas en los guardianes de caramelos chasqueaban los dientes, diminutos y puntiagudos como alfileres erguidos.

Con cuidado, retrocedí varios pasos sin perderlos de vista mientras me abría camino hacia la parte frontal de la tienda.

—¡Morfeo! —chillé de nuevo pero ahora ni siquiera lo veía volar.

Los artículos mutantes se separaron para formar un sendero. Mi muñeca de trapo y el payaso aparecieron, estaban cosidos juntos por la mitad con hilo ensangrentado, como una truculenta cirugía que había salido mal. En vez de cuatro ojos, tenían tres entre los dos. La costura había atropellado un ojo.

—Ayúdame a encontrar el otro ojo —rogaba la muñeca de trapo—. Por favor, por favor. Mi ojo. —La voz de niña pequeña y la risa distorsionada del payaso helaban el aire y sollocé.

Cegada por las lágrimas, me tropecé. El señor Cordero estaba sobre el mostrador atrapando mutantes con una masa de redes.

—¡Escóndete, niña idiota! —gritó.

—¡Haz algo, Alyssa! —Morfeo reapareció y chilló desde arriba mientras los espeluznantes mutantes se cernían sobre mí—. Eres lo mejor de los dos mundos —recordó—. Usa lo que tienes. Lo que nosotros no tenemos. ¡Haz algo que pueda salvarnos a todos!

Me metí debajo del montón de alas de mariposa del señor Cordero para refugiarme. Las agujas de punto estaban esparcidas por el suelo y me arriesgué a sacar un brazo para agarrar algunas. En el interior de mi frágil refugio ignoré los gruñidos y chasquidos que se acercaban. Cogí dos alas y las sujeté contra una aguja, imaginé que se unían en una sola, formando una nueva variedad de mariposa con un cuerpo de metal, letal y astuto.

La mariposa de aguja de punto cobró vida en mi mano, las alas se agitaron. Con un grito ahogado, la dejé ir y voló hacia mis atacantes. Por un instante, estuve demasiado impresionada como para moverme.

Los alaridos del empleado me alentaron a entrar en acción y confeccioné más mariposas para enviarlas a ayudar a la primera.

La invasión de mariposas atacaba a los escarabajos, metiéndolos en masa en sus tarros; descendían en picado hacia las cabezas de muñecas de vinilo, las enredaban en su propio pelo y las arrancaban de raíz.

En pocos minutos, todos los mutantes retrocedieron entre siseos y gruñidos.

En el interior de mi escondite, imaginé que las alas pegadas a mi pijama podían elevarme. En cuestión de segundos, estaba flotando al lado de Morfeo. Me cubrí la cara, incapaz de mirar hacia abajo.

—Lo lograste —me felicitó y colocó un brazo a mi alrededor. No vi el orgullo en sus ojos pero lo escuché en su voz.

Justo antes de que Morfeo bajara el velo de sueño sobre nosotros otra vez, el empleado me aplaudió por los bichos de metal que había elaborado.

Lo había salvado. Nos había salvado a todos.

La bomba de aire del acuario borbotea y me trae de nuevo al presente.

Me apoyo con las palmas de las manos en el tocador, las piernas me fallan.

Así que esa es la razón por la que Morfeo me envió el payaso, una réplica casi exacta del que había en la tienda. Un catalizador para ayudarme a recordar.

Doy un traspié y me siento en la cama. Como era tan pequeña cuando empezó a visitarme y la mayoría de veces lo hacía en sueños, nuestras aventuras han quedado almacenadas en el fondo de mi subconsciente. Es un maestro en hacerme recordar.

Estoy impaciente por hablar con mamá. Por averiguar si sabe algo sobre la madera turgal. Tal vez pueda darle sentido a la razón por la que Morfeo quiere que lo recuerde precisamente ahora.

Morfeo y ella tuvieron un pasado también, antes de que su persistencia la dejara en el psiquiátrico, pero no sé si él la visitaba en sueños o si sólo contactaba con ella a través de los insectos y las flores. A menudo me he preguntado qué tipo de recuerdos comparten.

Ella nunca ha estado en el País de las Maravillas. La mera idea de bajar por la madriguera del conejo la aterroriza; es el miedo a lo desconocido. Esa es la razón por la que nunca la he presionado para que me hable de su experiencia. Es muy frágil.

Por eso debo averiguar por mí misma qué quiere Morfeo.

Utiliza lo que tienes —me dijo en el recuerdo—. Lo que nosotros no tenemos.

Una vez más, se contradice a sí mismo. Si las criaturas de las profundidades son tan fantásticas como él dice, ¿qué podrían tener los humanos que ellos no tuvieran?

Me levanto, busco en un cajón las viejas novelas de mamá de Lewis Carroll y abro el ejemplar de A través del espejo y lo que Alicia encontró allí. A diferencia del libro de Alicia en el País de las Maravillas de mamá, donde escribió anotaciones y comentarios en los márgenes —la tinta ya está demasiado borrosa para poder leerla— estas páginas están limpias, viejas y amarillentas.

Apenas echo una ojeada al poema del Galimatazo en busca del bosque turgal pero no dice nada sobre árboles con enormes bocas volátiles que escupen objetos con formas de pesadilla. Paso al capítulo tres y los «insectos del espejo», busco una referencia del mundo del espejo o de CualquierOtroLugar, la otra dimensión que mencionó Morfeo. De nuevo, no encuentro nada.

Finalmente, me detengo en el capítulo cinco: «Agua y Lana». En este, Alicia acude a una tienda. Cuando la escena se resuelve, observo similitudes con el lugar que visité en mi memoria, pero también diferencias. No es igual que la versión de Carroll, nunca es igual. El año pasado aprendí que sus libros son más blandos, versiones más agradables de la verdadera locura del País de las Maravillas.

En la interpretación de Carroll, el empleado de la tienda es una oveja a la que le gusta tejer. Lo que yo recuerdo es un tendero llamado Cordero que está fascinado con el punto. Igual que en el libro original a las estanterías les gusta jugar a trucos aunque los que yo experimente eran mucho más horripilantes que en la versión del cuento de hadas.

Suena el timbre y cierro el libro de un golpe. Le dije a Jeb que viniera después de la cena. Escondo los libros en el cajón y me dirijo hacia la entrada.

Como todavía me tiemblan las piernas, voy demasiado lenta y mamá llega antes.

Jeb espera bajo la luz del porche. Nos miramos; es obvio que quiere correr hacia mí y abrazarme, al igual que yo. Parece que ha pasado toda una vida desde que lo vi por última vez y la dura realidad es que podría pasar una eternidad hasta que lo vuelva a ver.

Mamá se interpone entre los dos.

—Lo siento, Jebediah. Allie ya ha tenido bastante por hoy. Puedes hablar con ella por teléfono.

Le hago señales por detrás de mi madre para atraer su atención. Le muestro cinco dedos y articulo la palabra Refugio para que me lea los labios.

Él asiente con la cabeza, se despide de mamá de forma educada y sale del porche hacia el crepúsculo. Mamá cierra la puerta y me sigue al salón donde saco el libro de química de la mochila.

—Qué agradable has sido, mamá —resoplo para marcar la ironía. No quiero herirla pero si no finjo que estoy enfadada, podría sospechar.

—Tu novio debería respetar que a veces necesitas un descanso —responde.

—Él no es el único que debería respetar eso. —Consigo fruncir el ceño de forma convincente—. Voy al patio trasero a estudiar.

En los últimos meses mamá y yo hemos pasado muchas tardes trabajando en el jardín que resplandece bajo una brillante luz lunar por la noche. Plantamos lirios, madreselva y regaliz. Incluso tenemos una fuente pequeña que se ilumina. La fluidez del agua ayuda a ahogar los susurros de los bichos y las plantas. Es uno de mis lugares favoritos para estudiar y pensar.

Cuando mamá empieza a seguirme, me doy la vuelta:

—No necesito compañía, por favor.

—Necesitas ayuda con química —insiste.

Frunzo el ceño.

—Puedo hacerlo sola, mamá.

Papá sale con el trapo de la cocina en el hombro. Todavía tiene harina por toda la ropa. Nos mira a mamá y a mí alternativamente.

Me muerdo el interior de la mejilla en un esfuerzo por no explotar.

—Por favor, ¿puedo tomarme un descanso para aclarar mis ideas antes de ir al instituto mañana? —dirijo la pregunta a papá.

Mamá se limpia las manos en el delantal.

A través de la puerta de la cocina, el reloj en forma de gato de la pared marca la hora, la cola se mueve con cada segundo que pasa. No puedo permitir que me acompañe. De ninguna manera me voy a meter por la madriguera del conejo mañana sin hablar antes con Jeb, sin estar entre sus brazos una vez más.

Papá debe ver lo cerca que estoy de perder los nervios.

—Déjala ir, Ali-luz —dice—. No ha tenido mucho tiempo para sí misma hoy.

Finalmente, mamá accede tras insistir en que me lleve un edredón de más «ya que las noches ahora son más frías que antes debido a la humedad». Pero tengo otros planes para él.

En el patio, rayos de luces brillan por todo el cenador, como enrejados que albergan el columpio, camuflándolo de la ventana trasera.

Ahueco los cojines del columpio del porche y coloco de forma estratégica la colcha. Después, dispongo el libro abierto en la parte superior para que mamá piense que la silueta soy yo, en el caso de que se asome.

Con el edredón en la mano, me alejo por el sendero del porche. Las fragancias de las flores se han amplificado debido al aire húmedo nocturno. El claror de la luna y el centelleo de las luces se reflejan en las flores pálidas y el follaje. Es relajante y maravilloso. Todo lo contrario a cómo me siento.

Extiendo el edredón en la esquina más oscura del patio, fuera de la vista de la puerta trasera y la ventana. Es el único espacio de tierra que no está cubierto de flores ni plantas. Encima de la valla que separa el patio trasero de Jeb y el nuestro cuelgan las ramas de un sauce llorón, formando una cueva. Mamá intentó plantar aquí varias veces pero como nunca florecía nada, pensó que había demasiada sombra.

Lo que no sabe es que esto se debe a que Jeb y yo hemos pasado muchas noches en este árbol, saliendo a hurtadillas después de que todos estuvieran en la cama, para hablar, contar estrellas y hacer otras cosas…

Es nuestro refugio.

Somos los que ahogamos las plantas, y no me arrepiento.

Me tumbo y aferro el colgante de Jeb que llevo en el cuello.

La luz de la luna entra a raudales por las ramas que están sobre mi cabeza y la fuente de agua borbotea. Todo lo que hay en este lugar me recuerda por qué elegí quedarme en este mundo el año pasado, por qué me encanta ser humana. Y Morfeo quiere que lo deje todo atrás para enfrentarme a una batalla en otro reino.

Entonces comprendo que tiene razón. Si eso significa salvar a los que amo, debo ir.

Pero antes tengo que hablar con Jeb. Quiero que lo sepa. Quizás porque sé que va a intentar convencerme de que no vaya. Porque es peligroso. Porque puede que no regrese.

Quiero escuchar que no es malo ser una cobarde aunque no lo crea.

Acaricio la llave del colgante con la mano y la imagen del País de las Maravillas devastado parpadea en mi mente. Me duele el corazón, tengo una sensación de desgarro, como si me lo estuvieran arrancando.

Un grillo comienza a cantar en algún lugar a mi izquierda. Entre chirridos, me provoca. Valor, Alyssa. Se acercan muchos cambios… cambios locos, locos. Que despertarán a la reina que llevas dentro.

Me quedo congelada en el sitio con los dedos sujetando los dos colgantes. Un golpetazo procedente del otro lado de la valla silencia al bicho. Las hojas se mueven sobre mi cabeza y muchas se caen y me hacen cosquillas en la cara. Las aparto a un lado para estudiar la misteriosa silueta situada fuera de la bóveda.

—Estás hermosísima a la luz de la luna. —La voz de Jeb, baja y sedosa, es un bálsamo que calma los ecos premonitorios del mensaje del grillo.

Meto los colgantes bajo el cuello de la camiseta y la voz se me queda atrapada en la garganta.

Las ramas se separan para dejar ver su cara y su cabello despeinado. Está sonriendo de lado de esa forma tan sexy.

—Lo sé, llego dos minutos tarde. Merezco un azote.

Suspiro, calmada por su broma.

—Eres muy afortunado. —Puedo hacerlo. Puedo decirle cualquier cosa. Después de todo, es Jeb.

Se deja caer, sujetándose con una mano a una rama para darse la vuelta y colocar los pies delante. Es un truco que utilizaba cuando jugábamos al ajedrez durante los primeros veranos.

Con un movimiento grácil, se sienta a horcajadas sobre mí y su peso me presiona contra el suave edredón.

—¿Estás bien? ¿Peso demasiado?

Lo envuelvo con mis brazos cuando intenta apoyarse con los codos y las rodillas.

—Quédate justo donde estás. —Vuelve a ponerse como estaba y me tiemblan los músculos de satisfacción. No hay nada tan perfecto ni tan seguro como estar jadeante debajo de él.

Jeb desliza una mano por mi pecho y se detiene en cada hueso, como si estuviera comprobando que esté de una pieza.

—Por fin te tengo toda para mí —susurra con la cálida respiración en mi rostro.

Me deleito en el aroma de su colonia.

—Jeb, tengo que decirte algo.

—Umm, ¿no puede esperar, patinadora? —Sus labios me acarician el cuello.

Me desarmo al escuchar mi apodo. Alzo la cabeza para besarle sólo una vez antes de que destroce por completo su mundo. Enrosco mis dedos en su cabello. Nos hace girar para que yo esté encima y nos tumbamos así: mi cuerpo grabándose en el suyo con la boca arrastrándose por el cuello, la oreja y el rostro. Nos besamos bajo las estrellas, fuera de la vista del mundo y no nos detenemos hasta que ambos estamos sin aliento.

Jadeantes, retrocedemos y nos quedamos mirando, abrumados por el drama y las emociones de los últimos días. Y se va a poner mucho peor.

—Entonces… —Jeb rompe el silencio—. ¿Es esta tu manera de distraerme para poderme robar el rey?

A punto de sonreír ante el recuerdo respondo:

—¿Soy tan transparente?

Tira de mí para tumbarme a su lado en el edredón y me aparta el pelo del rostro.

—No puedo creer que perdiéramos el tiempo durante tantos veranos jugando al ajedrez bajo este árbol mientras tu padre estaba trabajando.

—Simplemente estás rabioso porque siempre ganaba —me burlo.

Apoya la cabeza en el brazo extendido.

—Valía la pena. Así podía hacerte cosquillas después. —Recorre mis labios con la yema del dedo—. Me gustaba tener una excusa para tocarte.

Beso el dedo.

—¿Ya entonces pensabas en tocarme?

—Pasar todos los días rodeado de esbozos inspirados en ti te deja poco tiempo para pensar en otra cosa.

Reprimo una oleada de nostalgia por la simplicidad de la vida que una vez vivimos. Por aquel entonces no tenía ni idea de lo fácil que era.

¿Cómo se supone que debo decirle que me voy? ¿Cómo nos despedimos en un momento como este?

Con la uña del dedo recorro su oreja mientras busco las palabras.

Se estremece y sonríe.

—¡Ah! Ya que mencionamos el arte —dice antes de que pueda articular palabra—, tenemos que hablar de Ivy. Estábamos equivocados sobre cuánto está dispuesta a pagar.

Tenso los labios al escuchar el nombre de la heredera. No me sorprende que estuviera tan evasivo por teléfono. Estaba contando el dinero que nos ayudará a empezar en Londres.

Ésta es la oportunidad perfecta. Le voy a decir que no importa. Que en este momento el dinero es lo último de lo que tenemos que preocuparnos.

Abro la boca pero Jeb se me vuelve a adelantar.

—Ofrece diez mil dólares más —anuncia mientras se sienta y aparta las hojas de la camiseta y los vaqueros.

Me apresuro a sentarme junto a él con la cabeza dándome vueltas. La camiseta se me resbala por el hombro y lo deja expuesto y frío.

—¿Veinte mil pavos? ¿Por una pintura de hadas?

Jeb desliza la yema del dedo por mi hombro.

—No exactamente. Quiere una serie… quiere tres pinturas de hadas nuevas. Unas más sexys.

Cuando Jeb me pinta, poso para él, evalúa cada contorno de mi cuerpo, estudia la forma en la que las luces y sombras me rozan la piel, lo que a menudo lleva a otras cosas más allá del trabajo. He echado de menos esas sesiones. Sería perfecto hacerlo de nuevo. El mero pensamiento hace que partir me duela todavía más.

Trago, luchando por despedirme, deseando no tener que hacerlo.

Jeb se inclina para besarme el hombro desnudo de forma tierna, cálida y dulce; y me cubre la piel con la manga.

—Aunque ha puesto una condición —dice con sus ojos al nivel de los míos—. Ivy quiere que pinte una colección personal. Ella quiere ser mi musa.