5

Densas telarañas

Mi padre aparece en la puerta tras él. Aunque es unos centímetros más bajo que mi novio, es Jeb el que parece pequeño y vulnerable de pie en el umbral, como si no estuviera seguro de ser bienvenido.

Mamá baja la vista a sus topos. Alguien tose en una de las habitaciones del otro lado del pasillo y la voz de una enfermera llega a través del interfono, los únicos indultos a nuestro incómodo silencio.

—Ali-luz —la llama papá, haciéndose cargo de la situación—. Creo que es hora de que presuma de ti llevándote a cenar con ese vestido. —Le da un apretón a Jeb en los hombros, le da un suave empujoncito en mi dirección y me da una palmadita en el pie de camino hacia la ventana.

Definitivamente, algo ha cambiado entre Jeb y papá. Vuelven a ser amigos, como antes.

—Vamos a darles algo de privacidad —insiste papá. Mamá empieza a protestar pero la mirada que le lanza le obliga a forzar una sonrisa y cogerle la mano. Él le besa la muñeca.

Mamá deja su teléfono al lado del vaso de papel en la mesita de noche.

—Si nos necesitas, llama al móvil de papá —dice sin mirarnos a Jeb y a mí—. Las horas de visita terminan a las ocho, Jebediah.

Jeb da un paso adelante para dejarles salir. Papá le da una palmada en la espalda antes de cerrar la puerta.

Con las manos en los bolsillos, Jeb me mira con los ojos verde oscuro cargados de dolor.

—Lo siento… —Me esfuerzo por articular una disculpa. Si ha escuchado lo que ha dicho mi madre sobre el País de las Maravillas, tendrá preguntas que hacer. Preguntas imposibles de contestar.

Sacude la cabeza.

—No eres la que debería sentirlo. —Se acerca mirándome fijamente. Se deja caer en la silla que mamá estaba usando, me coge de la mano, entrelaza nuestros dedos y acerca mis nudillos a sus suaves y cálidos labios—. Yo soy el que lo siente. Te prometí que siempre serías lo primero y entonces me alejo por una estúpida llamada de teléfono y casi consigo que te mates. —Se le tensa la boca, un músculo rígido contra mi mano.

—Oh, Jeb, no. —Le acaricio la cara suave como la seda. Se ha afeitado y, considerando que va más arreglado de lo normal, pantalones caqui y una camisa Henley negra de manga corta, tengo la impresión de que está intentando agradar a mi madre.

El único guiño a su habitual ropa roquera grunge son las botas militares.

Sí, sabe cómo dar una buena impresión. Qué pena que su apariencia sea lo que menos le preocupe a mamá.

Recorro su barbilla con el dedo y me mira mientras lo toco. Me detengo en el piercing de metal que lleva bajo el labio. Es del tamaño de una mariquita pero si lo miras de cerca, parece un nudillo de metal. Se lo regalé hace unos meses por su cumpleaños. Me burlaba de que necesitaba llevar algo más gánster para aparentar ser un chico duro.

Aunque ahora parece más un niño pequeño, siempre lo he considerado fuerte. Una vez le dio una paliza a un tío que me llamó «esclava de amor del Sombrerero Loco». Fue mi cobijo cuando sentía la ausencia de mi madre y cuando me siguió al País de las Maravillas, saltando a través de un espejo sin pensárselo dos veces, estuvo a punto de dejarlo todo para salvarme la vida. Ojalá pudiera recordar ese sacrificio para que dejara de hacerse daño.

—Tú tampoco tienes por qué sentirlo —contesto—. Papá ha dicho que me rescataste, así que debo agradecértelo. Ven aquí. —Le agarro del cuello de la camisa y lo atraigo hacia mí para acercar mis labios a los suyos.

Cierra sus párpados de largas pestañas y ahueca la mano libre en mi nuca, enredando los dedos en mi pelo. El beso es tan suave, tan cauteloso, que parece que tema hacerme daño.

Retrocede y apoya la frente contra la mía de tal manera que mi nariz está a punto de rozar la suya.

—Nunca he estado tan asustado, Al. Nunca en mi vida. Ni siquiera cuando mi padre…

Se detiene a media explicación, pero no tiene que terminarla. Ya sé por lo que ha pasado. No compartes un apartamento con alguien sin ser testigo de su dolor. A menos que elijas ignorarlo.

—¿Qué pasó en el túnel? —pregunto mientras le agarro la mano—. No recuerdo nada después de que llegara el agua.

Baja la mirada hacia las botas.

—Cuando la guirnalda de luces se enredó a tu alrededor y en uno de mis tobillos, atándonos juntos. Nadé de espaldas hasta que llegué a la parte en que el agua era menos profunda, después te saqué de allí pero estabas… —Se estremece con la cara pálida—. Estabas de color azul y no te despertabas, no te movías, no respirabas. —Se le corta la voz cuando mira nuestras manos, todavía entrelazadas—. Traté de reanimarte pero no funcionaba. Nunca he estado tan asustado.

Sigue repitiendo lo mismo pero sí lo ha estado. Hubo otra vez en que casi me ahogo… en que me dijo que nunca volviera a asustarlo así. En otro tiempo y otro lugar.

—No puedo dejar de verlo, una y otra vez —murmura—. Es como un sueño horrible del que no puedo despertar.

Un sueño.

—Espera —digo—. Estoy confusa. ¿No me perdiste en el agua? ¿No me alejé y después volví hacia ti?

—Nunca te perdí de vista. —Su mandíbula se contrae—. No sé por qué te pedí que recogieras las cosas. Si no te hubiera dejado allí, no te habrías enredado en la guirnalda de luces —se lamenta.

—Jeb, para. Tú no me obligaste a hacer nada.

Estudia mi rostro atentamente, como si estuviera comprobando que todos mis rasgos están intactos.

—Debiste golpearte la cabeza cuando el agua te arrastró hacia el fondo. Vi tu ropa llena de burbujas de aire, pompas que te rodeaban. —Se le mueve la nuez al tragar—. Pero tu cuerpo seguía hundiéndose… No iba a dejarte morir. —Su mirada se intensifica—. ¿Lo sabes, verdad? Nunca te dejaría ir.

—Lo sé. —Le acaricio la palma de la mano.

Así que, después de todo, lo que sucedió con Morfeo fue un sueño. Por supuesto que lo fue. Él no tiene la habilidad de trasladar la madriguera del conejo. Nadie la tiene. No utilicé la llave para abrirla. Estaba inconsciente flotando en el agua. No visité el País de las Maravillas más que en mi mente.

Lo que significa que lo que vi no fue real, que las cosas no son tan malas como él quería hacerme creer.

Y lo mejor de todo es que él no está aquí, en mi mundo, como dijo que estaría.

Por una vez, me alegro de que estuviera jugando conmigo. No tengo que sentirme culpable por el País de las Maravillas porque todo fue mentira.

¿Miente tu obra de arte? La pregunta de Morfeo surge en mi mente. Mis mosaicos, ¿son mentiras, también? ¿Es posible que esté detrás de ellos?

Oigo el sonido del pomo de la puerta girar y parece que Jeb también porque se vuelve a hundir en la silla.

Una enfermera entra, una joven atractiva con el cabello caoba y gafas enjoyadas en las puntas. En vez de una bata médica, lleva un vestido blanco de enfermera, como uno de esos disfraces de Halloween, aunque no tan corto y pegado. Es la primera vez que veo un conjunto como ese en un profesional de la sanidad. Si no fuera por el pin con la bandera de Estados Unidos que lleva en la solapa, podría ser la bibliotecaria y enfermera de la fantasía de todo hombre. Escribe su nombre en la pizarra y se presenta con una voz suave.

Jeb y yo nos miramos y se nos escapa una sonrisita.

—¿Un bañito? —articula en mi dirección para que le lea los labios, alzando las cejas. Pongo los ojos en blanco e intento no estallar en carcajadas. Que bromee es una buena señal. Significa que trata de hacerse perdonar.

La enfermera Terri se acerca a la cama. Tras los cristales de las gafas se vislumbran unos ojos grises. Su mirada es tan triste que me entran ganas de hacer algo para animarla. Minutos después me levanto por primera vez. El suelo me enfría los pies descalzos. Me duelen todos los músculos del cuerpo por haber luchado nadando a contracorriente. Me tiemblan las piernas y me agarro la parte trasera de la bata, avergonzada por los tubos que me recorren de arriba abajo. Jeb me guiña un ojo y se dirige al pasillo en busca de un teléfono público.

Después de que haya salido de la habitación, voy al baño y me enfrento al espejo. Una parte de mí teme que Morfeo esté detrás del reflejo. Cuando compruebo que no, me calmo hasta que veo el mechón rojo que resalta como una llama en mi cabello rubio platino, el único recuerdo del vínculo que me liga al País de las Maravillas y que mamá no es capaz de ignorar. Intentamos teñirlo pero no funcionaba. Lo cortamos pero vuelve a crecer del mismo vívido tono. Al final tuvo que aceptarlo.

Pero nunca aprobará mi conexión emocional con ese lugar. Incluso ahora, a veces echo de menos el caótico mundo de las profundidades. Si se lo dijera, enloquecería de preocupación.

La culpa hierve dentro de mi pecho. Puede que Morfeo haya intentado engañarme con una falsa decadencia del País de las Maravillas pero eso no significa que no esté pasando algo malo. Simplemente, no soy capaz de darle la espalda a ese mundo; no puedo permitir que caiga en las garras de la Reina Roja. Pero tampoco voy a abandonar a la gente que quiero aquí. No sé cómo convivir con mis dos mitades sin dejar una de ellas atrás.

Me salpico la cara con agua fría.

Ponte mejor, sal del hospital y descubre la verdad. Entonces podré decidir lo que hacer.

De vuelta en la cama, la enfermera Terri entra de nuevo en la habitación para ofrecerme un puñado de pastillas de hierbas para la tos. Me trago una sin vacilar, sólo para ver su sonrisa. El dulzor de la vainilla y la cereza me suavizan la garganta.

Me extrae sangre para realizar un análisis. Contengo la respiración, preocupada de que mi esencia cobre vida como cuando creo los mosaicos. Cuando las tres vías de plástico se llenan y las tapa sin que haya habido ningún incidente, vuelvo a respirar y la enfermera me promete regresar con caldo y galletas saladas.

Mientras espero a que Jeb vuelva, fuera se levanta el viento y aúlla a través de las hojas de cristal, un sonido al que estoy acostumbrada aquí, en Texas, pero que esta noche me inquieta. Le echo un vistazo a la vía intravenosa de mi mano, observando una línea roja de sangre que se dirige hacia un tubo de plástico. Se agita como la cuerda de una cometa. Estoy a punto de pulsar el botón de la enfermera para preguntarle cuándo me van a sacar la aguja, y entonces entra Jeb.

—Hola —digo.

—Hola. —Cierra la puerta.

Se sienta y entrelaza una mano con la mía y apoya el codo al lado de mi almohada. Con sus dedos libres, juega con el cabello esparcido por el colchón. Una chispa de placer me recorre el dolorido cuerpo. Disfruto tanto de que me dedique toda su atención que dudo si hacerle la pregunta que ronda por mi cabeza, pero necesito saberlo.

—¿Qué pasó con tu entrevista?

—La hemos aplazado —responde.

—Pero el reportaje a doble página era un gran negocio.

Jeb se encoge de hombros aunque su despreocupación forzada es muy clara.

Me muerdo el labio, tratando de cambiar de tema. Algo positivo.

—Tú y papá. Has vuelto a ponerte de su lado.

Jeb se estremece.

—Sí, pero ahora tu madre me odia más que nunca.

Observo la ventana que hay tras él.

—Ya—sabes lo sobreprotectora que es.

—No ayuda que mientas por mí. Escuché lo que dijiste…

Frunzo el ceño.

—¿Qué escuchaste?

—Le dijiste que yo no elegí estar allí. Los dos sabemos que quería estar en el túnel. Te llevé allí sin pensar en la lluvia o lo que podría suceder.

Le acaricio la mano, en parte por frustración y en parte por alivio.

—Eso no es lo que le vuelve loca.

—Entonces, ¿qué?

Miro los peluches apoyados en el alféizar de la ventana: un oso, un payaso grande con un sombrero en forma de caja que le cubre la cabeza y una oveja que se come una pequeña lata con la frase «Que te mejores» en la etiqueta. El payaso me resulta siniestramente familiar, pero lo achaco a la luz. Las sombras cubren los juguetes y parece que les falten ojos o extremidades. Me recuerda tanto al cementerio del País de las Maravillas que el estómago se me revuelve.

—Al —Jeb me empuja suavemente—. ¿Vas a decirme por qué estabais gritando cuando he llegado?

—Quiere que me concentre en mi carrera, que no me desvíe. Cree que perdió la oportunidad de ser fotógrafa cuando se comprometió. No eres tú. Es todo lo que ella considera una distracción. —Me muevo inquieta bajo las sábanas. Una mentira no debería ser tan fácil de decir.

Jeb niega con la cabeza.

—No soy una distracción. Estoy ayudando. Quiero que tengas éxito tanto como ella.

—Lo sé. Pero ella no lo ve así.

—Después de la reunión de esta noche con Ivy Raven debería tener todo el dinero que necesitamos para empezar en Londres. Eso demostrará cuánto quiero ayudar.

Se me tensan los dedos en los suyos. Así que esa es la razón por la que se ha afeitado y arreglado. Para causarle una buena impresión a su cliente heredera. La advertencia de mi madre sobre la traición emerge en mi mente pero consigo apartarla. Sé que puedo confiar en Jeb. Aun así, no puedo controlar lo que sale de mi boca a continuación.

—¿Vas a dejarme para irte a trabajar la primera noche que estoy despierta? —Me encojo ante la necesidad que refleja mi voz.

Jeb envuelve mi pelo alrededor de sus dedos.

—Tu madre me dejó claro que debía irme antes de que vuelva. Ivy está en la ciudad y no viene muy a menudo, así que tengo que aprovechar y quedar con ella para que elija una pintura.

—Pero hoy es fiesta. ¿La galería no está cerrada? ¿Has quedado allí con el señor Piero?

—Está en casa con su familia. Me va a hacer el favor de utilizar la sala de exposiciones.

Se me tensan los labios. No me gusta que vaya solo aunque no puedo decir por qué. Tal vez sea mi parte de las profundidades porque la emoción que siento es animal… salvaje. Un instinto oscuro y desconcertante que está despedazando toda la confianza que hemos forjado en los últimos años.

Jeb es mío. Mío, mío, mío.

Un gruñido brota de mis labios pero lo reprimo. ¿Qué me pasa?

El payaso de peluche cae al suelo con un sonido metálico y Jeb y yo nos sobresaltamos.

—Ah —dice Jeb cuando recoge el juguete y lo coloca en el alféizar. Tira del sombrero con forma extraña—. Hay algo de metal debajo. Debe ser inestable.

—¿De quién es? —pregunto.

—Del chico que me ayudó el viernes a sacarte. Estaba intentando que respiraras cuando apareció de la nada… Dijo que había visto una ambulancia calle abajo y que le había hecho señas. Se me había perdido el móvil en la riada. Consiguió la ayuda que yo no pude darte.

Algo pasa con el payaso. Aparte de que me resulte vagamente familiar… aparte de que sea más grande que los demás. Prácticamente parece tener vida. Sigo esperando que se mueva.

Cuando me devuelve la mirada, las sombras parecen cambiar su expresión de una sonrisa a una mueca desdeñosa. Ni el violonchelo de su mano logra suavizar la imagen.

Un violonchelo.

La desconfianza alcanza otro nivel. Es el único instrumento que sé tocar. El único instrumento que no he tocado desde el verano pasado. ¿Cómo puede un extraño saber eso sobre mí?

Jeb dijo que el chico apareció de la nada…

El miedo se me anuda en la garganta.

—¿Cómo se llama esa persona? —pregunto.

—No me lo dijo —responde Jeb—. La tarjeta del payaso dice «Espero que te sientas como tu antiguo Yo pronto». No lleva firma, pero comprobamos los demás y nadie que conozcamos lo envió, así que debe haber sido él.

Los ojos negros y brillantes del juguete me apuntan directamente como cucarachas ansiosas.

—Como mi antiguo yo —murmuro—. Eso es una dedicatoria muy rara para que la escriba un extraño, ¿no crees?

Jeb se encoge de hombros.

—Bueno, tal vez así es como se habla en Inglaterra.

Se me acelera el pulso.

—¿Inglaterra?

—Sí. Después de que se fuera la ambulancia, el chico me ayudó a sacar la moto del agua. Es un estudiante de intercambio que va al instituto Pleasance. No tiene sentido matricularse en la última semana de instituto pero sus padres insistieron.

Pierdo fuerza en los brazos.

—¿Te dijo que era de Inglaterra?

—No tuvo que hacerlo. Tenía acento inglés.

La amenaza de Morfeo resuena en mi mente: Para cuando encuentren tu cuerpo, ya estaré allí.

El corazón me late con fuerza. Aparto las mantas.

—¡Tenemos que salir de aquí!

—¡Al! —Jeb intenta evitar que me siente.

Utilizo sus brazos como palanca para levantarme.

—Por favor, Jeb, ¡llévame a casa!

—¿Qué? No, vamos, te vas a hacer daño. Acuéstate.

Cuando intenta guiarme de nuevo a la cama, el ruego se convierte en grito. Me arranco la vía intravenosa de la piel antes de que pueda detenerme. La sangre brota por la parte trasera de la mano, manchando las mantas y las sábanas, deslizándose por los dedos de Jeb cuando intenta detener el flujo mientras pulsa el botón de llamada de la enfermera.

Mamá y papá regresan. La cara de mamá palidece como el color de mis sábanas cuando toma el relevo de Jeb.

—Creo que tienes que irte —le dice.

Grito.

—¡No!

Lo que en realidad quiero decir es que mi pánico no tiene nada que ver con él sino con el chico de las profundidades que fue el principal responsable de su confinamiento en el psiquiátrico hace doce años.

—Nadie tiene que irse —tercia papá, la voz de la razón en medio del caos.

La enfermera Terri entra y sus tristes ojos grises logran que me comporte.

Ella y papá me llevan a la cama y menciona algo sobre una reacción retardada de estar en shock y en estado comatoso durante tres días. Después me vuelve a colocar la vía intravenosa e inyecta una jeringa llena de sedante.

Cuando veo aparecer la aguja al otro lado del tubo, muevo los labios para pedirle que no lo haga. Que no me deje vulnerable en mis sueños. Que por lo menos se lleve al payaso siniestro. Pero la lengua se me congela y mi mente va a la carrera.

En cinco minutos estoy grogui. Jeb me besa la mano, me dice que me quiere y que me duerma. Papá me da un abrazo de buenas noches y se marchan juntos. Mamá me acaricia el pelo, pliega su cama y va al baño. Después, a pesar de todos mis esfuerzos por mantenerlos abiertos, los párpados se me cierran.

* * *

No estoy segura de qué hora es cuando me despierto. Pero me alegro de estar totalmente lúcida.

El olor a desinfectante me recuerda dónde estoy. Todo está oscuro. No entra luz por las persianas ni se filtra bajo la puerta del pasillo. Supongo que mamá colocó algunas toallas enrolladas. A veces duerme mejor si se encierra, un hábito que tomó mientras estaba ingresada en el psiquiátrico. Todas las noches comprobaba cada grieta de su habitación, desde las paredes hasta el suelo, en busca de insectos. Cuando se convencía de que no había ninguno, tapaba la parte inferior de la puerta con la funda de la almohada.

Hace calor, el denso aire me asfixia. Debería quitar la toalla de la puerta para que la habitación ventile. Aparto las mantas, me dirijo lentamente hacia el borde de la cama pero me quedo paralizada en el sitio antes de sentarme.

El viento sacude las hojas con más intensidad que antes, con un zumbido tan vibrante e inquietante que casi parece una canción. Incluso las plantas y las flores del alféizar se quedan en silencio, como si estuvieran escuchándolo. Un repentino rayo de luz parpadea frente a mí. Me lleva unos instantes darme cuenta de que es una tormenta. No oigo llover. Será una tormenta eléctrica.

Con el siguiente rayo logro vislumbrar lo que me rodea: gruesas telarañas que se extienden desde el marco de la cama pasando por la ventana hasta el techo; un dosel mórbido, como si una gigantesca araña me hubiera tendido una trampa.

Me incorporo y una película pegajosa me tapa la boca. En el siguiente rayo de luz se vuelve incluso más gruesa, asfixiándome. Araño las redes que cubren mi cara y le grito a mi madre pero no la veo; hay demasiadas hebras entre las dos. Tiro de la vía intravenosa y salto de la cama.

La sangre fluye de la mano de una forma diferente. Una tira sólida flota hacia arriba, formando una espada roja encendida. La cojo de forma instintiva, rajo las telarañas, abriéndome paso a través de las fibras pegajosas para alcanzar la cama de mamá. Una gruesa capa de tela de araña se ha apoderado de su cuerpo.

El resplandor rojo de mi espada ilumina los peluches y las muñecas que cuelgan como estatuas en las radiales brillantes que me rodean, más juguetes de los que recuerdo haber visto en la ventana. Me tiran del pelo y me muerden la piel mientras corto las redes y me abro paso hacia la forma de capullo de mi madre. Un instante antes de que llegue allí, el payaso cae de un hilo que se balancea. Toca el violonchelo y ríe, provocándome. Lo que escuché antes no era el viento… era el instrumento.

Arremeto contra él con la daga de sangre y el juguete cae a mis pies. Se acalla la canción aunque su brazo continúa moviendo el arco por las cuerdas del violonchelo.

Por fin alcanzo el capullo. Abro a tajos la cáscara blanca con miedo a mirar. A medida que rompo el cascarón, va apareciendo un cuerpo pero no es el cadáver de mamá el que me mira con ojos muertos.

Es Jeb.

La cara de Jeb gris y lacerada. La boca de Jeb que se abre y chilla.

Gritamos al unísono pero el ruido es tan insoportable que tengo que cubrirme los oídos.

Cuando se hace el silencio, un susurro sordo se desliza por mi mente.

Acabará así, a no ser que te defiendas. Reclama tu lugar. Despierta y lucha. ¡Lucha!

Me calmo cuando veo a mamá durmiendo plácidamente en su cama.

Los peluches siguen en su lugar sobre el alféizar, todos menos uno. El payaso está en cuclillas sobre la mesita de noche, mirándome, moviendo lentamente el arco por las cuerdas del violonchelo al ritmo del viento huracanado del exterior.

Sofoco un gemido de horror y tiro el pesado juguete al suelo. Este aterriza con un ruido extraño, se desploma y se queda quieto aunque el mensaje de su canción silenciada sigue resonando: Morfeo está aquí, en el reino humano, y todas las personas a las que quiero están en peligro a menos que lo encuentre, reclame el trono y defienda al País de las Maravillas de la cólera de la Reina Roja.