Entre el demonio y mar de lodo
¿Encontrar mi cuerpo? Quiero gritar pero no puedo ni gemir con la mano en forma de hoja que me tapa la boca.
Morfeo se pone en pie con el dobladillo de su abrigo arremolinándose en sus tobillos. Se coloca el sombrero en su sitio, le hace señas a las flores y se transforma en la mariposa de mis recuerdos: alas negras y cuerpo azul del tamaño de un pájaro.
Las vides me arrastran hacia abajo y el fango me rodea como si fuera un puño espeso y húmedo. Los sonidos del exterior se van amortiguando. Sólo oigo los latidos de mi corazón y los quejidos, que no llegan a salir por la garganta.
Me es imposible abrir los párpados, tengo las pestañas tan pegadas a las mejillas que ni siquiera puedo moverlas. La ropa me aprieta, como si una capa de pegamento la adhiriera a mi piel. Estoy paralizada, no sólo físicamente sino mentalmente.
Esto es demasiado fuerte… me aprieta mucho. La claustrofobia que pensaba que había vencido hace un año me invade a oleadas.
Está oscuro como la boca de un lobo. Sólo se escucha el silencio de la muerte. Me siento desamparada.
Intento no respirar, ya que me aterroriza que el lodo me entre por la nariz. De todas formas se filtra en mi interior, llenándome los orificios nasales. La sensación asfixiante de mis pulmones me produce náuseas cuando el barro entra en mi cuerpo.
Trato de retorcerme, contraer los músculos pero apenas me muevo un centímetro. Gracias a mis esfuerzos logro sacar el fango que más me aprieta, como si fueran arenas movedizas.
El corazón me palpita y el pánico domina mis nervios.
—¡No hagas esto! —le grito mentalmente a Morfeo. Nunca pensé que llegaría tan lejos. Le creí como una idiota cuando me dijo que le importaba—. ¿Cómo arregla las cosas el matarme? —Intento razonar con él pero, en vez de eso, hallo la lógica de la situación. Morfeo no hace nada sin motivo. Intenta obligarme a reaccionar. Espera que me libere—. ¡Morfeo! —grito mentalmente una vez más con la furia reflejada en la palabra.
Los pulmones se aprietan de forma agonizante. Las lágrimas me queman tras los párpados pero no puedo escapar. El cuerpo me duele de tensarlo tanto contra los muros de barro.
Estoy marcada y confusa.
Exhausta, empiezo a ceder a la somnolencia. Así me encuentro más segura, así no se siente nada… no hay miedo.
Los músculos se relajan y el dolor se adormece.
—¡¿Quieres luchar ya?! —El grito mental me despierta.
Me vuelvo a tensar.
—¿Cómo? Estoy atrapada.
—Sé ingeniosa. —La voz de Morfeo es más suave ahora, gentil pero firme—. No estás sola en el lodo.
Claro que estoy sola. Las flores zombis se marcharon después de empujarme hacia el fondo. No hay duda de que ahora están en la superficie riéndose con Morfeo. Los únicos que comparten mi tumba son los bichos que se entierran y me rodean.
Bichos…
Todos estos años he escuchado sus susurros. Sin embargo, nunca he intentado hablar con ellos, comunicarme de verdad.
Tal vez estarían dispuestos a ayudarme si logro alcanzarlos.
Segundos después de pensarlo, de sentir un rayo de esperanza y suplicar silenciosamente que me ayuden, algo perfora el fango que me rodea.
Los bichos y los gusanos se arrastran por mis piernas. La presión disminuye y noto que ya puedo mover los tobillos y las muñecas. Al final, consigo liberar los brazos y las piernas y lucho para encontrar la salida a través del lodo.
Arriba, arriba, arriba. El fango se vuelve fluido y nado hacia la superficie, pero algo sale mal: los bichos y los gusanos dan la vuelta y se introducen por las fosas nasales. Se me cierra la garganta ante la sensación de asco que me producen los bichos. Me provocan arcadas y la tráquea se estira para acomodar los cuerpos.
Morfeo grita de nuevo:
—¡Lucha… lucha por vivir! Respira. ¡Respira!
Pero ya no es Morfeo. Es Jeb y ya no estoy saliendo de un mar de fango. Estoy rodeada de agua, un cielo encapotado y paramédicos. Lo que me ha entrado por la garganta ha sido algo más que bichos. Doy un grito ahogado, aspirando el oxígeno a través de un tubo. Lo siguiente que sé es que estoy en una camilla cubierta con sábanas y que me llevan hacia una ambulancia.
Me estremezco y agito las pestañas empapadas, la única parte del cuerpo que puedo mover sin sentir un dolor atroz.
Con la vista nublada, logro atisbar el rostro de Jeb, que se inclina hacia mí con los dedos entrelazados en los míos. El cabello le cae en mi antebrazo, tiene los ojos rojos, no sé si de llorar o de luchar contra la riada.
—Lo siento, Al. —Me acaricia la mano, sollozando—. Lo… siento tanto. —Entonces se queda en silencio.
Me gustaría decirle que no tiene la culpa, pero no puedo hablar con el tubo en la garganta, y tampoco importaría. Jeb no recuerda quién es Morfeo. Creería que estoy delirando debido a la falta de oxígeno. Así que en vez de responder, me rindo a la inconsciencia.
* * *
Noto que algo me toca la marca de nacimiento del tobillo y que una calidez me inunda el cuerpo. Entonces me despierto en un hospital.
En la parte derecha de la habitación hay una ventana por cuyas persianas se filtra la luz del atardecer que ilumina de un color rosáceo un arco iris de globos con cintas que llevan escrita la frase: «Que te mejores». También hay peluches, arreglos florales y plantas colocadas en el alféizar.
Todo lo demás es incoloro: paredes blancas, baldosas blancas y sábanas y cortinas blancas. A mi alrededor, flota el olor a desinfectante y el toque afrutado del perfume de mamá, que se combina con la esencia de los lirios de la ventana.
Las flores frescas se quejan por estar demasiado apretadas en el vaso pero la voz de mi madre las acalla.
—No tiene por qué estar rondando por aquí día y noche —protesta—. Sal al pasillo y dile que se marche.
—¿Quieres parar? —responde papá—. Le salvó la vida.
—También es el responsable de que casi muera. No habría estado en peligro si no la hubiera llevado allí para… —Mamá baja la voz pero todavía la oigo— Dios sabe qué. Si no le dices que se vaya a casa, se lo diré yo.
Jeb. Intento moverme pero no puedo debido a la vía intravenosa que tira de la delicada piel de mi mano. Me vuelvo a sentir atrapada como en el fango. Lucho contra las náuseas que me revuelven el estómago e intento pedirle a mis padres que me saquen la aguja, pero la garganta me arde. Ya no tengo el tubo instalado en la tráquea pero ha dejado marca.
Mis padres siguen discutiendo. Me alivia escuchar a mi padre defender a Jeb pero cierro los ojos y espero a que se vayan y me dejen sola con las plantas susurrantes. Las flores dejarán entrar a Jeb. Especialmente el jarrón de rosas blancas. No necesito ver la tarjeta para saber que son de él.
—Mamá… —No reconozco el sonido que sale de mi boca.
Parece aire filtrándose más que una voz.
—¿Allie? —Mamá se inclina hacia mí con el cabello rubio platino cayéndole en cascada a la altura de la barbilla. Siempre ha aparentado ser más joven, con treinta y ocho años no le ha salido ni una sola arruga. Tiene los ojos azules salpicados de color turquesa que se asemejan a la cola de un pavo real y unas pestañas muy negras. Ahora el blanco de sus ojos lo tiene bordeado de rojo, señal de que está agotada o de que ha estado llorando, pero aun así es bella: frágil, menuda y radiante como si el sol brillara en ella. Y lo hace. La magia está ahí. Magia que nunca ha aprovechado.
La misma magia que se halla en mi interior.
—Mi dulce niña. —El alivio cruza sus delicados rasgos cuando me acaricia la mejilla. El contacto me llena el pecho de satisfacción. Durante la mayor parte de mi infancia tenía miedo de tocarme… temía herirme de nuevo como cuando me cortó las palmas de las manos—. Tommy-luz —dice mamá—, pásame el hielo. —Papá se desliza tras el metro y sesenta y dos centímetros que mide mi madre mientras ella introduce una cuchara de plástico en un vaso de papel y me alimenta. El hielo se derrite, suavizándome la garganta. El agua me sabe a ambrosía. Hago una señal con la cabeza pidiendo más.
Ambos me observan en preocupante silencio mientras me tomo el hielo necesario para aplacar el dolor del cuello.
—¿Dónde está Jeb? —La crudeza de mi garganta vuelve y me estremece. La expresión de mamá se tensa—. Estaba conmigo en el agua. Tengo que comprobar que está bien. —Toso para darle más dramatismo aunque el dolor resultante es real—. Por favor…
Papá se apoya en los hombros de mamá.
—Jeb está bien, mariposa. Danos un segundo para cuidar de ti. ¿Cómo te sientes?
Muevo los doloridos músculos.
—Hecha polvo.
—Apuesto a que sí. —Se le saltan las lágrimas pero sonríe con felicidad cuando pasa junto a mi madre y me acaricia la cabeza. No podría haber pedido un padre mejor. Si mis abuelos estuvieran vivos, estarían orgullosos de tener un hijo tan protector y fiel a su familia—. Le voy a decir a Jeb que estás despierta —anuncia—. No se ha movido de aquí.
Es imposible no ver el codazo no-tan-sutil de mamá en las costillas de papá pero su objeción no le perturba. Se masajea el cabello negro con una mano, sale de la habitación y cierra la puerta tras él antes de que mamá pueda decir algo.
Mamá suspira, coloca el vaso en la mesita de noche que hay al lado de la cama y tira de una suave silla verde de vinilo que reposa en una esquina. Se sienta a mi lado y se alisa el vestido de seda de topos.
Cuando salió del psiquiátrico, se propuso recuperar el tiempo perdido y ponerse al día de todo. Horneábamos juntas, hacíamos la colada, limpiábamos la casa… trabajábamos en el jardín. Lo que para la mayoría sería algo mundano o desagradable, para mí era el paraíso porque por fin podía hacer cosas con mi madre.
Un sábado por la tarde la llevé a «Hilos de mariposa», la tienda vintage de segunda mano donde trabajo, y revolvimos todos los estantes de ropa.
Prácticamente todo lo que hay en la tienda es de mi estilo, así que discutimos por casi todas las piezas. Hasta que encontramos un vestido muy original de satén con topos violetas y negros con un cinturón verde lima a juego y una enagua de red que sobresalía del dobladillo. La convencí para que se lo comprara pero cuando se lo llevó a casa, no se atrevió a ponérselo en público por mucho que a papá le encantara cómo le quedaba. Decía que llamaba demasiado la atención.
Le pregunté por qué no podía hacer un esfuerzo por complacer a papá después de todo lo que había hecho por ella. Esa fue la primera discusión que tuvimos tras el alta. Ahora he perdido la cuenta de las que llevamos.
No logro entender por qué se ha puesto el vestido hoy.
—Hola, mamá —grazno.
Sonríe y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Hola.
—Estás muy guapa.
Sacude la cabeza y reprime un sollozo. Antes de que me dé cuenta de lo que está a punto de hacer, se derrumba con la cara apoyada en mi abdomen.
—Pensaba que te había perdido. —Las palabras salen amortiguadas y el aliento roto y caliente por las colchas—. Los doctores no podían despertarte.
—Oh, mamá. —Acaricio el suave fleco de cabello de su sien que tiene recogido con una horquilla de color violeta brillante—. Estoy bien gracias a ti, ¿verdad?
Alza la mirada y levanta la muñeca, ahí donde la marca de nacimiento se enrolla como un laberinto circular. Es igual que el que tengo en el tobillo izquierdo bajo el tatuaje de alas. Cuando se unen, la magia que surge puede curarnos.
—Prometí que nunca volvería a utilizar ese poder —murmura, haciendo referencia al año pasado cuando me curó el esguince de tobillo y desencadenó una inesperada sucesión de acontecimientos—. Pero has estado inconsciente demasiado tiempo. Todos temían que te quedaras en coma.
La máscara de pestañas se le ha corrido y forma minúsculos riachuelos. La imagen me inquieta, se parece demasiado a los tatuajes que me salían en los ojos cuando estuve en el País de las Maravillas, pero ignoro el recuerdo. No es momento para una charla íntima sobre lo que ocurrió el año pasado.
—¿Cuánto tiempo? —pregunto.
—Tres días —responde sin detenerse—. Hoy es lunes, el Día de los Caídos.
La impresión me cierra la dolorida garganta. Lo único que recuerdo es un profundo y oscuro sueño. Es raro que Morfeo no visitara mi mente mientras estaba inconsciente.
—Lo… Siento haberte asustado —susurro—. Pero sabes que estás equivocada.
Mamá inclina la cabeza, recorriendo las venas de la parte posterior de la mano en la que llevo la vía intravenosa.
—¿En qué?
—Mi novio.
Sus labios rosas se tensan en una mueca. Le da la vuelta a mi mano y estudia las cicatrices. Hace un tiempo le pregunté por qué no me curó cuando tenía cinco años y me dijo que estaba demasiado conmocionada por los cortes para pensar con lucidez.
—Jeb quería que estuviéramos a solas —continúo—, quería darme algo, un colgante. —Me toco el cuello pero no está. Desesperada, recorro la habitación con la mirada.
—No te preocupes, Allie —dice—. Los colgantes están a salvo, los dos. —Le tiembla la voz. No estoy segura de si es debido a las cicatrices o al colgante. Prefiere no acordarse de la locura que la llave de rubíes abre. Pero sabe muy bien que no debe tirarla después de la discusión que tuvimos sobre la pieza de ajedrez de jade con forma de oruga que me escondió hace unos meses.
—Fuimos a la parte antigua de la ciudad —continúo, decidida a probar las nobles intenciones de Jeb— porque sabe lo mucho que me gusta el cine abandonado. Empezó a llover, así que nos metimos en el túnel de desagüe para cobijarnos.
—¿No había ninguna tienda o algún lugar público en el que secaros? —pregunta con tono burlón—. Los chicos no arrastran a las chicas a lugares indecentes.
Frunzo el ceño, libero su mano y meto la mía bajo la manta. Un dolor ardiente se extiende desde la vía intravenosa hasta la muñeca.
—Quería privacidad pero no para lo que estás pensando.
—No importa. Te puso en peligro y lo volverá a hacer si te vas con él a Londres.
Aprieto los dientes.
—Espera… ¿Qué? ¿Así que ahora tú también vas a empezar a ponernos las cosas difíciles? Entiendo que papá quiera ver un anillo en el dedo antes de que me mude con alguien, soy su niña pequeña, pero tú siempre me has dicho que no me precipite en casarme, que antes viva experiencias. ¿Has cambiado de idea?
—No se trata de eso. —Me pasa el vaso de papel, se levanta y camina hacia las flores del alféizar. Antes, una luz rosa entraba por las persianas pero ahora, el crepúsculo tiñe su cabello del mismo tono violeta que su vestido—. ¿Las escuchas, Allie?
Casi escupo el sorbo de hielo derretido.
—¿A las flores?
Ella asiente con la cabeza.
Lo único que escucho son los lirios ronroneando en respuesta a su atención.
—No están hablando…
—Ahora no pero lo han hecho mientras dormías. Los bichos también. No me ha gustado lo que han dicho.
Espero a que se explique. Mamá y yo hemos notado que, a veces, escuchamos cosas distintas. Es como si las plantas y los insectos pudiesen personalizar sus mensajes, como si pudiesen elegir hablarnos por separado dependiendo de lo que tengan que compartir.
—Me han advertido que el que está más cerca de ti te traicionará de la peor manera posible.
—¿Y piensas que es Jeb? —pregunto incrédula.
—¿Quién más podría ser, sino Jebediah? ¿Con quién más pasas todas las horas del día hablando o pensando o saliendo?
¿Las horas del día? Con nadie más que con Jeb.
Pero las horas en las que duermo…
Cierro los ojos. Claro que es Morfeo. Siempre me ha traicionado, intentando entrometerse en mi vida en el reino humano. Intentando obligarme a volver al País de las Maravillas para luchar en una batalla que soy incapaz de ganar.
El terror se anida en el cráneo y me produce un dolor punzante en la cabeza.
—Jebediah estaba contigo el año pasado cuando entraste por la madriguera del conejo —dice mamá desde la ventana. El aire acondicionado se pone en marcha, agita los lirios y me trae su suave esencia—. Una parte del País de las Maravillas puede haberlo infectado. Tal vez ha estado ahí… esperando. Esperando encontrar un camino hacia ti.
Me enfurruño.
—Técnicamente, él nunca estuvo allí. Eso no tiene ninguna lógica.
Mamá se vuelve con un frufrú de falda y se enfrenta a mí.
—Ese lugar carece de lógica. Ya lo sabes, Allie. Nadie sale del País de las Maravillas sin algún tipo de huella. Estar allí… cambia a la persona. Especialmente si son completamente humanos. ¿Alguna vez te ha mencionado que haya tenido sueños extraños?
Sacudo la cabeza.
—Mamá, lo estás haciendo más complicado de lo que es.
—No. Tú eres la que está complicando las cosas. ¿Por qué no te quedas en Estados Unidos? Hay algunas universidades de arte muy prestigiosas en Nueva York. Deja que Jebediah vaya a Londres sin ti. Así los dos estaréis a salvo.
Alargo la mano para colocar el vaso en la mesita de noche.
—¿Dejarle? Yo no lo controlo. Fue su elección esperar hasta que pudiéramos ir juntos.
Aprieta con las manos el alféizar situado a sus espaldas.
—Si quieres una vida normal, vas a tener que romper todos los vínculos que te atan a la experiencia que viviste y con todo lo que formó parte de ella. —Por el gesto duro de su barbilla, sé que no va a echarse atrás.
Ni siquiera trato de contener mi arranque, aunque sé que me haré daño en la garganta.
—¡Él no eligió estar allí! ¡No es justo que odies a Jeb!
Atisbo un movimiento por el rabillo del ojo y muevo la cabeza encontrándome a Jeb de pie en el umbral de la puerta. No lo hemos oído girar el pomo pero por la expresión compungida de su cara, obviamente ha escuchado mi grito ronco.
La pregunta es, ¿qué más ha escuchado?