La noche más oscura y el brillo más extraño
Doy un grito ahogado y bloqueo la mano venenosa de la Hermana Dos con un taco.
Ella aúlla de dolor cuando una de sus uñas cargadas de veneno se queda atascada en la madera. Me deshago del taco y salgo corriendo con el corazón en la boca alejándome por el suelo resbaladizo.
Nadie puede verme a través de los gigantes árboles de turgal —ni Roja, ni los chicos, ni mamá— pero yo sí puedo verlos. Jeb y Morfeo han aterrizado y están rodeando a los juguetes que han señalado, los que consiguieron gracias a mí y a mamá. Morfeo utiliza la magia azul para dirigir a los zombis como títeres hacia Jeb, que los golpea con un palo de golf y los envía a la red que han colocado estratégicamente. Dejo que los chicos conviertan en un juego una situación que es de vida o muerte. Casi están en la puerta de la zona de las máquinas recreativas, y de Roja.
Mamá está recogiendo los juguetes de la pista de monopatín, tan ajena a lo que me pasa como los chicos. Empiezo a descender para llegar hasta ella pero las tijeras de la Hermana Dos me atraviesan el ala derecha.
Un dolor sordo se dispara desde mi omóplato hasta la columna. Me fallan las rodillas y me dejo caer en el cemento mojado. Trato de gritar… de advertir a los demás… pero el dolor es tan profundo que me deja sin aire y bloquea mis cuerdas vocales.
La Hermana Dos se cierne sobre mí con sus ocho patas dándome golpecitos en una sincronía morbosa. Mi ala está hecha jirones. Trozos enjoyados caen a mi alrededor como si fuera nieve a media noche y bajo las luces negras su color blanco se hace brillante.
—El día que entrasteis en mi tierra consagrada sin autorización os dije que haría confeti con vos. Alegraos de que me detenga aquí. —Me atraviesa el ala con el taco, que cae a mi lado cuando me retuerzo de la agonía—. Como habéis reunido a mis almas fugitivas y habéis atraído a Roja hacia mí, he decidido dejaros con —vida. Vuestro soñador mortal y vuestra madre… Eso es lo único que necesito como indemnización. Podéis considerar vuestras deudas pagadas.
Lucho por moverme. No. Por favor no te los lleves. Mi pecho se hincha con el ruego pero la voz queda atrapada dentro, golpeando como un pájaro enjaulado.
Lanza una telaraña al aire y sale volando, oculta y letal en la oscuridad. Entra y sale de mi visión, tan alta que es prácticamente imposible de encontrar.
La risa perversa de Roja resuena por toda la caverna y levanto el cuello para observar la puerta de la zona de máquinas recreativas. La flor en la que habita es tan alta como Morfeo. Los juguetes deben haberla ayudado a escapar de mis ataduras. Utiliza sus brazos serpenteantes para impulsarse, levantando la maceta y balanceándola, como si fuera un orangután. Una de sus extremidades adicionales se eleva para atrapar a Jeb. Morfeo recubre a Roja con su magia azul como si esperase controlarla como ha hecho con los juguetes zombis pero ella es demasiado poderosa.
Grito fuerte. Por fin el sonido sale de mi garganta.
Resuelta a ayudar, lucho contra los espasmos agonizantes de la espalda y el ala y casi me levanto pero un dolor punzante me atraviesa la columna vertebral y vuelvo a caer boca abajo. ¿Es así como se sentían los bichos que utilizaba para clavarlos con alfileres?
Lloriqueo, una lamentable excusa para una reina, para una hija, para una novia y para una amiga. Los espasmos ardientes y helados viajan desde el ala desgarrada hasta el centro de cada nervio, vibrando a través de mí en una onda expansiva. Me estremezco con los músculos tensos. El agua me envuelve enfriándome más.
Tengo la mente entumecida. Me dejo llevar hacia la inconsciencia, como cuando el fango me tragó en mi sueño. Recuerdo la voz de Morfeo cuando me estaba hundiendo. Cómo me dijo que encontrara una solución, que no estaba sola. Y cuando pedí ayuda a los bichos, me rescataron.
Cuando llegamos a La Caverna, los insectos me prometieron lealtad y ayuda. Llámanos, dijeron. Así que eso es lo que hago ahora… Los llamo mentalmente, les ruego que vuelvan a despertar a los espectros porque es la única forma de salvar el reino de los humanos.
Escucho un susurro de afirmación apenas audible bajo el ruido de la música, como si los bichos exploradores hubieran estado esperando mi señal dentro de La Caverna. El alivio me invade. Las hormigas lo arreglarán. Los espectros vendrán y se llevarán todo lo que pertenece al País de las Maravillas…
Entonces me doy cuenta de una cosa: también capturarán a Morfeo. Se lo llevarán al País de las Maravillas junto a Roja y seguirá en peligro.
—Oh, no —mascullo y me arrastro a gatas, ignorando el dolor.
Sobre mi cabeza, la Hermana Dos se balancea a hurtadillas hacia mamá.
—¡Mamá! —grito pero las tijeras de podar la desequilibran antes de que la vea.
Mamá cae hacia el montón de juguetes capturados de la pista de monopatín con el vestido rindiéndose a la gravedad en una hermosa cascada de color rosa claro. Los juguetes enloquecidos se ciernen sobre su cuerpo.
—¡Apartaos de ella! —grito.
Una cacofonía de horribles gritos y gemidos salen de la pista de baile, más alta que mi voz, más alta que la estática que ahora resuena a través del interfono. Tras los árboles blancos se ha abierto un portal en uno de los espejos que brilla en la oscuridad. Lodo grasiento de color negro sale de la madriguera del conejo y se filtra en nuestro reino. En un abrir y cerrar de ojos se convierten en fantasmas, atravesando el aire como si fueran humo.
Corren hacia mí y me olfatean. Sus gemidos se me meten en los huesos y sacuden mis alas. Grito y empujo a los espectros hacia delante, que avanzan en dirección a la pista de monopatín dejando marcas grasientas tras ellos. Mamá está bajo un montón de juguetes zombis. No puedo dejar que los espectros piensen que es una de ellos pero Jeb y Morfeo también necesitan mi ayuda.
Cometo el error de mirar hacia la zona de máquinas recreativas. Roja todavía tiene a los chicos envueltos en sus brazos con forma de vides cuando, la Hermana Dos la enfrenta. Roja utiliza sus vides adicionales para arrastrarse hacia el bosque de turgal y la Hermana Dos corre tras ellos, una araña cazando a una flor, igual que en el mosaico. Doy un grito ahogado, sabiendo lo que Roja planea hacer antes de que ocurra. Justo cuando la Hermana Dos lanza una red de telarañas para atrapar a Jeb y su preciada alma, Roja se introduce en la boca enorme de un árbol de turgal llevándose con ella a Jeb y a Morfeo.
Se han ido.
Me dejo caer sobre mi estómago y me apoyo en los codos invadida por la incredulidad. Luchando contra las lágrimas, miro y espero.
—Por favor no salgáis otra vez… Por favor, no —mascullo incapaz de entender un mundo en el que Morfeo y Jeb son mutantes y defectuosos como los artículos del espejo.
Los segundos pasan como si fueran horas. Aprieto los ojos cerrados, luchando contra las ansias de mirar. En mi imaginación veo sus rostros de una manera deformada, como una pesadilla.
Lucho por respirar.
Conducida por los alaridos de los espectros, abro los ojos y exhalo. La boca del árbol se ha quedado cerrada. Jeb, Morfeo y Roja no están por ningún sitio pero el alivio da paso al terror.
Ambos han sido aceptados en la puerta, lo que significa que se han quedado atrapados en CualquierOtroLugar junto con cientos de criminales del País de las Maravillas.
Los espectros suben y bajan por el aire como un enjambre de enormes langostas. Como no puedo deshacer el horror del destino de Jeb y Morfeo, decido que los ayudaré, me prometo a mí misma que habrá alguna manera de salvarlos.
Pero ahora mi madre todavía está en peligro.
Abatida, me arrastro hacia el borde de la pista de monopatín incapaz de verla por todos los juguetes que están trepando dentro. Tiro del taco que se le escapó de las manos en su caída y atizo a las almas desesperadas. Estas gruñen y se separan dejando ver a mamá. Su vestido está destrozado y el antifaz torcido pero está consciente. Aparta a los juguetes que le arañan y se estira para alcanzar el taco. Su peso estira mi hombro y aprieto los dientes por la sensación desgarradora de mi espalda.
Un instante antes de que sus manos agarren el borde de la pista de monopatín, la atrapa un conjunto de llantos de espectros que se arremolinan a nuestro alrededor, enviando alaridos espeluznantes y fuertes ráfagas de viento frío sobre mí.
—¡Parad! —grito, cubriéndome la cabeza con los brazos para protegerme—. ¡Ella pertenece a este lugar! —Me ignoran y descienden entrando en la pista. Me obligo a levantarme soportando el dolor agonizante.
—¡Llevadme a mí también! —ruego.
La nube que gime y gira lo absorbe todo excepto a mí: los árboles brillantes de turgal, los juguetes zombis que agarran a mamá y la Hermana Dos y sus hilos. Avanzo con dificultad hacia la pared de espejos cuando el ciclón se filtra a través del portal, dejando sólo manchas aceitosas detrás.
Con la esperanza de zambullirme en el cristal antes de que el portal se cierre, me lanzo hacia el espejo pero es demasiado tarde. Llego al cristal justo cuando se está cerrando el espejo se rompe, cortándome fría e implacablemente. Lo único que puedo hacer es observar, con la sangre cayendo caliente por mi piel, el final de la pesadilla que evoqué a través de los reflejos rotos.
Los espectros se deslizan hacia el País de las Maravillas con su botín y la madriguera del conejo implosiona, como si el impacto de la entrada hubiera sido demasiado violento. Lo único que permanece es la tierra revuelta y una fuente de reloj de sol rota.
No hay manera de entrar. Nunca más.
* * *
El patio está desierto con excepción de la enfermera y yo.
Estoy sentada en una de las mesas de hierro forjado en el patio de cemento que ha sido sellado para que parezcan adoquines.
Las patas del mueble están fijadas al suelo, en caso de que un paciente fuera-de-control intentara tirar una silla en un ataque de ira. Una sombrilla de lunares negros y rojos sale del centro de la mesa como una seta gigante y da sombra a la mitad de mi rostro. Las tazas de té y los platillos plateados brillan encima de la mesa. Hay dos juegos: uno para mi y otro para papá.
Estoy aquí porque he perdido la cabeza. Estoy trastornada. Eso es lo que los médicos dicen.
Papá les cree. ¿Por qué no debería? La policía tiene pruebas. El estado de destrucción de La Caverna es como lo que ha visto en casa, en mi habitación, en Hilos de Mariposa y en el gimnasio del instituto. En el mantel de la mesa de buffet hay sangre que coincide con el ADN de mamá, y la camiseta de Jeb con mi sangre que encontraron en mi mochila en el garaje.
Jeb y mamá llevan desaparecidos un mes. No soy sospechosa sino una víctima. De una secta, tal vez. O de una banda. Podría ser el chivo expiatorio o haber sufrido un violento lavado de cerebro. Pero alguien debió ayudarme. Después de todo, ¿cómo pudo una chica sembrar tanto caos por su cuenta?
No consiguen que hable de ello. Cuando preguntan, me pongo rabiosa, como un animal, o como una criatura de las profundidades desatada.
Cuando los bomberos me encontraron entre los escombros de La Caverna, estaba destrozada, más allá del ala lisiada que ya había reabsorbido mi piel, más allá de los cortes causados por el cristal del espejo. No podía ni hablar. Sólo podía gritar y llorar.
Papá se negó a dejar que los del psiquiátrico me sedaran. Le quiero por ello. Como no me pudieron drogar para someterme, me llevaron a una habitación acolchada para asegurarse de que no me autolesionara. Me agaché en un rincón durante una semana, débil y exhausta, rodeada de un blanco infinito. Blanco como los árboles de turgal que cazaron mis pesadillas. Atormentada por los mosaicos, por cómo cada uno de ellos ocurrió esa noche.
Nunca hubo una lucha entre tres reinas. Sólo había dos: Roja y yo, las dos mitades de mí misma que tanto luché por mantener separadas. A Roja se la tragó viva una vil criatura, el turgal, dejando mi lado de las profundidades en mitad de una tormenta de magia y caos y mi lado humano envuelto en algo blanco, como una telaraña (mi némesis, la camisa de fuerza).
Las noches más oscuras han pasado. Mis dos partes se han fusionado en una. Estoy dejando que la magia salga de nuevo, en privado, con delicadeza, intencionadamente, para suavizar el dolor hueco de mi corazón. Mi ala derecha todavía está dañada, pero a fuerza de ir estirándola todos los días se está recuperando sola, trozo a trozo.
La claustrofobia ya no tiene poder sobre mí. He aprendido a manipular los cierres de velcro de la camisa de fuerza. Los abro sólo con un pensamiento. Una vez que libero los brazos, cubro con la camisa la cámara de vigilancia que está sobre la puerta, saco las alas y bailo alrededor del suelo acolchado, medio desnuda, imaginándome que estoy de vuelta en el País de las Maravillas, en la casita acolchada de la Hermana Uno, comiendo galletas de azúcar y jugando al ajedrez con un hombre con forma de huevo que se llama Humphrey. Para cuando los empleados del psiquiátrico se dan cuenta que la cámara no funciona, ya he reabsorbido las alas, me he atado velero y el algodón y estoy desplomada en la esquina, en silencio.
Por la noche, cuando todo está en calma, salgo a hurtadillas de mi habitación. Veo a los humanos durmiendo, observo sus vulnerabilidades y saboreo el hecho de que nunca volveré a ser indefensa como ellos.
Estoy loca y lo acepto. La locura es parte de mi herencia. La parte que me guió al País de las Maravillas y con la que me gané la corona. La parte que me llevará a enfrentarme a Roja una última vez hasta que una de las dos se marche.
Hasta entonces, soy una reina que no tiene camino de regreso a su reino, un reino que sangra por mí. Mis amados y fieles caballeros, Jeb y Morfeo, están atrapados en CualquierOtroLugar, el mundo del espejo, la tierra de los exiliados y lo siniestro. Y mi madre está sola en el País de las Maravillas, a merced de la Hermana Dos. Eso es inaceptable. No conseguí que volviera para perderla de nuevo.
La madriguera del conejo se ha colapsado y mi llave se ha derretido en una pepita de metal sin valor. Pero tengo otra llave —una llave viviente— que puede abrir el camino hacia CualquierOtroLugar a través de los espejos de este mundo. Y ahora ya tengo los billetes.
Anoche fui a la antigua habitación de mamá después del cierre, añorando verla vacía, pues todavía no habían asignado ningún paciente a esa habitación.
En las sombras discerní un brillo suave y extraño que salía de detrás de la imagen de geranios de la pared, un brillo que sólo alguien que ha aprendido a verla luz en la oscuridad puede detectar.
Esa imagen cuelga en todas las habitaciones pero las flores de esta brillaban, pétalos de color verde, naranja y rosa. Siguiendo una corazonada, aparté el marco y descubrí que la pintura estaba prácticamente desgastada tras los pétalos. Pero lo más misterioso de todo era que había un agujero del tamaño de un puño en la pared de pladur relleno de tierra de la cual florecían hongos ultravioletas.
Mamá sembró setas del País de las Maravillas mientras estuvo encerrada aquí. Cuando me dijo que las criaturas de las profundidades siempre tienen un plan de huida, sabía a lo que se refería.
Me senté en la cama durante un largo rato con las setas en la mano, preguntándome con qué frecuencia las utilizaba para salir cuando necesitaba evadirse. Me alivió saber que había tenido esa posibilidad y más aún que me la había dejado a mí.
—Hola, Allie. —La llegada de papá me devuelve a la realidad. Inhalo el aire exterior, sintiendo resurgir la energía. La parte del rostro a la que le da el sol está caliente, así que me muevo rápidamente hacia la sombra.
—Hola. —Lo saludo y vuelvo a mi conversación con las dos mariposas que vuelan alrededor de las flores que hay en la mesa. Me dicen que me dé prisa, porque Londres está lejos para llegar volando y es preferible viajar con la luz del día.
Papá me observa hablar con los bichos, cansado y derrotado.
—Allie, cariño, trata de centrarte, ¿vale? Es importante. Tenemos que encontrar a tu madre y a Jeb. Están en peligro.
Sí, lo están papá. Más de lo que crees.
—Si le dices a la enfermera que se vaya —digo con voz cantarina y demencial—, te diré todo lo que recuerdo. —Saco un trozo de carne con salsa Salisburry de la taza de té y me lo meto en la boca, dejando que la salsa se derrame por la barbilla. Es la única manera en la que como, con tazas de té y platillos. Y me visto como Alicia todos los días. Sé cómo simular que estoy loca. Aprendí de la mejor.
Me duele en el corazón ver la expresión de papá cuando le pide a la enfermera que se marche. Teme estar a solas conmigo.
No lo culpo, pero tengo que deshacerme de la empatía. Tendrá que ser fuerte para el viaje que le espera. Si quiere rescatar a mamá, su propia cordura será puesta a prueba.
Está bien porque tengo fe en su fuerza.
Él es la llave de todo esto y para hacerlo encajar en la cerradura, seré lo bastante feroz y astuta por el bien de los dos.
Con el párpado izquierdo temblándole, papá me mira.
—Vale, Allie. Estamos solos.
Compongo una sonrisa despiadadamente dulce.
—Antes de que hablemos sobre la noche del baile de graduación, dale un bocado a la comida, está muy buena.
Entrecerrando los ojos, saca un tenedor de su taza de té, lleno de carne, setas y salsa, y se lo mete en la boca.
Apoyo un codo en la mesa y la barbilla en la mano.
—Mientras estás ocupado comiendo, ¿puedo hacerte una pregunta? —Mi voz suena forzada y perturbada, incluso en mis propios oídos. Es lo mejor para desestabilizarlo.
Sacude la cabeza, tragando.
—Allie, deja los jueguecitos. Estamos perdiendo el tiempo.
Hago un mohín.
—Si tú no juegas conmigo, estoy segura de que mis otros invitados lo harán.
Me inclino hacia delante y susurro a las flores de la mesa, mirándolo de reojo.
Él emite un sonido ahogado, casi volviéndose verde.
—Vale, ¿qué quieres saber?
—Me preguntaba si… —Agarro las setas brillantes envueltas en el Kleenex que llevo en el bolsillo del delantal. No se ha percatado de que rocié la carne con la mitad más suave de las setas y que en unos momentos seremos del tamaño de escarabajos y montaremos a lomos de mariposas—. ¿Te gustan los trenes?