24

Baile-pocalipsis

No me resulta nada fácil recomponerme.

Por mi culpa salimos tarde de casa. Paramos en la tienda de artículos deportivos de papá en busca de algunos suministros que Jeb apuntó: dos juegos de walkie-talkies, diez redes de pelotas de fútbol, cuatro gafas de visión nocturna para cazar y dos pistolas de paintball junto con un par de cajas de bolas de paintball blancas y amarillas. Mamá y yo llegamos al aparcamiento del La Caverna sólo treinta minutos antes de que empiece el baile de graduación. El consejo de estudiantes y algunos acompañantes ya han llegado. Hay al menos una docena de coches y uno de ellos es el de Taelor. Esta noche se pone cada vez mejor.

El centro de actividad es una enorme caverna subterránea con un techo de roca que en algunos puntos llega a los quince metros de altura. Hay una entrada con puertas dobles de gimnasio a la altura de la tierra: una pequeña estructura que parece una cúpula con las letras LA CAVERNA hechas de neón naranja, rojo y púrpura intermitentes. Una vez que atraviesas las puertas, una rampa desciende a la planta principal donde tienen lugar las actividades fosforescentes: una pista para los monopatines, una zona de minigolf, un salón de máquinas recreativas y una cafetería. También hay una pista de baile del tamaño del gimnasio del instituto con las paredes cubiertas de espejos. Es mejor que la del instituto, ya que en lugar de luces tradicionales, utiliza focos negros para iluminar los murales fosforescentes. El sitio perfecto para cuentos de hadas y bailes de disfraces.

Las puertas traseras de La Caverna llevan a un pequeño vestuario donde los empleados guardan las mochilas, las chaquetas y los artículos personales. También hay un montacargas que se usa para las remesas semanales de comida y suministros.

Ahí es donde Jeb nos espera para entrar. Cogeremos el montacargas para acceder por la parte de atrás de la cafetería y, de esa manera, mezclarnos con mayor facilidad.

Jeb sigue ayudándonos a pesar de la manera en la que le he roto el corazón. No lo hace sólo porque su hermana pudiera estar en peligro, sino porque así es Jeb. Protege a los más vulnerables.

Igual que se suponía que yo iba a protegerlo y fallé.

Llevo el Mercedes hasta el aparcamiento trasero con mamá portando una pistola y Morfeo volando en forma de mariposa al otro lado de la ventana. Asistirá esta noche como el estudiante de intercambio británico. Taelor estará extasiada. No sólo ha vuelto «M», sino que Jeb y yo nos hemos peleado.

El mejor baile de graduación de todos los tiempos.

Bajo las luces negras, la verdadera apariencia de Morfeo parecerá parte de un disfraz. Así pues, yo también llevo las alas extendidas.

Mamá me ayudó a envolver la red azulada en el nacimiento de las alas y la aseguró por delante con un broche brillante, como un chal, para camuflar la forma en la que sobresalen de mi piel. Si no estuviera tan abatida por lo de Jeb, luciría con orgullo las alas y los tatuajes de los ojos.

Aparcamos al lado de la moto de Jeb. Al verla, se me encoje el corazón un poco más.

Ha llegado pronto como planeamos originalmente y ha tenido vía libre para entrar antes de que llegaran los demás. Me ha mandado un mensaje que dice: Nada sospechoso. Corto, conciso e impasible. Lo he borrado. No tenía lugar entre el resto de mensajes de amor, sinceros y románticos.

Observo el ramillete de la muñeca que llevo sobre el guante azulado, un recuerdo evocador del anillo que me ofreció además de su vida. El anillo que ahora está fusionado con el colgante en forma de corazón y la llave. Agarro el metal del cuello y luego lo meto bajo el chal de red.

Podría llorar, pero esto va más allá de las lágrimas. Las cuencas de los ojos están calientes y ásperas, como si hubiera vertido un desierto de arena en ellos.

Aguántate, Alyssa. La voz de mi cabeza podría ser fácilmente la de Morfeo pero es la mía. Sujeto la media máscara aerografiada con flecos en su sitio, atando la cinta alrededor de mi cabeza.

Mamá y yo nos apeamos del coche. El aparcamiento trasero está vacío. Presiono la llave por control remoto y las puertas se deslizan hacia abajo. Una ráfaga de viento frío sacude mis alas y el dobladillo festoneado de mi vestido. Me inclino para ajustarme las botas de plataforma de color azul grisáceo, liberando parte del dobladillo de una hebilla.

La tormenta de antes ha pasado de largo dejando una puesta de sol anaranjada. La grava resplandece como lentejuelas de neón, pero sólo en la superficie. Hay algo oscuro, antiguo y amenazante enterrado debajo y los humanos no pueden verlo.

Los bichos han vuelto, ya no lanzan advertencias sino que ofrecen apoyo. El ruido blanco se une en un susurro:

Estamos aquí, Alyssa. Mantén nuestro mundo a salvo. Si nos necesitas… llámanos.

Mamá se acerca al lado del coche donde me encuentro para centrar la diadema y el velo de red y alisa la peluca plateada que Jenara me prestó, con mechones lisos y brillantes que me llegan a las caderas. Mi cabello real está metido bajo una malla.

Jeb le ha dicho a Jenara que estábamos planeando asistir al baile de graduación de incógnito porque no quería que me lo perdiese, fingiendo que todo va bien entre nosotros. Jen estaba encantada de participar en nuestra farsa y también ha traído un vestido de cóctel sin espalda para mamá, como le pedí.

El dobladillo a media pierna le favorece, así como las capas de gasa que hacen juego con las mangas del mismo material. Jen la ha ayudado a hacerse trenzas a los costados y las ha decorado con horquillas de diamantes de color malva para que su cabello brille como su piel. Está deslumbrante. Ojalá papá pudiera verla.

Antes de irnos he metido la furgoneta en el garaje al lado de Gizmo para que parezca que no hay nadie en casa. Pensar que está allí solo me vuelve a poner triste.

—Lo sé, Allie. —Los ojos de color azul cielo intenso de mamá leen mis pensamientos a través de su máscara teñida de rosa—. Yo también odio engañarlo así pero no tenemos otra alternativa.

Una mariposa nocturna desciende en picado y se queda a mi lado rozándome la mejilla con un ala. Lo aparto y contengo la rabia que he estado conteniendo desde que nos besamos. Se aprovechó del momento e hizo algo que se suponía que no debía suceder todavía.

Y sospecho que lo planeó, que dejó caer sus alas a propósito para que Jeb lo viera.

Morfeo se transforma frente a mí, a un metro de distancia.

—Alyssa, no hay palabras para decirte lo hermosa que estás. —Hace una reverencia con elegancia.

—Basta ya, Morfeo.

Me sonríe y se endereza extendiendo las alas majestuosamente detrás de él. Le echo un vistazo a su disfraz. Es tan típico de él… Una mezcla de caballero medieval y estrella del rock: protecciones de cuero marrón con tachuelas en los antebrazos sobre una camisa blanca con puños de volantes y un jubón de caballero burdeos con un revestimiento de encaje dorado. El dobladillo le llega a los muslos y los pantalones color burdeos se estrechan suavemente a la altura de las rodillas donde le llegan las botas marrones, sin dejar nada a la imaginación. Lo peor de todo es que lleva una corona.

Se ha vestido como un rey hada. La ironía no se me escapa.

Frunzo el ceño.

—¿Algún problema, bizcochito? —Agacha la mirada detrás del antifaz de encaje dorado mientras se ajusta la corona, con joyas de rubíes, sobre su cabello azul con las manos enguantadas en terciopelo. Diminutos cuerpos de mariposas se encierran en los rubíes como fósiles en vidrio.

Sacudo la cabeza.

—Estoy segura de que serás el único que lleve algo tan ceñido como para necesitar unos calzones de cuero. Siempre tienes que dar la nota, ¿no?

—Oh, te aseguro que lo que he elegido mostrar es sólo el principio.

Mamá y yo ponemos los ojos en blanco al mismo tiempo y nos ofrece una amplia sonrisa. Juntos, sacamos las bolsas de tela llenas de suministros de la furgoneta y caminamos hacia la puerta trasera.

Jeb sale antes de que llamemos, y nos aguanta la puerta. Está guapísimo con las telarañas falsas, las rayas polvorientas y los desgarrones que Jenara incorporó en sitios estratégicos de su esmoquin. La chaqueta de color azul marino de terciopelo con alamares hace que parezca más ancho y más alto y los pantalones cubren sus piernas musculadas. Una camisa de vestir de color azulado y un antifaz a juego complementan su piel oliva y su cabello oscuro ondulado, contrastando con sus ojos verdes con motas de color gris. El pañuelo de satén estampado que lleva al cuello combina con todos los colores. Se ha afeitado y lleva el piercing de latón en forma de nudillo que le regalé, pero no es por mí. Es porque planea patearle el culo a los zombis.

—Jeb…

Me mira.

—Tenéis que daros prisa. Hay que discutir el plan.

El que se dirija a mí como un colectivo duele como una bofetada. Su distanciamiento es tan doloroso que no quiero moverme. Morfeo me rodea con un brazo para empujarme suavemente y la mirada de Jeb se fija en nosotros por un instante apartándola inmediatamente con la mandíbula tan tensa que podría romperse.

Descargamos las bolsas de tela en el banco de madera que hay junto a algunas taquillas. Jeb abre la cremallera para mirar los suministros mientras diseña su estrategia.

—Las redes de las pelotas de fútbol son para los juguetes, ya que no se les puede matar. Tenemos que inmovilizarlos y meterlos dentro. —Saca los walkie-talkies. Después de probarlos, nos pasa uno a cada uno—. Nos separaremos en dos grupos. Tripas de bicho va conmigo y vosotras, juntas. Mantened el contacto con vuestro compañero por el walkie.

El aparato no es más grande que un móvil, así que me lo meto en el escote.

—Los árboles que están utilizando son enormes —continúa Jeb—. Parece que la pista de baile esté rodeada por un bosque. Será complicado ver algo. —Saca las gafas de visión nocturna y las pistolas de paintball. Después alza la vista con el ceño fruncido—. Dije cuatro juegos de gafas.

—Thomas sólo tenía una en la tienda —responde mamá.

Jeb pone mala cara.

—Vale, lo lograremos. Hay dos cajas de nuevas donaciones que todavía no he comprobado. Nuestra primera prioridad es buscar juguetes gastados y, si no encontramos nada, vigilaremos los espejos de la pista de baile.

—¿Y si encontramos algo, Oh-capitán-mi-capitán? —pregunta Morfeo, con un deje mordaz.

Jeb carga una de las pistolas de paintball y apunta al pecho de Morfeo.

—Entonces le disparas para que podamos seguirle en la oscuridad, atraparlo y enviarlo de vuelta al agujero de donde salieron, para siempre.

Morfeo y Jeb se quedan mirando el uno al otro. La tensión es palpable. No tengo ni idea de cómo van a trabajar juntos en esto. Por ese motivo, no sé cómo lo superaré, siendo consciente de cuánto la he fastidiado ya.

Mamá se interpone entre ambos y apunta el cañón de la pistola al suelo. Nos mira a los tres y me doy cuenta de cómo resuelve en su cabeza lo que está ocurriendo.

—Antes de que comience el tiroteo, tenemos que sacar a la gente.

La mirada intensa de Jeb se detiene en mamá. Nunca he sentido tanta envidia de ella.

—Cierto. Tenemos que activar todos los aspersores, mojarlo todo. Se activan cuando se rompen sus bolas de cristal. ¿Crees que Al y tú podéis hacerlas explotar con vuestra magia? ¿Activarlos todos para que la gente se vaya? Esa será la señal para limpiar y luego atrincherar el lugar. Mothra puede vigilar la entrada mientras yo provoco un cortocircuito en el montacargas.

Mamá asiente con la cabeza.

—Podemos hacerlo, ¿verdad, Allie? —Me mira preocupada y con esa inclinación de cabeza, sé que puede ver a través de mí.

—Claro —respondo. El plan de Jeb está muy bien planteado y, sin embargo, yo ni siquiera he logrado pensar con coherencia desde que salió de casa. Obviamente nuestra ruptura no ha afectado tanto a su productividad como a mí.

Nos subimos al montacargas para descender. Jeb está en la esquina más lejana ocupándose del panel de control y Morfeo, entre mi madre y yo. Cuando llegamos a nuestra parada, Jeb presiona el botón de «Cerrar la Puerta» y se centra en mí por primera vez en la noche. Mi corazón baila de alegría.

—Ten cuidado —dice con una voz profunda y áspera por la emoción.

—Tú también —murmuro.

Morfeo levanta las alas, recordando lo que sucedió entre nosotros antes.

Frunzo el ceño cuando Jeb aparta la mirada y abre la puerta, guiándonos a la planta principal ignorándome igual que antes. En la esquina, junto a media docena de mesas de billar, con el fieltro tan oscuro que casi se hacen invisibles, se están preparando aperitivos. Bolas de neón, triángulos y tacos tientan a los jugadores para que echen una partida.

En el buffet, un brebaje de color azul brillante burbujea dentro de un cuenco de ponche y magdalenas con glaseado rosa fosforescente cubren el resto de la mesa. Escondemos los suministros detrás del mantel.

Es hora de mezclarse y buscar.

Encajamos como un guante en la escena ultravioleta. La gente que pulula por el lugar parece tan salvaje como Morfeo y yo. Algunos de mis compañeros de clase incluso tienen antenas y dos pares de alas como si fueran libélulas, confeccionadas con cables, estopilla y espray fosforescente.

Los árboles de los que nos habló Jeb parecen de verdad y son al menos tres veces del tamaño de los que elaboramos en la clase de arte: troncos gruesos y largas ramas que se elevan como cabello serpenteante. Los han pintado de blanco y en contraste con las luces negras ofrecen un ambiente fantasmal.

Me estremezco.

Mamá me hace a un lado y se inclina hacia mi oreja.

—Sé que está pasando algo entre tú y Jeb pero no te distraigas. La única forma de salir de esto es ignorar los sentimientos. Ser intuitivo y astuto. Piensa como una reina de las profundidades, ¿vale?

Asiento. Me besa la frente y la esencia de su perfume flota sobre mí cuando se separa de nuestro grupo para unirse a la mesa de acompañantes. En la oscuridad su vestido y la máscara parecen flotar de un color rosa radiante que gira alrededor de una silueta azul misteriosa. Los estudiantes voluntarios de la mesa le pasan una etiqueta fosforescente con el nombre y una diadema complementaria de cartulina, pintura y espumillón.

Los coloca en su sitio y camina hacia la caja de donaciones que está unos pasos más allá. Se da la vuelta y el walkie que llevo en el corpiño cobra vida con su voz.

—Comprobaré esta. Busca la otra. Cambio. —Entonces escucho el sonido que emite el resplandor, apenas notable bajo la balada monstruosa de los ochenta que sale a todo volumen de los altavoces de arriba.

—Estamos en ello —me dice Jeb desde atrás—. Ve a la pista de baile. Deberías encontrar tu posición ahora, antes de que todo el mundo llegue.

—De acuerdo —farfullo.

Morfeo arrastra un dedo aterciopelado desde mi hombro hasta mi codo cuando pasa.

—Mantén la cabeza fría, Alyssa. No voy a tolerar que la pierdas. —La referencia al País de las Maravillas que hay entrelíneas me apuñala las entrañas como un cuchillo. Entonces, se dirige hacia el minigolf.

Jeb cambia de postura detrás de mí, como si se marchara, pero se detiene cuando los altavoces emiten un crujido, apagando la música.

—¡Cinco minutos para que abramos la puerta! —dice una adolescente con entusiasmo por el interfono—. ¡Acompañantes, a sus puestos, y miembros del consejo de estudiantes, dirigíos a la entrada para dar la bienvenida a nuestros invitados de cuentos de hadas y para recibir las donaciones!

Jeb y yo esperamos a que la muchedumbre disminuya. Me preocupa que todavía no hayamos encontrado los juguetes portadores-de-espíritus. Esperaba poder hacerlo sin Jenara o Corbin y ninguno de los demás estudiantes presentes. Me muevo inquieta y mi ala roza el abdomen de Jeb, haciendo que me ruborice.

Él se inclina con el cálido aliento en mi cuello.

—Tranquila, lo conseguiremos, patinadora —susurra suavemente y me toca la punta de un ala, enviando corrientes cálidas a través de todo mi cuerpo.

Su fe en mí, a pesar de lo que le he hecho pasar, es tan inesperada que me giro para darle las gracias. Pero ya se ha marchado, su espalda es apenas visible en la oscuridad. Las membranas del ala me duelen por su tacto.

Con la mandíbula apretada me dirijo hacia mi puesto, esquivando a los atareados compañeros de clase vestidos con disfraces reflectantes. Mantengo la vista en los árboles fantasmales. Cuando me adentro en el bosque, mi vestido, cabello y alas se mezclan con sus troncos y ramas blancas brillantes. A esta distancia, algunos de los troncos parecen fruncir el ceño, una extraña anomalía formada por las vetas de la madera. La visión me provoca una incomodidad lejanamente familiar.

Escucho a mamá a través del walkie. Confirma que no ha encontrado nada fuera de lugar en la caja de juguetes y que Morfeo tampoco ha visto nada en la otra. La gente me observa hablar desde detrás de las máscaras brillantes o en forma de pico. Desprenden luces de un azul violeta y me son tan ajenos como yo lo soy para ellos. Los ignoro y sigo moviéndome hacia la pista de baile y la pared llena de espejos.

Echo un vistazo a mi alrededor y veo a Jeb en la distancia, su oscura silueta se recorta contra la pista de monopatín de color naranja cítrico que se eleva tras él. Se ha colocado un tabique provisional de metal en el extremo menos profundo —de la misma altura que la pista y pintado del mismo color— para evitar que las parejas se metan dentro para enrollarse.

Una princesa misteriosa se planta junto a Jeb con un vestido rojo cubierto de lentejuelas y unas alas de mariposa que brillan en los hombros de forma tan incandescente que parecen llamas. Coloca una mano en su solapa. Reconocería ese lenguaje corporal en cualquier parte. Taelor ha descubierto a Jeb y está encantada de que haya venido sin mí.

Recordando las palabras de mamá y la advertencia de Morfeo, me olvido de los celos y continúo hacia el destino que se me ha asignado. Cuando paso por las máquinas recreativas, a unos cuantos pasos del bosque blanco, escucho un crujido, como plástico ondeando en el aire.

Retrocedo y estiro la cabeza por la zona de las máquinas recreativas. La habitación oscura vibra con música alegre, efectos de sonido espeluznantes y luces animadas. El crujido de plástico continúa y me atrae. Paso una línea de la zona de las máquinas recreativas. Los colores vivos y los graffitis quedan en un segundo plano cuando me centro en el ruido. Procede de la sección de Skee Ball, donde más de cincuenta premios están envueltos en bolsas con celofán y cuelgan de un tablero de la pared de atrás.

Un movimiento sutil infla y desinfla las bolsas como si estuvieran respirando. Mi pulso me aporrea bajo la mandíbula cuando me acerco sigilosamente y los premios se vuelven visibles a través del plástico que los cubre: animales de peluche, payasos de vinilo y muñecas de porcelana. Todos sin ojos o apolillados, con el relleno saliéndoles por el cuello, bajo los brazos y por las cuencas vacías.

Las almas desesperadas

—Sospechoso —susurro y pulso el walkie-talkie con las manos temblorosas. Retrocedo, me tropiezo con la cola del vestido y se me cae el aparato, rompiéndose en el suelo de piedra.

—Mierda. —Me agacho para recoger los trozos que se han esparcido al lado de una pequeña maceta que no he visto antes.

Es un ranúnculo extrañamente fuera de lugar, con los pétalos amarillos reflejándose en la luz ultravioleta, como una señal de ceda el paso alcanzada por los faros de un coche. También hay algo brillante dentro de la maceta, justo sobre la tierra. Me inclino y encuentro una seta mordisqueada por la parte de las motitas.

—Hija mía. —Un ronroneo ronco sale del centro de la flor.

Una de las hojas agarra un mechón de mi peluca plateada antes de que pueda echarme atrás, sosteniéndome encorvada en el sitio. Hileras de ojos se abren y parpadean en cada pétalo.

—Roja —mascullo.

Empieza a crecer junto con la maceta, una lenta y tortuosa transformación. Los dientes espinosos de su boca gruñen.

—Déjame verte —dice, tan alta como mi muslo y creciendo. Sus brazos y dedos de hojas se estiran y se anudan por mi peluca, acercándome a su horripilante rostro—. ¿Qué le ha pasado a tu cabello? —regaña, obviamente contrariada. Su aliento huele a flores marchitas—. Cómo osas destrozar mi recipiente.

—Yo no soy tu recipiente. —Doy un tirón para zafarme, dejando caer la máscara, la peluca y la malla del pelo. Mi verdadero cabello cae en cascadas por los hombros, una masa de enredos. Doy un paso atrás antes de que el mechón carmesí se sacuda contra mi cuero cabelludo y me arrastre hacia Roja, como si recordara que ella lo creó, como si quisiera dejarla entrar otra vez. Me quedo congelada, la huella que dejó me paraliza el corazón.

—Ah, eso está mejor. —Los dientes viscosos y espinosos de Roja se crispan en una sonrisa mientras sigue creciendo. Ahora ya puede mirarme a los ojos—. Esa es la bienvenida que esperaba. —Atrapa el mechón inquieto con una mano en forma de hoja—. Siempre seré parte de ti. —Mi cuerpo siente la intrusión, es como si estuviera drenando toda mi sangre y llenando mis venas con la suya.

Me recupero, empujo su tallo, pierde el equilibrio y suelta el mechón cuando golpea el suelo. La maceta se ha quebrado y las hojas se sacuden. La conexión mental también se ha roto.

—Nunca volverás a ser parte de mí. —Ignoro el intento de posesión.

Gruñe, rueda por el suelo y después utiliza sus brazos en forma de vides para arrastrarse hacia mí. La tierra se desborda por lo que queda de maceta y se detiene, observándola. Sus cientos de ojos me miran.

—Ayúdame o sufre mi ira.

Claro —mascullo sarcásticamente, noto cómo mi lado de las profundidades me posee. Regresa el recuerdo de mi confrontación con las flores el año pasado en el País de las Maravillas—. Puedes aprovecharte de las raíces pero no puedes moverte a menos que estés conectada a la tierra. No es la elección más inteligente amenazarme desde una caverna de cemento. —Evado su intento de apoderarse de mí con el corazón latiendo esperanzadoramente. Esa debe ser la razón por la que no trajo a las flores hada… por eso eligió a los juguetes como su ejército—. Quédate ahí y púdrete.

Furiosa, alarga los brazos. Las hojas que sobresalen de sus vides golpean el suelo que está justo al lado de mis pies, a menos de un centímetro de alcanzarme. Me alejo más, observando casi con lástima su impotencia. Pero la conozco muy bien. No es débil, y la clemencia no tiene lugar en el campo de batalla.

Necesito deshacerme de ella para siempre, enviarla de vuelta al cementerio, aunque no estoy segura de cómo hacer que llegue allí. Tal vez Morfeo tenga un plan. La incapacitaré de algún modo… La mantendré aquí hasta que él pueda ayudarme.

Arranco una cuerda de la pared, lo suficientemente lejos para estar fuera de su alcance, y la guío con mi mente como si estuviera lanzando una cana de pescar. La atrapo y la enrollo en ella para que no pueda moverse. Es satisfactorio ser la que hace el truco por una vez.

Ella gruñe y lucha contra las ataduras.

—Maldita niña testaruda. No soy el enemigo. ¿No te das cuenta de que soy el único recurso que tienes de mantener el reino Rojo? Tu madre desea robártelo. Te ha mentido todos estos años. Quiere la corona. De hecho ya intentó ganársela una vez. No lo sabías, ¿no?

—Lo sé todo sobre mi familia. —Gracias a Morfeo.

Continúo envolviéndola en la cuerda. Si no hubiera visto el recuerdo de mi padre y de mi madre, podría haberme creído la mentira de Roja. Como sé la verdad, sus acusaciones falsas sólo me enfadan más. La electrocutaría si tuviera algún efecto en ella.

Roja se queja cuando termino de anudar la cuerda y doy otro paso atrás.

—La araña acecha en las sombras —refunfuña—. Quiere darle a tu príncipe de cuento de hadas otro final. Libérame y te diré dónde se esconde.

¿La Hermana Dos?

Cojo el vestido y salgo corriendo, dejando a Roja incapacitada.

—¡Atrapad a la chica y despertad a los árboles! —grita Roja. Los juguetes de la pared rasgan los paquetes y salen.

Despertad a los árboles. Esas palabras verifican que tenía razón sobre los rostros ceñudos de los árboles, eran más que vetas de madera.

Jeb me ve correr desde la entrada de la zona de las máquinas recreativas e intenta abrirse paso a través del gentío. No hay tiempo para llegar a mamá. Tengo que evacuar el lugar antes de que los juguetes escapen y los humanos sean tragados por la madera de turgal.

Echo un vistazo a las luces negras violáceas fosforescentes del techo, visualizo las bombillas de los aspersores fingiendo que son capullos de rosa de un jardín y que esperan florecer.

Imagino una lluvia que las nutre y que sus pétalos se abren.

La explosión se extiende de un extremo a otro de la caverna seguido por una fría lluvia que provoca que el cabello y la ropa se me peguen a la piel. La reacción de la muchedumbre es instantánea. Las chicas gritan y los chicos maldicen y se empujan de camino a las rampas, mientras que otros corren por todos lados, tratando de salvar los disfraces y la comida.

Los acompañantes intentan controlar el caos y guían a todo el mundo a la salida. Miro hacia las máquinas recreativas y cuando el último sale corriendo por las puertas de gimnasio, Morfeo desciende en picado para atar una cadena alrededor de las barras de la puerta y así atrincherar la entrada.

Los aspersores se detienen ante la orden de mamá.

—¡El ejército está en la zona de las máquinas recreativas! —grito al mismo tiempo en que mi madre aparece, y los cuatro nos reunimos, empapados—. Y cuidado con los árboles… son de madera de turgal.

Jeb parece completamente desconcertado, pero mamá y Morfeo intercambian miradas ansiosas a través de sus antifaces reflectantes.

Una estampida de juguetes en descomposición sale de la sala de juegos y se dirige hacia los árboles de la pista de baile. No logro visualizar lo espantoso de su apariencia en las sombras. No importa. Puedo imaginármelo: muñecas horribles carentes de ojos, rostros de payasos que gruñen de dolor y rabia y ositos de peluche y corderos que pierden relleno por las roturas de sus cuerpos. Todos ellos portando almas que ansían la libertad.

Su pequeño tamaño les hace resbalar unos con otros sobre el cemento mojado. Protestan en una confusión de masas. Sería gracioso si no diera paso a algo horrible que está a punto de ocurrir.

—¡Coged los suministros! —grita Jeb.

Morfeo alza el vuelo y la corona se cae al suelo reverberando con un ruido metálico. Yo desciendo en picado detrás de Morfeo, que es una máscara flotante, un jubón y una camisa de volantes que pasa rozando por el buffet; todo lo demás, los pantalones y las alas, son demasiado oscuros para verlos. Jeb y mamá siguen en el suelo, un vestido que revolotea y una máscara azulada brillante. Todos esos años subida a un monopatín han merecido la pena. Jeb se desliza por el suelo empapado de forma impresionante mientras evita que mamá se caiga.

Se escucha un sonido estático procedente del interfono y de los altavoces. Con un aleteo, escudriño la oscuridad que se cierne a mis pies. Sólo se ven las plataformas fosforescentes del centro, los murales y los árboles fantasmagóricos al norte, que pronto cobrarán vida y, justo a unos metros, la zona de las máquinas recreativas. Me encojo. Es como mirar una máquina de pinball en una pesadilla. Cuando echo un vistazo a las mesas de billar y a las bolas brillantes que parecen de mármol, se me ocurre una idea.

Morfeo interrumpe el desarrollo de mis pensamientos, gritando por encima de su hombro.

—¿Roja?

La ráfaga de viento procedente de sus alas me agita el cabello.

—Está en el suelo, atada y lejos de la tierra.

—Se recuperará pronto. —Por una vez no bromea.

Y tiene razón en ponerse serio. Sólo he logrado mantener a los humanos lejos de su camino y darnos un poco de ventaja. Quiere mi cuerpo y a Morfeo en bandeja de plata. Averiguará algún modo de hacer que eso ocurra. Pero al menos por ahora, está incapacitada, lo que hace que encontrar a la Hermana Dos sea nuestra mayor prioridad. Me estremezco, recordando la reacción de Morfeo a su picadura. Un humano sin magia para combatir el veneno no tiene ninguna oportunidad de sobrevivir.

Morfeo y yo alcanzamos el buffet primero. Aterriza de manera exquisita sobre el suelo y se desliza para detenerse después. Yo me poso con torpeza sobre la mesa, metiendo la bota izquierda en una empapada magdalena fosforescente.

—Practica, querida. El truco está en los tobillos —dice sacando las bolsas.

Me sacudo el pastel mojado y salto al suelo, utilizando las alas para mantener el equilibrio y así no acabar en el suelo resbaladizo.

Jeb y mamá llegan después de crear el cortocircuito en el montacargas. Ahora Jeb está listo para la batalla.

—Préstame el chal —dice mirándome y quitándose rápidamente la chaqueta.

Me quito el broche.

—Jeb —farfullo cuando me hace girar para desenvolver la red de la base de las alas mientras mamá y Morfeo descargan los artículos a unos pasos de distancia, a nuestra espalda.

—Dime —dice Jeb concentrándose.

—Aquellos árboles tragan cosas. Después los escupen como mutantes o las cosas se pierden en…

CualquierOtroLugar. Tu madre me lo ha dicho de camino aquí. —Sus dedos siguen ocupados con la red.

—Y la Hermana Dos está aquí.

Se detiene.

Lo miro por encima del hombro con un nudo en la garganta.

—Tu plan es brillante pero esta no es tu guerra. No estás preparado para luchar contra estas cosas.

Su mirada herida me penetra a través de su máscara.

—Pero él sí, ¿no?

Miro a Morfeo. Sus alas lo tapan a él y a mamá mientras desenredan las redes.

Me giro, concentrándome en Jeb.

—No importa lo que creas que sucedió entre nosotros. Te quiero. Compartimos cicatrices de batalla y corazón. No quiero perder eso.

Observa los colgantes y el conjunto de metal de mi cuello.

—Sí, ya veo lo mucho que te importa mi corazón.

Hago un gesto de dolor ante la honestidad que hay detrás de la pulla.

—Pero ya deberías saber que nunca abandono sin luchar. —Coge el colgante, me acerca a él y me besa. Una ofensiva al beso de Morfeo marcado con el sabor y la pasión de Jeb. Cuando se aparta, su mandíbula se tensa de forma terca—. Tú y yo no hemos terminado.

Estoy demasiado impresionada como para responder.

Nuestro momento no dura mucho, hasta que los juguetes zombis despiertan a los árboles. Las bocas amplias bostezan, se abren en los troncos y los miembros serpenteantes palpitan. Como Roja, están limitados a las macetas y a la tierra que hay en su interior pero recuerdo los dientes y encías replegables que vi en las estanterías de turgal de mi recuerdo. Si los juguetes pueden congregarnos en el bosque, a nosotros también nos pueden comer.

Después de despertar a los árboles, los juguetes desaparecen en las sombras una vez más. Los sonidos intermitentes del chapoteo del agua y los horribles gemidos y quejidos son los únicos indicios de su paradero. Aparte de alguna silueta que aparece y desaparece, son imposibles de ver, ya que son demasiado pequeños y están demasiado cerca del suelo.

Sin decir otra palabra, Jeb enrolla la red en una cinta para hacerla más fuerte y crea un arnés provisional alrededor de su pecho y sus hombros. Saca las gafas de visión nocturna y se arranca la máscara para ponérselas. Entonces, coge una pistola de paintball y mete todas las cajas de bolas de paintball en una bolsa de tela que se cuelga al hombro.

Se dirige hacia Morfeo, le agarra del brazo y le da la vuelta.

—¿Crees que eres lo bastante hombre-bicho para llevarme?

Morfeo resopla.

—Juego de niños. Aunque no puedo prometerte un aterrizaje seguro.

La amenaza no desconcierta a Jeb. Se vuelve para que Morfeo pueda pasar sus brazos por la parte de atrás del arnés.

—Morfeo. —Le lanzo una mirada cargada de significado para que me asegure que jugará limpio. Pero ninguno de los chicos me devuelve la mirada. Espero que puedan lograr trabajar juntos sin matarse el uno al otro.

—Vamos a bombardearlos. —Jeb desvía la mirada hacia nosotras cuando Morfeo le iza con sus poderosas alas agitándose lo bastante como para provocar ráfagas—. Y vosotras dos metedlos en las bolsas.

Mamá me pasa una red cuando los chicos se elevan hacia el techo. La camisa de Jeb es un reflejo de color púrpura brillante en las sombras. La idea de que la Hermana Dos está al acecho me corroe los bordes del corazón pero tengo que recomponerme. No puedo dejar que el miedo por Jeb se lleve lo mejor de mí o probar que Morfeo tiene razón: Jeb es mi perdición.

No le daré la razón. Es mi compañero, lo fue en el País de las Maravillas, aunque haya perdido su confianza.

Escucho cómo Jeb lanza las bolas de paintball a la oscuridad. Los juguetes escalofriantes salen de sus escondites, gimiendo y quejándose. Están marcados por salpicaduras de pintura, manchas de luz neón que se extienden por todos lados.

Mamá y yo nos inclinamos y nos agachamos, balanceándonos y deslizándonos, mientras nos atacan dientes cortantes y gruñidos coléricos desde todas direcciones. Con el suelo mojado bajo nuestros pies, apenas podemos enderezarnos para luchar contra ellos y mucho menos capturarlos con las redes.

—Si vamos a tomar la delantera —grito sobre la conmoción, apartando algunos juguetes zombis con un taco de billar—, tendremos que volar. —Me pican las alas de las ansias por tomar el vuelo, y me subo a la mesa.

Mamá me mira con un resquicio de duda tras su antifaz.

—No soy muy buena volando. —Parece asustada, como me pasó a mí cuando Jeb y yo patinamos por la sima en el País de las Maravillas sobre un mar de almejas. Pero Jeb insistió y lo logramos. Tengo que ser así de fuerte para mamá.

Media docena de juguetes manchados de neón caen a nuestro lado, jadeantes y rabiosos.

Tiro de ella para que se suba a la mesa a mi lado.

—Ahora, mamá.

Mordiéndose el labio, asiente con la cabeza. Se escucha algo rasgarse cuando libera sus alas, réplicas casi exactas de las mías. Después de esta noche, de verla dar rienda suelta a lo salvaje del País de las Maravillas, no creo que vuelva a tener problemas con mis minifaldas.

Una canción dance-techno sale de los altavoces y un risa perversa resuena a través del interfono. Algunos juguetes han encontrado el camino hacia la cabina de sonido.

Mamá y yo nos lanzamos al aire, con las redes en la mano, mientras un puñado de almas intranquilas trepan a la mesa. Un osito de peluche mohoso y un gatito rosa con un solo ojo me tiran de los brazos y del pelo, intentando lanzarme hacia los enormes y agitados árboles. Golpeo a los juguetes con el taco mientras me elevo.

Mamá no gana altitud lo bastante rápido. Una muñeca de vinilo comida por gusanos le agarra el tobillo y la muerde. Ella chilla y desciende unos centímetros. La sangre se desliza por su zapato y cae a la mesa.

Lanzándome hacia ella, golpeo a la muñeca con mi improvisada arma de madera y la envío a la oscuridad. El juguete grita y sigo su trayectoria de color blanco cuando cae en la parte superior de la pista de monopatín y se resbala por la rampa naranja, posándose en el fondo. Trata de salir de allí pero sigue resbalándose. La concavidad, combinada con la humedad de los aspersores, le hace imposible escapar.

La idea que me rondaba antes por la cabeza toma forma.

Pinball de zombis —grito a mamá y ambas nos elevamos lo bastante para que las puntas de las alas casi rocen las luces negras que están sobre nuestras cabezas.

Ella piensa en el plan pero no lo entiende.

Para demostrárselo, me concentro en la mesa de billar imaginando que las bolas son plantas rodadoras atrapadas por el viento de Texas. Empiezan a girar y ruedan, cayéndose por el borde de la mesa como una cascada del color de un arco iris fosforescente.

Éstas capturan algunos juguetes en sus giros. Entonces, guío la masa móvil con la mente y la imaginación hacia la pista de monopatín, golpeando a los árboles de turgal y a otros obstáculos fosforescentes a lo largo del camino, pero sin que eso detenga su marcha. Desde nuestra altura, parece como si cientos de pinball estuvieran jugando al mismo tiempo.

Entonces mamá lo entiende y utiliza su magia en otra mesa de billar hasta que el suelo está cubierto de bolas brillantes y juguetes perdiendo el equilibrio. Combinamos nuestros poderes, enviamos todas las bolas a los juguetes y los desviamos hacia la pista de monopatín. Mamá me sonríe mostrando sus blancos dientes a través de las sombras y yo le devuelvo la sonrisa. Estamos ganando.

En la distancia, veo a Jeb y a Morfeo de reojo. Están cerca de la zona de máquinas recreativas. Hay un diluvio de bolas de paintball. Van tras Roja. Aparto la preocupación de mi mente, tratando de no sentir nada, y sigo trabajando con mamá hasta que apilamos la mayoría de los juguetes dentro de la pista de monopatines. Los pocos que quedan corretean por el bosque de turgal.

Creo una pala gigante con la red y el taco. Desciendo sobre la pista de monopatín y hago uso de ella. Los juguetes corretean por el interior. Logro atrapar al menos quince en mi primer intento. Pesan tan poco que no me resulta difícil cerrar la parte superior. Dejo la red en la mesa de buffet para coger otra. Agarro dos tacos y le paso uno a mamá cuando se acerca. Se aparta y alcanzo la última bolsa de tela de debajo del mantel.

Algo me corta la muñeca a través del guante. Grito y doy un manotazo con la sangre cayendo al suelo. Unas tijeras de podar rasgan el mantel desde el otro lado y la Hermana Dos aparece, elevándose y atacándome con los aguijones al descubierto.