21

Los puentes de Londres

No hay tiempo para esconder las alas.

Jeb y yo nos quedamos en el baño para estar más seguros. Vamos a valernos del espejo que hay encima del lavamanos para ir a Londres. Jeb coopera y ni siquiera pregunta cuando giro la llave en el cristal agrietado y abro el portal que da al puente. Logro avistarlo, a pesar de que unas tablas de madera bloquean parcialmente la vista, como si una puerta se cerrara al otro lado del espejo.

Me subo al lavamanos y me inclino para abrirlo, entonces caigo dentro. El mareo es tan fuerte como las primeras veces que viajé a través del espejo. Supongo que ha pasado demasiado tiempo.

Cuando me recupero, me levanto y miro el lado del portal en el que se encuentra Londres: un espejo de jardín de un metro ochenta de alto con dos paneles de madera que hace las veces de puerta de entrada. No hay nadie alrededor, así que doy un suspiro de alivio.

El sol, que está bajo en el horizonte, cruza el cielo despejado dándole unos tonos naranjas. Al otro lado del río aparece una aldea, compuesta por calles concurridas y bonitos edificios construidos uno al lado del otro, como si fueran piezas de Lego. Los árboles cubren la colina en la que estoy, proyectando sombras azules en la hierba que cubre el suelo. A unos metros de distancia vislumbro una casita de ladrillo. Aunque parece abandonada, el jardín florece radiante.

El dulce aroma a gardenia, consuelda y jacinto perfuma el aire. Las abejas y mariposas aletean alrededor de los pétalos y las hojas. Sus susurros me hacen cosquillas en los oídos:

No eres la primera en caminar por esta tierra. Tu madre estuvo aquí antes que tú.

Sí, así es. Ayer, cuando escondió mis mosaicos. Estoy a punto de preguntar si lograron ver exactamente en qué lugar del puente los dejó cuando de repente Jeb salta por el espejo con mi mochila. Se mueve inquieto por la desorientación, pero se lo toma con calma, pensando que todo forma parte del sueño.

Ojalá fuera un sueño.

Lucho contra las ganas de llorar. Morfeo tiene que estar bien. No me puedo creer que se haya entregado para que pudiera llevarme a Jeb. Lo ha hecho porque quiere que encuentre el último mosaico. Quiere que salve el País de las Maravillas. Tal vez hay un plan oculto, una estrategia secreta. No sé en lo que puede estar involucrado.

Aun así. Lo que ha hecho requiere valor. Y también tomar parte del robo del chico soñador de la Hermana Dos. Si el chico soñador es quien creo que es, eso lo cambia todo, todo lo que he pensado sobre mi madre, sobre mi vida… incluso sobre Morfeo.

—Oye —dice Jeb, acariciándome la mejilla. Retira la mano y observa una lágrima que se me había escapado sin darme cuenta—. Aquí pasa algo raro. Nunca estás triste en mis sueños.

—No es nada. —Me restriego la cara—. Sólo es la lluvia.

Alza la mirada.

—No hay nubes en el cielo. —Entonces echa un vistazo a nuestro alrededor—. ¿Dónde estamos? Nunca he imaginado un lugar así.

—Tal vez éste sea mi sueño. —Intento calmar su mente—. Sí, estás compartiendo mi sueño.

Me mira con expresión vacilante. Tenemos que ir hacia el puente antes de que Jeb despierte del todo, pero espero un minuto más con la esperanza de que Morfeo cruce el portal. La Hermana Dos no puede encontrarnos. Fue muy cuidadoso de no revelar hacia adónde nos dirigíamos.

Como no aparece, sofoco la punzada del pecho y cierro la puerta de madera para camuflar el espejo.

Cojo a Jeb de la mano y entrelazo sus dedos con los míos.

—Vamos.

—Espera un segundo. —Aferra mi codo con su mano libre—. Me ruge el estómago. Eso es raro para ser un sueño, ¿no? —Una nueva duda surge en sus ojos—. ¿Qué está pasando?

Está saliendo de su aturdimiento y cuando esté consciente, ya no se creerá las malas excusas. No tenemos mucho tiempo antes de que el dolor de los recuerdos perdidos e inalcanzables le golpee. Decido tomar el tren antes de buscar los mosaicos.

Morfeo dijo que la estación abandonada estaba en algún lugar bajo tierra. No sé cómo localizar la entrada secreta. Esperaba que Chessie estuviese aquí para guiarme.

—Pronto todo tendrá sentido —respondo a Jeb—. Buscaré algo de comer cuando lleguemos a nuestro destino. Confía en mí, ¿vale?

Asiente pero su expresión se ensombrece. Tengo que darme prisa antes de que se haga un ovillo de nuevo. El puente está muy lejos y temo que se despierte antes de llegar. Si pudiera llevarlo volando hasta allí sin ser vista por la gente que está al otro lado del río… pero aunque fuera de noche, pesaría demasiado para poder cargar con él. Lo sé por experiencia.

Antes de hacer nada, necesito averiguar cómo encontrar la estación de tren subterránea.

—Busca en los bolsillos de la chaqueta —insto a Jeb—. Debería haber unos billetes. —Podría haber una dirección o tal vez un mapa en el dorso.

Jeb frunce el ceño como si se acabara de dar cuenta de que la chaqueta que lleva no es suya, pero igualmente rebusca en los bolsillos sin preguntar de quién es. Saca un puñado de champiñones con sombrerete del tamaño de diez centavos.

—¿Son golosinas que brillan en la oscuridad? —pregunta. Hay una pizca de aprensión tras la pregunta.

No respondo porque temo decirle que son de verdad y proceden del Pais de las Maravillas. Son fluorescentes y pequeños, lo que hace que parezcan golosinas. Algunos son de color naranja neón y otros de color verde lima, pero todos son sólidos y lisos por un lado y tienen pequeños puntos rosas por el otro, versiones en miniatura de los champiñones de la guarida de Morfeo.

Busco los billetes en el bolsillo interior de la solapa de Jeb. Noto algo bajo mis dedos y lo saco. Desdoblo el trozo de papel.

Es un esbozo similar a los que mamá había metido en el libro de Alicia en el País de las Maravillas. Este tiene una oruga sentada encima de un champiñón fumando en narguile.

Las bocanadas de humo forman palabras legibles:

Uno de los lados te hace más alta, el otro más baja.

Es de la escena del cuento de Lewis Carroll en que Alicia se queja de que desea ser más alta y la oruga le sugiere que coma el champiñón para crecer, pero no le dice qué lado es el que hace crecer.

Arrugo el trozo de papel, frustrada por que todo tenga que ser siempre tan difícil.

—¿Dónde están los billetes? —digo sin dirigirme a nadie en particular—. Me aseguró que todo lo que necesitábamos estaba aquí.

Una gran mariposa vuela a nuestro alrededor y aterriza en mi hombro. Un ala que agita me hace cosquillas en el cuello y susurra:

El billete es tu tamaño, tonta. Nunca podrías entrar en el tren siendo tan grande.

Miro al insecto de ojos protuberantes.

—No pruebes las golosinas —me dice Jeb dándome la vuelta hacia él—. Están duras —dice mientras mastica.

—¡Jeb! —Agarro el champiñón que tiene entre el dedo y el pulgar. Ya ha mordido la mitad de su sombrerete, dejando sólo el lado de motitas—. ¡Escúpelo! —Me acerco tan deprisa a él que tiro sin querer todos los champiñones de la palma de su mano.

Pero Jeb ya se lo ha tragado. Antes de que pueda reaccionar, comienza a encogerse y no se detiene hasta llegar al tamaño de un pequeño escarabajo, pareciéndose todavía más con la diminuta mochila que lleva colgada a la espalda.

Era todo lo que necesitaba para sacarlo del trance. Se acurruca en posición fetal y grita. Aun con lo pequeño que es, el sonido me araña la mente como si fueran garras. Me agacho para recogerlo, pero la mariposa desciende en picado y lo agarra con sus patas. Se va volando fuera de mi alcance, a la altura de mis ojos.

—Oye, ¡devuélvemelo! —Me pongo en pie de un salto pero me abstengo de matarla. La mochila se le desliza y cae al suelo. Si Jeb cae desde esa altura, podría matarse.

La mariposa baila grácilmente en el aire y susurra:

Tu chico es una flor mucho mejor que tú.

—¿Eh? —pregunto.

Cualquier flor sensata lo sabe: abrirse con la luz del sol y cerrarse con la oscuridad.

Y entonces se dirige hacia el puente cargando a Jeb, que gruñe.

Me entra un ataque de pánico y estoy a punto de alzar el vuelo y arriesgarme a que toda la localidad me vea cuando todo empieza a cobrar sentido: el billete es nuestro tamaño. Para coger el tren, tenemos que ser pequeños. Para eso sirven los champiñones. De acuerdo con el acertijo de la mariposa y la transformación de Jeb, el lado que da al sol y se vuelve lleno de motitas te hace crecer, y el lado que da a la sombra y es liso, te encoge.

Meto los champiñones restantes en el bolsillo de los vaqueros, excepto uno. Ya he hecho esto antes pero con una botella que decía: Bébeme. La ropa y todo lo que tocaba mi cuerpo se encogió, al igual que le pasó a Jeb.

Mordisqueo la mitad del sombrerete del champiñón, con cuidado de no ingerir nada del lado lleno de motas. El primer sabor es dulce, como papel empapado en agua con azúcar; después una sensación efervescente me duerme la lengua.

Se me contraen los músculos, los huesos se estrechan y la piel y los cartílagos se tensan para encogerse a la vez. Todo lo que me rodea se eleva, las flores se vuelven del tamaño de árboles y los árboles del tamaño de rascacielos. Las hojas de hierba se curvan hacia mí. Es como si estuviera en la selva.

En cuanto completo la metamorfosis, espero a que se me pasen las náuseas, me cuelgo la mochila de un hombro y utilizo las alas como he estado deseando durante meses. Aprieto los hombros y arqueo la columna y los músculos se adaptan al nuevo ritmo sin apenas esfuerzo. Al igual que cuando me subo al monopatín, me sale de forma natural.

El cabello me azota el rostro. Hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba por las ramas de césped y las flores hasta que las botas rozan las copas de los árboles gigantes. La altura es excitante y soy tan pequeña que nadie me puede ver desde el pueblo.

Alcanzo a la mariposa. Jeb gime y se revuelve intentando escapar. Como si fuera una coreografía, descendemos al mismo tiempo en una corriente de aire. La sigo hacia una grieta en la base de ladrillo del puente de hierro. Maniobramos por el agujero y salimos a un pasadizo que solía servir de montacargas donde los pasajeros del tren que llegaban esperaban para subir al pueblo. Sonidos amortiguados de gente y coches que hay sobre nuestras cabezas se filtran por los conductos de ventilación. Mantengo el vuelo cerca de la mariposa, sin perder de vista a Jeb.

El túnel está iluminado por lámparas de araña que se mueven y dan vueltas por el techo curvo de piedra como norias en miniatura. Cuando nos acercamos, me doy cuenta de que en realidad son luciérnagas que ruedan apiñadas. Cada rotación ilumina las lúgubres paredes de baldosa y los anuncios descoloridos de los años cincuenta. Comparados conmigo los pósteres son gigantes, del tamaño de edificios.

El tren, por otro lado, se ajusta a la perfección a nuestro tamaño y se hace evidente lo que Morfeo quería decir con que no era una forma de transporte. En una esquina oscura, hay un diminuto tren oxidado junto a un montón de juguetes: bloques de madera, un molinete, algunas piezas de puzzles varios juguetes de goma. Juegos que los niños olvidaron o abandonaron hace décadas mientras esperaban con sus padres junto al montacargas. Una gran señal cuelga sobre el montón. Las palabras OBJETOS PERDIDOS han sido borradas y se han sustituido por TREN DE LOS RECUERDOS.

Vagones de carga, vagones abiertos y de pasajeros conectan con una locomotora y un furgón de cola, perfectamente adaptado a nuestro tamaño actual. A través de las sombras, apenas distingo el nombre del grupo Memory’s Mystic Band pintado en letras negras a lo largo de la locomotora roja.

La mariposa deposita a Jeb junto a uno de los vagones de pasajeros. Me doy prisa para llegar a él, tratando de recordar cómo se aterriza. La puerta del vagón se abre y sale algo que parece una alfombra andante con un sombrero negro de revisor. Coge a Jeb y lo arrastra al interior. Freno rozando la suciedad con las botas y dejo caer la mochila. Estoy tan ocupada intentando mantener el equilibrio que soy incapaz de darle las gracias a la mariposa cuando se va.

Patino hasta detenerme cuando la criatura de moqueta cierra la puerta.

—¡Espera! —grito corriendo hacia el tren y encaramándome a la plataforma del vagón.

Tras aporrear la puerta varias veces, la criatura peluda la abre.

Bloquea la entrada; no puedo ver el interior del tren.

—Nombre y asunto. —Su voz chillona chirría y se quiebra cuando habla.

El brillo ámbar del vagón ilumina su apariencia: seis patas que parecen palos —dos de ellas las utiliza como brazos—, ojos compuestos, mandíbulas en forma de hoz que entrechocan cuando habla, tórax en forma ovalada y abdomen escondido bajo una piel de alfombra peluda.

—Eres una chinche… ¿no es así? —pregunto.

Deja caer la mandíbula como si estuviera poniendo una mueca.

—Prefiero que me llamen «escarabajo de alfombra», madame. Sólo porque caí en el bosque turgal y fui tragado y devuelto por la puerta de CualquierOtroLugar no te da derecho a hablarme en tono condescendiente. ¿Crees que te habría ido mejor como artículo defectuoso? —Olfatea o tal vez resopla, es difícil de decir con tantas expresiones faciales moviéndose—. Desde luego no actúas como alguien que desee subirse al tren.

—Lo siento mucho. No pretendía ofenderte. —En el recuerdo de la Tienda de Excentricidades Humanas, los juguetes y los objetos fueron escupidos de nuevo por las estanterías de madera de turgal convertidos en mutantes. No tenía ni idea que les podía ocurrir lo mismo a seres vivos.

—Actúas como si fuera la cosa más rara que has visto salir de esa madera. —El escarabajo hecho de alfombra saca una aspiradora de una cartuchera colocada a un lado y la enciende. El aparato silba y zumba, absorbiendo el polvo de su abrigo de alfombra—. ¿Alguna vez has visto a una hormiga carpintera? —Eleva la voz para hacerse oír por encima del ruido mientras se limpia—. Tiene el cuerpo hecho de herramientas. ¡Tiene una sierra en lugar de una mano! Intenta estrechársela sin perder un dedo. ¿Y la tijereta? Todo el cuerpo es una oreja. Se alimenta a través de una trompetilla vieja y sucia. Cenar con ella no es lo más agradable. Y el compañero avispa… que te atraviesa los tímpanos con un sonido de trompeta cada vez que agita las alas. Soy de lejos el artículo defectuoso más agradable del espejo. Y el más limpio, eso seguro. —Satisfecho con su pulcritud, apaga la aspiradora y la coloca en la cartuchera de nuevo.

Artículos defectuosos del espejo = insectos del espejo.

Otra casi-coherencia con las novelas del País de las Maravillas. Carroll mencionaba melindrosas meriendaposas, tábanos-de-caballito-de-madera y libélulas-de-postre. Tal vez estos habían sido escupidos por las maderas de turgal con formas raras y espantosas.

—Ahora, una última oportunidad —dice el escarabajo de alfombra—. Nombre y asunto. Rápido. —Vuelve las páginas de un pequeño periódico con una pata delantera larga y flaca y sostiene el libro con otras dos—. Ya tengo pasajeros en la lista de embarque esperando a que salga el tren. El tiempo es oro.

—Soy Alyssa. Estoy aquí con uno de tus pasajeros. El chico humano que acabas de meter. —Trato de echar un vistazo por los lados del cuerpo del bicho para ver dónde está Jeb, pero bloquea cualquier ángulo de visión.

Cierra el periódico.

—¿Has dicho Alyssa? ¿Como la Reina Alyssa del Reino de las Profundidades?

—Sí… esa soy yo —respondo con cautela.

—Bueno, ¿por qué no lo has dicho desde el principio? Te estaba esperando. Por aquí. —El bicho se mueve con dos de sus patas delanteras señalándome hacia el interior.

Entro. El vagón de pasajeros resplandece con el techo cubierto con arañas de luciérnagas, aunque estas no se mueven.

Cortinas de terciopelo carmesí se alinean en las paredes. Baldosas rojas y negras cubren el suelo. La sección frontal tiene hileras de asientos de vinilo blanco como los de un típico tren de pasajeros. La parte trasera está dividida en habitaciones privadas con paredes exteriores de color negro brillante y puertas rojas, con tres habitaciones a cada lado de un estrecho pasillo central que las separa. Sigo al revisor por el pasillo.

—Morfeo dijo que vendrías en nombre de un invitado mortal —explica el escarabajo.

El latido de mi corazón da un brinco, esperanzado.

—¿Quieres decir que Morfeo está aquí?

Estuvo aquí —responde el anfitrión—. Esta mañana. No lo he visto desde entonces.

La esperanza se desvanece.

—Pero, ¿te dijo que traería a un mortal? ¿Cómo lo sabía?

—No, no. No dijo eso. Me dijo que vendrías en nombre de uno. Me dijo el nombre del muchacho para que pudiera preparar sus recuerdos para la transmisión.

—Jebediah Holt, ¿no?

El escarabajo se detiene junto a la primeras dos habitaciones y se gira hacia mí, arañando la alfombra bajo su sombrero como si estuviera desconcertado.

—Nunca he oído ese nombre.

—Ese es el chico con el que he venido. El que la mariposa ha dejado caer hace unos minutos. ¿Dónde está?

—El chico que entró antes que tú… ah, sí. Está en esta habitación.

El revisor señala la primera puerta a la derecha. Hay letreros de latón en cada puerta con placas de identificación desmontables. Jeb está marcado como Sinnombre. Alcanzo el pomo pero la puerta está cerrada. Trato de forzarla, apoyándome contra ella con un hombro alado.

—Eso no se puede hacer. —El revisor me agarra de la muñeca con una pata espinosa y me estremezco por la fría e irritable sensación.

Me suelto y frunzo el ceño.

—Necesito asegurarme de que está bien.

—Lo estará.

—¿No deberías al menos poner su nombre en la puerta?

—Ahora que ya está aquí, sus recuerdos lo encontrarán por sí solos. Le han estado esperando. Pero tú estás aquí para ver recuerdos que no son tuyos, por eso necesitábamos un nombre para atraerlos.

Miro por encima del hombro hacia la puerta de Jeb mientras caminamos por el pasillo. No quiero los recuerdos de nadie, no necesito saber más secretos; lo único que quiero es asegurarme de que mi novio está bien. La garganta se me seca cuando llegamos a la última habitación de la izquierda. Me obligo a mirar el nombre del letrero: Thomas Gardner.

Aunque una parte de mí lo sospechara, no logro reprimir el grito ahogado y me llevo la mano hacia los labios entumecidos.

Mi guía abre la puerta y me conduce hacia una pequeña habitación sin ventanas que huele a almendras. En un lado, un tapiz de marfil cuelga sobre una chaise longue de color crema. Una lámpara de pie de latón ornamentada está situada a su lado, proyectando un brillo suave. Al otro lado hay un pequeño escenario con cortinas rojas de terciopelo que parecen preparadas para abrirse en cualquier momento y mostrar una película muda en una pantalla de plata.

—Toma asiento, el espectáculo empezará en breve —dice el escarabajo.

—Bien, el espectáculo. —Me siento en la chaise longue colocando las alas a cada lado. Hay una pequeña mesa a mi izquierda con un plato provisto de galletas de rayos de luna sobre una blonda de encaje. Se me hace la boca agua cuando cojo un puñado. Me zampo tres antes de darme cuenta de que el bicho me mira con sus ojos compuestos.

—Lo siento —digo mientras mastico. Cuando hablo, rayos de plata emanan de mi boca, reflejando la habitación—. Estaba hambrienta.

—Sí, bueno, para eso están ahí. Pero esperaba que la realeza tuviera mejores modales.

Me cubro la boca para esconder un hipo. La luz se proyecta entre mis dedos.

El escarabajo se aclara la garganta.

—Puedes elegir los recuerdos de dos personas. —Mira el listado de pasajeros—. ¿Qué prefieres, tu madre o tu padre?

—¿Mi madre? Pensaba que estos eran los recuerdos de mi padre —digo, confundida.

—Es un recuerdo que comparten. Así que hay un residuo de las percepciones de tu madre. Dependiendo de los ojos con los que mires, la perspectiva será distinta.

Me muerdo el labio. Esta es mi oportunidad. Una oportunidad única para entender qué ocurrió hace tantos años, por qué mamá tomó ciertas decisiones. Todo lo que vea será verdad porque los recuerdos no mienten.

—Quiero ver a través del punto de vista de mi madre —grazno en respuesta, sin estar segura de lo que está a punto de ocurrir o cómo es posible meterse en el pasado de otra persona.

—Apuntado. —El revisor garabatea algo en su periódico y pulsa un botón de la pared con una pata larguirucha. Las cortinas del escenario se abren, revelando una pantalla—. Imagina su cara mientras miras las imágenes y experimentarás su pasado como si estuviera ocurriendo ahora.

Gira un dial que apaga la lámpara y cierra la puerta dejándome sola. Hago lo que me ha dicho, visualizo el rostro juvenil de mi madre, la imagino con la apariencia que tenía en las fotografías de hace años cuando ella y papá estaban saliendo, cuando tenía dieciséis años, la edad que tenía yo cuando fui al País de las Maravillas.

Una imagen cobra vida en la pantalla con un color vívido pero, en vez de quedarse en su sitio, viene hacia mí… tirando de mí. Siento como si se me rompiera la piel; las células y los átomos estallan y flotan desuniéndose para luego volver a reunirse en la pantalla. Me convierto en los ojos de mi madre y comparto todos sus pensamientos e impulsos sensoriales.

Estamos en un jardín de almas. Está sola siguiendo las instrucciones de Morfeo, a sólo dos pruebas de convertirse en reina.

No tenía ni idea de que llegara tan lejos…

—Utiliza el poder de una sonrisa —susurra para sí misma—. ¿Dónde estás, Chessie?

Reconozco los alrededores aunque en esos momentos sean nuevos para ella. Toma un camino equivocado, pero todavía no se ha dado cuenta. Un olor rancio y frío flota en el aire y la nieve cubre el suelo. Todo está en silencio, a diferencia de los lamentos y los gritos que recuerdo de mi visita. Hay sauces llorones muertos, escurridizos por el hielo, de los que cuelgan un sinfín de ositos de peluche y otros animales, payasos de plástico y muñecas de porcelana atrapadas a las ramas con sogas anudadas. Cada uno posee un alma inquieta, sin embargo, todos duermen apaciblemente.

Mamá está en una misión para ganar la corona. Es lo único en lo que ha estado pensando durante los últimos tres años. La determinación que hay en su corazón domina su miedo cuando se adentra, más de lo que yo había hecho, en la guarida de la Hermana Dos, más allá de los árboles y los juguetes durmientes. Está buscando la fuente de las raíces brillantes que conectan todos los árboles y las ramas. La luz palpita con ritmo seguro, como el latido del corazón.

Se ha dirigido a un refugio de hiedra. Dentro, hay una densa capa de telaraña viva que se ilumina y respira. Se acerca, intrigada por la forma humanoide que hay envuelta dentro. Las raíces brillantes que, están sujetas a su cabeza y a su pecho absorben la luz de la criatura.

Echando un vistazo hacia atrás para asegurarse de que está sola, mamá corta la telaraña de la cara de la criatura. La respiración se le hiela en los pulmones. No es sólo humanoide, es un humano. Un chico que parece de su edad.

Mi padre.

Pero ella no tiene idea de que le amará. No todavía. Lo único que sabe es que es guapo.

Recorre sus rasgos con el dedo. El mueve las pestañas y abre los párpados revelando unos ojos marrones conmovedores. Parece que no la ve. Parece no estar viendo nada.

Pero en sus ojos ella ve la misma soledad que ha experimentado durante toda su vida, llevándola de una casa de acogida a otra mientras luchaba por esconder sus diferencias de todo el que la rodeaba. Aquí, en el País de las Maravillas, siente que podría ser su lugar, ser aceptada, aunque para él no es lo mismo. Está solo y asustado, aunque no se dé cuenta por su estado de trance. Nadie puede esconder la soledad.

La nieve cruje detrás de mamá y se vuelve para enfrentarse a la Hermana Uno: la gemela buena.

La piel traslúcida de la criatura de las profundidades parece colorada, y está jadeando. Su largo miriñaque a rayas de color menta tiene el dobladillo mojado por la nieve.

—No ibais a venir aquí —regaña a mamá entre jadeos, apartando mechones de cabello plateado de su rostro—. Debéis despertar a los muertos de mis jardines. Iba a conseguiros la sonrisa.

Mamá traga.

—¿Quién es éste?

La Hermana Uno mira a la víctima envuelta en el capullo.

—La criatura humana de mi hermana. Sus sueños mantienen las quejas de sus espíritus a raya. Seguro que Morfeo os ha hablado de cómo funciona el cementerio.

Mamá aprieta la mandíbula.

—Saber cómo funcionan las cosas y verlas son dos cosas completamente distintas.

La Hermana Uno se yergue, exponiendo las puntas de sus ocho patas bajo la falda.

—Prestad atención al premio, pequeña Alison. Si reina vais a ser, debéis aceptar la forma en que nuestro mundo funciona. Algunas cosas no se pueden cambiar sin que haya terribles consecuencias.

Mamá vuelve a mirar al adolescente.

—Pero él es prácticamente de mi edad. Morfeo dijo que cuando se vuelven demasiado mayores para soñar, tu hermana los envenena y les da los cuerpos a los duendecillos.

—Sí. Los duendecillos utilizan los huesos para nuestras escaleras y la carne para alimentar a las flores-hada. Todo tiene un propósito. Nada se desperdicia.

—Nada excepto una vida humana. —Mamá se sorprende por su propia reacción: desdén y asco. Pensaba que podría aceptar los rituales oscuros y truculentos del lugar pero su corazón se ablanda—. Deja que me lo lleve. Ella va a deshacerse de él de todos modos. Déjame que me lo lleve al reino de los humanos y le dé la oportunidad de vivir.

—¡Por supuesto que no! Estoy a punto de enfrentarme a la ira de mi hermana por la sonrisa que voy a robar para vos, y ¿queréis que la enfurezca aún más llevándome a su mascota más preciada? Valora a su criatura humana por encima de todas las que ha tenido. No estoy segura de que algún día se deshaga de éste. Puede que lo utilice hasta el día en que se le detenga el corazón y sea un cadáver sin sueños. Muy triste pero así es cómo funciona.

Mamá se endereza, con seguridad.

—¿Cómo puede ser esto diferente de lo que ya estás haciendo? Estás robando por Morfeo, ¿no?

La Hermana Uno frunce los labios.

—¡Gratuito no ser! Es un intercambio por algo de valor. La parte más difícil de mi trabajo: localizar almas polizones. Él lo sabe. Nunca quise hacer enfadar a nadie sin motivo, especialmente a mi hermana, pero por esas almas…

Mamá se lleva la mano al corazón.

—Puedo pagarte. Si dejas que me lleve al chico, te juro por mi vida mágica que cuando vuelva a reclamar la corona, te entregaré todos los recuerdos reales. Mis guardias estarán a tu disposición para localizar a las almas polizones cada vez que quieras alcanzarlas. Nunca te verás obligada a hacer tratos con nadie.

Antes de que pueda escuchar la respuesta de la Hermana Uno a la proposición de mamá, la escena se vuelve borrosa sacándome del recuerdo y me deja caer en el asiento, rodeada de oscuridad. Apenas tengo tiempo para recuperar el aliento cuando otro recuerdo toma forma, con colores luminosos embadurnando la habitación para tirar de mí de nuevo.

Mi madre está en el castillo de cristal de la Reina de Marfil, al lado del portal, esperando para entrar al reino de los humanos. Morfeo está a su lado, con mi padre sobre el hombro. Papá está en un estado de inconsciencia intermitente. Lleva una camisa blanca de volantes con hendiduras en los hombros y unos pantalones negros, unos centímetros más largos de su talla. Sus pies descalzos sobresalen del dobladillo, moviéndose.

Marfil les hace frente, regia y resplandeciente como los cristales de hielo de las paredes de cristal.

—Hiciste lo correcto al traerla aquí, Morfeo. Tu bondad será recompensada.

Pone los ojos en blanco.

—Eso habrá que verlo.

Marfil le sonríe cariñosamente.

—Me aseguraré personalmente de que así sea.

Él le sostiene la mirada durante un largo rato hasta que ella se ruboriza y se vuelve hacia mi madre.

—Para proteger la salud mental del chico y de nuestro reino —explica Marfil—, tuve que borrarle los recuerdos. Sus diecinueve años de vida, incluso los años anteriores a que fuera capturado por la Hermana Dos, ya que no sabemos exactamente cuándo o cómo ocurrió. Cuando los recuerdos se «deshacen» por medio de la magia, el vacío que queda es insoportable para los humanos. Así que lo mejor es que nunca sepa que estuvo aquí. Si alguna vez ve a una criatura de las profundidades en su verdadera forma o entrevé su magia, podría darse cuenta de que le han quitado algo. Y entonces comenzaría un efecto dominó. Como dice Morfeo, abandónalo en un hospital y vuelve a reclamar tu corona. Olvida que alguna vez lo viste.

Mi madre asiente con la cabeza pero algo está cambiando en su corazón. Algo de lo que ni siquiera es consciente.

Ella y Morfeo atraviesan el portal hacia su dormitorio. Él deja a papá en su cama y retrocede hasta un espejo liso y alargado que cuelga en la parte trasera de la puerta.

—Morfeo —dice mamá, sentada al borde de la cama—, al menos quiero encontrar a su familia. Podemos ver sus recuerdos. Ir al tren…

Morfeo la observa por encima del hombro, con las alas gachas.

—Le has dado la oportunidad de vivir. Eso es suficiente. Es más de lo que ninguno de nosotros habríamos hecho.

Mamá aparta un mechón de cabello de papá con una mano temblorosa.

—Pero, ¿vamos a dejarlo simplemente solo? Va a estar tan perdido…

Morfeo se gira sobre sus talones para enfrentarse a ella con las joyas parpadeando de color rojo.

—Nos quedamos sin tiempo. Tenemos que conseguir que te coronen antes de que el infierno se desate en el cementerio. Al final del día, la Hermana Dos se dará cuenta de que el chico no está y aumentará la seguridad. Entonces no habrá manera de robar la sonrisa de Chessie ni a la Reina Roja. Apártate del chico. No hagas que me arrepienta de haberte ayudado, Alison.

—Pero eso fue exactamente lo que hice. —La voz de mamá se escucha fuera de la pantalla y, de repente, la lámpara que hay a mi lado se enciende. Las cortinas se cierran y soy devuelta a la realidad, postrada en la chaise longue.

Me vuelvo y veo a mamá de pie, apoyada en la pared al lado de la puerta cerrada. Está descalza, viste mi vestido de topos favorito y lleva su bolso de lona colgado del hombro. No tengo ni idea de cuándo ha entrado ni de cuánto tiempo lleva reviviendo los recuerdos conmigo.

—Hice que se arrepintiera —dice otra vez— y ahora mira lo que se nos avecina.

Se hace un ovillo en el suelo formando un charco de satén púrpura, rojo y verde lima. Enrosca las largas piernas y tiene los ojos cargados de tanto remordimiento como para crear un océano de lágrimas.