20

Turbulencias

En cuanto Morfeo cierra la puerta tras de sí, me arranco la telaraña del pecho y la enrollo para tapar el sostén. Utilizo una cuerda del andamiaje como cinturón para mantener las alas pegadas a la espalda bajo la sábana.

Me siento como Cuasimodo con una toga.

Morfeo se ha dejado la gabardina en el suelo. Sería ideal por las hendiduras que tiene para las alas pero me niego a darle la satisfacción de llevar su ropa. Echo un vistazo por la puerta y lo veo apoyado contra Gizmo con las alas extendidas sobre el capó del coche en toda su gloria oscura. Menos mal que estamos en una carretera desierta.

Lleva mis gafas y sus mechones revolotean con la brisa. Habla con Chessie, sereno, tranquilo y seguro de sí mismo. Ni siquiera parece nervioso por lo que tenemos que hacer: enfrentarnos a Roja y a la Hermana Dos. Está demasiado ocupado jactándose de sí.

Siseo llena de frustración. Debería estar furiosa porque ha puesto en evidencia que le había mentido acerca de mis sentimientos. Porque me ha incitado a sacar las alas y por mucho que intente volver a esconderlas, no lo consigo. Pero también debo admitir que abrazar el poder es embriagador. Me resulta difícil guardarle rencor cuando lo único que quería era mostrarme lo verdaderamente fuerte que soy.

Cuando, de hecho, es lo que hace siempre.

Aun así, no puedo dejarle pensar que ha ganado. Si en algún futuro inmortal e incomprensible va a ser mi rey, seremos compañeros. Pero las reinas tienen el dominio sobre los reinos.

Tengo que demostrar que mi habilidad para manipular puede competir con la suya.

Recojo las llaves y la chaqueta de Morfeo y coloco la licorera de cristal en la parte de atrás del cinturón improvisado, entre el bulto de mis alas, para que esté escondida.

Cuando salgo al aire polvoriento del exterior de la casita, Chessie vuela hacia mí y se posa en mi cabeza. Me clava las garras en el pelo y me masajea el cuero cabelludo como si fuera un gatito.

Morfeo contempla mi conjunto mientras le paso la chaqueta.

—Entonces, ¿vamos a la antigua Roma? —bromea.

—Si fuera tú borraría esa sonrisa. —Hago sonar las llaves del coche frente a su cara—. Tu vida está en mis manos, por si acaso lo olvidas. —Mi imitación de su acento cockney es fantástica y me permito disfrutar de ello.

—Siento decepcionarte, querida. —Lanza la chaqueta al asiento del copiloto—. Pienso ir volando esta vez.

Se transforma en una mariposa nocturna y el sombrero explota en un espectáculo de mariposas más pequeñas que cogen el vuelo. Morfeo se posa en el capó del coche. Mis gafas de sol descansan en el metal a su lado, proyectando un rayo de sol. Finjo alcanzarlas pero, antes de que pueda adivinar mis intenciones, atrapo una de sus alas. Él revolotea, intentando liberarse, batiendo el ala que le queda en mi mano.

Saco la licorera y lo introduzco en ella, con cuidado de plegar sus alas. No quiero hacerle daño, sólo quiero superarlo.

Cuando está dentro, coloco un trapo en el cuello de la botella. No hay necesidad de preocuparse porque se asfixie, después de todo, el año pasado pasó una noche en una trampa de bichos y sobrevivió.

—Parece que vas a experimentar algunas turbulencias en tu vuelo —le digo a través del cristal.

Su voz llena mi mente, un gruñido de enfado y reproche. Como no respondo, grita el nombre de Chessie. Chessie se apresura hacia el coche y se sienta a un lado del espejo, lamiéndose la pata divertido y nada dispuesto a tomar parte.

Levanto la licorera para mirar más de cerca a Morfeo.

—Jaque mate, querido. ¿Te has dado cuenta de que mi lado humano te ha vencido? Sin necesidad de magia.

A diferencia de una mariposa real, que se habría golpeado contra las paredes de cristal hasta quedar exhausta, se cuelga bajo el curvado cuello, majestuoso, con sus ojos protuberantes resplandecientes. Si tuviera boca en vez de probóscides, podría adivinar si está gruñendo o sonriendo. Conociéndole, podría ser cualquiera de las dos cosas, probablemente ambas.

Se me hincha el pecho con una pizca de satisfacción.

Me pongo las gafas. La montura está caliente por el sol pero el calor no es suficiente como para evitar que me estremezca cuando veo a Jeb encogido en el asiento de atrás.

Morfeo le ha puesto la camiseta y las botas y ese pequeño detalle hace que mi rival alado se gane un asiento seguro para el camino.

Jeb murmura algo cuando coloco la licorera en la parte anterior de sus rodillas. Es el mejor lugar para evitar que el cristal salga rodando por todos lados. Beso a Jeb en la cabeza y luego me deslizo hacia el asiento del conductor.

Es difícil encontrar una posición cómoda sentada sobre las alas. Al final, las empujo a la derecha, lo que crea una forma irregular y llena de bultos debajo de la sábana. Tengo que tomar las carreteras secundarias para llegar a la ciudad porque si alguien me viera, podrían pensar que estoy escondiendo un cadáver.

Chessie se detiene en el salpicadero, pestañea dos veces en mi dirección y desaparece por el espejo retrovisor, consiguiendo así llegar a Londres y a la madriguera del conejo antes que nosotros.

Para el resto, Hilos de Mariposa será nuestra primera parada. Hay espejos que se extienden por toda la pared y montones de ropa, aunque tendré que hacer algunos arreglos un tanto creativos para que pasen mis alas.

Sólo son las diez y veinte. Cuando Perséfone va corta de personal, cierra la tienda de doce a una para almorzar.

Meto la chaqueta de Morfeo en la mochila y compruebo el móvil. Hay dos mensajes de texto de Jen y tres mensajes de voz de papá. Primero, respondo a Jen:

He encontrado a Jeb. Luego t explico. Está bien. Llegará pronto a casa

Después, escucho los mensajes de voz de papá más recientes:

—Allie, estoy preocupado. Ya está bien de pensar, ¿no? Ven a casa. Tenemos que hablar. Podemos arreglar las cosas.

Su voz es tensa. Sin duda, está asustado pero parece que está en casa y, a juzgar por la frase «Estoy preocupado», todavía no le ha dicho a mamá lo que ha ocurrido. Bien, porque si supiera lo del instituto, ataría cabos y reaccionaría impulsivamente. No permitiré que se ponga en peligro.

Papá ha dicho que podríamos «arreglar las cosas». Sé lo que eso significa: cuando vuelva, estaré castigada. Sin coche, sin teléfono, sin ordenador y sin amigos hasta el lunes cuando me lleve al psiquiatra de mamá. Me pregunto si planea incluso dejar que me gradúe con mi clase el sábado.

Tiene que haber alguna forma de arreglar esto pero no tengo el tiempo ni la fuerza mental para desperdiciarlo en eso ahora. Después de derrotar a Roja y de alejar a la Hermana Dos de Jeb, volveré del País de las Maravillas y solucionaré las cosas de algún modo.

Si sobrevivo a la guerra.

Toda la culpa, el miedo y la incertidumbre forman un nudo en las cuerdas vocales. Papá, espero veros a ti y a mamá pronto. Escribo, sintiéndolo con todo el corazón.

Respiro profundamente y apago el teléfono.

* * *

Llegamos al centro comercial a las doce y media. Paso por el callejón que hay detrás de Hilos de Mariposa. Es un lugar seguro para dejar el coche, mientras cruzamos el mundo.

La grava cruje bajo las ruedas de Gizmo cuando me detengo junto a unos contenedores cercanos a la puerta trasera de la tienda, entre un montón de cajas vacías y una pared de ladrillo de casi tres metros. Ahí quedará escondido. El Prius rojo de Perséfone no está en su habitual plaza de aparcamiento y todas las luces de la tienda están apagadas. Si nos damos prisa, nos habremos marchado antes de que vuelva de almorzar.

Me quito las gafas, cojo la licorera de Morfeo y me apeo por el lado del conductor. No tengo ganas de dejarlo libre pero necesito que me ayude a llevar a Jeb y a abrir la puerta trasera de la tienda.

Sus ojos de mariposa me miran a través del cristal. Tintinean con un color verde, lo que significa que los atajos llenos de baches le han pasado factura.

Busco intimidad entre el contenedor y los ladrillos. Contengo la respiración contra el hedor de basura recalentada y echo un vistazo alrededor para asegurarme de que estamos solos en el callejón. El sol destella contra la rejilla de un coche pero no hay nadie dentro, así que abro la licorera.

Morfeo sale por el cuello y se balancea en el borde, como si estuviera orientándose. Se lanza al aire, un aleteo y un resplandor azul, y se transforma frente a mí en una silueta que no presagia nada bueno, que bloquea el sol y me hiela la piel.

—Mi gorra de peregrinación —refunfuña, enderezándose la corbata y el chaleco mientras las piernas le tiemblan.

Señalo a una capa de mariposas que se arrastra por el techo de Gizmo.

—Perdimos unas cuantas por el viento. Lo siento.

—Perfecto. —Frunciendo el ceño, Morfeo se dirige hacia Gizmo y roza a los insectos, instándolos a formar el sombrero. Lo reconstruyen todo excepto el ala. Igualmente se lo pone y se gira hacia mí.

Me muerdo el interior de las mejillas en un esfuerzo por no reírme.

Él entrecierra los ojos.

—No te lo creas demasiado, bizcochito. Aunque tu travesura haya sido irresistiblemente malvada, sigo en cabeza por un par de alas de distancia. —Me mira el hombro, la lona que se me cae.

La criatura de las profundidades que hay en mí me empuja suavemente hasta que me impide seguir escondiendo lo que soy. Echo un vistazo al callejón desierto y me estrecho el cinturón para asegurar la sábana por delante pero abriéndola por detrás. Las alas se extienden libremente de un color blanco opaco con joyas brillando en todos los colores del arco iris, similar a las gemas que Morfeo lleva bajo las marcas de los ojos.

Sus alas se elevan imitando a las mías y nos ponemos frente a frente en una tregua silenciosa. Por ahora.

Abrimos la puerta trasera del almacén. El aire acondicionado nos saluda junto con el aroma a lavanda de la última obsesión de Perséfone: aromaterapia holística en forma de velas de soja sin mecha.

Morfeo apoya a Jeb en la pared y cierra la puerta cuando pulso el interruptor. Miles de diminutas bombillas se encienden, unidas en una pared como una telaraña hecha de luces de navidad ámbar.

—Me estoy cansando de llevarte el equipaje, Alyssa —se queja Morfeo mientras sienta a Jeb—. Y su ropa está hecha un asco. Deberías considerar que se ponga mi chaqueta.

Le dirijo una mueca, coloco la mochila a un lado y me arrodillo frente a Jeb.

—Es culpa tuya que tenga que estar dormido y que su ropa esté hecha polvo. —Le quito a Jeb la camiseta llena de sangre y la meto en la mochila para sustituirla por la chaqueta de Morfeo. Mordiéndome el labio, recorro las marcas de las colillas de cigarrillos situadas a lo largo del torso desnudo de Jeb. A menudo he deseado poder sustituir todos esos malos recuerdos con los buenos que hemos experimentado juntos. Pero ahora más que nunca me doy cuenta de lo importante que es cada recuerdo, ya sea malo o bueno, porque son la sombra de quienes somos.

El peso muerto de los brazos de Jeb me hace difícil meterlos por las mangas largas de la chaqueta. Es inquietante verlo inmóvil. Tiene mucha fuerza, un cuerpo activo y es muy hábil en todo lo que practica: patinar, pintar, escalar, montar en su Honda o incluso hacerme sentir… increíble. Verlo tan vulnerable me hace recordar el peligro al que se enfrentó en el País de las Maravillas el verano pasado y lo que nos espera ahora que lo he vuelto a involucrar en esto.

Intento moverme rápido. Es más ancho de hombros que Morfeo pero las aperturas de las alas permiten que pueda abotonarle la chaqueta justo bajo el esternón. Le paso los dedos por el cabello y por el pecho, deseando poder hablar con él.

—Si pudieras escucharme —susurro, más para mí que para Jeb—. Si pudiera hacerte entender cuánto lo siento.

Morfeo le da un golpecito a un pie junto a mi muslo.

—Supongo que sería un buen momento para decirte que puedo hacer que despierte en estado de sueño y mantener su dolor consciente a raya.

Se me desencaja la mandíbula y alzo la vista hacia él.

—¿Qué? ¿Podría haber estado despierto todo este tiempo y no sentirse miserable? ¿Qué es lo que te pasa?

Morfeo frunce la boca.

—Umm. Tener a Jebediah soñando despierto contigo o tenerlo inconsciente y babeante. Déjame pensar, ¿cómo lo llamáis aquí? Es de cajón.

Aprieto los dientes.

—¡Morfeo! Te juro que eres el más…

—Vamos. —Se remanga los puños de su camisa negra—. No digas nada que puedas lamentar. Para serte sincero, ya me has fastidiado bastante. Podría venirme bien una distracción.

—El sentimiento es más que mutuo. —Le frunzo el ceño.

Petulante, Morfeo desliza los dedos azules y brillantes por la frente de Jeb.

—Despierta soñador, que nada te perturbe, tus pensamientos son sólo sombras que el sol cubre.

Jeb refunfuña pero no se despierta.

—Tardará unos minutos en despertar —anuncia Morfeo. Después se pasea por la tienda para examinar el santuario que Perséfone dedicó a El cuervo, la película de los 90. Observa los ojos a tamaño natural de Brandon Lee como si estuviera mirándose al espejo.

—Deja que encuentre algo para ponerme y nos vamos —le digo.

—Deberías darte prisa. Cuando se despierte, su estado de sueño será temporal y la realidad empezará a filtrarse por su psique, así que el tiempo es oro.

—Vale —respondo.

Morfeo vuelve a su evaluación de Brandon Lee.

—No está mal. Sólo le faltan alas.

Sacudo la cabeza de forma desdeñosa y me dirijo a los estantes llenos de ropa gótica y funky que hay que llevar a la planta principal. La colección de accesorios para el escaparate que ha escogido Perséfone tiene un aire espeluznante: un esqueleto con una sola pierna ocupa una silla de época rota, tiene los brazos cruzados sobre el pecho como si fuera el guarda de una cripta. De telón de fondo hay un rollo de lona, un baúl provisto de máscaras rotas y disfraces raídos, cabezas de poliestireno que lucen un surtido de pelucas de todos los colores y estilos, y algunos artículos eléctricos como guirnaldas de luces y una máquina de humo en miniatura.

Me detengo en un estante de material tarado. No sería mi primera elección para un viaje a Londres pero, ya que Perséfone va a tirar la mayor parte de lo que hay aquí, esta es la mejor opción, así no siento que estoy robando.

Encuentro un minivestido elástico de color púrpura aterciopelado de manga tres cuartos con cuerpo entallado y falda con mucho vuelo. Un encaje turquesa adorna los puños y los dobladillos. Se me pega a los muslos, el tamaño perfecto para llevarla como camiseta sobre mis vaqueros. La costura del hombro izquierdo está descosida. La deshilacho más para que la hendidura acomode el ala y rompo el hombro de la derecha de la misma forma.

Después de lanzarle una mirada rápida a Jeb, me dirijo al diminuto baño de la izquierda, cierro la puerta y coloco la mochila en el suelo. Desato el cinturón, dejo caer la tela que me cubre y me quedo ahí en sostén, vaqueros y botas. El aire frío se filtra por el conducto de ventilación sobre el lavamanos y me hiela de arriba abajo. La pequeña luz fluorescente apenas ilumina la habitación y causa estragos en mi reflejo.

Paso los dedos por los enredos, impresionada por lo salvaje que parezco.

Soy una criatura de las profundidades de los pies a la cabeza: tatuajes en los ojos, cabello rebelde que se mueve como si estuviera vivo y piel brillante como purpurina.

Lo más impresionante de todo es la forma en la que mis alas se extienden detrás de mí, resplandecientes y escarchadas: una neblina de joyas y telarañas.

El año pasado me quedé aquí con miedo a convertirme en lo que pensaba que era mi madre. Una mujer loca, atrapada en una camisa de fuerza y viviendo en una celda acolchada. Y aquí estoy ahora, soy alguien completamente diferente a lo que una vez fui: medio humana, medio ser de las profundidades, pero todavía tremendamente confundida.

¿Quién soy en realidad? ¿Un ser poderoso pero dañado como mi madre? ¿O soy algo más? ¿Una reina destinada a gobernar el País de las Maravillas junto a la criatura de las profundidades más enigmática y exasperante? ¿Con el que además tendré un hijo y que, de alguna forma retorcida, será un regalo para ese mundo de locos?

No puedo, todavía no. Desvío la vista a mis botas. Ya basta de mirarse al espejo. No más conjeturas. Es abrumador, más bien aterrador, saber que mi vida ya ha cambiado tanto. No puedo imaginarme que vuelva a dar un giro tan drástico.

Debo acordarme de lo que es normal. Lo que es seguro. Y Jeb representa todo eso. Necesito solucionarlo para volver a la vida real. Una vida donde no haya más secretos entre nosotros.

Vestirse con las alas es un reto, pero por lo menos la tela elástica ayuda. Cuando finalmente salgo al almacén, Jeb está de pie apoyado a la pared con expresión confundida, aunque no parece asustado ni dolorido.

Me da un vuelco el corazón al verlo despierto y alerta, incluso aunque esté medio sonámbulo.

Morfeo ha desaparecido y el póster de El Cuervo parece distinto. Trato de averiguar qué ha cambiado pero un sonido de pasos me distrae. Vienen de la parte central de la tienda así que asumo que Morfeo está ahí, probablemente para echarle un vistazo a los espejos. Debería asegurarme de que ningún transeúnte lo ha visto a través del escaparate pero estoy tan contenta de poder hablar por fin con Jeb, que no puedo dejarlo todavía. A pesar de que nuestra última conversación lúcida fue ayer por la tarde parece que ha pasado muchísimo tiempo.

—Jeb.

Se tensa cuando me ve. La chaqueta negra se le estrecha más ahora que está de pie y se abre por delante exponiendo la de su pecho. La tela se desliza hacia los muslos de sus vaqueros. Él se pega más a la pared, estudiándome como si fuera una pintura. Me estremezco bajo su evaluación, no estoy segura de cómo reaccionar después de nuestro último encuentro. Sé que no va a hacerme daño pero…

Se dirige hacia mí con cautela, como si yo fuera un animal tímido que se asusta con facilidad. O quizás sea él quien se asusta.

Me quedo inmóvil. Tengo que camuflar las alas y los tatuajes de los ojos de alguna forma antes de que vayamos a Londres pero no quiero escondérselos a Jeb nunca más.

Me estremezco cuando se inclina hacia mi cuello.

—¿Al?

Me derrito. Como esperaba, sólo hay amor y dulzura en su voz. Ni un atisbo de intención asesina o de locura en su mirada. Lo estrecho entre mis brazos como quería hacer cuando apareció en la casita.

Se tambalea dos pasos hacia atrás pero no pierde el equilibrio. Me sujeta y me devuelve el abrazo, buscando con las manos un lugar en la espalda que no esté invadido por mis alas.

—Esto es diferente —susurra, no parece trastornado ni asustado—. De todas las veces que he tenido este sueño, nunca había sido en el almacén.

Retrocedo y lo analizo, sonriendo. Morfeo no bromeaba cuando dijo que estaría medio sonámbulo.

Me devuelve la sonrisa y su piercing brilla. Incluso en la penumbra veo los verdugones rojos en su barbilla de las zarpas del conejo.

—Lo siento mucho. —Acaricio las zonas inflamadas con un dedo, aunque no sólo me estoy refiriendo a sus secuelas físicas—. ¿Te duele?

Deja que le mime un nanosegundo antes de que el orgullo masculino salga a flote.

—Nada duele cuando estoy con mi hada patinadora. —Su mirada no se aparta de la mía cuando me agarra las caderas y las acerca para acortar la distancia que hay entre nosotros—. Sabes que te quiero así. —Roza los tatuajes de mis ojos con un dedo, con su aliento cálido en mi rostro.

La confesión es hermosa pero me pregunto si sentirá lo mismo cuando ya no esté en trance.

—Estoy preparado —dice. La dulce insistencia que hay en sus palabras hace que se me seque la garganta. Es una versión mucho menos intensa del artista famélico al que me he enfrentado antes, y otra vez soy el centro de su mundo.

—¿Preparado para qué? —pregunto.

—Para que me envuelvas en tus alas —responde con la voz áspera—. Y para enseñarte a volar sin alzar el vuelo.

Me acaricia el cuello y se me enciende la piel. Me recorre un temblor de placer desde los dedos de los pies hasta las puntas de las alas, pero le agarro de las solapas cuan largos son mis brazos para poner distancia entre ambos. Morfeo ha dicho que su somnolencia es temporal. Tenemos que darnos prisa.

—Escucha, Jeb. Esto es un sueño distinto. Está a punto de volverse extraño. —Retrocedo lentamente hacia la entrada de la planta principal donde se encuentra Morfeo para que podamos irnos.

Jeb me sigue con la cabeza ladeada y una provocativa intensidad en los ojos.

—Apuesto a que puedo con todo lo que me eches.

No estaría tan segura si fuera vos, chico soñador —murmura una mujer desde el otro lado de la puerta de forma seca y ronca, como si fueran hojas arañando las lápidas.

Se escucha un rugido detrás de mí y me giro hacia el umbral. Lo único que logro dilucidar es una telaraña.

Hermana Dos.

Casi me ahogo al sentir el pulso golpeándome en la base de la garganta.

Los filamentos de las telarañas envuelven toda la habitación, hebras oscuras cuelgan desde el techo hasta el suelo. Es como el interior de una calabaza albina antes de rasparle las membranas. La telaraña cubre los estantes y el mostrador donde está la caja, incluso el ventanal del escaparate, privándonos de la luz del día. Es como si hubiera nubes de tormenta. Entrecierro los ojos, incapaz de localizar de dónde procede la voz de la araña guardiana del cementerio.

—¡Morfeo! —grito.

Silencio.

—¿A quién llamas? —Jeb aparece detrás de mí y me toca el ala. Una sensación de hormigueo me atraviesa.

Me doy la vuelta y lo empujo hacia el baño.

—Estás en peligro. No te puede encontrar. —Jeb se tropieza con mi mochila pero consigue mantener el equilibrio.

Su mirada está cargada de preguntas cuando cierro la puerta de un portazo.

—¡Oye, Al! ¡Déjame salir! ¡Al!

Agarro el pomo con fuerza, echo un vistazo a mi alrededor y me detengo en el esqueleto de Perséfone. Respiro profundamente para calmarme y lo insto a moverse como si fuera una marioneta desprovista de hilos.

Crujiendo y traqueteando, salta a la pata coja y se comba a mi lado, esperando mis órdenes.

Le mando bloquear la puerta, y el esqueleto obedece sujetando el pomo con los dedos huesudos mientras me muevo por la estancia en silencio.

—No le dejes salir ni dejes entrar a nadie que no sea yo —le advierto sin estar segura de que el saco de huesos entienda lo que le digo. Todavía estoy acostumbrándome a la magia.

Los golpes de Jeb a la puerta se intensifican.

Me trago el miedo y vuelvo a encaminarme hacia la habitación principal, deteniéndome en una maraña de telarañas.

Bienvenida a mi morada, dijo la araña a la mosca. —El susurro huele a tierra recién excavada y noto un frío estremecedor en mi oreja. Se me encoge el alma.

Miro hacia arriba. La Hermana Dos cuelga sobre mi cabeza. Sisea y retrocedo con la respiración rápida e irregular.

Esta vez no esconde su forma horripilante bajo un vestido. De cintura para arriba es una mujer, labios azul lavanda, rostro que deja ver la sangre y las cicatrices, y una cortina de cabello gris que cuelga casi hasta la altura de mi nariz. Mientras que de cintura para abajo cuenta con un abdomen de viuda negra del tamaño de un puf con capacidad para seis personas. Se sostiene en un ramal de telarañas que bajan desde el techo. Ocho patas de araña brillantes se enroscan a su alrededor, como si fuera una acróbata de un circo grotesco.

Snip, snip, snip. El sonido es mi única advertencia. Esquivo el camino por donde su mano tijera corta el aire a unos centímetros de mi rostro.

Me agacho y me arrastro hacia el mostrador, agazapándome para evitar las telarañas.

—¡Morfeo! —El miedo me congela la sangre—. ¿Dónde estás?

—Mas no os responderá, pequeña mosca. —Hermana Dos desciende rápidamente por la pared que hay detrás de mí, dándome golpecitos con los extremos puntiagudos y punzantes de las patas, como si fueran gotas de lluvia—. Os ha abandonado como el cobarde que es. Sólo nosotros tres estamos para saldar la deuda de vuestra madre.

Inclina la cabeza en dirección al almacén, donde Jeb sigue aporreando la puerta y gritando.

—Mientes —digo, en un intento de que vuelva a centrar su atención en mí—. Morfeo no me dejaría.

—En la otra habitación lo encontré. En mariposa se convirtió y lo perseguí hasta aquí. —Eleva su mano humanoide, la que tiene cubierta por un guante de goma, y la mueve—. Entonces, puf. Ya aquí no estar. Encontró un modo de salir. Qué pena por vos.

Retrocedo rápidamente detrás del mostrador, con la vista fija en sus ojos grises azulados, desafiándola a seguirme. Tengo que llevarla tan lejos del almacén como sea posible, tengo que ser el centro de su atención, su presa. Esa es la única forma de que se olvide de Jeb.

Sale disparada tras de mí. Tropiezo con el borde de un estante. Mientras intento recuperar el equilibrio, un ala se queda atascada en una telaraña pegajosa. Estoy atrapada. Mi corazón golpea contra el esternón.

Con un movimiento suave, la Hermana Dos estira sus patas articuladas y se hace más alta. Se inclina hasta que nuestra nariz está al mismo nivel.

No voy a dejar que el pánico se lleve lo mejor de mí. Si quiero que Jeb sobreviva, debo hacer lo posible por que se centre sólo en mí.

—¿Por qué estás aquí? ¿Qué deuda te debe mi madre? —pregunto, ansiando que me dé la respuesta que no me dieron Marfil ni Morfeo. Estoy preparada para saberlo.

—Vaya, curiosidad tenéis, ¿cierto? —Retrocede riéndose.

El sonido es como el de una puerta oxidada con mosquitera que se balancea en sus bisagras. Varios mechones de pelo le cuelgan sobre los ojos y los aparta con su mano—tijera. Le mana sangre de un corte que parece reciente, pero no se da cuenta—. Debería haberla matado cuando oportunidad a mi alcance estuvo y vos no habríais nacido y no habríais robado la sonrisa ni liberado el espíritu de Roja. De tal palo, tal astilla ser. Aunque su acción más atroz que la tuya fue. Se llevó al chico de los sueños.

¿El chico de los sueños?

Sedosa dijo algo sobre los sueños cuando me explicó lo de los espectros y los borogobios, que juntos forman un equilibrio.

—¿Los borogobios? —pregunto—. Los utilizabas en el cementerio para tranquilizar a los espíritus enfadados.

—Sí. Los sueños no son una fuente mental inagotable. Mas como nuestra especie soñar no puede, humanos robamos, lo bastante jóvenes para imaginación tener. Proporcionan la protección para la madriguera del conejo y la paz para mi jardín.

Se me cae el alma a los pies.

—¿Robas niños humanos? ¿Los secuestras?

La Hermana Dos entrecierra los ojos.

—¿Es desdén lo que huelo en vuestro aliento, niña? Vuestra madre como vos ser, no respetaba la forma en que las cosas se tenían que hacer. Las normas por una razón existen. Para la supervivencia de nuestro mundo, algunos tener que sufrir en el vuestro y viceversa, ¿comprendéis vos?

Estoy demasiado aturdida para responder. Quiero amar el País de las Maravillas con todo mi corazón pero, ¿cómo puedo amar un lugar que se lleva a los niños de sus hogares?

—Otros humanos ha habido desde ese chico —la Hermana Dos continúa con el rostro sangriento eufórico— pero él harina de otro costal era. Incluso cuando se hizo mayor, sus sueños magníficos ser. Los diez años que fue mío, una gran tranquilidad entre mis pupilos tuve. —Se quita el guante utilizando los dientes. La funda de goma se desprende, exponiendo colas de escorpión en lugar de dedos y aguijones en lugar de uñas.

Reprimo las náuseas.

Mi mente busca alguna forma de continuar hablando.

—¿Quién era ese chico? —Aunque, en algún rincón muy escondido y aterrorizado de mi alma, lo sé.

La Hermana Dos se inclina sobre mí, enrollando y desenrollando sus dedos venenosos.

—¿Qué más da el nombre? Hace tiempo que no estar. Podéis morir sin saberlo al igual que yo he vivido sin la respuesta. Lo único que necesitáis saber es que vuestro caballero mortal va a ser nuestro nuevo soñador. Tiene mente de artista, su trabajo he visto. Ofrecerá muchos años de paz y entretenimiento a los espíritus.

—No, por favor. No le hagas daño a Jeb… —Trato de liberarme de la telaraña pero sólo consigo tensarla más alrededor del ala. Un pánico frío corre a raudales por mi sangre, haciéndome estremecer.

—Vaya. No os preocupéis, pequeña mosca, nunca sabrá de su sufrimiento. —La Hermana Dos me toca la cara. Le agarro la muñeca y forcejeo, pero las ocho patas que tiene le permiten clavarse al suelo.

—¡Déjalo ya! —gruño entre dientes obligando a mi mente a adaptarse a las profundidades. Recuerdo su punto ciego y, en silencio, llamo a la marioneta de esqueleto para que la ataque por la espalda—. No voy a dejar que te lleves a Jeb sin luchar. —Hago un gesto de dolor cuando un aguijón impacta en mi mejilla, presionándola para cortarme la piel. El veneno brota de la punta y cae en forma de llovizna sobre mi cara.

—Con ello cuento, bicho inmundo —dice la Hermana Dos—. Me gusta que mi comida muerda.

—¿Quieres mordiscos? —La voz de Morfeo interrumpe desde algún lugar del otro lado de la habitación, desconcentrándome. Un estruendo de huesos cruza la estancia desde el almacén. Mi marioneta esqueleto se ha caído al suelo—. Llévame a mí en su lugar.

El corazón me va a un ritmo vertiginoso… sólo para detenerse de nuevo cuando me doy cuenta de que Morfeo acaba de ofrecerse. Apenas puedo vislumbrar su silueta a través de las telarañas, de pie frente a la ventana del escaparate: su cuerpo, sus alas.

—Morfeooooo. —La Hermana Dos me empuja hacia atrás y libera mi ala de su trampa sin quererlo. Me aparto el veneno del rostro y recobro el equilibrio.

Las alas de Morfeo se agitan de forma lenta y prudente.

—Estoy aquí, despreciable alimaña. Ya me estaba sintiendo abandonado. Has estado malgastando toda esa hermosa furia en el insecto equivocado. Después de todo, yo soy tan responsable como Alison de robar al chico. Deberías saberlo.

Siseando, se lanza hacia Morfeo.

—Alyssa —dice Morfeo, sin moverse del sitio—, tienes que hacer un viaje. Lo único que necesitas está en mi chaqueta.

Espera… Esa fue la razón por la que insistió en ponerle la chaqueta a Jeb, para que tuviera los billetes si nos separábamos.

No tenía nada que ver con la camiseta ensangrentada de Jeb. Cree que me voy a ir al tren sin él.

—No —insisto—. No sin ti.

—¿Sacrificarías al mortal que amas por la criatura de las profundidades que odias? —pregunta, y la convicción que hay en su voz duele tanto como un golpe en el estómago. No sé qué es más insoportable, que se crea que lo odio por la cantidad de veces que se lo he dicho o lo lejos que eso está de ser cierto.

Vacilo, deseando poder rescatarlos a los dos. Es un riesgo, y si fallo en el intento Jeb no tendrá ninguna oportunidad con la Hermana Dos.

Morfeo, en cambio, sí la tiene.

Con los ojos escociéndome, salgo corriendo hacia el almacén. Cometo el error de lanzar una última mirada sobre mi hombro. La Hermana Dos arroja una telaraña que cubre la silueta de Morfeo y grito.

Él también grita:

—¡Vete, Alyssa! —Su voz es tensa y queda amortiguada a medida que lo arrastra hacia ella como si estuviera enrollando un sedal, elaborando por el camino un capullo alrededor de su nueva presa.

Me giro porque tengo que hacerlo, porque Jeb me necesita y el País de las Maravillas se está quedando sin tiempo. Aunque el corazón se va agrietando con cada paso que doy.