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Delirios en el túnel

Me alegra que la rueda de Gizmo esté fuera de servicio porque no hay nada como montar en moto con Jeb.

Nos balanceamos hacia atrás y hacia delante de forma sincronizada en las curvas de las calles. La gravilla le obliga a ser prudente; se abre camino lentamente entre el tráfico para poder frenar sin derrapar en las intersecciones. Pero, en cuanto llegamos a la parte más antigua de la ciudad donde sólo hay uno o dos coches en la carretera, menos semáforos y más distancia entre ellos, acelera y cogemos velocidad.

La lluvia también arrecia. La chaqueta de Jeb me protege la camisa y el corsé. Gotitas perdidas me humedecen la cara. Presiono la mejilla izquierda contra su espalda y lo abrazo, con los ojos cerrados para disfrutar del movimiento de sus músculos cuando frena en las curvas, el aroma del asfalto empapado y el sonido de la motocicleta amortiguado por el casco.

Mi cabello se agita a nuestro alrededor cuando el viento avanza desde todas las direcciones. Es lo más cerca que puedo estar de volar en el reino humano. Los omóplatos me pican, como si sólo con pensarlo las alas quisieran salir.

—¿Estás despierta? —pregunta Jeb, y noto que estamos reduciendo velocidad.

Abro los ojos y apoyo la barbilla en sus hombros, dejando que su cabeza y su cuello me protejan de la suave llovizna. Su comentario sobre «un viaje por el sendero de los recuerdos» cobra sentido cuando reconozco el cine, uno de los lugares a los que solíamos ir cuando iba a sexto.

No lo he visto desde que lo declararon en ruinas hace tres años. Las ventanas están tapiadas con tablas y la basura se acumula en las esquinas y en los cimientos como si estuviera refugiándose del tiempo. Los vientos de Texas han arrancado la señal de neón ovalada de color naranja y azul que había encima de la entrada; está doblada por un lado como si fuera un huevo de pascua destrozado. Las letras ya no dicen CINE EAST END. La única palabra que todavía es legible es END, lo que le da un aire poético y triste.

Ese no es nuestro destino. Jeb, Jenara y yo solíamos pedirles a nuestros padres que nos dejaran en el cine, pero el lugar hacía a su vez de señuelo para los niños que querían librarse un par de horas de la supervisión de un adulto. Nos reuníamos en el túnel de desagüe gigante del otro lado del aparcamiento, donde una pendiente de hormigón se sumergía en un valle de cemento. Tenía una extensión de unos dieciocho metros y formaba una hondonada ideal para practicar con el monopatín.

A nadie le preocupaba que se inundara. El túnel se había hecho para drenar el caudal del lago que hay al otro lado, un lago que lleva décadas secándose gradualmente.

Como por dentro estaba tan seco como un desierto, el túnel era el escondite perfecto para enrollarse y hacer graffitis. Jenara y yo no pasábamos mucho tiempo allí. Jeb se aseguró de ello. Decía que éramos demasiado inocentes para presenciar lo que ocurría en las profundidades.

Pero es ahí donde me está llevando hoy.

Jeb se desplaza a través del concurrido aparcamiento y cruza un campo vacío, después toma la pendiente de hormigón. Cuando descendemos por ella, aprieto las piernas contra las suyas y alzo los brazos en el aire. Los brotes de las alas me hacen cosquillas, chillo y grito como si estuviéramos en una montaña rusa. Las carcajadas de Jeb se unen, a mi arrebato alocado. Llegamos demasiado pronto a la base y me agarro de nuevo a él. Las ruedas pasan rozando los charcos en nuestra serpenteante carrera hacia el túnel de desagüe.

Nos detenemos en la entrada. El túnel está tan abandonado como el cine. Los adolescentes dejaron de venir aquí cuando La Caverna, la pista de monopatín y centro de actividades subterráneo con rayos ultravioletas de Pleasance, que pertenece a la familia de Taelor Tremont se convirtió en un sitio muy frecuentado en la parte oeste de la ciudad. La lluvia cae con más fuerza y Jeb inclina la moto para que pueda bajarme. Me deslizo hasta el cemento mojado.

Me sujeta con un brazo alrededor de la cintura y, sin más palabras, tira de mí para besarme. Acaricio su mandíbula, vuelvo a notar cómo se mueven los músculos bajo mis dedos, familiarizándome de nuevo con la forma en la que las líneas duras de su cuerpo encajan perfectamente con mis suaves curvas.

Las gotas de lluvia se deslizan por nuestra piel y se filtran por la unión de nuestros labios. Me olvido de que todavía llevamos puesto el casco, de las frías y mojadas mallas e incluso del peso de los empapados zapatos. Por fin está aquí conmigo, su cuerpo pegado al mío y esos puntos de contacto al rojo vivo son las únicas cosas en las que pienso.

Cuando nos separamos, estamos calados, ruborizados y sin aliento.

—Me moría de ganas de hacer eso —dice, con la voz ronca y la mirada verde penetrante—. Cada vez que escuchaba tu voz por teléfono, sólo pensaba en tocarte.

Su corazón late furioso contra el mío y sus palabras se enroscan en mi estómago formando un nudo de placer. Me mojo los labios, garantía implícita de que he estado pensando lo mismo.

Juntos, llevamos la Honda al túnel y la apoyamos contra una pared curvada. Después nos quitamos el casco y nos sacudimos el cabello. Me deshago de la chaqueta de Jeb y de la mochila.

No recuerdo que el túnel fuera tan oscuro y el cielo encapotado no ayuda. Doy un paso cauto hacia el interior, sólo para ser bombardeada con los susurros inquietantes de las arañas, grillos y cualquier otro insecto congregado en la oscuridad.

Espera… no nos pises… dile a tu amigo que aleje su gran pie.

Me detengo, turbada.

—Has traído una linterna, ¿no? —pregunto.

Jeb aparece por detrás y me rodea la cintura con sus brazos.

—Algo mejor que una linterna —susurra, dejando una cálida huella justo detrás de mi oreja.

Se oye un clic y una guirnalda de luces que se sujeta en algún lugar asemejándose a una vid, parpadea dando vida a la pared del túnel. Las luces no resplandecen demasiado pero compruebo que los patinadores ya no vienen por aquí. Antes solían dejar sus viejos monopatines para que todos tuvieran algo que utilizar cuando salieran del cine. Por aquel entonces nos regíamos por un código. Era raro que robaran un monopatín porque lo único que queríamos era disfrutar de esa sensación de libertad imperecedera.

Éramos tan ingenuos que pensábamos que cualquier cosa en el reino humano es para siempre.

Los graffitis fluorescentes brillan en las paredes, algunas son palabrotas pero la mayoría de las palabras son poéticas como amor; muerte, anarquía, paz e imágenes de corazones rotos, estrellas y rostros.

Luces negras. Me acuerdo de los paisajes de neón del País de las Maravillas y de La Caverna.

Un mural destaca entre los demás: un perfil ultravioleta de un hada de colores naranja, rosa, azul y blanco. Sus alas se extienden, enjoyadas y brillantes. Se parece a mí. Después de todos estos meses, sigo sin dar crédito a las interpretaciones de Jeb: una réplica de mí en el País de las Maravillas, con alas de mariposa y tatuajes alrededor de los ojos, marcas negras curvadas impresas en la piel como pestañas exageradas. Jeb ve mi alma sin siquiera saberlo.

—¿Qué has hecho? —le pregunto, dirigiéndome hacia el graffiti mientras trato de no pisar ningún bicho.

Me agarra del brazo para que no pierda el equilibrio.

—Unas cuantas latas de pintura en espray, un martillo, algunos clavos y una cadena de luces negras que funcionan con batería.

Enciende una lámpara de gas que ilumina una gruesa colcha. Los susurros de los bichos se desvanecen como respuesta a la luz.

—Pero, ¿de dónde has sacado el tiempo? —pregunto, sentándome para rebuscar en la cesta que ha traído consigo. Hay una botella de agua mineral de las caras, queso, galletas saladas y fresas.

—Tuve mucho tiempo antes de que salieras del instituto —responde Jeb mientras selecciona una lista de reproducción en su iPad y lo apoya en la mochila. Una balada enternecedora y descarnada resuena en el diminuto altavoz.

Intento ignorar que su respuesta me hace sentir como una colegiala inmadura y saco algunas rosas blancas de la cesta. Son las flores que me ha regalado Jeb desde el día en que confesamos nuestros sentimientos, la mañana después de regresar de mi viaje a través de la madriguera del conejo. La mañana después del baile de graduación.

Me las llevo a la nariz, intentando borrar el recuerdo del ramo de flores blancas del País de las Maravillas que se tiñeron de rojo con su sangre.

—Quería hacer algo especial para ti. —Se quita la camisa de franela mojada y se sienta al otro lado de la cesta, con una mirada expectante en su rostro.

Sus palabras hacen eco en mi mente: Hacer algo especial para ti.

Las flores resbalan de mis dedos, reprendiéndome por magullar sus pétalos cuando se esparcen por el suelo.

—Oh —susurro a Jeb, ignorando las protestas de las flores—. Así que… de eso se trata.

Él sonríe a medias, enseñando el incisivo izquierdo que tiene levemente montado en la paleta.

—¿Eso?

Saca una fresa de la cesta. La luz del camping gas refleja las marcas de cigarrillos de sus antebrazos. Las sigo mentalmente hacia el sendero de marcas iguales bajo la camiseta: recuerdos de una infancia violenta.

—Umm. Eso. —Jeb lanza la fresa, inclina la cabeza hacia atrás y atrapa la fruta con la boca. Mientras la mastica, me estudia como si estuviera esperando para acabar la frase. La inclinación burlona de su cabeza hace que la barba del mentón parezca de terciopelo, aunque no es tan suave.

Oleadas de fuego recorren mi abdomen. Aparto la mirada para no reflejar todo lo que me ha obsesionado mientras hemos estado distanciados.

Hemos hablado de dar el siguiente paso en nuestra relación a través de mensajes y llamadas y, en una ocasión, en persona. Como su vida es tan ajetreada, hemos marcado la noche del baile en nuestros calendarios.

Tal vez haya decidido no esperar más. Lo que significa que tengo que decirle que no estoy preparada hoy. Peor aún, tengo que decirle por qué.

No estoy para nada preparada, tengo miedo y no por las razones habituales. Noto los pulmones contraídos, agravados por el aire frío y húmedo del túnel… la pintura, la piedra y el polvo. Toso.

—Patinadora. —La burla ha desaparecido de su voz. Pronuncia el apodo tan bajo y suave que la música de fondo y la lluvia que golpea en el exterior casi lo amortiguan.

—¿Sí? —Me tiemblan las manos. Clavo los dedos en las palmas con las uñas rozando las cicatrices. Cicatrices que Jeb todavía cree que fueron causadas por un accidente de coche años atrás, cuando, supuestamente, el parabrisas se hizo añicos y me cortó las manos. Uno de los muchos secretos que guardo.

No puedo darle lo que quiere, no todo. No hasta que le diga quién soy realmente. Qué soy. Ya era bastante malo cuando sólo quedaba una semana para el baile. No puedo abrir mi alma hoy después de estar lejos de él durante tanto tiempo.

—Oye, tranquila. —Jeb libera mis manos de la prisión de mis dedos y se lleva la palma a su clavícula—. Te he traído aquí para darte esto. —Arrastra mi mano hacia su pecho, donde un nudo duro del tamaño de una moneda abulta bajo su camiseta. Ahí es cuando me doy cuenta del resplandor de una fina cadena que le rodea el cuello. Se desabrocha el colgante y lo sostiene sobre la lámpara de gas. Es una cerradura en forma de corazón con un ojo incrustado en el centro—. Lo encontré en un pequeño mercado de antigüedades de Londres. Tu madre te dio esa llave que llevas siempre, ¿verdad?

Me retuerzo con ansias de corregir la media verdad. Esa no es precisamente la llave que mi madre había guardado para mí aunque abre el mismo mundo extraño y trastornado.

—Bueno… —Se inclina sobre la cesta para colocarme el colgante por encima de la cabeza, y cae sobre la llave. Jeb me recoloca el pelo y me lo arregla para que las hebras cubran las dos cadenas—. Pensaba que sería simbólico. Está hecho del mismo tipo de metal, parece vintage como la llave. Juntos, prueban lo que siempre he sabido. Incluso cuando solíamos venir aquí de niños.

—¿Y qué es? —Lo miro, intrigada por la forma en que la apertura del túnel tiñe un lado de su tez de una luz azulada.

—Que sólo tú tienes la llave que abre mi corazón.

Las palabras me conmocionan. Bajo la mirada antes de que pueda ver la emoción en mis ojos.

Jeb se enfurruña.

—Eso ha sido cursi… Tal vez he inhalado demasiada pintura mientras trabajaba en el mural.

—No. —Me pongo de rodillas y coloco los brazos sobre sus hombros—. Ha sido sincero y muy dul…

Pone un dedo en mis labios.

—Es la promesa de que sólo te pertenezco a ti. Quiero que eso quede claro, antes del baile, antes de Londres. Antes de que suceda algo entre nosotros.

Sé a lo que se refiere pero no es del todo cierto. También está volcado en su carrera. Quiere que su madre y Jenara tengan cosas bonitas; quiere contribuir en los gastos de los estudios de diseño de moda de su hermana y cuidar de mí en Londres.

Además, hay una razón subyacente por la que está tan volcado en su arte. El único motivo del que nunca habla.

No tengo derecho a estar celosa por su determinación en hacer algo por sí mismo, de demostrarse a sí mismo que es mejor que su padre. Sólo deseo que encuentre el equilibrio y esté satisfecho. En vez de eso, parece que con cada venta y cada nuevo contacto ansía más, como si fuera una adicción.

—Te he echado de menos —digo, tirando de él para abrazarlo, sin importarme que aplastemos la cesta que se interpone entre nosotros.

—Yo también te he echado de menos —dice en mi oído antes de apartarse. Frunzo el ceño con preocupación—. ¿No lo sabías?

—No he sabido nada de ti desde hace casi una semana.

Levanta las cejas, obviamente disgustado.

—Lo siento, no he tenido cobertura.

—Los correos electrónicos y los teléfonos fijos existen —digo bruscamente, sonando más irritada de lo que pretendo.

Jeb le da un golpecito a la cesta con la punta de la bota.

—Tienes razón. La semana pasada fue una locura. Fue cuando se hizo la subasta final y las celebraciones.

Celebraciones: fiestas con la élite. Le clavo la mirada con dureza.

Él me acaricia el labio inferior con el dedo anular en un intento por transformar mi ceño fruncido en una sonrisa.

—Oye, no me mires así. No me emborraché, ni me drogué, ni te engañé. Sólo son negocios.

Se me tensa el pecho.

—Lo sé. Es sólo que, a veces, me preocupo.

Sufro por que empiece a ansiar cosas que ni siquiera he experimentado. Cuando tenía dieciséis, perdió la virginidad con una camarera de diecinueve años en un restaurante donde limpiaba mesas.

El año pasado, cuando salía con Taelor, nunca se acostaron; los sentimientos que empezaba a tener por mí evitaron que cruzara esa línea. Pero es bastante malo saber que estuvo con una «mujer más mayor» antes de estar conmigo, que sólo fue un ejemplo de las tentaciones que ahora lo rodean a diario.

—¿Preocupada por qué? —apunta Jeb.

Sacudo la cabeza.

—Soy estúpida.

—No, dime.

La tensión escapa de mis pulmones en una ráfaga.

—Tu vida es muy diferente de la mía. No quiero quedarme atrás. Parecías estar tan lejos esta vez…

—No es así —asegura—. Sueño contigo todas las noches.

El dulce comentario me hace recordar mis propios sueños y la vida que le escondo. Soy una hipócrita.

—Sólo una semana más de instituto. —Juega con las puntas de mi cabello—. Después, estaremos de camino a Londres y podrás acompañarme en mis viajes. Ya es hora de que tú también enseñes tu arte al mundo.

—Pero mi padre…

—He averiguado cómo arreglar las cosas. —Jeb aparta la cesta.

—¿Qué? ¿Cómo?

—En serio, Al —sonríe Jeb—. ¿Quieres hablar de tu padre cuando podemos hacer esto? —Se levanta, me arrastra con él. Me envuelve en un abrazo. Me acurruco contra él y bailamos al son de la balada que suena en el iPad. Me olvido de todo excepto de nuestros cuerpos balanceándose.

La conversación vuelve a su ritmo habitual. Nos reímos y bromeamos, recordando los pequeños momentos que hemos compartido las últimas semanas.

Comienza a ser como antes, los dos fundiéndonos en un solo ser mientras todo lo demás se desvanece.

Cuando comienza otra canción, una sensual y rítmica, deslizo los dedos por su espalda y busco la apertura de su camiseta. Arrastro las uñas suavemente sobre los músculos de su espalda y le beso el cuello.

Gime y yo sonrío en la penumbra al sentir el cambio en él. Un cambio que controlo. Jeb tira de mí, poniéndome boca arriba, hasta que estamos tumbados en la colcha. Una minúscula parte de mí quiere terminar de hablar sobre lo de antes pero lo que más ansío es esto, tenerlo sobre mí prestándome toda la atención, reconfortándome y exigiéndome al mismo tiempo.

Con los codos apoyados junto a mis oídos, me sostiene la cabeza mientras me besa de forma tan suave y cuidadosa que saboreo la fresa que se ha comido hace un minuto.

Me falta el aliento, me siento marcada… floto tan alto que apenas escucho el zumbido de un mensaje que le llega al móvil.

Jeb se pone tenso y se da la vuelta para sacar el teléfono del bolsillo de los vaqueros.

—Lo siento —masculla y toca la pantalla para leer el texto.

Gruño al perder su calor y su peso.

Tras leerlo en silencio, se gira hacia mí.

—Era el periodista del Picturesque Noir. Ha dicho que disponen de un espacio a doble página si puedo adelantar mi sesión de fotos en la galería a esta tarde. Después de eso, quieren llevarme a cenar para hacerme una entrevista. —Como si captara la decepción en mis ojos, añade—: Lo siento, Al. Pero un reportaje a doble página… es un gran negocio. El resto del fin de semana soy todo tuyo, desde la mañana hasta la noche, todo el día, ¿vale?

Comienzo a pensar que no lo he visto en un mes y que hoy se suponía que íbamos a estar solos, pero me muerdo la lengua.

—Claro.

—Eres la mejor. —Me da un beso en la mejilla—. ¿Te importa recoger las cosas? Tengo que llamar al señor Piero para que pueda organizar mi trabajo en la sala de exposiciones.

Asiento rápidamente y Jeb se dirige a la parte frontal del túnel para llamar a su jefe al estudio de arte. Cuando no está fuera exhibiendo sus obras, trabaja restaurando cuadros antiguos. La oscuridad se extiende entre nosotros, formas tristes y oscuras fuera del alcance de la lámpara de gas que parecen tan abatidas como yo.

Me siento y recojo la cesta y el iPad de Jeb, tan ocupada tratando de escuchar su conversación, algo sobre que la sala de exposiciones tiene mejor iluminación para la sesión fotográfica, que apenas noto que los susurros de los bichos se han intensificado hasta decir al unísono:

Deberías haberle hecho caso. Te advirtió en tus sueños… ahora se van a aclarar todas tus dudas.

Plic… plic… plic…

Estoy a punto de levantarme cuando un chorro de agua cae torrencialmente en la parte oscura del túnel, detrás de mí. El sonido me eriza el vello de la nuca.

Plic… plic… plic…

Contemplo la posibilidad de llamar a Jeb para investigar pero la punta de color azul intenso de un ala pintada en la pared capta mi atención. Está fuera del círculo de luz. Qué extraño que no me diera cuenta antes.

Avanzo lentamente hasta los dibujos fluorescentes y arranco la guirnalda de Jeb con rápidos tirones. Las luces se enrollan en el suelo y me siguen cuando me acerco a la misteriosa imagen alada, tirando de la batería con un golpeteo raspante.

Plic… plic… plic…

Escudriño el punto oscuro más alejado del túnel pero desvío la mirada al graffiti, ahora me interesa más. Con la cuerda envuelta entre los dedos, paso el mitón provisional de luces por el retrato alado para iluminarlo, pieza por pieza, como un puzzle.

Conozco esa cara y los ojos tatuados con joyas en los extremos. Reconozco el cabello azul indomable y esos labios que saben a seda, regaliz y peligro.

El entusiasmo y el terror se enredan en mi pecho. El mismo intrincado efecto que siempre causa en mí.

—Morfeo —susurro.

El susurro de los bichos vuelve al unísono:

Está aquí… lo trae la lluvia

Las palabras se me meten en la columna y me mantienen clavada en el sitio.

—¡Corre! —El grito de Jeb desde la entrada del túnel me saca de mi aturdimiento. Sus botas chapotean por el agua, que no había notado que se acumulaba a mis pies, mientras se dirige hacia mí—. ¡Riada! —chilla Jeb, tropezando en la oscuridad que nos rodea.

Entro en pánico y doy un paso hacia él sólo para que la guirnalda de luz cobre vida en mi mano como una vid de serpientes moviéndose. Me envuelve las muñecas, enroscándolas y después los tobillos. Lucho contra la cuerda pero me aprisiona antes de que pueda gritar.

Una ola que sale a borbotones avanza desde la oscuridad del fondo del túnel y me golpea, haciendo que pierda el equilibrio. Caigo sobre mi estómago y siento un lodazal de agua sucia y fría en la cara. Toso, intento mantener la nariz sobre la corriente de agua pero las luces me paralizan.

—¡Al! —El grito horrorizado de Jeb es lo último que escucho antes de que el agua se arremoline alrededor de mis extremidades atadas y me lleve lejos.