Peregrinación y negociación
Los dedos de Jeb me aprietan el cuello como si fueran tenazas.
Se me relaja el cuerpo cuando una ráfaga de viento se precipita hacia nosotros.
—Se acabó el juego. —La brusca orden de Morfeo me hace abrir los ojos rápidamente. El corazón me golpea el esternón, latiendo con fuerza ante la posibilidad de sobrevivir. Nunca pensé que estaría tan contenta de escuchar ese acento cockney.
Tira de Jeb y lo aparta de mí. Me desplomo en el suelo de rodillas, cogiéndome el cuello mientras toso y respiro con dificultad. Gimoteo con cada dolorosa inhalación, saboreo el ardor cuando el aire atraviesa la tráquea magullada y entra en los doloridos pulmones.
Quiero pedirle a Morfeo que no le haga daño a Jeb pero estoy demasiado débil. Me duele todo, desde el cuello hasta las piernas. Me siento contra la pared con las rodillas pegadas al pecho y entierro el rostro entre mis brazos, intentando dejar de temblar.
El sonido de gruñidos y rugidos me obliga a alzar la vista.
Morfeo está arrodillado sobre el cuerpo de Jeb, tumbado boca arriba. Lo mantiene tendido con una rodilla en el pecho, metiéndole bayas tumtum en la boca. La sorpresa y el alivio brotan en mi interior. Está ayudando a Jeb en vez de hacerle daño.
Es como ver una película de James Bond. Morfeo con una gabardina negra que le llega a los muslos, pantalones tweed grises, chaleco gris oscuro, corbata roja estrecha y camisa de vestir negra a rayas diplomáticas. Podría pasar por un agente secreto hada-punki que ha capturado a su villano. Su pelo, en ondas espesas azules, le roza los hombros por debajo de una gorra gris de tweed con visera, y sus alas se extienden por su espalda y le llegan al suelo, aleteando de forma esporádica mientras mantiene el equilibro ante Jeb.
De todas las experiencias perturbadoras que he vivido en estos últimos días, esta es, de lejos, la más retorcida: mi oscuro seductor convirtiéndose en mi caballero y mi caballero convirtiéndose en mi perseguidor. Sé que el intercambio de papeles es temporal pero nunca podré olvidar la forma en la que a Jeb se le han encendido los ojos de ese verde tan intenso… o lo que he sentido cuando ha aplacado sus inhibiciones y ha exigido que le diera todo de mí. No quiero olvidarlo porque hemos forcejeado como rivales siendo al mismo tiempo compañeros.
Hasta que ha intentado matarme.
—Cuando hayas dormido una pequeña siesta —le dice Morfeo con una voz violenta y cortada—, hablaremos sobre las marcas que has dejado en la piel de Alyssa. —Le da palmaditas a Jeb en la mejilla con un guante de cuero negro que saca del bolsillo, pero no puede esconder la rabia acumulada en los músculos de su mandíbula.
Chessie aparece junto a mi rostro: un conjunto de alas, pelo y patas. Se posa en mi hombro y me acaricia de forma tierna el cuello, justo en el lugar en el que Jeb me ha mordido.
—Gracias por traer a Morfeo —le digo.
Mi voz es una mezcla de papel de lija y óxido. Morfeo se acerca con sus zapatos negros de vestir cuando me escucha toser y se detiene a mi lado. Los zapatos son lo único que puedo ver de él hasta que se pone de rodillas. Ha estado fumando de su narguile y el aroma me envuelve.
—Cuida del mortal, ¿vale, Chessie-colega? —dice evaluándome mientras coloca los guantes de cuero en su lugar, en los dedos manchados de bayas.
La diminuta criatura de las profundidades deja mi hombro para posarse sobre el cuerpo de Jeb.
Fuerzo el cuello para mirar a Morfeo a los ojos y siento pinchazos en la piel magullada. El sol procedente de las claraboyas ilumina por detrás su silueta, un halo de luz amarilla.
—Me alegro tanto de que no le hayas hecho daño —farfullo incapaz de hablar por encima de un susurro ronco.
Morfeo frunce el ceño con fiereza.
—Si no hubiera sido el chico que se desangró por ti en el País de las Maravillas —contesta—, lo habría matado con mis propias manos, sin ningún tipo de magia.
Hay una severidad glacial tras su mirada y admito lo que he estado negando: a su manera, Morfeo también es mi caballero. Simplemente sus motivaciones son más confusas que las de Jeb. No siempre es generoso y honrado pero está constantemente alerta. Tengo que admitirlo.
—Tenías razón —digo, tragándome el orgullo— sobre que iban a usar mi sangre como un arma contra mí. Sobre que te medía con otra vara. Al menos debería haber intentado confiar en ti. Lo siento, trataré de hacerlo a partir de ahora.
—Ya veo que lo intentas. —Aunque sus palabras son duras, la expresión de su rostro de porcelana dice todo lo contrario. Me recuerda a mi antiguo compañero de juegos de las profundidades, impaciente por ganarse mi confianza y adoración. Dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirlas. No le hace falta decir que me ha perdonado o que le ha conmovido mi disculpa, porque esas emociones parpadean en sus tatuajes enjoyados con destellos de colores vivos.
Me apresuro a decirle todo lo que sé, lo que he visto en las pinturas de Jeb realizadas con mi sangre y los mosaicos del desván. Además, le cuento que sospecho que Roja está en el reino de los humanos y está jugando conmigo.
Sacude la cabeza.
—No es su estilo. Ella no se anda con sutilezas.
—Pero las tijeras de podar de la puerta —insisto— estaban ahí para asustarme.
Parece sinceramente perplejo.
—No he entrado por la puerta. Entré a través de una grieta de una de las claraboyas. ¿Estás segura de que eso es lo que viste?
—Compruébalo por ti mismo si no me crees.
—Te creo pero no tiene sentido. Ella te habría querido a su merced, sin que estuvieras preparada. Hubiera utilizado a tu novio no sólo por su imaginación sino por su unión contigo, como un cebo. Te atrajo hasta aquí, así que debe haber planeado estar en este lugar para vencerte, pero algo la asustó y por mucho que quiera pensar que fuiste tú, sé que no es así.
Se me desboca el corazón ante el pensamiento de quién o qué podría haber asustado a alguien tan poderosa como Roja.
—¿Crees que fue la mujer misteriosa de mis mosaicos? ¿La que estaba escondiéndose en las sombras? La de los tentáculos…
—Quizás la respuesta está en tu último mosaico. Tenemos que encontrarlo. Pero antes, vamos a echarle un vistazo a las heridas de guerra. —Ahueca sus manos en mi barbilla y recorre con el pulgar los verdugones que me ha dejado el piercing de Jeb—. Has conseguido hacerme volver sin suplicar. Supongo que estás orgullosa de ti misma.
Su broma aminora el ritmo de mi corazón, me calma.
—¿Regresaste por mí? Supuse que sólo echabas de menos tu coche.
Morfeo mueve los labios formando casi una sonrisa. Me alza la barbilla para tener una mejor visión del cuello. El movimiento estira los músculos magullados y grito.
—Lo siento, querida. —Hace un gesto de dolor y me libera, entonces da un golpecito a la piel que rodea la marca del mordisco de Jeb. Sus guantes son fríos y suaves—. Creo que sobrevivirás. —Su atención se traslada a mi rostro, su mirada oscura despide chispas que expresan respeto—. Parece que has tenido un día lleno de magia.
Me restriego los tatuajes de los ojos.
—Ya lo sabías. Tenías a Sedosa y a Chessie vigilándome.
—Para poder mantenerme alejado hasta que me encontraras, pero, como siempre, estás decidida a obstaculizar mis planes.
—Bueno, si te hace sentir mejor —digo, sosteniéndome el cuello donde todavía siento el quemazón de las marcas de las manos de Jeb—, averigüé dónde estabas, así que te habría encontrado.
Morfeo ladea la cabeza.
—¿Es eso cierto?
Asiento, después señalo las pinturas de Jeb que recorren las paredes.
—Cuando vi los recuerdos perdidos de Jeb, me recordaron lo que Chessie dibujó en la ventana de camino hacia aquí: un tren, tú y la palabra recuerdo. Después de que mi madre se fuera a Londres a través del espejo, le preguntaste si había hecho un viaje en tren para revivir los recuerdos perdidos. Estabas en la Garganta de Ironbridge, ¿no? Por eso enviaste a Chessie. Esperabas que fuera allí para encontrar los mosaicos y sabías que necesitaría su ayuda para leerlos.
—Admirable.
—¿Esa es la razón por la que querías que fuera hacia allí? ¿Por los mosaicos?
—En parte, pero lo que más quería era que te subieras en el tren.
Arrugo la frente.
—¿El tren es real?
Morfeo se quita la gorra con visera. Su cabello azul brillante parece moverse e intentar alcanzar el aire, como si estuviera encantado de ser libre.
—¿Cuál es tu definición de real?
Echo un vistazo a la habitación, deteniéndome en la manera de dormir de Jeb.
—La realidad es cambiante.
Girando la gorra con el dedo, Morfeo asiente con la cabeza.
—Como tiene que ser. Hay un pasadizo subterráneo cerca del puente que los humanos abandonaron y sellaron hace años. Las criaturas de las profundidades tienen un tren de mercancías que lo recorre y que transporta mercancía muy valiosa. Hay vagones de pasajeros disponibles para los que tienen intereses en el mercado. Compré billetes para nosotros.
—¿Quieres decir que estabas planeando ir tú también? Te da miedo viajar en coche. ¿Puedes explicarme cómo va a ser mejor viajar en tren?
Se encoge de hombros avergonzado.
—El tren no se mueve exactamente.
—Pero has dicho que recorre el pasadizo.
Hace un gesto desdeñoso con la mano.
—Deberías vivirlo para entenderlo. Hay algo allí que tienes que ver. Un recuerdo en la carga que no te pertenece pero que, igualmente, te ha dado forma. Un recuerdo que ha estado perdido durante años, que necesita que lo encuentres antes de que te enfrentes con Roja.
Su respuesta aviva mi curiosidad.
—No lo entiendo. ¿La carga del tren contiene recuerdos?
—Recuerdos perdidos.
—Pero, ¿cómo…?
—Digamos que el concepto de los humanos de un tren de mercancías es tan erróneo como el concepto de los humanos de un sombrero. —Me ofrece su gorra.
Desconcertada, lo cojo. Es el primer sombrero que le he visto llevar puesto que no tiene adornos de mariposas. Lo alzo a la luz del sol. La textura no parece tweed. Es más sedoso y da la impresión de que respira y se mueve bajo mi tacto. Miro a Morfeo, confusa.
Con un guiño, me arrebata la gorra y se la coloca en la cabeza. Mediante un gesto sutil, agita una mano sobre la copa del sombrero. El tweed se transforma en un tejido de mariposas vivas. Salen de su cabeza y revolotean a nuestro alrededor. Después, con un silbido de Morfeo, se amontonan volviendo a su lugar como si fueran piezas de un puzzle para formar el sombrero de nuevo.
Sonrío y él me devuelve la sonrisa con orgullo.
—¿Qué tipo de sombrero es ese? —pregunto, incapaz de resistirme. Es adorable cuando presume de su vestuario, como si fuera un cachorrito haciendo gracias. Aunque permanezco cauta, pues sé que en un abrir y cerrar de ojos, se puede volver a convertir en lobo.
—Mi gorra de peregrinación —responde.
—¿Eh?
Su sonrisa se extiende, mostrando los dientes blancos.
—Peregrinación. Una excursión… un viaje.
—Entonces, ¿por qué no lo llamas simplemente tu gorra de viajes?
—De esa forma no habría conversación que empezar, ¿no?
Levanto una ceja.
—Umm, el hecho de que esté hecho de mariposas vivas podría darte algo de lo que hablar.
Morfeo se ríe. Por una vez nuestra relación parece agradable, amigable. Distinta de sus habituales flirteos y amenazas.
—En cuanto al tren —digo, rompiendo un momento realmente bonito.
Abre la boca para contestar pero un gemido lo interrumpe. Jeb está despertándose. Morfeo empieza a levantarse para echarle un vistazo.
—Espera. —Tiro de su corbata. Incluso a través de la camiseta, siento la marcada curva de su clavícula bajo mis dedos. Me hace recordar el aspecto que tenía en mi dormitorio: descamisado y perfecto, con las alas extendidas como si fuera un tipo de ser celestial. Poder elegante y luz palpitante. Impertérrito, sin vergüenza y seguro de sí mismo. Todo lo que ansío ser.
Mi pulso late rápidamente en la mordedura del cuello.
—Hay algo que quiero que hagas antes de que Jeb se dé cuenta de lo que está pasando.
Morfeo se vuelve a poner en cuclillas.
—¿El qué? ¿Quieres que te bese las pupas? —El ronroneo oscuro de su voz es más dulce que seductor.
Pongo los ojos en blanco.
—Quiero que me cures.
Frunce el ceño y todo rastro de jugueteo desaparece.
—Oh, no. No, Jebediah va a enfrentarse a lo que te ha hecho.
—Nunca me habría atacado como lo hizo si no hubiera estado bajo los efectos del zumo. ¿Por qué querrías que metiera sus narices en esto ahora? —Gruño de frustración—. Tú fuiste el que me obligó a mantenerlo ajeno a todo esto. ¿Qué ha cambiado?
—Tienes que reconocer los peligros de implicarlo en un mundo que va más allá de su comprensión. El zumo de tumtum os ha afectado de forma distinta: tú sólo pensabas en comer pero él ha sacado su instinto asesino. Es una carga. Si lo involucras en esta guerra, será tu perdición. Te lo aseguro.
Me quedo boquiabierta. No puedo creer que estuviera desahogándome con él hace unos momentos.
—No. Quieres que Jeb dude de sí mismo. Quieres que crea que se está convirtiendo en su padre. Vas a manipularlo porque eso es lo que haces; utilizar las debilidades de la gente en su contra.
Me observa con sus pestañas largas y negras en una afirmación silenciosa.
—Bueno, no voy a dejar que eso suceda —digo—. Ahora, cúrame.
Morfeo gruñe e intenta apartarse pero me niego a soltar la corbata.
Eleva las alas, que se proyectan como dos sombras azules gigantes por encima de nosotros. Si las utiliza, puede liberarse y negarse a hacer lo que le pido. Por otra parte, ahora podría obligarlo a hacerlo porque mis poderes son más fuertes. La excitación me llena el pecho tan sólo de pensarlo.
Nos quedamos mirándonos y, para mi sorpresa, relaja las alas.
—¿Cuánto vale para ti? —pregunta.
Suelto la corbata y frunzo el ceño. Es una pregunta trampa.
—La paz mental de Jebediah —repite—. ¿Cuánto vale para ti?
—Todo —digo, sabiendo que es un error justo después de admitirlo.
Morfeo frunce el ceño pensativo, se sienta, cruza las piernas y coloca el sombrero en su regazo, acariciando las mariposas que lo forman para que se separen y revoloteen sobre sus muslos. Después de quitarse un guante, eleva la mano y hebras de luz azul emanan de sus dedos, conectando a los insectos. Mueve los dedos y, guiadas por sus arneses mágicos, las mariposas vuelan en círculo como un carrusel en miniatura.
Su expresión se vuelve soñadora, de un color azul brillante.
—Un día y una noche —dice sin elevar la vista, absorto con su juguete.
Trago.
—¿Qué?
—Ese es el precio. —Todavía no me mira. La magia de sus dedos se acelera y las mariposas siguen el ritmo—. Si te ayudo a proteger la frágil mente de tu chico trofeo, me tienes que ofrecer un día y una noche cuando termine esta batalla con Roja. Veinticuatro horas conmigo en el País de las Maravillas.
Lo observo. No puede hablar en serio.
Como si mi silencio lo espolease, retira la magia y las mariposas se vuelven a juntar, reuniéndose en el sombrero. Se lo coloca y su mirada encierra la mía. Sus joyas emiten un brillo que es una mezcla de pasión y desafío, una combinación evocadora e intimidante.
—Una justa advertencia: tengo la intención de hacer buen uso de ese tiempo. Seré dulce pero no un caballero. Serás el centro de mi mundo. Te mostraré las maravillas del País de las Maravillas y cuando estés ebria de la belleza y del caos que tu corazón tanto ansia conocer, te tomaré bajo mis alas y te haré olvidar que el reino de los humanos alguna vez existió. Nunca querrás dejarme a mí o al País de las Maravillas.
Empiezo a sentir un cosquilleo en la nuca; es la resurrección de mi parte de las profundidades, de una forma casi tan poderosa como lo que sentí en el gimnasio mientras estaba entre las llamas. Pero mi lado humano me empuja, haciéndome una advertencia. Morfeo es la criatura más cautivadora y mágica que he conocido en mi vida y, aparte de en sueños, nunca he pasado más que unas horas a solas con él. ¿Cómo podría resistir la oscuridad que provoca en mi interior un día y una noche enteros?
Echo un vistazo por debajo de su ala izquierda para mirar a Jeb. Sus pies se mueven y se gira sobre el estómago, hablando entre dientes. Estará completamente consciente en unos minutos.
La mirada de Morfeo se desvía de las marcas de mis manos a mi cuello.
—Respóndeme o despierto a tu novio y dejo que se deleite con su última obra de arte.
—Está bien —murmuro. De todas formas puede que nunca logre vencer la batalla con Roja, así que el día con Morfeo puede que no suceda nunca. ¿Quién sabe si soy la última reina que queda en los mosaicos? Tal vez soy yo la que tiene el torso cubierto de rojo o la que es engullida por alguna innombrable monstruosidad.
Es algo que tengo que considerar. Si no sobrevivo, no quiero que Jeb esté atormentado por la idea de que me hizo daño, de que heredó la violencia de su padre. No puedo permitirlo.
—Júralo —dice Morfeo.
Ruborizada, coloco la mano sobre el corazón.
—Juro por mi vida mágica ofrecerte un día y una noche en cuanto derrotemos a Roja.
—Hecho. —Con la expresión inalterable, Morfeo se saca el guante que le queda.
Cuando empieza a quitarse la chaqueta, me pongo de rodillas y le ayudo, tirando de las solapas para que se dé prisa. Juntos, le sacamos las mangas por los hombros. A pesar de mis esfuerzos por ser práctica, me encuentro invadida por el miedo de desvestirle con Jeb tumbado inconsciente en el suelo. Si se despertara y viera esto…
Se abren dos hendiduras en la parte trasera de la chaqueta parar liberar las alas de Morfeo. Una de ellas me roza la mano, causando un hormigueo en la zona donde brotan las alas. Me muevo inquieta. Él observa mi reacción atentamente. Se me hace un nudo en el estómago cuando le cojo la muñeca para desabotonarle el puño de la camisa y subirle la manga hasta el codo, dejando al descubierto la marca de nacimiento de su antebrazo. Su piel es suave y cálida.
Le suelto el brazo y me desato las botas para exponer la marca de las profundidades que tengo en el tobillo.
Morfeo se balancea hacia atrás sobre sus talones y me observa.
—De todas las veces que me has desvestido en mis fantasías, ninguna me ha dejado esta… insatisfacción.
—Por favor, Morfeo —le ruego al escuchar a Jeb moverse en el fondo.
—Ah, sin embargo esas exquisitas palabras —dice Morfeo con una sonrisa provocativa—, esas siempre las pronuncias en la fantasía.
Lo miro.
—Eres increíble.
—Y esa emoción se reserva para el final.
—Ca-lla-te. —Tiro de su antebrazo hasta que encaja con mi marca de nacimiento.
Se libera antes de que hagamos contacto.
—Un momento, por favor. Deja que me deleite con esta pintura. —Se refiere al tatuaje de mi tobillo.
Me ruborizo.
—Te lo he dicho cientos de veces. Sólo son un par de alas.
—Tonterías —sonríe Morfeo—. Reconozco una mariposa cuando la veo.
Gimo de frustración y se rinde, dejándome presionar nuestras marcas. Una chispa salta entre nosotros, expandiéndose en forma de tormenta de fuego a través de mis venas. Su mirada encierra la mía y las infinitas profundidades titilan, como nubes negras cobrando vida por los rayos. En ese instante, me siento desnuda hasta los huesos. Ahora puede ver el interior de mi corazón y yo, el suyo. Y las similitudes me aterrorizan.
Aparto la mirada, rompiendo la conexión mental. El cuello deja de dar punzadas, la garganta se suaviza y las extremidades están lánguidas. Me relajo contra la pared.
La pálida piel de Morfeo adquiere color y aleja el brazo de mi tobillo. Hay algo nuevo tras sus ojos: determinación. Entonces soy consciente de que acabo de renunciar a mi alma.
Agachado a mi lado, me coloca el cabello a un lado del rostro, adoptando una expresión embelesada.
—Hoy has estado magnífica, bizcochito. Sólo lamento lo mismo que tú: no haber compartido un baile entre las llamas.
Ahogo un grito. Estuvo en el instituto esta mañana, atrayéndome hacia el fuego, desafiándome a entregarme a la oscuridad.
Antes de que pueda reaccionar, Chessie se interpone entre ambos al mismo tiempo que alguien empuja a Morfeo.
—¡Aléjate de ella! —Jeb lo lanza por la habitación con una fuerza sobrecogedora para alguien que hace unos segundos estaba inconsciente. Morfeo golpea el suelo y rueda con las alas actuando como un cojín. El sombrero choca contra la pared, dispersándose en mariposas una vez más. Algunas vuelan hacia las claraboyas, otras hacia el armario y las demás aletean en dirección al desván.
Jeb se tambalea, luchando por mantener el equilibrio. Con los ojos como platos por el asombro, observa a Chessie volar hacia el techo con las mariposas.
—Eso no es un disfraz.
—Qué observador —se burla Morfeo levantándose y sacudiendo alas.
—¿Qué… es… esa cosa? —pregunta Jeb mirando a Morfeo.
—¿No recuerdas nada? —respondo. Me dirijo hacia las pinturas que nos rodean. Jeb se gira sobre los talones para observarlas, después palidece—. ¡Ahh! —Se aprieta las sienes y se tira al suelo en posición fetal.
Horrorizada, me acuclillo y coloco su cabeza en mi regazo. Él llora.
—Jeb, abre los ojos, por favor.
Sigue apretándose las sienes con los nudillos blancos, con una mueca de dolor.
—¿Qué le pasa? —le grito a Morfeo.
Morfeo le resta importancia, como si los gritos de Jeb fueran un inconveniente insignificante.
—Los recuerdos que pintó no eran los suyos, eran los tuyos, impregnados en tu sangre. Algún residuo de la sangre en los pinceles debe haberse mezclado con la pintura normal.
Jeb se queja, se hace un ovillo y se retuerce de dolor, con los músculos del pecho y del brazo contrayéndose.
La compasión me provoca dolor. Es como si un cable pelado me envolviera los tendones y las articulaciones y reaccionara ante los movimientos de Jeb.
—¿Qué le pasa? —gimoteo.
Morfeo observa con indiferencia las mariposas mientras chocan contra el cristal del techo. Entrecierra los ojos con la luz del sol.
—Ver tus recuerdos ha hecho que su subconsciente sea de repente consciente de que hay lagunas en los suyos. Debe ser una sensación espantosa que se te derrita el cerebro como si estuviera hecho de queso. Ahora, si no te importa, tengo que arreglar mi sombrero.
Lucho por contener la rabia que me invade.
—¡A quién le importa tu estúpido sombrero! ¡Por una vez podrías pensar en alguien más que en ti mismo!
Mi arrebato llama la atención de Morfeo. Me mira con curiosidad, impasible.
—Ayuda a Jeb. Hazlo por mí —ruego, sintiendo sólo un ápice de culpa por aprovecharme de su afecto. Después de todo, es él quien me enseñó a utilizar la debilidad de las personas.
Se le agrieta la capa de indiferencia y se acerca a grandes zancadas. Se arrodilla y ahueca sus palmas en las sienes de Jeb.
La luz azul fluye a través de Jeb desde su cabeza hasta sus pies descalzos, y su cuerpo se relaja.
Entonces Morfeo se levanta y se aleja aclarándose la garganta.
—Le he inducido el sueño. Eso le mantendrá alejado del dolor por ahora pero el único modo de salvarle de la locura es que se reencuentre con sus recuerdos perdidos. Eso significa un viaje en tren y yo no voy a montarme en ningún tren sin mi gorra de peregrinación.
Con la ayuda de Chessie, logra que las mariposas asustadas bajen de las claraboyas y reconstruyan el sombrero pieza por pieza. Todavía hay bastantes insectos perdidos como para dejar huecos en la gorra. Él y Chessie se dirigen hacia el baño en busca de más.
Aprieto los puños hasta que las uñas se clavan en mi piel, luchando contra el impulso de gritarle por su vanidad, pero no serviría de nada. Morfeo es Morfeo. Al menos ha hecho que Jeb se sienta cómodo.
Aparto un mechón de cabello oscuro que cuelga sobre los ojos de Jeb, después me inclino y le beso la frente.
—Lo siento. Debería habértelo contado todo. Nunca te volveré a mentir.
Se lo prometo aunque eso signifique que tendré que decirle lo del trato que he hecho con Morfeo y el motivo por el que lo hice. Así que acabará sabiendo que me atacó, de modo que he hecho el trato para nada; pero no puedo engañarle más.
Estiro la pierna y alcanzo con el talón la camiseta deshecha de Jeb. La ahueco como si fuera un cojín. Él murmura algún nombre inconscientemente cuando le coloco la cabeza sobre la almohada improvisada. Le cubro hasta los hombros con la lona para mantenerlo caliente.
—Te pondrás bien —susurro, acariciando su cabello.
Me levanto y me ato los cordones de las botas con la impaciencia bullendo por mi sangre. Jeb necesita sus recuerdos y yo todavía tengo que descifrar el último mosaico para poder enfrentarme a Roja. Para hacer todo eso, lo primero que hay que hacer es encontrar un espejo lo bastante grande como para atravesarlo.
Pero Morfeo es demasiado terco para irse sin su gorra. Mientras él está ocupado buscando en los cajones del baño, me acerco a la escalera. Vi al menos dos o tres mariposas volar hacia el desván.
Dos mariposas revolotean bajo los rayos de sol cuando llego la planta de arriba. Se posan en el somier. Las recojo y las dejo escapar sobre la barandilla para enviárselas a Chessie.
—Todavía hay una perdida —comenta Morfeo desde la planta baja.
—Está aquí —respondo—. Atrapada en una telaraña.
El insecto llora sacudiéndose en la maraña pegajosa, indefensa y asustada. La libero con cuidado de no dañarle las alas. En cuanto suelto a la mariposa, veo algo en una esquina lejana donde la telaraña es más gruesa. Me acerco, adaptando la vista a las sombras.
Una sensación de malestar me atraviesa cuando reconozco el contorno de un cuerpo, un cadáver envuelto en un capullo.
—Morfeo… —Casi no puedo pronunciar las palabras.
Como si reaccionara a mi voz, el cadáver se mueve bajo las blancas y densas fibras. Se me hiela el aire en los pulmones. Levanto un pie para dar marcha atrás justo cuando una mano atraviesa la telaraña y me coge de la muñeca con un tacto tan frío como el hielo.