Artista famélico
Tras responder un mensaje cargado de preocupación de Jenara, en el que le prometo encontrar a su hermano, espero que papá salga del aparcamiento primero para que no me siga. No puedo permitirme pensar en lo furioso o preocupado que estará cuando no aparezca en casa. Si lo hago, nunca tendré las agallas para hacer lo que hay que hacer.
En un intento por parecer ocupada, me deshago la trenza y paso los dedos por el cabello. Me inclino hacia el espejo retrovisor para limpiarme las manchas de la cara. Echo un vistazo y se me revuelve el estómago.
No es hollín, son los tatuajes de los ojos que han regresado, una versión más femenina de los de Morfeo y sin joyas. Debe haber sucedido cuando empecé a perder contacto con mi lado humano. No me asombra la manera tan rara en la que todos me miraban en la secretaría del instituto.
Echo otro vistazo a las marcas y veo una cola a rayas grises y naranjas colgando del espejo retrovisor.
—¿Chessie?
El apéndice peludo se mueve.
Papá me lanza una mirada cargada de intención cuando está dando marcha atrás y finjo que estoy buscando un Kleenex en la guantera. En cuanto sale a la calle, observo el aparcamiento para asegurarme de que estoy sola, luego le doy un golpecito a la cola de Chessie, que se me enrolla en el dedo y se disuelve en una neblina naranja.
Cuando se materializa el felino de las profundidades, extiendo la palma de la mano y se posa allí, cálido, peludo y ondulado.
—Déjame adivinar. Morfeo quiere que lo encuentre —digo.
Sus ojos verdes brillantes me estudian durante un minuto antes de revolotear hasta la ventana del lado del conductor. Echando el aliento en el cristal para empañarlo, garabatea, con una zarpa, las letras r-e-c-u-e-r-d-o.
Coloco la llave en el contacto.
—Ya sé. Me está esperando entre los recuerdos perdidos. Mira, no tengo tiempo para averiguar qué significa eso ahora mismo. —El motor ruge cobrando vida—. Jeb me necesita.
Chessie sacude la cabeza, después empaña el parabrisas a la altura de mis ojos. Esta vez dibuja una imagen de un tren y un par de alas.
Suspiro.
—Sí, nos salvaste a Morfeo y a mí del tren. Lo recuerdo, gracias. Ahora, vuelve y dile que va a tener que esperar un poco más. —Limpio el vaho del parabrisas con un Kleenex.
Chessie revolotea a mi alrededor. Los mechones blancos aterciopelados que hay sobre sus ojos se fruncen.
Le señalo el salpicadero y me pongo las gafas de sol.
—No voy a cambiar de idea. Voy a hacer esto primero. Puedes venir pero sólo si no me distraes.
La diminuta criatura de las profundidades se deja caer en el salpicadero con los brazos cruzados. Su habitual sonrisa que muestra todos sus dientes se curva en una mueca y sus largos bigotes se ponen mustios. Cuando salgo a la calle, pasa una camioneta. El conductor mira a Chessie tan fijamente que casi pierde el control de su vehículo.
—Vas a tener que pasar más… desapercibido —le digo a mi pasajero.
Dejando escapar un breve suspiro que suena como el estornudo de un gatito, se coloca detrás a cuatro patas con la cola rizada, pliega las alas contra el lomo y deja la cabeza floja para que se menee, una imitación perfecta de un accesorio de coche que mueve la cabeza.
Me reiría si no estuviera tan preocupada por Jeb.
Tardo veinte minutos en encontrar el estudio. Está situado en el extremo de una calle sucia y solitaria a doce kilómetros al sur de la misma urbanización de casas por la que pasamos ayer Morfeo y yo.
Aparco en un terreno polvoriento que hace las veces de entrada. En cuanto apago el motor, Chessie se ajusta la cabeza y con un siseo vuelve a su posición en el espejo retrovisor.
Me quito las gafas, bastante asustada como para hacer ruido. Media docena de mezquites secos rodean la casita que tiene aspecto de abandonada. Los troncos y las ramas están retorcidos y parecen haberse incrustado en las paredes como si estuvieran atacando el lugar. No es una señal de bienvenida.
Listones de madera curada forman las paredes laterales y la frontal. La única parte de la casa que está nueva es la puerta, pintada de un rojo intenso con brillantes bisagras de latón y un pomo con forma rara; parece estar fuera de lugar en comparación con el resto de materiales en descomposición.
No hay ventanas, al menos en la pared frontal. ¿Cómo puede haber suficiente luz para pintar en una casita sin ventanas? Empiezo a pensar que me he equivocado de dirección cuando veo la Honda de Jeb tirada junto a lo que podría haber sido una conejera. Ahora parece sólo un montón de astillas y alambres.
Ver su moto en el suelo confirma mi miedo: ha estado aquí toda la noche. O está solo y desprotegido o no está solo, y eso podría ser todavía peor.
El terror y la culpa me envuelven el corazón. Debería haberle dicho la verdad desde el principio. Si lo hubiera sabido desde el verano pasado, habría estado preparado.
Suena el móvil, sobresaltándome. Es papá. Silencio la llamada pero le envío un mensaje:
Llegaré pronto a casa. No te preocupes. Simplemente necesito estar sola un rato, averiguar algunas cosas.
Estará furioso y empezará a buscarme de inmediato, pero al menos así no se preocupará tanto.
Lanzo el teléfono en la mochila y vuelvo a la casita. No debería sentirme intimidada por esta construcción venida a menos después de lo que he vivido en el instituto, pero existe la posibilidad de que Roja esté aquí, una de las pocas criaturas de las profundidades a la que incluso Morfeo teme. Pensar que Jeb se esté enfrentando a ella solo me hace estremecer.
El viento ensucia el parabrisas de tal forma que el polvo arenoso se dispersa por todo el cristal. Chessie vuelve a sisear; un recuerdo de que al menos no estoy sola.
—Tengo que entrar —le digo.
Se agarra la cola y se vuelve, enrollando el apéndice por su cuerpo y su rostro para esconderlos.
—Bueno, ¿tienes alguna idea mejor? —pregunto.
Mira hacia fuera, vuelve a empañar la ventana y escribe, con la punta de la cola: Encuentra a M.
Entrecierro los ojos.
—Encontraremos a Morfeo después de encargarnos de esto. ¿Vienes?
Chessie frunce el ceño con el pelaje encrespado como los gatos asustados. Sacude la cabeza.
—Bien. Quédate aquí entonces.
En cuanto abro la puerta y salgo, Chessie me toca la oreja con su aleteo. Da con mi hombro y se esconde bajo el cabello.
Una oleada de alivio me recorre de arriba abajo. Puede que sea pequeño pero es mágico, sigiloso y experto en arreglar cosas. Es mejor que ir sola.
Cuando me dirijo hacia la puerta, sujeto su cola para sentirme más protegida. Trozos de tierra y guijarros crujen bajo mis pies y los bichos susurran a mi alrededor. No sabría decir si están animándome o advirtiéndome; hay demasiadas voces como para distinguirlas.
Tras entrar al derrumbado porche, me detengo y echo un vistazo a la aldaba de latón. Tiene la forma de unas tijeras de podar.
Se me pone la piel de gallina. Desvío la mirada hacia las cicatrices de las palmas. Quienquiera que haya colocado esta aldaba aquí sabía que vendría… Está jugando conmigo. Aprieto los dientes, da igual. No voy a irme sin Jeb, no importa lo amenazante que sea su captor.
El pomo se gira fácilmente y empujo la puerta, pero me quedo en el porche para observar su interior. El lugar parece abandonado y si hay algo peor que encontrar a Jeb aquí, es no encontrarlo.
Asomo más la cabeza. Me golpea el olor a pintura y un hedor cáustico metálico. Entonces noto algo más… un aroma empalagosamente dulce y afrutado tan familiar que me hace la boca agua, pero no logro identificarlo.
Los rayos de sol se filtran por el tejado de claraboyas, dándole al lugar un efecto de invernadero. Las telarañas salpicadas con cadáveres de bichos cubren el cristal y, en algunos lugares, cuelgan hasta el suelo, brillando como velos de novia grotescamente enjoyados. Hay una habitación grande, sin contar el loft de la izquierda y el baño de la derecha, donde reposa un gran arcón con cincuenta o más archivadores justo al lado de la puerta. Las paredes cubiertas de lienzos son más altas de lo que parecían desde afuera. No hay muebles, con excepción de los andamios móviles apoyados contra los muros, así que el reflejo del sol ilumina el suelo de madera polvoriento.
El resultado es brillante y etéreo… casi celestial. Ahora veo por qué Ivy eligió este estudio. Camino de puntillas alrededor de algunos productos de pintura, dejando la puerta entreabierta detrás de mí. Chessie se tensa bajo mi cabello.
Hay cuadros por todas partes, tres en caballetes cubiertos con lonas, otros en los lienzos de las paredes. Busco una posición estratégica que me permita verlos todos al mismo tiempo.
Mi respiración se acelera cuando los veo con claridad: unas tijeras de podar y la mano de una niña ensangrentada; una almeja tragándose a un pulpo; un bote de remos navegando en un romántico río de estrellas; dos siluetas rozando los bordes de un acantilado de arena, rosas ensangrentadas en una caja con una cabeza en el interior. Recuerdos de Jeb y míos en el País de las Maravillas. Recuerdos que ya no le pertenecen. Sin embargo, reconocería ese estilo hermoso y morboso en cualquier parte. Ha hecho una excelente interpretación de nuestro viaje. Ha debido estar trabajando la noche entera.
De algún modo lo ha recordado todo.
Retrocedo y golpeo una pieza enrollada de lienzo con el tacón. La desenrollo y veo una pintura en la que Jeb está robando el coche del señor Mason en el aparcamiento del hospital, mientras una enfermera espera a su lado con un vestido blanco.
Me balanceo con una sensación de mareo.
Así que, ¿la enfermera Terri ha participado en el robo de los mosaicos y Jeb la ha ayudado?
Recuerdo las palabras de Morfeo:
«¿Crees sinceramente que soy el único con la habilidad de entrar en un coche sin ser detectado por la alarma?»
—Tenía razón. Incluso algunos humanos pueden hacerlo si saben lo bastante de coches.
Pero podría haber una explicación. El coche del señor Mason es nuevo y Jeb nunca lo ha visto. La enfermera podría haberle mentido y haberle dicho que era suyo… que se había dejado las llaves y no podía entrar. Después de que le abriera el coche, él se fue. Entonces ella robó mi obra de arte, tal vez bajo las órdenes de una criatura de las profundidades. Eso podría explicar por qué no vi nada mágico tras su apariencia como con Finley.
Eso tiene que ser lo que pasó porque Jeb nunca me habría traicionado.
Morfeo también tenía razón sobre algo más. Es cierto que les mido a él y a Jeb con distintos raseros. En la misma situación, nunca le habría dado a mi oscuro tormento el beneficio de la duda.
—¡Jeb! —chillo, luchando por contener un sollozo—. ¿Estás aquí?
No hay respuesta, sólo el eco de mi desesperación.
Chessie sale de mi cabello.
—Está en el loft… tiene que estar —digo en voz alta para consolarme aunque no funciona. Subo la escalera. Los peldaños crujen bajo mi peso.
Me detengo cuando estoy lo suficientemente arriba para ver la planta superior. El aroma dulce afrutado se intensifica. Hay una gran licorera de cristal tirada en el suelo que vierte gotas de lo que parece ser vino de color púrpura oscuro.
Jeb no habría estado bebiendo. Casi nunca bebe y mucho menos mientras pinta.
Todo, incluyendo las paredes de madera desnudas, está cubierto con tejidos gruesos y opacos llenos de bultos. Hay un mini frigorífico y una lámpara de pie en la esquina más lejana, además de un somier colocado junto a la barandilla de la escalera. Aparto la repentina imagen de la pesadilla que tuve en el hospital: el cuerpo de Jeb atrapado en una telaraña. Este colchón parece estar lleno de polvo y tiene pinta de ser antiguo, pero nada yace sobre él.
De hecho, diría que no ha habido nadie aquí durante años.
Empiezo a bajar pero entonces veo algo, el polo negro y la corbata japonesa que Jeb llevaba para la sesión de fotos de ayer están extendidos en la esquina más cercana a la escalera. Conteniendo la respiración, vuelvo a los dos peldaños superiores, me inclino y los recojo. Cuando tiro del polo hacia mí, veo los tres mosaicos robados, escondidos debajo.
Grito, llevándome la mano a la boca. El sonido reverbera en la habitación vacía y Chessie se coloca a mi lado.
Igual que en el instituto, no logro interpretar mucho, sólo un País de las Maravillas saqueado y una reina enfadada. Me pregunto cómo mamá fue capaz de descifrarlo todo.
Chessie zumba a mi alrededor, como si intentara decirme algo.
Morfeo dijo que el don del felino de las profundidades es planificar la mejor manera de resolver puzzles y luego llevarla a cabo. Tal vez eso se pueda aplicar también a mi obra de arte mágica.
—¿Sabes cómo leerlos? —le pregunto a Chessie—. Estabas posado en el hombro de mamá en mi espejo para ayudarla a interpretarlos, ¿no?
Como si hubiera estado esperando a que conectara los puntos, se disuelve en un montón de chispas naranjas y humo gris. Se dispersa como una nube sobre las cuentas de cristal y actúa como un filtro, volviendo claras las líneas del mosaico. Una vez está dentro, es como ver una película monocromática: primero, hay una araña gigante persiguiendo a una flor; en el siguiente mosaico, una reina Roja está en mitad de una tormenta de magia y caos, y en el último, hay una sola reina que tiene la mitad superior envuelta en algo blanco, como una red.
Piezas perturbadoras que no consigo hacer encajar.
Temblando, desciendo por las escaleras, dejando los mosaicos donde los encontré.
En el suelo, alzo el polo de Jeb hacia el sol. La parte frontal está cubierta de algo oscuro. El olor me recuerda a la sangre. Reprimo un gemido.
—Tenemos que encontrarlo. —Me limpio las lágrimas de la cara y arrojo la prenda a un lado.
Chessie se sube en uno de los caballetes cubiertos. Tal vez las pinturas que quedan nos dirán dónde está Jeb.
Asiento, dándole permiso a mi compañero de las profundidades para llevar a cabo lo que yo no puedo hacer porque estoy demasiado asustada.
Agarrando una esquina de la lona con sus zarpas, agita las alas y tira de ella. En vez de un lienzo sobre un marco, hay una hoja de cristal manchada de pintura roja tan fluida que se secó mientras descendía por el vidrio. Estudio las líneas, la imagen es inequívocamente una obra más de Jeb.
Sangre.
Empiezo a verlo todo negro pero me recobro enseguida y me mantengo firme. Jeb necesita que sea fuerte. No puedo imaginarlo cortándose las venas para pintar lo que hizo el verano pasado en el País de las Maravillas. Pero sobrevivió una vez y lo hará de nuevo. Él está bien. Tiene que estarlo.
Observo la pintura más de cerca. Es el estilo familiar de Jeb. Es una versión abstracta de uno de mis mosaicos, uno de los que están escondidos en algún lugar bajo el puente de Londres. Chessie me ayuda a quitar la lona del segundo. También es una interpretación vidriosa de mi obra de arte. El último caballete sostiene una hoja limpia junto a tres frascos de plástico vacíos. Los mismos que la enfermera Terri utilizó para sacar muestras de sangre en el hospital.
Mi sangre.
Morfeo señaló que aunque Roja tuviera acceso a mi sangre, no tendría la imaginación para liberar las visiones. Ya que yo soy parte humana y artista, la creación es mi poder.
Jeb también es artista y es un humano completo. Morfeo tenía razón sobre que iban a usar mi sangre como arma contra mí, y Jeb, sin darse cuenta, ha empuñado la espada en forma de pincel.
Una vez más, está atrapado en medio de mi crisis de identidad.
Los ojos se me llenan de lágrimas pero no puedo permitirme el lujo de llorar.
Chessie llama mi atención, esperando a que le dé permiso para ayudarme a descifrar la obra de arte.
Utiliza de nuevo su velo mágico para animar las pinturas de cristal: lo que era una reina inmóvil en un saqueo en el País de las Maravillas se convierte en tres reinas luchando, como mamá describió. Se mueven por el cristal, utilizando la magia y el ingenio para superar a las demás y ganar la corona. Otra mujer espía desde detrás de un macizo de ocho enredaderas largas y débiles.
Chessie restriega las zarpas por el residuo que queda en la primera hoja de cristal y embadurna la siguiente lámina, como si estuviera transfiriendo su magia. Esta vez, sólo quedan dos reinas en la lucha por la corona, mientras que a la tercera se la está comiendo viva alguna criatura maligna. La misteriosa mujer que estaba mirando desde detrás de las enredaderas retrocede. Cuando se va, las plantas se van con ella. Parece que salen de su cuerpo. No está escondiéndose detrás de una planta, los apéndices son parte de ella. Y la mitad superior es demasiado humanoide para ser una flor zombi, así que no puede ser Roja.
Chessie se materializa y aterriza en mi hombro. Estoy demasiado entumecida como para agradecerle la ayuda. Nuestro descubrimiento no me satisface porque no comprendo lo que significan los mosaicos. Lo único que sé es que son la prueba de que Roja ha utilizado mi sangre para conseguir ventaja en la batalla. Aún peor, Jeb ha estado entre sus garras y ahora ha desaparecido.
Me duele el corazón, un dolor que me priva de aire. Incapaz de mantenerme en pie porque las piernas me tiemblan demasiado, me siento en el suelo con las rodillas apoyadas en el pecho. Es como si el esternón se estuviera hundiendo. Todo este tiempo he estado intentando proteger a Jeb de mi pasado, escondiéndoselo, y ahora mi futuro se lo ha tragado.
Sé que necesito pensar más allá de la lógica de este mundo, pensar en lo que esto significa para el País de las Maravillas. Roja va un paso por delante. Ha visto cinco de mis seis mosaicos. Sólo espero que no haya sido capaz de interpretarlos porque muestran los resultados de una guerra que está a punto de empezar. Quiere alterar el final en su beneficio. Necesito encontrar el último mosaico antes que ella.
Pero tiene a Jeb.
Me llevo la cerradura a los labios para saborear el metal, enterrando el rostro tras una cortina de cabello. Nuestros planes para Londres, nuestra vida juntos. Su oportunidad de ser un artista reconocido a nivel mundial… todo eso no puede haber desaparecido.
Si es así, no sé cómo seguir adelante.
La puerta se cierra de un portazo, haciéndome sobresaltar. Me aparto el pelo y miro hacia arriba.
Casi grito cuando veo a Jeb ahí, de pie. Me levanto al instante. Lleva los vaqueros negros de ayer pero eso es todo.
Tiene los pies descalzos. La luz del sol ilumina el vello de sus pectorales, cubiertos de polvo. Su piel color oliva refulge por el sudor y pintura de colores mancha su torso, ocultando muchas de sus cicatrices. No hay indicio de magia en él, sin embargo, es la visión más fascinante que he visto en mi vida.
Estoy a punto de darle un intenso abrazo pero mis instintos de las profundidades me detienen. Algo no va bien. No me ha reconocido.
Un conejo blanco lleno de polvo se mueve en sus brazos, envuelto en la camiseta de manga larga que ayer llevaba bajo el polo. A juzgar por la hierba enredada en su pelo, Jeb ha estado fuera cazando al animal. Está tan concentrado en su presa que no se da cuenta de nada más.
—¿Jeb?
—Necesito más pintura —dice, pero las palabras no van dirigidas a mí—. Ella no dejó suficiente. —Su voz es áspera como si le doliese hablar. Agarra las orejas del conejo, ajeno a la manera en la que el animal está intentando liberarse… la forma en la que se ha zafado de la camiseta, y le está dejando arañazos en el pecho y en el brazo. De los rasguños brota sangre—. Tengo que conseguir más. Tengo que probar que soy un artista.
Algo va mal. La manera en la que habla, el modo en el que se mueve no son normales.
Me acerco con cautela. Está en algún tipo de trance.
Noto que su boca y sus labios tienen un color antinatural: púrpura oscuro.
Busco a Chessie y lo veo volar por las claraboyas; mira a Jeb con los ojos grandes y curiosos.
Jeb sostiene al conejo frente a su rostro con una mano alrededor de su cuello.
—Será tan rápido que no sentirás nada.
Reacciono sin pensar.
—¡Jeb, detente!
Mi grito asusta al conejo que patalea con las patas traseras y deja un arañazo en la barbilla de Jeb. Maldiciendo, deja caer al animal que salta hacia mí.
Me aparto cuando Jeb sale corriendo tras él, golpeando el suelo con los pies descalzos. Tropieza con los caballetes y los derriba. Las hojas de cristal se caen y se quiebran en cascos resplandecientes.
Es una escena extrañamente familiar. Jeb está tan decidido, tan centrado. Una vez me comporte exactamente igual que él, al intentar cazar un ratón por una mesa preparada para tomar el té, conducida por un apetito insaciable. Hay muchos tipos de hambre. Mi hambre era de comida y de experiencias que nunca había vivido. La de Jeb es de su arte y hambre de probar que es el mejor.
Persigue al conejo de un lado a otro, procurando mantener el equilibrio, tan implacable que no se da cuenta de que está a punto de correr por los cristales y cortarse los pies.
—¡Jebediah Holt! —Nunca he utilizado su nombre completo antes. Parece áspero y artificial en mi lengua, como si hubiera lamido una lija. Ladea la cabeza y ralentiza la carrera lo bastante como para que pueda arremeter contra él. Sus hombros golpean la pared. Me doy contra su pecho y los dos lanzamos un gruñido tras el impacto.
—¿Al? —Ahueca las manos en mi rostro de forma tierna, intentando volver aunque todavía está muy lejos—. Estoy tan…
—Famélico —continúo por él, oliendo el familiar aroma dulce y afrutado que me golpeó cuando entré por la puerta. Eso era lo que había en la licorera del suelo del loft. Jeb ha estado bebiendo zumo de tumtum. Roja lo ha utilizado para canalizar su deseo de probarse a sí mismo en un frenesí insaciable de pasión artística. Esa es la razón por la que ha pintado toda la noche sin parar y no ha llamado o mandado un mensaje ni ha vuelto a casa.
Sólo una cosa puede curarle de los efectos del zumo y es comerse un puñado de bayas de tumtum.
—Chessie —digo, intentando hablar con voz firme—. Bayas de tumtum. Busca en el minifrigorífico.
Chessie se dirige hacia el loft pero vuelve pocos segundos después con las manos vacías.
El conejo va dando saltitos de forma grácil por el cristal sin cortarse. Me caigo de culo cuando Jeb me aparta a un lado y va hacia los fragmentos de cristal. No logro levantarme lo bastante rápido para detenerlo.
Me concentro en los trozos de cristal, magnetizándolos para que se amontonen como si fuera una cola escamosa de cocodrilo. Se balancean apartándose cada vez que los pies de Jeb se acercan. Con el camino despejado, Jeb alcanza al conejo.
La presa salta hacia la puerta. Me levanto rápidamente y llego primero, justo a tiempo para lanzarlo por la ventana y dejar que el asustado animal escape. Cierro la puerta de un portazo y apoyo la espalda contra el pomo, bloqueando la salida para que Jeb no siga al que se iba a convertir en su donante de sangre.
—Apártate de mi camino. —La voz de Jeb es seca. Sus ojos me atraviesan pero parece no enfocar. Es como si estuviera mirando a través de mí. Le tiembla la mandíbula y aprieta los dientes.
—¡Chessie! —exclamo—. ¡Bayas!
Chessie sale zumbando hacia el baño y desaparece en un cajón medio abierto. La madera vibra cuando rebusca en su interior. Sale y se introduce en otro cajón. Sólo quedan cuarenta y ocho más.
Jeb me agarra por los brazos clavándome los dedos en la piel a través de las mangas, sus músculos se tensan demasiado cuando intenta apartarme de la entrada. Siempre ha sido capaz de levantarme como si no pesara nada, pero esta vez imagino que el pomo de la puerta es un puño y visualizo sus dedos crispados, igual que el pomo que transformé en la mano de un viejo en el recuerdo de la Tienda de Excentricidades Humanas. El frío metal se clava en la curva apretada de la cintura de los vaqueros, fijándome en el lugar.
Jeb usa todas sus fuerzas, frustrado.
Desesperada por traerle de vuelta, tiro de él y lo beso de forma suave y persuasiva.
Vuelve conmigo, dicen mis labios.
Cierra los labios y sigue luchando por echarme a un lado. Se escucha un débil desgarro, como si los dedos de metal que aferran mi cintura estuvieran empezando a perder fuerza. Agarro a Jeb por los hombros desnudos, acortando la distancia que nos separa. Su torso presiona el mío y le beso el cuello. Aun a través de la ropa, el calor antinatural que irradia su piel me quema.
Se tensa y siento el cambio. No se ha rendido, ha cambiado de estrategia. Arrastra las manos por mi pecho, deteniéndose bajo mis brazos. Pierdo toda concentración en el pomo de la puerta y los dedos me liberan, volviéndose a transformar en el pomo. Mis pies se elevan cuando Jeb me aparta de la puerta.
No hay nada suave en su expresión. Su hambre furiosa ahora se centra en mí.
Se escuchan más ruidos de cajones procedentes del baño.
—Chessie… Date prisa —logro farfullar. Estar bajo el escrutinio de los ojos de Jeb (el verde más brillante que he visto jamás), hace que se me derritan los huesos.
Chessie vuelve del arcón de los cajones y pasa en forma de humo a través de las grietas de las claraboyas. Debe haber salido para utilizar los espejos del coche. Tendrá que atravesar la madriguera del conejo para encontrar algunas bayas.
Pero no estoy segura de que me importe si las encuentra. Al menos, soy el centro de toda la atención de Jeb y eso me gusta.
Un ruido sordo escapa de su garganta cuando me besa. Nuestras lenguas se tocan, después forcejean. Todavía hay bastante residuo de tumtum en su boca como para encender un fuego en mi abdomen. Sabe a desafío y a desenfreno, a cosas malvadas y dulces. Es el sabor del País de las Maravillas combinado con Jeb. Lo insto a que me bese más profundamente. Envuelve mis piernas en su cintura, moviéndose por instinto, sin romanticismo, sin cautela, sólo deseo motivado por una potente droga de las hadas.
Me pierdo en las sensaciones. Esta es la pasión irracional que únicamente reserva para sus pinturas. No está reprimiendo sus deseos ni sus necesidades para protegerme; no está preocupado por lo frágil o lo delicada que pueda ser. Está famélico, animándome a igualar su fiereza.
Enreda los dedos en mi cabello y su piercing me araña la barbilla hasta hacerme verdugones. Sus besos queman como si fueran una marca a fuego que le devuelvo.
Atrapa mis muñecas, las coloca contra la pared y las sostiene. Abandona mis labios, ambos jadeando cuando su boca se desliza por mi cuello con los dientes desnudos contra la yugular. Una punzada de dolor me insta a liberar una mano y apartarle la cara. Tiene sangre en el labio inferior. Sorprendida, noto un escozor en el cuello y me toco allí donde me ha mordido.
Jeb relame la sangre que todavía tiene en la boca. Le cambia el rostro. Nunca ha sido tan agresivo como para dejar marcas en mi piel; herirme debe haber hecho que vuelva en sí. Todavía sujetándome contra la pared con su cuerpo, mueve las manos hasta mi cuello.
Espero consuelo o una disculpa. En vez de eso, me clava los dedos en la garganta de tal manera que me dificulta la respiración. Forcejeo con sus muñecas pero es demasiado fuerte. El aire se me queda bloqueado en los pulmones; no puedo dejarlo salir ni tampoco puedo inhalar.
Le clavo las uñas en la piel y le aprieto la cintura con las piernas, intentando conseguir su atención.
—Pintura —dice entre dientes, volviendo a lamer la sangre de su labio. La mirada distante ha vuelto a sus ojos teñida de una intención asesina.
Un terror frío me atraviesa.
En su mente, soy el conejo.
Esto es lo que las flores predijeron a mamá. Mi muerte a manos de él. Nunca se lo perdonará.
Tengo que detenerle.
Trato de decir algo para sacarle del trance pero me agarra demasiado fuerte. Clava los dedos aún con más fuerza alrededor de mi tráquea, apretando las vértebras. Los huesos me duelen de la presión de sus manos.
Me dejo llevar por el pánico… No puedo concentrarme… No puedo evocar mis poderes… Ni siquiera puedo centrarme.
Una pelusa negra entra en mi campo de visión.
—Tengo que terminar lo que he empezado —dice Jeb de forma mecánica, como un maníaco—. Será tan rápido que no sentirás nada.