15

Invasión

Resulta que a las criaturas de las profundidades les gustan los huevos o, al menos, el tipo de huevos mantecosos que prepara papá. Después de desayunar, meto lo que ha sobrado en una fiambrera y la guardo en la mochila con una bolsa de galletas de mamá y una botella de agua para mantener ocupado a mi consejero real de camino al instituto.

Para ser una criatura tan pequeña, tiene un apetito voraz y un gran conocimiento de cómo funciona la política del País de las Maravillas. Durante el viaje en coche, Cornelio asoma por la cremallera de la mochila, en el suelo, en el lado del copiloto, y responde a todas las preguntas que le hago mientras engulle los huevos.

De acuerdo con las leyes del País de las Maravillas, la heredera de sangre de una reina de las profundidades, después de haber sido coronada, puede renunciar al trono de tres maneras: morir, exiliarse o siendo derrocada por otra heredera de sangre mediante una batalla mágica. Cedí el trono a Granate pero eso no cuenta como abdicación real. Ella sólo puede ser sustituta temporal ya que no es de nuestro linaje. Ahora que hay problemas en el reino, tengo la responsabilidad de volver allí, retomar la corona y derrotar a Roja. Es lo mismo que Morfeo dijo cuando estábamos en el coche: soy la única que puede liberar y empuñar la magia que ahora es parte de mi sangre.

Así que estoy atrapada de por vida, otro detalle que Morfeo olvidó mencionar hace un año antes de colocarme esa cosa en la cabeza.

Por otra parte, ahora que estoy asumiendo las responsabilidades de mi herencia de las profundidades —y que están mezclándose con mi parte mortal— no sé si cedería la magia de la corona a otra persona aunque pudiera. La receptora tendría que querer lo mejor para ambos mundos: el País de las Maravillas y el reino humano.

Ojalá pudiera dividirme en dos; la parte humana se quedaría aquí con Jeb y mi familia, y la de las profundidades podría reinar en el País de las Maravillas, gobernando con mano de hierro para mantener la paz.

Son las siete y veinte cuando accedo a la zona norte del aparcamiento; faltan cuarenta y cinco minutos para que suene el timbre. Aparco la furgoneta de papá junto a los contenedores, donde Morfeo me esperó ayer después de clase.

El aparcamiento está vacío, con excepción de dos vehículos que reconozco. Uno pertenece al director y el otro es el nuevo coche del señor Mason, que tiene un sistema de alarma muy ineficaz.

Aunque Morfeo no ha entrado en mi cabeza como dijo que haría, todavía puedo sentirlo en alguna parte, observando cómo me estoy encargando de las cosas. Igual que cuando éramos niños. Por muy furioso que estuviera cuando se fue, estoy segura de que quiere que triunfe. No sólo eso, quiere que lo encuentre. Todo lo que hace es por un motivo. Debe ser importante para mí descubrir por mi cuenta adónde fue.

Sólo tengo que averiguar a qué se refería con «escondido entre los recuerdos perdidos».

Antes de entrar, trato de llamar al Jeb una última vez. No suele estar tanto tiempo sin dar señales de vida. Empiezo a preguntarme si le llegó el mensaje que le envié anoche, pero si no fue así, ¿por qué no me ha llamado para ver cómo estamos mi madre y yo? ¿No le importa? Al menos Ivy no está en la ciudad, así que no tengo que torturarme por ella.

Vuelve a saltar el buzón de voz. Esta vez le dejo un mensaje.

—Estoy en el instituto. Envíame un mensaje. Necesito hablar contigo.

Me quedo mirando el teléfono. Todavía hay algo que me preocupa: la enfermera Terri.

El Centro Médico de la Universidad de Pleasance no tiene directorio de empleados. Se me ocurre realizar una búsqueda de uniformes de enfermera con el nombre del hospital. Aparece un anuncio publicado en la página de noticias hace una semana:

Durante el fin de semana del Día de los Caídos, como tributo a los veteranos caídos, el CM de la Universidad de Pleasance reincorporará uniformes de enfermeros y médicos. Cualquier empleado que baya perdido los suyos en guerras pasadas y desee participar, deberá contactar con Louisa Colton de recursos humanos para informarse sobre la disponibilidad de tallas y estilos. Los alquileres corren a cargo de la Junta de servicios de las Familias Católicas y los proporcionan la Boutique de disfraces de Banshee.

Cierro el enlace. Eso explica el disfraz de la enfermera Terri y posiblemente sus ojos tristes y desolados. Tal vez saqué conclusiones precipitadas sobre ella. Era muy buena y amable.

Pero, ¿qué hay del payaso y del robo de mi obra de arte en el coche del señor Mason? ¿Podría haber otra criatura de las profundidades merodeando por aquí que no hubiera visto?

Después de empujar la cabeza de Cornelio para esconderlo en la mochila junto con mi móvil, me dirijo hacia la entrada trasera. Las ventanas de la clase brillan en un color amarillo por la luz del alba. El edificio luce como siempre, aunque en el interior todo ha cambiado, al menos para mí. Morfeo se encargó de eso.

Merodeo por el porche e inhalo el aroma a levadura y a especias dulces procedente de la cafetería. Oigo los gritos de los zombis y la irritante música de fondo que sale de la mochila. He cometido el error de enseñarle a Cornelio cómo jugar con el móvil. Con los músculos tensos, bajo la cremallera de la mochila, saco el teléfono y lo silencio antes de volvérselo a pasar.

Me agacho en el gimnasio, que está a oscuras, y utilizo la linterna del llavero de papá para encontrar el camino al vestuario de las chicas, andando con cuidado para que las botas no dejen manchas en la mascota: el carnero gigante de color azul y naranja pintado en el centro del suelo de madera.

Cuando giro hacia la entrada del vestuario, el hedor a calcetines viejos y a humedad de las baldosas me golpea la nariz. Doy un toque al interruptor de la luz y los fluorescentes brillan sobre mi cabeza; inmediatamente después me vuelvo hacia un panel de espejos de cuerpo entero.

Bajo la cremallera de la mochila. Cornelio salta con la boca llena de galletas, aporrea las teclas del teléfono en un intento desesperado por matar a los zombis del juego. Amablemente, le arranco el móvil de sus esqueléticas manos y lo meto en la mochila.

—¿Estás preparado? —digo, aunque es una pregunta retórica. De camino al instituto le ordené que fuera directamente al reino Rojo y se quedara al lado de Granate hasta que volviera a ayudarla.

Cornelio rebusca en su abrigo. El dedal repiquetea cuando cae al suelo de cemento. Lo recoge y vuelve a buscar la llave.

—No importa. Tengo ésta. —Sostengo la mía y miro el espejo más cercano, imaginando el camino del reloj de sol del Támesis en Londres. Una imagen borrosa de la estatua del niño, que sostiene un reloj de sol sobre su cabeza y que esconde la madriguera del conejo, aparece en el cristal proyectado por mi memoria.

Espero a que el espejo se divida. En cuanto aparecen las grietas, mi corazón se acelera. Estoy justo donde estaba hace un año, de pie frente a la entrada a la locura. Pero esta vez, sé exactamente lo que hay al otro lado.

Ignoro las dudas que me asaltan e introduzco la llave en las juntas de las grietas con forma de cerradura. El portal se abre y una brisa fresca que huele a hierba y flores me agita el cabello.

Agarro la mano curtida de Cornelio. Estamos a punto de atravesar el espejo, pero entonces me detengo. El suelo que rodea el reloj de sol parece estar moviéndose, como si en lugar de hierba fuera un mar oscuro y furioso y las olas golpearan contra la parte inferior de la estatua del reloj de sol.

—¿Qué es eso? —farfullo.

Cornelio se inclina con un traqueteo de huesos.

—Tenazas de fuego. Acérquese, Majestad.

Me inclino y me doy cuenta de que es un mar de hormigas de fuego que resplandecen de un profundo negro y rojo e invaden la madriguera del conejo. Hay tantas como para cubrir un campo de fútbol, miles y miles de ellas.

Me pregunto si alguno de los turistas que están en el reloj de sol lo está viendo.

No puedo permitirme echar un vistazo para averiguarlo; tengo que meter a Cornelio por la madriguera del conejo. No hay un lugar seguro al que saltar. Aunque las hormigas me hablen en el día a día, no dudarán en atacarnos con sus pequeñas tenazas si están enfadadas o decididas, especialmente si me interpongo en su camino. Y estas hormigas son de fuego. Las más agresivas y desagradables de su especie.

Si no tuviera que permanecer en silencio en el vestuario, les gritaría. Es imposible que puedan derrotar al ejército de flores zombis de Roja. Aun así, es obvio que lo van a intentar.

Unas voces inesperadas procedentes del gimnasio rompen mi concentración. Me aparto rápidamente del espejo y cierro el portal. Coloco a Cornelio en la mochila y la meto a toda prisa en una taquilla.

—Quédate escondido hasta que vea lo que ocurre ahí fuera —digo y le paso la bolsa de galletas—. Cuando vuelva, averiguaremos la forma de hacer las paces con las hormigas.

Como la puerta de la taquilla no se puede cerrar por la abultada mochila, la dejo entreabierta. Tras apagar la luz, echo un vistazo por el tabique de la entrada que da al gimnasio.

Los fluorescentes del techo se encienden y su claridad me hace parpadear. Estoy desconcertada por la repentina actividad. Un puñado de estudiantes lleva árboles blancos y lámparas hechas con manteles desechables. Otros les siguen con envases de plástico gigantes de manteles de encaje blanco, papel crepé y otros artículos de decoración para fiestas.

Se me cae el alma a los pies. Es el consejo de estudiantes y el comité del baile de graduación. Están preparando el baile de disfraces de cuento de hadas de esta noche. ¿Podrían haber llegado en peor momento?

Algunos de los chicos más fuertes pliegan las gradas de madera y las colocan contra la pared con la intención de dejar el suelo despejado para el baile. La mayoría de las chicas van de un lado a otro del gimnasio, preparando la zona de aperitivos y el escenario improvisado donde tocará el grupo de música, se harán los anuncios y se elegirá al rey y a la reina del baile.

Gruño cuando entran más estudiantes de forma despreocupada en el gimnasio. Cualquier posibilidad de enviar a Cornelio a través del espejo antes de clase se ha ido al garete. Alguien podría entrar mientras lo atravesamos. Contemplo la posibilidad de esconderme en un plato de ducha hasta que se vayan todos pero un movimiento entre el gentío detiene mis pasos.

—¡Eh, tú! —grita Taelor con el brazo alzado.

Ella es la última persona con la que quiero hablar. Me aprieto aún más contra el tabique y exhalo un suspiro de alivio cuando me doy cuenta de que no me está gritando a mí. Saluda con la mano a un estudiante de segundo curso de cabello oscuro y cara aniñada que está en la esquina contraria de donde me escondo. Está de pie al lado de un árbol que ha colocado en el suelo y, antes de que pueda alzar la vista, se ve rodeado por Taelor, Twyla y Kimber.

—Tenemos que dejar espacio para el banco en el que las parejas posarán para las fotos —le regaña Taelor—. El árbol va al otro lado del gimnasio, junto a esa larga mesa de banquete donde pondremos los aperitivos.

El chico la observa atónito, no sé si aturdido por su belleza o impresionado por ser dirigido por una estudiante de último curso.

Ella suspira y comienza a arrastrar el árbol hacia su sitio, completamente ajena a las rayas que van dejando en el suelo pulido tanto el árbol como sus botas negras de cowboy.

Espera. ¿Botas de cowboy? Eso es una primicia.

Hasta parece que ha elegido cuidadosamente el modelito para impresionar a un entomólogo: un vestido corto plateado con mangas vaporosas que parecen alas. Tal vez espera que Morfeo la confunda con una mariposa y la cuelgue en su pizarra de corcho.

Casi sonrío ante la idea. Se rumoreaba que había cortado con su novio después de que M le pidiera que fuera con él al baile. Nunca pensé en preguntarle a Morfeo si era cierto, pero parece típico de él llevarla sólo para divertirse. Taelor está a punto de llevarse un gran chasco.

—Uff —lloriquea cuando está a un par de metros de donde me encuentro. Me hundo más en las sombras del vestuario pero no aparto la vista de ella. Sus brazos, bronceados y tonificados por la práctica incesante de tenis y voleibol, brillan bajo las luces mientras arrastra el árbol plantado en una maceta—. Esta cosa pesa mucho.

El estudiante de segundo curso se ruboriza, sale del trance y salta en su ayuda, ganándose una sonrisa deslumbrante, aunque sarcástica.

—Gracias, Superman —ronronea.

Casi veo crecer su barba incipiente, mientras le pisa los talones.

Me escondo detrás de la pared cuando pasan por mi lado.

—¿Al?

La voz de Jenara me hace salir de nuevo. Lleva una cesta colgada del brazo llena de lámparas y está ensartando hilos por unas cuantas para formar las guirnaldas que otros estudiantes cuelgan en los árboles.

—Creía haberte visto merodeando por aquí —dice—. ¿Qué ocurre? No vi tu nombre en la lista de voluntarios.

—No me apunté precisamente para eso —contesto. Algo que significa mucho a distintos niveles.

Jen sonríe.

—Sí, yo tampoco. Es parte de mi castigo por pintarrajar los carteles del baile. Como si tuvieran caras —resopla; entonces se pone seria cuando no respondo—. Al final no me trajiste el vestido anoche. —Sus ojos, meticulosamente delineados, se entrecierran por la preocupación—. ¿Tu madre está…? —La pregunta queda ahogada por la algarabía de los estudiantes del fondo.

—No, está bien. —De mala gana salgo de la seguridad de las sombras y entro al gimnasio, confiando en que Cornelio se mantenga escondido—. Pasó algo cuando llegamos a casa después de urgencias…

—¡Guau! —Jen me interrumpe cuando doy un paso hacia la luz—. ¿Qué hay de ese estilo tan «natural»?

Sólo entonces recuerdo que no llevo maquillaje. Es la primera vez desde que iba a primero que aparezco en el instituto sin la armadura.

Contra todos los instintos que me instan a huir, agarro una lámpara de la cesta y algo de hilo para empezar a elaborar mi propia guirnalda, sintiéndome nostálgica por los tiempos en los que hilaba cadáveres de mariposa con Morfeo en el País de las Maravillas, de vuelta a la época en que no llevaba coraza.

—Joder, Jen. Hazme sentir como un orco, ¿por qué no?

Deja caer la lámpara en la cesta y me agarra del antebrazo con cuidado.

—Oye, sabes que no quería decir eso. Tienes la estructura ósea perfecta para ir sin maquillaje. Es sólo que no eres… tú. Y tu cabello. —Aparta el mechón rojo que cuelga libre de la trenza descuidada—. ¿Has dormido con el pelo así? —Antes de que pueda responder, inhala una fuerte bocanada de aire—. Oh, dios mío.

La cesta se le resbala del brazo, se cae y las lámparas ruedan por el suelo. Ignorando todo el desastre, me agarra por los hombros.

Sus labios tiemblan en una media sonrisa.

—No me digas. ¡Por fin lo habéis hecho!

Su arrebato suena más alto que la charla que nos rodea. Diversos estudiantes se giran en nuestra dirección. Twyla y Deirdre dejan a medias la tarea de colocar una señal azul marino, con letras de papel de aluminio, en un caballete junto a la zona de fotos. Susurran y me señalan; después Twyla se dirige hacia la entrada del gimnasio buscando a Taelor, que está demasiado ocupada examinando las cajas de juguetes donados como para darse cuenta de que estamos allí.

—Vaya sutileza, Jen —digo con el ceño fruncido.

Mira por encima del hombro y baja la voz hasta susurrar.

—Lo siento. Es que… ¡Es muy fuerte!

—¿De qué estás hablando?

—Has pasado la noche con Jeb, ¿no? Por eso no respondía al teléfono en el estudio, por eso no llegó a casa anoche. ¡Ja! Sabía que en cuanto te viera con ese vestido…

—¿Jeb no llegó a casa anoche? —Ahora me toca a mí interrumpir. El calor me recorre las mejillas cuando me doy cuenta de lo alto que he hablado. Ahora nos están mirando más compañeros de clase. Esta vez Taelor también se ha unido. Ella y Twyla se abren paso entre la multitud. Por el aspecto pomposo en el rostro de Taelor, supongo que ha escuchado lo que he dicho.

Pero ella es la menor de mis preocupaciones. Dejo caer las lámparas al suelo que se unen a las que están alrededor de los pies de Jen.

—No estuve con él —murmuro—. ¿Crees que ha pasado la noche en el estudio?

Se le desencaja la cara.

—Yo… yo, simplemente lo asumí.

—¿No estás segura? ¿No se puso tu madre hecha una furia?

—Ayer tenía turno de noche en la tienda y se ha ido directamente a la cama cuando ha llegado. Ni siquiera yo sabía que no estaba hasta que entré en su habitación esta mañana. Su cama estaba hecha. Sabes que nunca la hace.

La primera persona que me viene a la mente es Ivy. ¿Y si no era cierto que se iba de la ciudad? Sé que Jeb nunca me engañaría pero no es mi mente la que está detrás de estos pensamientos, son mis instintos de criatura de las profundidades. Saben que algo va mal.

Quizás los celos no han tenido nada que ver con el hecho de que Jeb pinte a Ivy. Ella apareció en el momento más inoportuno, cuando Morfeo empezó a perseguirme en sueños con la noticia de la caída del País de las Maravillas. Tiene que ser una persona real, la he investigado, pero no la he conocido cara a cara. Así que una criatura de las profundidades podría haberla secuestrado y haber adquirido su apariencia como Morfeo hizo con la de Finley. Tal vez es la misma persona que aparece camuflada en las sombras en mi mosaico y la misma que ha estado hostigándome con el payaso.

Se me hiela la sangre. Agarro a Jen por el brazo.

—Tenemos que encontrarlo…

Ella asiente y nos dirigimos a la entrada pero los voluntarios nos rodean dirigiendo la vista de Taelor a nosotras. No hay un camino claro hacia la puerta del gimnasio. La furia empieza a bullir en mi interior. «Sal de mi camino», quiero gritar pero todo se apaga cuando Taelor da un paso hacia delante.

Sostiene un juguete en sus manos: mi payaso acosador con el violonchelo en miniatura y el extraño sombrero de cuadros.

Las paredes parecen encogerse.

—Qué bonito, Alyssa —dice Taelor, entrando en mi espacio personal—. Pedimos juguetes nuevos y tú traes esta porquería de segunda mano. ¿De qué está relleno, de piedras? —Deja caer a mis pies el payaso que golpea el suelo con un ruido metálico. El conjunto de cuadros rojos, negros y blancos está sucio y manchado.

—¿De dónde has sacado eso? —Logro decir con la voz temblorosa. No puedo apartar la vista del juguete por miedo a que se mueva. Esa mirada negra y brillante me observa fijamente, burlándose.

—No te hagas la tonta. Tu nombre está escrito en un trozo de cinta de su espalda. —Taelor pone los ojos en blanco cuando no respondo—. Llévatelo, tacaña. Esto no te va a dejar entrar esta noche. Los carteles especifican que tienen que ser juguetes nuevos, no artículos de tienda de segunda mano. Y por cierto, ¿qué te pasa? ¿Has dormido en el vestuario? Esto es mucho peor que tu estilo funerario.

Tardo un segundo en pillar que Taelor se refiere a la ropa arrugada y la falta de maquillaje, pero soy incapaz de contestar con el payaso todavía mirándome.

Jen se coloca entre nosotras.

—Al menos el sentido de la moda de Al no está dictado por el trending de la semana. —Señala las botas de cowboy de Taelor.

Unas risitas brotan entre los espectadores. Taelor los mira por encima del hombro.

—¿No tenéis nada que hacer? Juraría que hay labores muy claras en la hoja de tareas. ¿No sabéis leer?

Cuando los estudiantes se dispersan, Taelor intercambia una sonrisa petulante con Twyla y después se gira hacia mí.

—Así que Jeb estuvo fuera toda la noche, ¿eh? Tal vez se ha cansado de que le engañes.

El payaso que está a mis pies me sostiene la mirada y me deja sin habla.

Jen no espera a que yo responda.

—Al no lo ha engañado, Tae—tirosa. El chico británico de los bichos estaba intentando captar tu atención. Así que basta ya.

—Tu hermano puede ser lo suficientemente inocente para creer esa sarta de estupideces, pero yo no.

—¿En serio? Entonces ¿por qué sigues intentando impresionar a Mort? —presiona Jen.

—Porque es jodidamente sexy y su coche vale más que tu casa —espeta Taelor con brusquedad.

Jen aprieta los dientes.

—Hija de…

—Basta. —Arranco mi mirada de la del payaso para enfrentarme a Taelor—. ¿Por qué no vas a buscar a otra a quien molestar? —Me gustaría darle un sermón sobre conservar algo de dignidad, sobre no valorar a un chico por lo que posee sino por cómo te trata, pero debo encontrar a Jeb porque algo va mal—. Tengo que irme.

Aparto a un lado a Taelor.

Ella me devuelve el empujón.

—Un poco tarde para eso.

Los estudiantes que empezaban a irse nos vuelven a rodear manteniendo una distancia de seguridad.

—No te hiciste voluntaria para ayudar —gruñe Taelor—. Así que, ¿qué estabas haciendo escondida en el vestuario? ¿Buscando alguna forma de volver a arruinar el baile de graduación?

—¿De qué hablas? —Los ojos, que noto resecos, me arden y el corazón me insta a buscar a Jeb—. No tengo tiempo para tus fantasías del baile de graduación.

—¿Fantasías? —Se le enciende el rostro y la haría parecer incluso más bonita, de no ser por el odio que destilan sus ojos—. ¿No se supone que las fantasías te hacen feliz? No hay nada feliz en ser coronada reina cuando tu rey se ha ido del baile para poder estar con otra chica. Apuesto a que te encantó escuchar cómo me quedé plantada en el escenario. —Aprieta la mandíbula—. La primera vez que consigo que mi padre me acompañe a algún sitio y lo único que vio fue a una perdedora.

Un incómodo calor me sube por el cuello.

—Jeb sabe que no hizo las cosas bien y lo siente. Ha intentado disculparse.

Se enfurruña.

—No necesito su compasión.

—Supéralo ya, Taelor —interviene Jenara—. Sólo fue un estúpido baile.

—Para ti, tal vez. Pero no lo es cuando tu familia… —Taelor tensa los labios como si estuviera reestructurando las palabras—. Únicamente quiero un recuerdo bonito antes de dejar este lugar para siempre. Así que, ¡mantente alejada esta vez! ¡No me vuelvas a arruinar la vida!

Sus palabras se quedan suspendidas en el aire. Cuando se da cuenta de que todos la están mirando, se cubre el rostro ruborizado y se dirige como una flecha al vestuario. Por un instante, se le ha caído la máscara perfecta. Yo solía estar bajo escrutinio en el instituto pero esto es nuevo para ella.

El corazón me late con fuerza cuando recuerdo que Cornelio está esperando dentro del vestuario, un blanco fácil. Me siento dividida entre ir a por él o buscar a Jeb, pero elijo lo que tengo más a mano y sigo a Taelor al vestuario.

—Oh, no, tú no. —Twyla me agarra por detrás.

Jenara interviene. Empiezan a darse empujones. Algunos estudiantes se dirigen a la puerta, mientras que otros deciden a quién apoyar y gritan con entusiasmo.

Las cosas se caldean demasiado rápido. La cabeza me va a estallar cuando salgo corriendo para alcanzar a Taelor. La agarro por el codo y la hago girar a unos centímetros del tabique de entrada.

Tiene los ojos llorosos. Parece tan vulnerable como la niña con la que solía jugar en primaria. Lucho por encontrar las palabras adecuadas para mantenerla alejada del baño cuando un grito estridente me perfora los tímpanos.

Miro a mi alrededor para buscar a Jen. Todos, incluyendo Jen y Twyla, están atentos a algo que hay detrás de mí.

—¿Qué es eso? —grita un estudiante haciendo una señal.

Temiendo lo peor, que Cornelio esté ahí de pie enseñando todos sus rasgos espeluznantes de criatura de las profundidades, sigo la dirección de sus miradas.

—¡Hormigas! —Alguien más chilla cuando una marabunta de hormigas rojas atraviesan el umbral en nuestra dirección.

Se me cierra la garganta. No puede ser. He cerrado el portal del espejo.

Nuestros compañeros de clase se pelean por salir en estampida del gimnasio y nos dejan solas a Taelor y a mí. Retrocedemos al mismo tiempo. La marabunta se arremolina a nuestro alrededor, atrapándonos.

—¡Al! —grita Jen desde la entrada.

—¡Quédate fuera! —le advierto.

—¡Voy a pedir ayuda! —dice, y desaparece en el porche.

Las hormigas están chillando pero no logro escucharlas por la histeria de Taelor que da pisotones, matando y mutilando a muchas.

Me tapo los oídos para no oír los gemidos agónicos.

Los insectos contraatacan, cercándonos más aún.

—¡Atrás! —les grito—. Sólo estaba asustada… No lo va a volver a hacer.

—¿A quién le estás hablando? —grita Taelor, levantando la pierna para pisotear más hormigas.

—No. —Pongo una mano en su muslo y recojo una guirnalda de lámparas. Arrastro los globos a través del ejército de hormigas, con lo que logro apartar a los bichos sin hacerles daño. Una vez despejado el camino, agarro a Taelor por el brazo y me encaramo a la mesa de banquete, obligándola a que suba conmigo.

Ella se libera de mi mano en cuanto está arriba.

—Tú las pusiste. Por eso estabas en el vestuario.

—¿Qué?

—¡Siempre has sido una friki de los bichos! Esto es una broma. Ibas a dejarlas libres esta noche, ¿no?

—¡No! Yo… —Mi lengua no puede completar la negación porque, ¿cómo lo explicaría? ¿Con la verdad?

—Mira —gruñe Taelor—. ¡Siento haberle explicado a todo el mundo tu secreto sobre las Liddell! ¿Cuánto tiempo vas a guardarme rencor?

—¡Cállate! —grito dejando caer la guirnalda de lámparas en la mesa entre las dos—. ¡Tengo que escucharlas!

Se me queda mirando con los ojos como platos. Echo un vistazo hacia atrás mientras las hormigas dicen:

¡Corre… corre… corre! ¡La madriguera del conejo está abierta!

No estaban corriendo hacia nosotras, estaban huyendo de algo hasta que Taelor empezó a atacar. Un leve sonido de arañazos desvía mi atención hacia el vestuario. Cinco dedos largos y delgados se enrollan en la entrada. Parecen sombras pero son negras y húmedas como si estuvieran hechas de líquido espeso.

Por la pared descienden unas gotitas que forman charcos oscuros y brillantes como el aceite en el suelo. Cada dedo termina en una uña del tamaño de una garra que se extiende formando más dedos húmedos. En cuestión de segundos, un gran número de manos sujetan el umbral en toda su extensión. Agarran y tiran como si no pudieran pasar, como si un gran peso las retuviera al otro lado.

Se me entumece todo el cuerpo. Ni siquiera quiero saber a qué están conectados todos esos apéndices gigantescos.

—¿Ves eso? —susurro, más para mí misma. Espero que Taelor no lo haga. Esta vez preferiría estar alucinando.

Su atención no se aparta de las hormigas que están debajo de nosotras, nuestro oasis se encoge mientras se apiñan más cerca.

—¿Ver qué? —gruñe—. ¿Los millones de trepadores que has dejado sueltos? Sí, los veo. ¡Necesitamos un bote de Raid de tamaño gigante! —Patea una fila de hormigas que intenta subir a la mesa. La guirnalda de luces se le enreda en el tacón y tropieza. Cuando intenta enderezarse, un globo rueda bajo su pie y se tambalea.

—¡Taelor! —Trato de alcanzarla pero me falta un centímetro para lograrlo. Cae hacia atrás sobre la mesa y con un ruido sordo se golpea la cabeza con el borde. Se le apaga la mirada antes de cerrar los ojos.

—No, no, no. —Me dejo caer de rodillas sin perder de vista las misteriosas manos. Acaricio sus mejillas con cuidado—. Taelor, ¿puedes oírme?

Como si estuvieran satisfechas por haberla vencido, las hormigas se repliegan hacia la puerta del gimnasio.

Salva nuestro reino, Alyssa.

Envía a los intrusos lejos.

Salen en tropel al porche y salto al suelo. El gimnasio queda en silencio cuando sus susurros desaparecen.

Voy corriendo a enfrentarme con las manos de sombras y se me corta la respiración. El payaso está justo en la entrada del vestuario. Tiene un rehén: Cornelio Blanco. El arco del violonchelo del payaso está colocado entre su barbilla rolliza y su cadavérico cuello.

Por encima de ellos, un líquido oscuro chorrea del umbral. El fluido recorre el rostro del payaso, ennegreciendo sus ojos y sus dientes.

—Majestad… sentirlo yo… —gimotea mi consejero real con su horrible rostro arrepentido.

La llave le cuelga de una mano, y de la otra, la bolsa de galletas vacía. Algunas migajas están desperdigadas por el suelo a sus pies. Debe haber abierto el portal e intentado sobornar a las hormigas para poder llegar al País de las Maravillas como quería que hiciera y, en vez de eso, el País de las Maravillas ha llegado a nosotros.

Empiezo a pensar que el País de las Maravillas ha estado aquí todo el tiempo, filtrándose desde mi accidente. Fue entonces cuando el payaso poseído apareció. Roja podría haberlo encontrado en el cementerio y haberlo enviado a por mí.

No puedo dejar que ese juguete demente se lleve a Cornelio.

—¡Déjalo! —grito.

Con una risa tan fantasmagórica e inquietante como un violonchelo desafinado, el payaso agarra más fuerte el cuello de Cornelio.

Las sombras aceitosas arañan el umbral, dejando marcas en la pared de cemento. Sea lo que sea lo que las sujeta al otro lado no las deja continuar. Estas liberan un torrente confuso de gritos y gemidos, más inquietante que los alaridos de los pacientes de la tercera planta del psiquiátrico.

El ruido recorre todos los nervios de mi cuerpo y resuena en mis huesos. Me desplomo en el suelo, me cubro la cabeza hasta que vuelve el silencio.

Estoy agotada, apenas tengo energía para alzar la vista. Una forma negra y gigante se arrastra por la entrada apartando al payaso y a Cornelio a un lado. Explota en una multitud de volutas vivientes de humo que cambian de forma constantemente. Chillan cuando se elevan hasta las vigas del techo y se introducen en las bombillas, llenándolas con un fluido impenetrable hasta que revientan. Las luces se apagan en efecto dominó.

Grito y hago rodar el cuerpo inconsciente de Taelor hasta el suelo, la arrastro bajo la mesa para protegernos de los cristales. Cuando explota la última bombilla, la habitación se oscurece dejando sólo el brillo procedente del porche que se filtra por la entrada del gimnasio.

Otra oleada de gritos golpea mis oídos. Una de las sombras avanza por el suelo hacia las puertas del gimnasio, dejando un rastro negro y grasiento. Suelta las cuñas para encerrarnos, dejándonos en una completa oscuridad.

El payaso sisea. El terror me recorre la columna y abrazo a Taelor como si fuera una manta de seguridad. Su aliento es cálido contra mi cuello y su pulso parece fuerte. Es mejor que esté inconsciente. Nunca hubiera podido explicarle lo que está sucediendo a nuestro alrededor.

—Cornelio, ¿qué son esas cosas? —grito, con la necesidad de escuchar su voz familiar en la oscuridad, esperando que todavía esté aquí.

—Los espectromomios… —Su suave respuesta suena extraña junto al gran estremecimiento de sus huesos—. Murgiflaban.