10

Espejito, espejito

Morfeo parece asqueado de nuevo aunque esta vez no tiene nada que ver con la forma en la que conduzco.

—Si Roja está aquí —dice—, es mucho más grave de lo que pensaba. Los dos reinos protegen los portales de ella. Si ha logrado atravesarlos, debe haber tomado un rehén de palacio, ya sea el Rojo o el Blanco. Eso altera el equilibrio de las cosas. Y si ha visto parte de lo que sabes, va a querer el resto de los mosaicos para completar el puzzle. Tenemos que impedir que se haga con ellos. No podemos dejar que vea tus visiones.

Obligo a mis ojos a mirar hacia delante aunque esporádicamente echo un vistazo por el retrovisor.

—¿Mis visiones? ¿De qué estás hablando?

Rechina los dientes y la cicatriz de la sien de Finley se retuerce.

—Como fuiste la última reina coronada del linaje real de Roja, la magia de la corona se canaliza a través de tu sangre y a través de ti aunque no la lleves puesta. Cuando tu reino se ve amenazado, este poder se intensifica hasta tal punto que puede mostrarte el futuro. Como se avecina una guerra en el País de las Maravillas, la magia se ha desbordado, así que tu sangre no la puede contener y encuentra por su cuenta una forma de salir, con el cristal como receptor. Esos mosaicos son como visiones embotelladas, y Roja no quiere que las descifres antes que ella porque teme que puedas valerte de los mosaicos para derrotarla, de la misma forma que ella puede usarlos en tu contra.

Aprieto los dedos con tanta fuerza que casi doy un volantazo.

—Así que, si consigue mi sangre, ¿puede hacer sus propios mosaicos y leerlos?

—No, la magia siempre elige una ruta para el portador de la corona. Tu ruta es la artística. Roja es una criatura de las profundidades completa; carece de la habilidad para liberar su imaginación y subconsciente. Tú eres medio humana, tu creatividad te da poder. Un poder que ella codicia pero que nunca tendrá. Aunque, si puede robar lo que ya has hecho y descifrarlo…

Se me cierra la tráquea cuando tomo la bifurcación en la carretera de grava. La zona de viviendas queda a menos de un kilómetro pasando las vías del tren.

—Por eso haría cualquier cosa para conseguirlos —concluyo con el pavor envolviéndome el corazón.

Morfeo asiente con la cabeza.

—¿Ahora entiendes por qué necesitamos llegar a tu casa?

El paso a nivel comienza a descender y suena la alarma. Mi intención de «ir con tranquilidad» ha quedado en el olvido. Aprieto el acelerador a fondo decidida a no esperar que pase el tren para llegar hasta mamá, demasiado preocupada por su seguridad como para inquietarme por nada más.

El motor ruge y el coche sale despedido hacia delante hasta que el motor emite un ruido sordo. El Mercedes se sacude y va dando trompicones hasta que se detiene, se cala y deja de funcionar, justo en medio de las vías del tren.

La luz del alternador parpadea.

—Oh, no —susurro—. No-no-no.

Giro la llave y aprieto el acelerador pero no ocurre nada.

—Arranca el puñetero coche —dice Morfeo mirando desesperadamente por la ventana de su derecha, donde el tren de carga viene disparado hacia nosotros.

Giro la llave una y otra vez pero el motor no arranca.

—¡Hazlo! —grita.

—¡No puedo! ¡No sé qué pasa!

El silbido del tren resuena, ahora no es un sonido triste y lejano sino un ruido cercano y amenazador.

—¡Sal del coche! —Morfeo se quita el cinturón de seguridad. Con los dedos helados y temblorosos, intento quitarme el mío pero la falda todavía está enganchada y el botón no funciona.

Sollozo y todos los músculos se tensan cuando intento sacar la tela tirando con todas mis fuerzas. Morfeo se apretuja entre el salpicadero y el asiento. Primero intenta arrancarme la falda y como no funciona, me grita que me la quite.

—La cremallera también está atascada. —Me quedo sin aliento cuando comprendo que estamos a punto de morir—. ¡No nos queda tiempo!

Gruñe, me agarra la mano y presionamos juntos el botón pero no da resultado.

—¡Utiliza tu magia, Alyssa!

Con la mente a toda velocidad, trato de pensar en algo que nos pueda sacar de esta pero el pánico trepa por mi columna en dirección hacia el cráneo, borrando todo pensamiento. Tiemblo y golpeo la frente contra su hombro.

—¡Sal de aquí! —El grito frenético se eleva desde mi garganta hasta escucharse por encima del silbido del tren.

El estruendo que se aproxima hace vibrar la carrocería del coche y vuelvo a gritarle a Morfeo que se salve.

Entonces, todos los sentidos y las sensaciones se desvanecen. El tren se halla a poca distancia pero lo único que escucho en los oídos es mi pulso acelerado. Incluso cuando Morfeo grita: ¡Chessie colega, un poco de ayuda!, es como si estuviera hablando bajo el agua.

Entrecierro los ojos y veo que la cola del mapache, ahora de color naranja y gris, desaparece en el cristal del espejo retrovisor.

Se escucha un gran estruendo debajo del capó. El motor cobra vida. Tengo las manos cerradas en torno al volante pero estoy demasiado entumecida para moverme. El tren se aproxima a toda velocidad, está sólo a unos metros de distancia.

Morfeo coloca su pierna sobre la mía y aprieta el acelerador. Las ruedas giran, nos sacan de las vías y nos lanzan al otro lado de la carretera. El tren pasa con un gran estrépito, todavía silbando. Ha faltado poco.

Morfeo afloja el pedal del acelerador y tira del freno de mano. El Mercedes se detiene sin hacer ruido. Ninguno de los dos se mueve. Su cuerpo todavía me presiona el lado derecho, sus manos están colocadas sobre las mías en el volante y su respiración áspera detrás de mi oreja. El sonido, las sensaciones y la luz se incrementan hasta que todo es demasiado intenso, muy brillante.

Las emociones siguen una estela: terror retardado, confusión, arrepentimiento… es demasiado y excesivamente rápido.

Tiemblo incapaz de contener las lágrimas.

Morfeo me rodea con su brazo.

—Estás bien, flor —dice con la boca en mi oreja—. ¿Puedes conducir?

Asiento y me sorbo la nariz.

—Bien. —Vuelve a toda prisa a su asiento y me agarra la barbilla para obligarme a mirarlo—. La próxima vez, espero que averigües una forma de salir al estilo de las profundidades.

Mis lágrimas caen por su mano y el maquillaje le mancha los dedos.

—No te has ido —pronuncio con incredulidad—. Creí que me ibas a dejar.

Aparta la mano de mi rostro y se la limpia en los vaqueros mientras mira por el cristal delantero.

—Tonterías. Me he quedado por el coche.

Antes de que pueda responder, una neblina naranja se filtra por las rendijas del aire acondicionado. En el vaho aparece una sonrisa que reconozco de mis recuerdos del País de las Maravillas.

—¿Chessie? —pregunto. El resto de la criatura, del tamaño de un hámster, se materializa con la apariencia que recuerdo: cara de gatito, alas de colibrí y cuerpo de mapache color gris y naranja. Revolotea hasta el salpicadero y se posa ahí, limpiando las manchas de aceite y grasa de su pelaje suave y esponjoso con la lengua, como una ardilla tomando un baño de saliva. Sacudo la cabeza—. Espera… ¿Has sido tú? ¿Te has metido dentro y has arreglado el motor? —Chessie estornuda y me guiña uno de sus grandes ojos verdes.

—El don de Chessie es el trazado —explica Morfeo con total naturalidad, todavía mirando por el cristal—. Puede manipular una situación creando un diagrama en su mente y planificar la mejor manera de resolverla. Ve cosas que el resto no puede y después las arregla.

La cola de Chessie susurra y acto seguido sale disparado de vuelta a su lugar en el espejo retrovisor. Con la parte superior medio desvanecida, vuelve a ser como un artículo decorativo del coche.

Me limpio las manchas que han dejado las lágrimas en las mejillas.

—¿Tienes alguna otra sorpresa guardada bajo la manga? —le pregunto a Morfeo.

Frunce el ceño mientras arregla las abolladuras de su sombrero.

—Empiezo a temer que no me preparé lo suficiente. Si en algo somos buenos las criaturas de las profundidades es en resolver los desastres.

—Sí, bueno, también sois muy buenos en crearlos —digo.

—Totalmente de acuerdo. Algunos son buenos en crear gigantescos desastres. —Me mira deliberadamente y se abrocha el cinturón—. Me viene a la mente un asesinato en la carretera. Esta vez sé un poco más cauta. No podremos ayudar a tu madre ni al País de las Maravillas si estamos muertos.

Aunque estoy temblando, logro llegar a casa. Cuando estoy en la entrada, me relajo al ver que todo parece normal y tranquilo, al menos desde fuera.

Una vez más, intento darle las gracias a Morfeo por su valentía en las vías pero le quita importancia como ha hecho durante todo el camino: «Me he quedado por el coche».

Lo conozco bien. No es la primera vez que hace algo desinteresado por mí. Además, empiezo a pensar que evitó que atropellara al niño siguiendo ese mismo lado sensible que no le gusta mostrar.

Me gustaría que fuera constante, así no tendría que cambiar de opinión sobre él cada dos por tres.

Apago el motor y toco la cola cadenciosa de Chessie.

—Puedes entrar si te quedas escondido. —El mechón de pelo me envuelve el dedo como si fuera una serpiente peluda. Aprieta y después se suelta. El gesto me trasmite calidez y una agradable sensación de calma.

—No necesita invitación —se burla Morfeo—. Si quiere entrar, nadie puede detenerlo.

Procedo a quitarme el cinturón de seguridad.

—Todavía estoy atascada.

Morfeo se inclina hacia mí y me agarra la mano.

—¿Qué tal si te quitas la falda? —canturrea con voz provocativa—. Esta vez disponemos de tiempo para hacerlo bien.

No sé si esa sugerencia es una insinuación directa pero teniendo en cuenta que viene de Morfeo, sospecho que sí.

—Olvídalo. Me ocuparé yo misma. —Trato de apartarme pero dirige la mano al cinturón de seguridad. Retuerzo los dedos alrededor de la llave del coche mientras él usa los dientes para sacar la falda del pestillo y pulsa el botón. Tras un par de minutos, la tela se libera, arrugada pero salvable—. Gracias —susurro.

—Un placer. —Sus ojos se encuentran con los míos, acerca mi mano a sus labios y le da la vuelta para exponer la parte interior de la muñeca. Respira sobre mi piel de forma tan cálida y cercana que mis venas responden con dolor. Entonces, en el último minuto, me abre los dedos, coge las llaves y deja caer mi mano. Antes de que pueda recomponerme ya ha vuelto a su asiento.

Aprieto la falda arrugada con el dedo anular, deseando poder planchar mis sentimientos tan fácilmente como la tela.

—Mira… —ha regresado mi voz—. Siento haberte asustado conduciendo como una loca. No debería haber jugado con tus miedos de esa manera.

Morfeo abre la puerta, que se desliza hacia arriba sobre sus goznes. Coloca los pies en la tierra y mira por encima del hombro.

—¿Quieres disculparte? —sonríe burlonamente—. ¿Por qué? Todos tenemos algo que pueden usar en nuestra contra. Has logrado dejar de lado la compasión que es parte de tu naturaleza innata y utilizar mi debilidad para conseguir lo que querías. Bien jugado. Te has dejado llevar por tus instintos olvidándote de tus inhibiciones y todo sin mi ayuda; muy bien. La única manera en la que puedes derrotar a Roja es aprendiendo a ser despiadada. En el campo de batalla, ya sea mágica o de otro tipo, no hay lugar para la compasión. —Sale del coche dando tumbos como si estuviera recomponiéndose después del drama anterior—. Sabes cómo manipularme y yo sé cómo manipularte. Estamos empatados.

No. Nunca estaremos empatados.

Siempre intentaremos superarnos el uno al otro. No lo digo en voz alta porque sería como admitir que me atrae, que me gusta ese lado poderoso y algo primario de mi interior que ansía el reto, y que siempre lo hará.

—Espera. —Salgo del Mercedes, agarro la mochila y pulso el mando a distancia para cerrar las puertas—. Antes de que veamos a mi madre, tenemos que inventarnos una historia. Eres un estudiante de intercambio del instituto que está interesado en ver mi obra. Así es como nos llevaremos los mosaicos que tiene.

Con los antebrazos apoyados en el techo del coche, me lanza una mirada. Las joyas situadas bajo sus ojos oscuros brillan en la sombra de su chistera.

—¿Y qué pasa si ve bajo mi máscara? Ella tiene tu sangre.

—Nos apañaremos —respondo aunque sé que no será tan fácil.

Nos dirigimos hacia el garaje pero entonces nos detiene un grito procedente de la puerta de al lado.

—Hola. —Jen trota en mi dirección. Sobre un hombro cuelga una funda de ropa y en el otro su kit de costura. He olvidado por completo que teníamos planes para hacer los últimos retoques en el vestido que me hizo para el baile de graduación. Se vuelve a Morfeo y lo mira de arriba a abajo—. ¿M?

Parece intrigada pero no enfadada, lo que significa que todavía no ha oído nada sobre nuestro supuesto affaire durante el almuerzo.

—Hola, Jen. —Jugueteo con el asa de la mochila alejando la mirada de Morfeo—. ¿Te llegó mi mensaje?

—Oh, lo siento —responde—. Me quedé sin batería en el almuerzo y está cargando en casa. —Vuelve su atención a Morfeo, con la curiosidad brillando en sus ojos.

—Buenas tardes, ojos verdes. —Inclina su sombrero y le ofrece una sonrisa que paralizaría cualquier corazón.

—Eh, hola. —Cuando se gira hacia mí tiene las mejillas del mismo color rosa que su pelo—. ¿No te iba a recoger mi hermano hoy?

Al menos no tengo que inventarme una excusa y mentir más de lo que ya he hecho.

—La revista aplazó la cita. Mor… M se ofreció a traerme. Es un viejo amigo de la familia. —Sí, viejo se queda corto; y ¿amigo? Eso ni siquiera sería aplicable—. Quiero decir que su familia conoce a la nuestra desde hace años. —Acosa sería más adecuado. Me miro los pies—. Le traje para que saludara a mi madre, ¿vale?

—¿Qué te pasa? —pregunta Jen—. Actúas como si os hubiera pillado liándoos en su coche.

Morfeo se ríe.

—El tiempo es oro, ¿verdad?

—¿A qué te refieres? —Jen se gira hacia él.

Morfeo mantiene la mirada en la mía.

—Si hubieras llegado unos minutos antes nos habrías pillado. Tenía las manos en la falda de Alyssa.

Jen lanza una mirada asesina a Morfeo, frunce el ceño cuando observa las arrugas que rodean la cremallera de mi falda.

—¿Qué está pasando, Al? ¿Por qué estás hecha un desastre?

Contengo las ganas de pegarle un puñetazo a Morfeo.

—Averigüé que el señor Mason perdió tres de mis mosaicos —digo para calmar el ceño acusatorio de Jen—. Estaba disgustada. —Doy un golpecito en las marcas de rímel seco para darle énfasis.

La expresión de Jen se suaviza un poco y frota suavemente las manchas de maquillaje con sus pulgares.

—¿Pero qué tiene eso que ver con tu falda?

Le lanzo una mirada tan dura a Morfeo que el calor irradia de mis ojos. Es culpa mía. Le hice prometer que arreglaría las cosas entre Jeb y yo pero no con Jenara. Lo que significa que todavía la puede utilizar para hacer añicos mi mundo.

—Se quedó atascada en el cinturón de seguridad y tuvo que ayudarme a salir del coche.

—Ah —Jenara resopla—. Las manos en su falda. Es jodidamente gracioso. —Hay un deje de sarcasmo cuando se gira hacia Morfeo—. A buen entendedor pocas palabras bastan. Yo no usaría ese chiste con Jeb. Él no tiene mi sentido del humor… De hecho, es más de «pegar primero y preguntar después».

—Soy consciente de su tendencia a la sobreprotección —responde Morfeo.

—¿Perdón? —pregunta Jen, envolviendo su cuello con la funda de la ropa como si fuera una boa de plumas—. Sólo has visto a mi hermano una vez y no era exactamente un buen día. Al estaba medio ahogada.

Morfeo se quita el sombrero y retuerce el ala en sus manos con un gesto reverente. Tiene una forma hermosa de quitárselo, sólo yo sé que está fingiendo.

—Claro. Lo que vi fue atención y preocupación. —La mirada de Morfeo revolotea hacia la mía—. Es obvio que iría al fin del mundo por ella.

La nostalgia me cierra la garganta.

—Y yo haría lo mismo por él.

—Esa es—la razón por la que sois una pareja magnífica. —Jen sonríe y enreda su brazo en el mío. Mi mejor amiga ha vuelto—. Así que, ¿estás lista para ver el vestido? Acaba de salir de la tintorería y sólo quedan los últimos retoques.

Morfeo se vuelve a colocar el sombrero y lo inclina con toda facilidad. ¿Cómo puede estar tan tranquilo? El que Jen esté aquí lo complica todo mucho más. Voy a tener que abordar a mi madre y convencerla de que me siga el juego sobre que Morfeo es amigo de la familia. Y para hacer eso, tendré que decirle quién es. Tendré que informarle sobre la posible presencia de la Reina Roja en nuestro mundo, hablarle de la batalla que no estoy nada preparada para combatir y de la desesperación que me abruma.

Cuando me dirijo hacia el garaje, el sudor me cubre el cuero cabelludo. Tecleo la combinación mientras Morfeo se queda mirando los cubos llenos de artículos de jardinería.

Jen se detiene a su lado.

—Al utilizaba esos cubos para hacer trampas, para capturar insectos para sus mosaicos. Eso fue antes de que empezara a trabajar con gemas de cristal.

Morfeo no responde, sólo mira los cubos.

—¿Sabes? No son tan cómodos como parecen —dice con un agrio ceño fruncido.

Se refiere a la noche que pasó dentro transformado en mariposa hace un año, pero Jen no puede saberlo.

Ella se burla.

—¿En serio? ¿Te lo han dicho los bichos? ¿Hablas con ellos?

—Sin lugar a dudas se lo dijeron a Alyssa —responde— pero ella optó por no escucharlos.

—Jen se ríe.

Me arde la cara cuando varios bichos escondidos por el garaje le dan la razón y me reprenden:

Se lo dijimos, sí…

Ella nunca escucha. Incluso ahora, intentamos advertirle

Las flores, Alyssa. No quieres que ganen más de lo que nosotros queremos.

Eres una reina… detenlas.

Pensaba que los insectos y las flores estaban en el mismo bando. Juntos, me han servido como conexión al País de las Maravillas durante años. ¿Y ahora están luchando entre ellos?

Debe haber algo que se pueda hacer con el destrozo de Roja.

Jen avanza y pasa por la entrada del garaje para dirigirse hacia el salón. Morfeo inclina el sombrero en un gesto exasperante y deja que cruce la puerta primero.

Es un alivio dejar fuera a los bichos, pero la sensación dura hasta que llegamos al salón, que está completamente vacío. La rejilla de aire acondicionado de la pared expulsa aire húmedo con olor a moho. Los paneles de madera hacen que la habitación parezca pequeña y oscura. En el asiento favorito de papá —un sillón de pana andrajoso reclinable y decorado con margaritas, donde mi madre solía esconder sus tesoros del País de las Maravillas— hay toallas y trapos limpios que esperan ser doblados. Hace tiempo que los tesoros de mamá se perdieron, con excepción de los libros de Lewis Carroll, que están en mi habitación.

—¿Mamá? —dejo caer la mochila en el suelo y echo un vistazo en la cocina. El aroma a galletas con trocitos de chocolate emana de las rejillas de refrigeración que están sobre la encimera—. Me pregunto dónde estará —digo de forma ausente pero mis invitados se han desplazado al pasillo de atrás, donde los mosaicos de bichos decoran la pared.

Papá los colgó allí después de que ganaran algunos premios en la feria del condado. Se niega a quitarlos, sin importar cuántas veces se lo roguemos mamá y yo. Es un sentimental en el peor de los sentidos y como no podemos explicarle la aversión que sentimos hacia ellos, siempre gana.

—Te dije que tenía talento —le recuerda Jen, ajustándose el kit de costura en el hombro.

Morfeo asiente en silencio.

Jen se acerca a su obra favorita: Latido de invierno. Hojas de paniculata y abalorios de cristal plateados están dispuestos en forma de árbol. Acebos Michigan secos salpican los extremos de las ramas para que parezca que están sangrando, mientras que grillos negros y brillantes forman el fondo.

Morfeo da un golpecito a las bayas con cuidado, como si estuviera contando.

—Parece sacado de un sueño maravilloso. —Me mira por encima del hombro. Hay orgullo y nostalgia en su voz. Existe un árbol muy parecido en el País de las Maravillas, tachonado con corteza de diamantes, cuyas ramas están cargadas de rubíes. Morfeo me llevó allí en un sueño cuando éramos niños. Elaboré la imagen años después, como un medio para liberar la memoria de mi subconsciente.

Todos los mosaicos representan paisajes del País de las Maravillas y contienen momentos con Morfeo. Y saber que inspira mi arte alimenta su ego. O lo persigue.

Persigue lo define mejor…

—Vale. Vamos, Al —Jen se dirige hacia mi habitación—. El baile de graduación es mañana. Este vestido no se va a arreglar solo.

Antes de seguirla, asomo la cabeza por la habitación de mis padres. Mamá no está ahí ni en el baño. Qué raro. Todavía huelo su perfume, como si hubiera estado aquí hace unos minutos. Siempre está en casa cuando salgo del instituto. No conduce, así que alguien la ha tenido que recoger.

O peor aún, alguien la ha podido obligar a irse.

Le hago una señal a Morfeo, que recorre con la punta del dedo las mariposas azules de Luz de luna asesina, con cuidado de no tocarlas, completamente absorto en su estudio hasta que me aclaro la garganta.

Morfeo alza la vista.

—¿Necesitabas algo, querida?

Echo un vistazo sobre el hombro en dirección a mi habitación. Jen abre su kit y coloca sobre mi cama un metro, una tiza de sastre, un dedal y una caja de alfileres. Cuando me giro hacia Morfeo, ya se ha desplazado hasta el último mosaico de bichos.

—Roja no ha estado aquí —dice antes de que pueda exteriorizar mi preocupación—. Todo está demasiado ordenado. Ya sabes el caos que deja a su paso. Además, quiere entrar en tu mente. Si hubiera encontrado tu casa, estos mosaicos ya no estarían aquí.

Su respuesta aplaca mis miedos de forma momentánea pero sigo sin poder dejarlo solo.

—Morfeo —susurro.

Me vuelve a mirar.

—Prométeme que no vas a armar ningún lío.

Frunce el ceño como si le ofendiera mi comentario.

—Lo juro. Distrae a tu amiga y echaré un vistazo por aquí. Tal vez tu madre haya dejado una nota.

Sin la menor vacilación, le dejo explorar y entro en mi habitación cerrando la puerta para tener más privacidad. Los rayos de sol se filtran por las persianas inclinadas e iluminan motas de polvo en el aire. Todo está en su sitio: el espejo de pie en la esquina, las pinturas de Jeb en las paredes, las anguilas con su suave zumbido en el acuario. Sin embargo, el vello de la nuca sigue erizado. El perfume de mamá es más fuerte aquí que en ningún otro sitio de la casa. Es como si estuviera frente a mí pero no pudiera verla.

Me estremezco.

—Sí, esa también fue mi reacción. —Jen sonríe cuando saca el vestido de la funda de plástico—. Es incluso mejor que el de la película, ¿verdad? —Abraza el vestido contra su pecho.

El atuendo es exactamente como lo había imaginado y le lanzo una mirada de admiración.

Cuando Jen y yo nos juntamos para hacer una lluvia de ideas sobre vestidos de «cuentos de hadas», coincidimos en una cosa: no iba a ponerme uno de princesita o un disfraz de Campanilla de lentejuelas muy ceñido.

Mi mente seguía pensando en el vestido de una película mala de terror que Jeb, Corbin, Jenara y yo vimos: Novias zombis en Las Vegas. El vestido era fino y sin espalda, con un canesú ajustado y una falda larga y suelta, estaba hecho jirones de forma elegante y manchada con moho del color gris azulado de la tumba. Me atraía de una manera que no podía explicar.

Como buena cómplice de cosas morbosas y bellas, Jen insistió en hacer una réplica. Se ayudó de imágenes que encontramos en Internet para dibujar los bocetos y le dio una copia a nuestra jefa de la tienda de segunda mano.

Cada vez que Perséfone iba a comprar algo para el negocio buscaba vestidos de novia parecidos en los mercadillos de las casas y, al final, encontró uno por veinte pavos: sin tirantes, blanco, satinado, con lentejuelas y perlas… Repleto de encanto vintage. Incluso tenía una larga cola. Lo mejor de todo es que sólo era una talla más grande que la mía.

Con unas tijeras, unas costuras para estrecharlo, un aerógrafo del estudio de Jeb y tinte del tono descolorido de las nomeolvides, Jen había creado una obra maestra.

Había recortado triángulos del dobladillo para que en el bajo del vestido se vieran puntas festoneadas. Después había cauterizado el satén crudo para que no se deshilachara y dejado los festones arrugados como si fueran pétalos de flores marchitas. Para darle un toque final, había teñido con aerógrafo —mezclado con purpurina— los extremos cortados, el escote en forma de corazón y la costura donde se unen el canesú y la falda en una cascada de pliegues.

El resultado es una mezcla entre brillante, oscuro y en estado de descomposición.

Jen gira el vestido de un lado a otro para que los extremos de pétalos de flores hagan frufrú. Siento una punzada de algo que no he sentido en años: la excitación por disfrazarme.

—Oh, oh. Tenemos un problema —bromea Jen, al darse cuenta de mi tácita reverencia—. ¿Es excitación lo que veo? ¿Alyssa Gardner, ansiando ponerse un vestido y una tiara y saliendo con sus iguales? Eso es, definitivamente, una señal del baile-apocalipsis.

Sonriendo, tiende el vestido sobre la cama y saca una enagua azulada de la funda de plástico. Me recuerda a la niebla iridiscente que se extiende en el horizonte después de una tormenta, justo antes de que desaparezcan las nubes y salga el sol.

—Tengo que decírtelo, Al. Me alegra mucho que no te estés echando atrás.

Está equivocada. Me estoy echando atrás, pero no porque quiera. Nada de esto ayuda a mis nervios. Estoy preocupada por mi madre, por los mosaicos de sangre, Roja… estoy preocupada por decirle a Jeb la verdad y dejarlo solo para que pase tiempo con Ivy en vez de conmigo. Estoy preocupada por todo.

Lo último que debería hacer es suspirar por un estúpido baile.

No puedo seguir fingiendo que todo es normal y que no pasa nada.

—Veamos esas botas —dice Jen, refiriéndose al par de plataformas con caña hasta las rodillas que encontré en Internet hace un mes.

Me muevo mecánicamente y las saco del armario. Tras deshacerme del sostén y las braguitas, paso la enagua por la cabeza y fijo el elástico a mi cintura. Después, me pongo el vestido y Jen me lo abrocha a la espalda.

Sentada en el borde de la cama, deslizo la bota izquierda por mi tobillo tatuado y recorro con las manos el cuero sintético. Es del mismo azul grisáceo descolorido que el tinte del vestido, con suelas de 8,9 centímetros de altura y prácticas hebillas que me recorren la espinilla: el complemento perfecto de toda princesa.

—¿Qué tal? —pregunto a Jen con poco entusiasmo una vez que me calzo las botas y me pongo los guantes de encaje sin dedos de color azulado que me llegan hasta los codos.

Su sonrisa es tanto de orgullo como de conspiración.

—Creo que todos esos entendidos de ranas y princesas van a eclosionar en renacuajos cuando posen la mirada en ti. —Estalla en risas mientras me ayuda a ponerme en pie. Me esfuerzo por componer una risa despreocupada pero parece plana y transparente.

Jen ajusta los tirantes de plástico transparente del sostén que cosió para mantener el canesú en su lugar y me coloca una tiara hecha de nomeolvides y paniculatas artificiales en la cabeza. Ha sido meticulosa hasta el último detalle, incluso ha cubierto con telarañas falsas las flores para que cuelguen por el cuello y por la parte superior de la espalda como si fueran un velo.

Cuando me da la vuelta para mirarme en el espejo, me quedo sin aliento. El reflejo de su mirada de admiración sobre mi hombro quiere decir que está mucho más que impresionada.

El vestido luce exactamente como esperaba, incluso mejor porque Jen lo ha modernizado con los festones en el dobladillo frontal, así que me llega por encima de las rodillas y hace destacar las botas. Con la incorporación de la caída de red, la espalda del vestido apenas se arrastra por el suelo, así que no tropezaré mientras bailo.

O no tropezaría si fuera a ir al baile.

Saco el colgante de Jeb del canesú. Está enredado con el de la llave, que también sale. Los estudio, me impresiona la forma en la que las cadenas se entrelazan irremediablemente, al igual que mis dos identidades.

Jen recoloca la tiara.

—Ahora dime qué te parece a ti.

Estoy decidida a no decepcionarla aunque sé que la dejaré pronto y que todo su trabajo ha sido para nada. Después de todo el tiempo que ha pasado elaborando su obra maestra y de lo mucho que me quiere, se merece al menos eso.

—Eres un genio —susurro—. Es perfecto.

Ahueca la parte de atrás.

—Pues espera a que lleves la máscara.

Le echo un vistazo a la media máscara de satén blanco que está en la cama, también aerografiada para que haga juego con el vestido.

—Va a parecer que una de las hadas oscuras de Jeb ha cobrado vida. No me sorprendería que terminaseis coronados como rey y reina del baile.

Sus palabras me llevan a un tiempo en el que llevaba un vestido cargado de joyas mientras unas traslúcidas alas de mariposa brotaban de detrás de mis hombros, una época en la que fui coronada como una verdadera reina de hadas oscuras. No puedo decidir qué título —el del instituto o el de las profundidades— conlleva más prestigio, escrutinio y presión. Aquel momento en el País de las Maravillas cambió mi futuro y mi pasado… Quién soy en el presente. Pensaba que la noche del baile de graduación sería como cambiar de vida, que Jeb y yo estaríamos finalmente juntos en todos los sentidos.

Pero todo era una mentira. Jeb no me conoce del todo, sólo a una parte de mí. Todavía no he hecho las paces con la otra mitad. Hasta que no lo haga, ¿cómo puedo esperar conectar con alguien de verdad?

Tengo que dejar de perder el tiempo ansiando una experiencia que ahora queda tan lejos.

—¿Cómo va el esmoquin de lápida de Jeb? —pregunto, intentando alejarme de la espiral de miedo. Además, se supone que tengo que distraer a Jen.

—Sólo necesita ser un poco más aterrador —responde alzando grácilmente la ceja izquierda—. Y pensar que solías decir que no ibas al baile ni muerta. Ahora te tienes que tragar las palabras porque vais a ser la pareja muerta más sexy del lugar.

Al verme en el espejo, me doy cuenta de que el mechón rojo se ha enredado en el velo de telaraña y se parece mucho a la espada de sangre que utilicé para liberar el cuerpo de Jeb cuando estaba atrapado en el capullo. Contengo el murmullo que sube por la garganta.

Jen me mira en el reflejo del espejo mientras coge un pliegue junto a la cremallera para reducir la cintura.

—La historia de M es rara —dice, buscando en la caja de alfileres—. Pensaba que no conocías a nadie en Londres y en el sumidero él no le mencionó a Jeb que te conocía. Ni que fuera un amigo de la familia. —Sujeta con los dientes algunos alfileres y continúa moldeando el canesú a mi cintura, cogiendo los alfileres de su boca cuando los necesita.

—Bueno, mi madre lo conoció cuando era una niña.

Los ojos de Jen se ensanchan y cierro la boca. No puedo creer que haya dicho eso;

—Me refiero a su padre. Mi madre conoció a su padre. M y yo nunca nos habíamos visto, por eso no me reconoció ese día.

Mentirosa, mentirosa, se te queman las alas de mariposa.

—Ah —murmura Jen con los alfileres en la boca. Tira del vestido para asegurarse de que los pliegues están bien fijados, escupe los alfileres que no ha utilizado en la caja y se pone en pie—. Bueno, creo que nuestro cowboy inglés está loco por tus huesos. Las cosas se van a poner muy interesantes cuando llegue Jeb. Los chicos tienen una manera muy especial de percibir las cosas.

Este es el momento perfecto para hablarle del episodio del baño. El momento perfecto para soltarle otra mentira y volver a cubrirme las espaldas.

—No creo que le guste de esa forma. Simplemente es un poco… excéntrico.

Jen recoge sus herramientas de costura y se ríe.

—Lo que tú digas reina de la negación.

Antes de que pueda responder, ya sea con una mentira o la verdad, sale por la puerta.

Agobiada por todos los secretos con los que he lidiado desde hace casi un año y por la acumulación de todos los nuevos, me miro en el espejo con la esperanza de encontrar algo más que me guste aparte del vestido. Porque ahora mismo no me siento muy orgullosa de mí misma.

Las motas de polvo flotan alrededor de mi reflejo, teñidas de naranja brillante por el sol, goteando como polvos mágicos.

Quería ser una antiprincesa para el baile. Lo he conseguido, ahora parezco una criatura de las profundidades, la antítesis de todo cuento de hadas.

Me doy cuenta de que tal vez por eso a mamá no le gusta la forma en la que visto, porque me hace parecer una de ellos.

Se me encoge el estómago. No es Morfeo el que obliga a los elementos de mis dos mundos a que se unan, soy yo. Siempre ha sido así y estoy empezando a darme cuenta de que no es tanto una elección como una necesidad.

Estoy tan perdida en mis pensamientos que casi no noto que las motas de polvo se unen en el aire formando una silueta en miniatura con forma de felino. Bate las alas y me saca del trance.

En un abrir y cerrar de ojos, Chessie se mantiene inmóvil a mi lado, con su sonrisa de dientes afilados inquisitiva y contagiosa. Ahogo un grito y corro hacia la puerta, cerrándola con llave por si Jen vuelve antes de que pueda convencerle de que desaparezca.

El satén y la red hacen frufrú a mi alrededor cuando me giro para afrontarlo.

—No podemos dejar que te vean —susurro—. Vamos a encontrar un lugar donde esconderte, ¿vale? —Tiendo la mano enguantada.

Se posa en el encaje, una maraña cálida de pelo naranja y gris brillante, como ascuas en las cenizas. Sus grandes ojos verdes me miran cuando lo llevo al vestidor y abro un cajón. Lo coloco encima de algunos calcetines suaves y le doy unas palmaditas en la diminuta cabeza. Antes de que pueda cerrar el cajón, da un salto en el aire con las alas borrosas. Sonriendo, hace señas con su pata delantera, avanza hacia el espejo y lo último que veo antes de que se desvanezca es su cola.

Por un segundo, el reflejo muestra su destino: un puente de metal sobre un valle oscuro y neblinoso y una localidad pintoresca al otro lado. Entonces, el cristal se divide y cruje, mostrando sólo imágenes agrietadas de mí.

A pesar de mi alarma interior, extiendo una mano hacia las grietas y me echo hacia atrás al sentir el contacto. Aunque sabía que el cristal roto parecería metal esculpido y en él aparecería el ojo de una cerradura, me sorprende. Ha pasado mucho tiempo desde que viajé a través de un espejo.

En el reino humano, un espejo puede llevarte a cualquier lugar del mundo mientras al otro lado haya otro espejo lo bastante grande como para pasar a través de él.

En el País de las Maravillas también se viaja a través de espejos pero las normas son diferentes. Allí, el cristal te puede llevar a cualquier lugar del Reino de las Profundidades, haya espejo al otro lado o no, pero hay una norma básica: no puedes viajar a través de un espejo para ir de un reino a otro. El único modo de venir al reino humano desde el País de las Maravillas es a través de uno de los dos portales. Uno está situado en el castillo de Marfil y el otro en el Rojo. Y la única forma de llegar al País de las Maravillas desde aquí es a través de la madriguera del conejo, que sólo es de ida.

Sabiendo todo eso, no debería estar nerviosa. A donde sea que Chessie quiera que le siga es en el reino humano. Los dedos me tiemblan y apunto con la llave del cuello. La cerradura con forma de corazón de Jeb oscila justo debajo. Verla me hace imaginar lo que diría en esta situación.

Chessie es el ojito derecho de Morfeo. Esto podría ser una trampa

Debería echar un vistazo antes. Asomo la cabeza pero mantengo los pies firmemente en el suelo.

—Visualiza el lugar al que deseas ir —digo, utilizando lo que Morfeo me enseñó. Cierro los ojos, imagino el puente y la localidad que vi antes de que se rompiera el espejo, después inserto la llave en la cerradura y la giro.

Cuando vuelvo a mirar, el cristal es líquido. La ventana de agua se abre para iluminar el puente de metal. Las estrellas se reflejan en el río, y me dan la bienvenida, brillantes. Sea lo que sea, esto es hermoso.

Una mujer me llama la atención en la distancia. Camina hacia el puente por un montículo cubierto de hierba. Ahogo un jadeo asustado. Incluso bajo la luz de la luna reconozco el chándal negro y fucsia. Lleva la misma ropa que esta mañana cuando me fui al instituto.

Mamá.