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Viena, 30 de octubre de 1788

El día 24, la representación de Don Giovanni sólo había suscitado indiferencia. Tras haber ofrecido a su hermano Puchberg, el 27, un trío para piano, violín y violoncelo[207], obra tranquila y más bien pequeña que satisfizo al comerciante, Wolfgang se consagró a sus obligaciones oficiales componiendo dos contradanzas[208] destinadas a los bailes de la sociedad vienesa, que deseaba aturdirse olvidando sus angustias. Nadie estaba seguro de que la guerra fuera a tener una feliz conclusión, y se murmuraba que la salud del emperador empeoraba. ¿Durante cuánto tiempo danzaría Viena en las salas del Reducto? Si el islam triunfaba, prohibiría el canto, la música y las risas.

—¡Mozart! —exclamó Emmanuel Schikaneder, con quien el compositor, sumido en sus pensamientos, se cruzaba sin verlo—. Venid, os invito a tomar un trago.

Con su abundante y rizada cabellera negra, su rostro truculento de mentón hendido y su confortable panza, Schikaneder, hombre de teatro y francmasón, respiraba buen humor.

—No está mal, vuestro Don Giovanni pero no es lo bastante ameno.

Los vieneses no quieren pensar, sólo divertirse. Dentro de un mes, mi esposa Éléonore[209], que ha fundado su propia compañía ambulante, se instalará en el teatro Auf der Wieden. Le daré los consejos necesarios y creo que tendrá éxito. No es fácil, en este momento, a causa de la maldita guerra. Muchos aristócratas con fortuna se dejan matar en el campo de batalla, y carecemos de dinero para el teatro y la música. Pero saldremos de ésta, ¡creedme! A fin de cuentas, no serán esos bárbaros quienes acabarán con nuestro emperador. Tenemos que volver a vemos para hacer algo juntos. ¡Yo tengo muchos proyectos! En cuanto la situación mejore, pondremos manos a la obra.

Viena, 3 de noviembre de 1788

Mientras seguía representándose Don Giovanni, Mozart sufría el desgaste de la crítica. «Gran afición a lo insólito y lo difícil», estimaba el Cramers Magazin der Musik. Y el gran especialista Alois Schreiber asestaba, en las Dramaturgische Blätter de Frankfurt, órgano intelectual que se consideraba, a sí mismo, indiscutible: «¡Una ópera más que aturde a nuestro público! Mucho ruido y fasto para asombrar a las multitudes. Para la gente cultivada, sólo sosería e insipidez.» «Asombrar a las multitudes…», ¡qué ajeno al músico era ese designio! Dolorido por tanta tontería y tanta maldad, Mozart conservaba, sin embargo, la fe en su obra, traducción de su andadura iniciática. Tras haber conocido el éxito y el fracaso, no se dejaba embrujar por el uno ni por el otro. Lo esencial era seguir el camino que se trazaba, día tras día, hacia el templo donde reinaba la Luz. Al igual que los antiguos Maestros de Obras, no se contentaba con soñar, sino que construía con el material que dominaba, la música.

Viena, 5 de noviembre de 1788

—¡El emperador ha regresado! —anunció Anton Stadler a Mozart, que estaba componiendo diez danzas alemanas[210].

—¿Se habla de victoria?

—Desgraciadamente, no… ¡Pero tampoco de derrota! Nuestras tropas resisten, su moral sigue alta. Son conscientes de que forman la última muralla entre nosotros y la barbarie. Hoy, al menos, hay una certidumbre: no retrocederemos ante el fanatismo. ¿No es éste uno de nuestros deberes de francmasones?

—¿Por qué ha abandonado el frente José II?

—Al parecer, ha contraído una grave enfermedad.

—Dicho de otro modo, los depredadores se acercan a su trono.

—Hay un favorito: su hermano Leopoldo II, gran duque de Toscana, donde puso fin a la Inquisición. Una buena señal, ¿no?

—José II es un hombre extraño y torturado —afirmó Wolfgang—. Sin prohibir la francmasonería, la ha uncido a un yugo. Aun predicando una política liberal, se censura a sí mismo. Adversario declarado del papa y de la intransigencia católica, permite sin embargo que el arzobispo de Viena discuta su reforma. Por nuestro lado, el balance no parece muy brillante.

—¡Seguimos vivos y celebramos nuestro rito! ¿Qué más podemos pedir?

—Una verdadera libertad.

—¡Pides demasiado!

Viena, 12 de noviembre de 1788

Aunque seguía ignorando qué enemigo encarnizado había entablado un proceso contra él, la situación financiera de Mozart vivía una mejoría. Gracias a las sumas prestadas por su hermano Puchberg, conseguía frenar el procedimiento. Antes o después, demostraría su inocencia y saldría de aquel avispero.

Su hermano Artaria había publicado tres tríos con piano, con lo que le había conseguido algo de dinero. Y, sobre todo, el barón Gottfried van Swieten no lo abandonaba. Gran admirador de Johann Sebastian Bach, deploraba bastante el olvido en el que había caído aquel inmenso genio como para no desdeñar la angustia de un Mozart que ya no gustaba a los vieneses.

De modo que Van Swieten le propuso reinstrumentar Acis y Galatea[211], una pastoral de Haendel, otro compositor al que veneraba, y dirigirla en su beneficio en la sala Jahn. Modestas ganancias y humilde trabajo, es cierto, pero a Wolfgang le satisfizo realizarlo.

Viena, 15 de diciembre de 1788

Durante la representación de Don Giovanni, el sillón de José II permaneció vacío.

El público, escaso, se mostró gélido.

Lorenzo da Ponte se acercó a Mozart.

—Aun enfermo, el emperador sigue reinando a solas. Él, y solamente él, toma las decisiones importantes. He tenido la suerte de poder hablarle y le he rogado que apoye la vida cultural, tan importante para los vieneses.

—¿Qué opina de Don Giovanni?

—Estima que la ópera es divina, pero que no es un plato para el paladar de sus vieneses.

—¡Démosles tiempo para saborearlo!

—No tendremos ese tiempo, querido Mozart.

—¿Qué queréis decir?

—Dada la falta de éxito, esta noche ha sido la última representación de Don Giovanni. La obra es retirada definitivamente del cartel —deploró Da Ponte alejándose.

A Mozart ya sólo le quedaba producir doce minuetos[212] para los bailes del Reducto y limitarse al oscuro papel de un músico de corte.

—No vas a renunciar, espero… —le preguntó Thamos el egipcio, poniéndole la mano en el hombro.

—¿No será demasiado poderosa la adversidad?

—Sean cuales sean las dificultades, ¿no debes consumar tu Número, el del ser que revelará la Luz de los sacerdotes y las sacerdotisas del sol?

Wolfgang vivía de aquella esperanza y quería hacerla real.

—No renunciaré —prometió.