Viena, 2 de agosto de 1788
Según unos conocidos salzburgueses, de paso por Viena, Nannerl destilaba nuevo veneno al afirmar que su hermano Wolfgang no ocupaba puesto oficial alguno, ya no le escribía desde la muerte de su padre, malgastaba el dinero, no se comportaba como un buen padre de familia, no trabajaba en absoluto y se abandonaba a una ociosidad que alentaba su esposa, sobre la que podían decirse muchas cosas.
Deseando evitar una pelea definitiva, Wolfgang redactó una misiva para restablecer la verdad:
Querida hermana:
¡Tendrías razones para estar enojada conmigo! Pero ¿lo seguirás estando cuando la diligencia te haya llevado mis últimas composiciones para piano? ¡Oh, no! Espero que eso vuelva a poner las cosas en su sitio.
Puesto que estarás convencida de que realmente deseo, día tras día, toda suerte de cosas agradables para ti, me perdonarás que llegue con cierto retraso con mis deseos de buenas fiestas. Querida hermana, te deseo de todo corazón, con toda mi alma, todo lo que creas que va a serte lo más favorable, punto y final.
Querida hermana: no puedes dudar de que tengo muchas cosas que hacer, y sabes muy bien que soy un poco perezoso para escribir cartas.
Por lo que se refiere a mi servicio, el emperador me contrató en la Cámara, me decretó, pues, formalmente, de momento sólo con ochocientos florines. Pero nadie más de la Cámara recibe tanto.
Wolfgang habló también de las representaciones de Don Giovanni y rogó a Nannerl que le mandara las partituras de varias obras religiosas de Michael Haydn que deseaba estudiar. Pero, a petición de Constance, no se refirió al terrible luto que acababa de afectarle.
Viena, 10 de agosto de 1788
La comunidad de los Maestros, reunida en la Cámara del Medio, juzgaba al Compañero separando lo puro de lo impuro, el espíritu iniciable del individuo mortal. El superviviente del Fuego vivía una nueva vida, y ya no se trataba de don Juan. Tras aquel temible combate, nacía un nuevo Maestro.
Así comenzaba la última sinfonía[202] de la trilogía iniciática concebida por Mozart. El movimiento lento evocaba la construcción, luminosa y serena, de aquel nuevo Maestro. Levantándose fuera de la muerte, era recibido en la Cámara del Medio y contemplaba los grandes misterios.
Ascendiendo hacia el Oriente, recibía allí la fuerza de los Sabios, que expresaba el tercer movimiento. Y el alegro final daba testimonio de la alegría casi sobrenatural vinculada a ese extraordinario acontecimiento.
Sin duda, ningún vienés oiría nunca aquellas tres sinfonías, cuya composición, respondiendo a una exigencia interior, había sido fulgurante.
Al leer las partituras, Thamos las oyó resonar mucho más allá de las fronteras de Austria.
Unas fronteras tan amenazadas que el músico no vaciló en comprometerse una vez más, escribiendo un canto patriótico destinado a los niños, «¡Al partir hacia la guerra, fiel a la llamada del emperador[203]!».
Viena, 24 de agosto de 1788
A las cuatro de la tarde, tres jóvenes actores daneses visitaron a Mozart, cuya reputación los fascinaba. Mientras Constance cortaba algunas plumas para el copista encargado de propagar las partituras y un alumno intentaba componer, Wolfgang se sentó al piano e improvisó largo rato, con gran júbilo de sus visitantes.
Terminado el recital, se volvieron hacia el jardín de donde brotaba la voz de un muchachito de cuatro años que cantaba unos recitativos.
—Es mi hijo Karl Thomas —dijo Wolfgang con orgullo.
—¿No se trata de algunos pasajes de vuestro fabuloso Rapto del serrallo? —preguntó uno de los daneses.
—¿El rapto? ¡Una chapuza!
El copista fue a buscar sus plumas, Wolfgang corrigió el comienzo de sonata, una pifia, de su alumno, Gaukerl pidió una galleta, Karl Thomas su merienda y los visitantes, pasmados por lo que habían oído, regresaron a Dinamarca.
Viena, 27 de septiembre de 1788
Agotado por la fiebre creadora que había animado la composición de sus tres sinfonías, Wolfgang consagraba el final del verano a su familia y los trabajos de su logia. Dados el alejamiento del emperador y la guerra contra los turcos, gozaba de cierta calma. Los hermanos estudiaban los símbolos fundamentales, como la regla, la escuadra y el compás, las tres Grandes Luces de la francmasonería.
Wolfgang visitaba a menudo al Venerable Ignaz von Born, a quien la ciática había dejado prácticamente inválido. De todos modos, proseguía sus investigaciones alquímicas y egiptológicas, gracias a los elementos proporcionados por Thamos, y no dejaba de aportar mejoras a los rituales. Puesto que Viena escapaba a las elucubraciones de los altos grados, los hermanos presentes hacían más profundos el Aprendizaje, el Compañerismo y la Maestría.
El 2 de septiembre, Wolfgang había anotado en su catálogo diez cánones vocales[204], dos de inspiración religiosa, dos sentimentales y cinco de espíritu procaz cantados en compañía de Stadler y otros hermanos aficionados al buen vino y a las bromas subidas de tono.
Mientras los problemas financieros iban calmándose y el editor Artaria ponía a la venta su trío para clarinete, viola y piano[205], Wolfgang terminó otro[206] que regaló a su hermano Puchberg.
Hacía balance de sí mismo y del concepto de su arte. Gravedad, tensión, pero también sonrisa y una energía intacta al salir de una serie de pruebas que podrían haberlo destruido. ¡Y qué placer remitirse al inmenso Johann Sebastian Bach para crear su propia sustancia musical!
La claridad prevalecía sobre la tristeza, el canto se unía al rigor del contrapunto y la serenidad triunfaba sobre la angustia. Puchberg quedaría encantado con el alegre rondó final, que retomaba un tema popular.
Lyon, 10 de octubre de 1788
El escándalo era enorme, pero los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa, a las órdenes de su Gran Profeso, Jean-Baptiste Willermoz, se pusieron de acuerdo para que no estallara y se limitase a su círculo, observado con esperanza por numerosos francmasones.
Muchos reconocieron que deberían haber escuchado las advertencias de Thamos el egipcio, que les desaconsejaba el vagabundeo místico de los altos grados concebidos por Willermoz.
Pese a las predicciones del Agente desconocido con el que sólo él mantenía contactos íntimos, el Profeta seguía sin aparecer entre sus fieles.
Y aquel Agente no era ya desconocido.
Se trataba de un ser de carne y hueso, y precisamente de una mujer, la señora de La Valliére, canóniga del capítulo de Remiremont. Muy cultivada, apasionada por la numerología, la noble dama había sido iniciada por su hermano Willermoz en el magnetismo benefactor y se expresaba durante unos trances a los que él asistía tomando nota.
Si sus profecías se hubieran realizado, los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa habrían participado en la construcción de la Nueva Jerusalén. Pero Lyon seguía siendo Lyon, la violencia se instalaba en la sociedad francesa y la Iglesia se convertía en blanco de ideólogos fanáticos de los que podía esperarse lo peor.
Los sueños de los Profesos se disipaban y dejaban paso a la triste realidad. Tal vez habría sido mejor aliarse sinceramente con la Estricta Observancia templaría y no burlarse de sus dirigentes demasiado crédulos. Por lo que se refiere a la francmasonería francesa, vacilando entre la defensa del Antiguo Régimen y los nuevos movimientos intelectuales, ¿tenía realmente futuro?