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Viena, 10 de junio de 1788

Tras diversos problemas con el propietario, Wolfgang y Constance habían decidido abandonar su domicilio y trasladarse a «Las Tres Estrellas», en el número 135 de Währingerstrasse[191], en un apartamento que daba a un jardín que encantó a toda la familia. Gaukerl tendría derecho a corretear por allí, y la pequeña Theresia podría jugar con su hermano.

—¿No te molesta vivir en las afueras? —se inquietó Constance.

—A fin de cuentas, no tengo demasiadas cosas que hacer en la ciudad. Si es necesario, tomaré un coche de plaza. Y tú, ¿serás feliz aquí?

—¡Por supuesto!

Gaukerl se metió entre su dueño y su dueña. Si querían abrazarse, tendrían que acariciarlo a él primero.

Dominado por su gran proyecto sinfónico, Wolfgang apreciaba aquel nuevo marco, tan apacible, donde trabajaría con tranquilidad.

Viena, 16 de junio de 1788

Mientras se representaba de nuevo Don Giovanni, el cielo cayó sobre la cabeza de Mozart.

¿Cómo el fisco y un oscuro organismo de Estado podían acusarlo de haber acumulado una enorme deuda, que era casi una apropiación indebida, e iniciarle un proceso que podía arruinarlo y sumir a su familia en la miseria? Lo amenazaban con embargar su salario y todos sus bienes, poner fin, pues, a su carrera.

Ahorrativo y muy apegado a la buena gestión, el emperador lo expulsaría de la corte.

Todos los teatros y todas las salas de concierto se le cerrarían para siempre, y ningún editor, por muy hermano que fuera, publicaría ya sus obras.

¿Por qué esa increíble injusticia? ¡Un error…! ¡Un estúpido error! ¡No, querían destruirlo y librarse definitivamente de él! ¿Salieri y su pandilla o alguien contrario a la francmasonería? En todo caso, el adversario tenía influencias y sabía utilizar los mecanismos de la administración.

Aparentemente, el golpe resultaba fatal. Pero ¿cómo podía Wolfgang renunciar a crear? Más exigente que cualquier otra cosa, su vocación y su misión le impedían bajar la cabeza y doblar el espinazo. Al autor de Don Giovanni no le faltaba valor ni potencia. Tenían intención de derribarlo, pero él saldría fortalecido de aquella prueba destinada a destruirlo.

Primero era preciso apagar el incendio y detener el proceso pagando las sumas necesarias sin desequilibrar su presupuesto. Por tanto, tenía que pedir un préstamo y pagarlo a medida que el éxito le sonriera de nuevo.

Para no atormentarla, no le diría nada a Constance. El único interlocutor posible era Puchberg, al que escribió de inmediato.

Honorabilísimo hermano:

Queridísimo, excelente amigo. La seguridad de que sois mi verdadero amigo y de que me sabéis un hombre honorable me alienta a abriros mi corazón y a dirigiros la siguiente demanda. Con mi innata sinceridad, iré directamente al grano, sin perderme en hermosas frases.

Si tuvierais la bondad y la amistad de socorrerme durante uno o dos años con uno o dos miles de florines, a cambio de intereses apropiados, me ayudaríais a labrar mis tierras. Sin duda advertiréis vos mismo que es cierto y verdadero que sólo se puede malvivir, o que incluso es imposible existir si debes esperar una entrada de dinero tras otra.

Si no se tiene cierta reserva mínima indispensable, queda excluido tener en orden los propios asuntos. Con nada, nada se obtiene… En esta circunstancia, muy importante para mí, os he dejado ver, pues, por completo mi corazón y os he considerado un verdadero hermano —pues sólo a un hermano puede hablársele con franqueza—, espero con impaciencia una respuesta favorable. Considerad, pues, mi carta como el verdadero testimonio de mi total confianza en vos, y seguid siendo para siempre mi amigo y hermano, como yo lo seré hasta la tumba.

P. D. ¿Cuándo tocaremos un poco de música en vuestra casa? ¡He escrito un nuevo trío!

¿Comprendería Puchberg que su ayuda permitiría a Mozart trabajar con el espíritu libre y el corazón ligero?

Viena, 17 de junio de 1788

Johann Michael Puchberg, comerciante de textiles, llevaba muy bien sus cuarenta y siete años. Se había vuelto a casar el año anterior y presumía de vender las más hermosas sedas de Viena y unos admirables terciopelos, sin olvidar magníficas colecciones de cintas, guantes, pañuelos y demás artículos apreciados por la buena sociedad.

Muy orgulloso de su hermosa tienda de Hohermarkt, Puchberg también lo estaba de su apartamento, situado muy cerca, en una hermosa morada perteneciente al conde Franz-Xaver Walsegg-Stuppach, un extravagante aficionado a las partituras que compraba a compositores más o menos conocidos y que firmaba con su nombre.

Puchberg, francmasón desde 1773, había «viajado» por varias logias de Viena y había conocido a Mozart en La Beneficencia, poco después de su iniciación. Le gustaba mucho aquel joven creador fogoso y con talento, cuyas obras, a veces difíciles, le complacían. Excelente hermano, Wolfgang desarrollaba ideas que la mayoría no comprendían, pero su seriedad merecía respeto. Servirle de banquero y ayudarlo no molestaba a Puchberg. Sin embargo, aquella carta lo había dejado pasmado. ¿Por qué, de pronto, Mozart necesitaba semejante suma?

Sin duda era un momento de pánico debido a la situación que engendraba el conflicto contra los turcos. Los negocios iban mal. La aristocracia se consagraba a la guerra y ya no pensaba en conciertos, la vida cultural se reducía al mínimo. Mozart tendría que apretarse el cinturón, pues.

Puchberg decidió prestarle doscientos florines.

Viena, 22 de junio de 1788

Momentáneamente salvado por su hermano, Wolfgang había frenado un procedimiento que no por ello se había interrumpido. Pasarían meses, años incluso, antes de llegar a un término que, no lo dudaba, le sería favorable. No había nada que pudiera reprochársele, así que, ¿cómo podían condenarlo?

A Puchberg, aficionado a la música de cámara, le mandó el manuscrito de un trío para piano, violín y violoncelo[192], para darle las gracias. En mi mayor, tono que Wolfgang utilizaba pocas veces, aquella extraña obra era más bien severa, y ni siquiera el final, con su intermedio central en do menor, ofrecía demasiada alegría.

En cambio, la sonata para piano[193] que nació ante el jardín de su nuevo apartamento mostraba la limpidez de una apacible fuente.

Thamos tuvo el privilegio de escuchar aquella pequeña maravilla, al igual que el perro Gaukerl, instalado en sus rodillas. ¿Cómo el alma de Mozart podía emprender el vuelo hacia semejantes paraísos, donde no penetraba la mediocridad humana?

—Con el pseudónimo de Decius —le dijo el egipcio a Wolfgang—, nuestro hermano Karl Leonhard Reinhold publica una obra interesante, Los misterios hebreos o la antigua francmasonería religiosa. Demuestra que Moisés, cuyo nombre jeroglífico, Mes, significa «el que ha nacido», fue iniciado en Egipto.

—¡Reinhold escuchó vuestras enseñanzas y atraerá, así, la ira de la Iglesia!

—Aunque no sea bueno decirla en estos turbulentos tiempos, ¿no debe resplandecer la verdad en un momento u otro?

Viena, 26 de junio de 1788

Tres días después de la reposición de Don Giovanni, Wolfgang inscribió en su catálogo la sinfonía que acababa de consagrar al Aprendizaje[194], una pequeña marcha en re mayor[195], su última sonata[196] y un Adagio y fuga para cuerda[197] donde, comulgando con el espíritu de Johann Sebastian Bach, transcribía todo el rigor de la prueba que estaba viviendo. A través de la severidad de la escritura y del carácter lacerante, casi violento, del desarrollo desprovisto de florituras, se declaraba dispuesto a afrontar su destino.