Viena, 2 de junio de 1788
Mientras se representaba en el Burgtheater una ópera de Alfonsi, que incluía una aria de bajo escrita por Mozart[187], el conde de Pergen cenaba con el príncipe Karl von Lichnowsky.
—Al parecer, sois uno de los alumnos de Mozart.
—Tal vez no soy el más dotado, pero hacer un poco de música me divierte.
—¿Satisfecho con vuestro profesor?
—¡Nadie se parece a él! Mis defectos le exasperan, así que siempre acaba expulsándome del piano para hacer una genial improvisación de la que yo soy el único oyente.
—Por desgracia, ese compositor de gran talento tiene muchos problemas financieros, según me han dicho.
—Ah… lo ignoraba.
—Os pido discreción absoluta, príncipe Von Lichnowsky.
El interpelado se extrañó.
—¿Por qué esa exigencia?
—Porque lo sé todo de vos.
—Todo… ¡No comprendo!
—Vuestra pertenencia a la francmasonería, vuestras amantes, vuestras malversaciones… Todo. Pero estoy dispuesto a olvidarlo y a no arruinar vuestra reputación si me ayudáis en silencio.
—¿Ayudaros… a qué?
—A informarme de lo que sepáis sobre Mozart y a hacer correr algunos rumores sobre él.
—¿De qué clase?
—El emperador es un gestor ahorrativo y detesta a los manirrotos. No le gustaría descubrir que Mozart está lleno de deudas y que se comporta de un modo irresponsable.
—Pero ¡eso es falso!
—Y a vos ¿qué os importa?
—De todos modos, es…
—¿Vuestro hermano de logia? Siempre habéis jugado vuestra carta personal, príncipe Von Lichnowsky, y seguiréis haciéndolo.
—¿Por qué ensuciar a Mozart?
La mirada del conde de Pergen se volvió punzante.
—No hagáis preguntas y limitaos a obedecerme. Me ayudaréis a deshonrarles y a empobrecerlos. El fisco le dará algunos golpes, luego un proceso lo condenará a devolver una enorme suma[188].
—¡Pero es un hombre honesto!
Joseph Anton sonrió.
—Especialmente vulnerable, pues.
Viena, 3 de junio de 1788
Wolfgang estaba perdido.
Sus tres quintetos por suscripción no tenían éxito alguno y casi no le supondrían nada de dinero. Dadas las circunstancias económicas y políticas, Viena ya no se interesaba en obras cuyas dificultades técnicas desalentaban a los músicos aficionados. Van Swieten, uno de los raros apoyos del compositor, le aconsejó que no renunciara. Publicó, pues, en la Wiener Zeitung el siguiente anuncio: «Teniendo en cuenta el reducidísimo número de suscriptores, me veo obligado a retrasar la publicación de mis tres nuevos quintetos hasta principios del mes de enero. Es posible suscribirse aún por la suma de cuatro ducados o dieciocho florines vieneses, en casa del señor Puchberg.»
Ningún concierto, ninguna venta de partituras, el fracaso de Don Giovanni… El porvenir material se ensombrecía. Era preciso pagar a dos sastres, el de Constance y el suyo, las medicinas, al farmacéutico, al zapatero, al vendedor de vino y a algunos proveedores más.
Sólo había una solución: apelar a Puchberg, que servía de banquero a la familia Mozart. Le pidió, pues, cien florines.
—No te preocupes —le aconsejó Constance—. Sólo es una mala racha.
Y si es indispensable reducir nuestro tren de vida, seremos felices de todos modos.
—¡Ni hablar de rebajamos! Seguirás llevando hermosos vestidos, y ni a ti ni a nuestros hijos os faltará nada.
Wolfgang no hablaba de las preocupaciones materiales a Thamos ni a Von Born, que no tenían por qué soportar aquel peso. Él debía asumir, a solas, aquella prueba.
Puesto que no encontraba todavía el tema central de su tercera ópera ritual, comenzó la primera de las tres sinfonías que quería consagrar a la andadura iniciática. Nadie se las había encargado, tal vez nunca se tocarían en Viena, pero no importaba. Nacían de una exigencia interior y darían testimonio de su experiencia en el camino del conocimiento.
El primer tiempo de aquella trilogía[189] evocaba, a la vez, el grado de aprendiz y las cualidades necesarias para cumplir correctamente aquella función en el interior de la logia.
La monumental construcción se abría, de modo sorprendente, con un adagio de gran solemnidad que servía de pórtico a las tres sinfonías. Luego venía el primer alegro, el del descubrimiento del camino, del deseo de hablar la lengua de los símbolos y comulgar con ellos. Descubrimiento esencial: sólo una inquebrantable voluntad, que correspondía a la Perseverancia del Gabinete de Reflexión, permitía caminar hacia la Luz.
Como enseñaba el Andante con moto, esa Perseverancia se alimentaba de una renuncia a la precipitación y a la impaciencia. Naturalmente, subsistía la inquietud: «¿Seré capaz de ir hasta el final de la Búsqueda iniciática?»
Los siguientes movimientos[190], muy breves, incitaban al Aprendiz a no permanecer inmóvil contemplándose a sí mismo, a seguir hacia adelante, a desarrollar su propio poder progresando a toda costa, gracias al entusiasmo, virtud de origen divino que transformaba al individuo en Hermano. Dios despreciaba a los tibios, el deseo de iniciación no destruía ni oprimía, sino que liberaba.