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Viena, 3 de enero de 1788

Tras haber pasado las fiestas de fin de año en familia, y mimado a Theresia, que se había convertido en el centro de atención, Wolfgang compuso los dos primeros movimientos de una sonata[172], un alegro dinámico donde demostraba la asimilación del estilo de fuga de Johann Sebastian Bach, y un andante apacible y sereno primero, atravesado luego por choques y dolorosos interrogantes, antes de regresar a la calma. Le añadió el rondó, extrañamente lento, con sus escapadas hacia la luz del más allá, compuesto en 1786, y formó así un conjunto que envió a su hermano y editor Hoffmeister para cubrir una pequeña deuda.

Luego se dirigió a casa de Lorenzo da Ponte, siempre abrumado de trabajo.

Don Giovanni tuvo mucho éxito en Praga, ¿no es cierto?

—Cuento con vos para que me ayudéis a conseguir que se represente en Viena —dijo Wolfgang.

El abad hizo una mueca.

—No será fácil.

—Ahora ocupo un puesto en la corte y…

—¡Lo sé, Mozart, lo sé! Pero vuestro papel sólo consiste en proporcionar música de baile. La ópera es dominio de Salieri y sus amigos. Y además, con todos esos rumores de guerra, sin duda los vieneses no tienen ganas de asistir a una tragedia como la de Don Giovanni. Prefieren reír y divertirse.

—¿Acaso no hemos escrito un «drama jocoso»?

—En cierto modo… Os prometo desplegar los esfuerzos necesarios, sin garantizar los resultados.

Viena, 4 de enero de 1788

—Si Da Ponte se muestra reticente —le dijo Thamos a Wolfgang—, actuaré por mi cuenta. La tarea será ardua, pues los mediocres están celosos de tu éxito en Praga. Además, la atmósfera es más bien siniestra. Esta vez, el conflicto con los turcos parece inevitable.

—Si les dejamos el campo libre, destruirán Europa, y cualquier forma de arte, especialmente la música, será prohibida.

—José II comprende que debe actuar como defensor de la civilización. Aunque, a diferencia de los prusianos, no sienta afición alguna por la guerra, no retrocederá. Es preciso también que el juego de las alianzas funcione y el Imperio austríaco no se encuentre paralizado ni aislado.

—Los francmasones, y yo en particular, lo apoyaremos abiertamente.

—Esta actitud calmará los ardores del servicio secreto que se encarga de combatirlos. Para devolver el brillo a la francmasonería, en vísperas de un período dramático, te propongo confiar a la logia La Esperanza Coronada[173] la organización de un gran concierto, el 12 de enero, con ocasión de las bodas del archiduque Francisco. Serás uno de los músicos, en compañía de algunos profanos que se codearán con los hermanos y advertirán que son excelentes súbditos del emperador y no temibles agitadores.

Viena, 13 de enero de 1788

—¡Buena jugada! —exclamó Joseph Anton al leer la prensa—. La logia La Esperanza Coronada ha conseguido una buena reputación gracias a un concierto al que asistieron numerosos francmasones y notables vieneses. ¿Los hermanos? Son buena gente, tolerante, que respetan el Estado y la Iglesia, favorables a las artes y las ciencias, en resumen, ¡unos angelitos adornados con todas las virtudes!

—Una peripecia sin importancia —objetó Geytrand.

—¡No lo creas! La nobleza vienesa está encantada y se derrumban muchas prevenciones. ¿Y quién fue el gran vencedor de esa soberbia velada? ¡Mozart, claro está! Lo ha manipulado todo para aflojar la tenaza y lo ha conseguido de un modo magistral.

Anton perdía pocas veces su sangre fría. Su cólera sorprendió a Geytrand, falto de argumentos tranquilizadores.

—Mozart nos declara la guerra —concluyó el conde de Pergen—. No sabe quiénes somos, pero siente nuestra presencia y comprueba la eficacia de nuestras acciones. Esta vez, él toma la iniciativa. Pero ese triunfo será pasajero.

Viena, 27 de enero de 1788

Desde el 6 de enero, que señalaba el comienzo del período de carnaval, de las nueve de la noche a las cinco de la madrugada, el jueves y el domingo, tres mil personas se apretujaban en la pequeña y en la gran sala del Reducto, en el palacio imperial de Viena. Se bebía, se comía, se disfrazaban y revoloteaban a los sones de las danzas y las contradanzas de Mozart, especialmente Das Donnerwetter[174] y La Bataille[175], cuyo dinamismo guerrero reconfortaba a los jaraneros.

El día de su aniversario, Wolfgang ofreció a la alegre concurrencia seis danzas alemanas para orquesta[176] que encantaron al público. El emperador no se había equivocado al contratar a aquel músico de talento, capaz de distraer al gran público haciéndole olvidar sus preocupaciones.

Ligereza, despreocupación, alegría: ésas parecían ser las cualidades de Mozart, presentes en El rapto del serrallo y, por desgracia, ausentes de Las bodas de Fígaro.

—Teníais razón —le dijo Wolfgang a Thamos—. La tontería dirige el mundo.

Viena, 28 de enero de 1788

Thamos vigilaba los alrededores desde la puesta de sol. El éxito del concierto organizado por la logia La Esperanza Coronada había provocado, sin duda, la cólera del servicio secreto encargado de espiar a los francmasones.

En pleno invierno, era fácil descubrir a eventuales espías, obligados a morirse de frío o a dar algunos pasos para entrar en calor. A priori, nadie podía sospechar que la condesa Thun albergara Tenidas secretas. El egipcio, desconfiado, prefería asegurarse de ello.

Ignaz von Born cruzó en primer lugar el porche, seguido por Stadler, Mozart y Jacquin. Otto von Gemmingen fue el último en llegar.

No había moros en la costa.

Para Mozart, aquella Tenida era fuente de esperanza. En el corazón de aquel grupito, reunido en un templo dispuesto por la condesa Thun y dos de sus hermanas, se elaboraba la iniciación de mañana. Thamos desvelaba pasajes del Libro de Thot que incluso las logias ignoraban. Procedentes de los santuarios del Antiguo Egipto, los textos rituales daban una insospechada magnitud a los grados de Aprendiz, de Compañero y de Maestro, cuya reformulación requeriría mucho tiempo aún. Y la iniciación femenina se reavivaba.

Tras una exaltante velada, la condesa se dirigió a Mozart:

—¿Puedo pediros un favor?

—Espero estar en condiciones de concedéroslo.

—El príncipe Karl von Lichnowsky, uno de vuestros hermanos de la difunta logia La Beneficencia, desearía convertirse en vuestro alumno. Detestáis enseñar, lo sé, pero ¿aceptaríais a este postulante?

—Puesto que es vuestro deseo, hermana, ¿cómo negarme?

—Para seros del todo franca, el príncipe parece interesar mucho a una de mis hijas, por la que él no se muestra indiferente. Ni mi marido ni yo nos opondríamos a esa unión. En contacto con vos, el príncipe sólo puede mejorar.

—¡Sólo soy un lamentable profesor!

La condesa sonrió.

—Vos sois Mozart.