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Don Giovanni, acto segundo, escenas de la una a la tres

Encarnados por doña Ana, don Octavio y doña Elvira, los Tres Grandes Pilares, Sabiduría, Fuerza y Belleza, han identificado al asesino del Maestro de Obras —recordó Thamos—. Sin embargo, el Compañero perjuro criminal, don Juan, se niega a reconocer su falta y sigue luchando, seguro de que su poder derribará todos los obstáculos y saldrá indemne de esta aventura.

—Al comienzo del segundo acto —intervino Wolfgang—, Leporello, por mucho que sea el Primer Vigilante, no quiere permanecer junto a ese Compañero indigno, y prefiere abandonarlo a su suerte. Si no se tratara de un ritual iniciático, el dueño dejaría que su criado partiera y contrataría a otro, más dócil. Pero el Compañero, sin su Primer Vigilante, no podría avanzar. Ruega, pues, a Leporello que hagan las paces, por cuatro doblones, es decir, el Ocho, armonía perfecta.

—Ya ha llegado el momento de asociar de un modo indeleble al iniciador y a su discípulo —decretó Thamos—. Don Juan no renuncia a conquista alguna, a ningún aspecto de la multiplicidad y, a pesar de sus fracasos, se obstina en aumentar su lista seduciendo a la camarera de doña Elvira. Puesto que no puede presentarse ante ella con su intimidante aspecto de gran señor, propone a Leporello que cambie con él sus ropas.

—Éste acepta —prosiguió Wolfgang, divertido—, porque así manipula al Compañero por la buena causa. Naturalmente, la que aparece en la ventana no es la camarera de Elvira, sino la propia Elvira. Encarnación de la Armonía, concede su perdón a don Juan, a Leporello, en realidad, cuya voz es idéntica. Y el Compañero, creyendo dominar la situación, piensa que no existe talento más fértil que el suyo.

—«Tenéis una alma de bronce», le dice el Primer Vigilante. Henos aquí muy lejos del oro alquímico, y don Juan, entregado al éxito de su manipulación, aconseja a Leporello que se aleje en compañía de Elvira.

—«¿Y si me reconoce?», finge inquietarse el Primer Vigilante.

—«Si no lo desea ella no te reconocerá», afirma, lúcido, el Compañero. De hecho, Elvira, «llena de fuego», y Leporello, «hecho cenizas», huyen después de que don Juan, atreviéndose a amenazar a su Primer Vigilante, le anuncia que está muerto.

—Tiene, pues, el campo libre —advirtió Wolfgang—, y puede cantar su serenata… ¡Ante las ventanas de la logia!

—Tiene tres, que corresponden a las palabras de los Antiguos y filtran la luz del más allá. En el libreto, no harás que en esas ventanas aparezca mujer alguna, y el Compañero no dirigirá sus palabras a ningún ser humano, sino al Amor y a la Muerte.

—«Por favor (dice), asómate a tu ventana, amada mía. Por favor, ven a consolar mi llanto. Si te niegas a darme algún consuelo, quiero morir ante tus propios ojos. Tú, cuya boca es más dulce que la miel, tú, que llevas la dulzura en lo más hondo del corazón, no seas cruel conmigo. ¡Déjame verte al menos, mi hermoso amor!»

—El Compañero no verá a nadie —dijo Thamos—. Es indigno del verdadero amor, más allá de la pasión y de la posesión.

—Esta aria marcará un giro en la ópera —decidió Wolfgang—. El Compañero implora la muerte ritual, pues sólo ella le permitirá alcanzar el verdadero amor que su lista, por larga que sea, no puede incluir.

París, 26 de junio de 1787

Johann Joachim Christoph Bode, nuevo jefe de los Iluminados y abanderado indefectible de la cruzada contra los jesuitas, llegó muy enojado a la capital de Francia, para recordar con firmeza sus posiciones a los Filaletes.

Salvar a la francmasonería exigía la inmediata expulsión de los gazmoños de todo pelaje y la adopción de ideas progresistas que impidieran a la Iglesia y a sus partidarios enturbiar los cerebros.

El Hospitalario de la logia de los Filaletes recibió amablemente a su hermano alemán.

—Me satisface acogeros en París. ¿Cómo puedo ayudaros?

—Deseo participar en el convento.

—¡Hermano mío, si terminó hace ya un mes!

—¿Recibisteis mi Memoria, donde revelo que la práctica de las ciencias secretas es una trampa tendida a los francmasones por los jesuitas?

—Bueno…

—¡No he venido para nada! —dijo Bode en un arrebato—. Abridme la puerta de las principales logias parisinas, yo les enseñaré la verdad.

El jefe de los Iluminados no ahorró esfuerzos y predicó la buena nueva con su habitual facundia.

Pero los resultados no estuvieron a la altura de sus expectativas. La mayor parte de los francmasones franceses, esclavos de su religiosidad y de su miserable respeto por el rey y la Iglesia, no se atrevían a afrontar la realidad.

Sensibles al discurso de Bode, algunos abandonaron sin embargo el conformismo y preguntaron al alemán cómo actuar. Sólo había una solución, dijo éste: crear grupos secretos de Iluminados donde los progresistas compararan sus ideas con vistas a propagarlas. Así, el vasto movimiento intelectual nacido en Baviera encontraría por fin su concretización y levantaría a todo un pueblo contra los poderes instituidos.

Viena, 13 de julio de 1787

Como todas las mañanas de la temporada estival, Wolfgang daba un largo paseo a caballo por consejo del doctor Barisani. Había adoptado una hermosa montura y el perro Gaukerl estaba encantado de acompañarlo.

El trabajo en el Don Giovanni le arrebataba tanta energía que el compositor apreciaba esos momentos de relajación durante los que respiraba a pleno pulmón, experimentando la sensación de devorar el espacio.

A pesar de ciertos accesos de fatiga, Constance vivía un embarazo apacible y se ocupaba a las mil maravillas de Karl Thomas, a veces gruñón y caprichoso. Sus padres intentaban darle una educación rigurosa e inculcarle el sentido del trabajo, para que se convirtiera en un adulto responsable. Leopold había trazado un camino que su hijo pensaba seguir. Un amor sin severidad privaba a un niño de la columna vertebral, una severidad sin amor le arrebataba el corazón.

Desaparecida Las bodas de Fígaro del repertorio vienés, El rapto del serrallo sería representada dos veces durante el mes de julio, y el editor francmasón Artaria pondría pronto a la venta el cuarteto para piano y cuerda en mi bemol mayor[156]. Pero el nombre de Mozart ya no brillaba en el firmamento de la capital del imperio, dominado por la gloria de Antonio Salieri, de tranquilizadora mediocridad.

Wolfgang ignoraba la envidia, pese a ser, desde hacía tanto tiempo, su víctima. Sólo contaba el impulso creador, capaz de romper las cadenas de la estupidez y de la bajeza. Pero ¿conseguiría llevar a don Juan hasta el Fuego secreto?