Viena, 9 de junio de 1787
Nuestro amigo el banquero Von Phuton ha sido muy amable —le dijo Geytrand a Joseph Anton—. Ante las disensiones, ha cerrado los trabajos de su logia sin fijar fecha para la próxima Tenida.
—¿Enfrentamientos graves o discusiones demasiado vivas?
—Enfrentamientos graves. Según Hoffmann, se está abriendo un profundo foso entre los partidarios de Von Born y sus adversarios. Los hermanos que desean estudiar la iniciación y el simbolismo se topan con los creyentes, satisfechos de celebrar las alabanzas del emperador, de predicar la caridad y de organizar buenos banquetes en los que se evita pensar. Von Phuton alienta vivamente esa última tendencia, pero ya no consigue imponer su autoridad. Desamparado, temiendo ver cómo su excelente reputación de banquero se degrada a causa de su pertenencia masónica, prefiere ver cómo su logia se extingue sin hacer ruido.
—Atractivo programa —juzgó Joseph Anton—. ¿Cómo reacciona Mozart?
—Está muy afectado por la muerte de su padre y hermano Leopold, que no frecuentó logia alguna desde su regreso a Salzburgo. Podéis sentiros satisfecho, señor conde. Gracias a los golpes que le habéis propinado, la francmasonería vienesa muere a fuego lento.
—Yo no estoy muy seguro de eso. Von Born actúa en la sombra, y los iniciados praguenses se burlan de nosotros. La victoria total no se ha obtenido aún, mi buen Geytrand.
Viena, 9 de junio de 1787
Al abrir los trabajos de la logia La Esperanza de Nuevo Coronada, el Venerable Maestro instituido se convertía en el tercer término que consumaba la unión del Sol al norte y la Lima a mediodía.
Así se reproducía, como en cada Tenida celebrada según la tradición, el milagro de la primera mañana. La creación flameaba de nuevo en su pureza original, y los humanos se transformaban en hermanos, con sus corazones unidos a los de los iniciados pasados al Oriente eterno.
Wolfgang vivió aquella Tenida de primer grado con especial recogimiento. Pensaba en Leopold, maravillado por el descubrimiento del templo, consciente luego de que aquel viaje del espíritu exigía demasiados esfuerzos. Al menos había conocido la piedra en bruto —materia prima del universo—, la piedra cúbica —el propio universo en armonía— y la piedra angular, fundamento de los Grandes Misterios.
Al contemplar el sello de su logia, en el que figuraban el nivel, la escuadra y una mujer sentada y coronada que simbolizaba la Esperanza, Wolfgang sintió una profunda gratitud hacia Thamos y la francmasonería. Aun imperfecta, ésta le había ofrecido la Luz. De acuerdo con su juramento, y fueran cuales fuesen los peligros, la defendería hasta su último aliento. No pertenecía a la raza de los traidores y los cobardes que huían en cuanto se anunciaba el primer peligro.
Los hermanos evocaron los incidentes acaecidos en La Verdad. Para unos, era un simple incidente del recorrido, sin importancia; para otros, un desastre imputable a la incompetencia del Venerable Von Phuton y al trabajo de zapa del arzobispo de Viena. Algunos pensaban, incluso, que La Verdad no volvería a abrir nunca más la puerta de su templo.
—¿Qué opinas, hermano Wolfgang? —le preguntó Otto von Gemmingen.
—¿Qué importan las pruebas y las amenazas si se sigue el camino de la rectitud? La iniciación es nuestra madre y nuestro padre, le debemos una fidelidad absoluta. Nunca le daremos tanto como ella nos ha dado.
Viena, 14 de junio de 1787
Al pensar en la excepcional relación fraterna que podría haber construido con su padre, Wolfgang le rindió un primer homenaje escribiendo a toda prisa Ein musikalischerl Spass[152], divertimento para dos trompas y cuarteto de cuerda en el que se burlaba de los compositores ignorantes, zafios y pretenciosos que Leopold, técnico de primera fila, tanto detestaba. Gracias a sus enseñanzas y a su rigor, su hijo había evitado aquellas trampas.
Pero esa música destruida y destructora no le dio satisfacción alguna. Su padre se merecía algo mejor.
Viena, 24 de junio de 1787
Siguiendo la recomendación de Constance, Wolfgang había escrito a su hermana Nannerl, el día 16, que su situación financiera no le permitía renunciar a la parte de la herencia que le correspondía. Sin embargo, habría preferido mil veces no mezclar aquel óbito con sórdidas cuestiones de dinero y dejárselo todo a su hermana. Sus dificultades actuales se lo impedían, y rogaba a Nannerl que actuara del mejor modo.
En aquel comienzo de verano, tan vacío, Wolfgang compuso un canto a la memoria de su padre, una Abendempfingung[153], celebrando la luz plateada de la luna, sol de la noche, en un cielo claro. Entre claridad y tinieblas, entre dos mundos, dirigía un adiós recogido al ausente, a quien volvería a ver al otro lado de la vida. Casi sin melodía, un simple lenguaje hablado, una confidencia sin angustia entre dos seres y dos hermanos que habían compartido tantos sufrimientos y tantos gozos.
Wolfgang escribió también un Lied muy breve, An Chloe[154], evocando a la vez a la mujer ideal que su padre había conocido y la esperanza de otra vida más allá de la muerte. Tono ligero, casi fútil, como si cierta despreocupación pudiera atenuar la crueldad del destino.
Una cena bien regada con su hermano Anton Stadler disipó el mal humor. Muy bien educado, sin embargo, el perro Gaukerl tuvo derecho a lamer los platos mientras el clarinetista contaba una sucesión de historias chuscas que divertían mucho al pequeño Karl Thomas.
—Nuestro hermano Leopold creía en Dios y en su hijo —recordó—. Era un hombre más bien austero, pero no hacía ascos a los dardos, el buen vino y los chistes subidos de tono. Aunque su queridísima y maravillosa esposa, excelente católica, siempre muy bien empolvada y de perfecta elegancia, soltara la carcajada cuando abordábamos los aspectos más gorrinos de la condición humana.
—La muerte acabará evitándote —afirmó Wolfgang—. ¿Cómo va a segarte si no te la tomas en serio?
—Frente a la música y, sobre todo, al clarinete, ella carece de importancia. Desde que está prohibido componer para las logias, la desdeñas.
—Don Giovanni me arrebata toda la energía. Terminado el primer acto, estoy dispuesto a escribir el segundo.
—¿Cómo consigues componer obras de semejante magnitud? —se extrañó Stadler.
—Cuando estoy en forma, y en buen estado físico, mientras viajo en coche o paseo tras una buena comida, o por la noche, si no consigo dormir, entonces las ideas acuden a torrentes. Conservo las que me gustan, las tarareo. Si me empeño en ello, veo poco a poco cómo hacerlo para elaborar con ellas un buen pastel. Mi cerebro se inflama, sobre todo si no me molestan. La obra queda terminada en mi cerebro. Puedo abarcarlo todo de una ojeada, como un cuadro o una estatua. Cuando consigo escuchar así la totalidad ensamblada, es el mejor momento[155]. Al hablar, hermano mío, estoy sintiendo el segundo acto de Don Giovanni.