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París, 26 de mayo de 1787

Al cabo de veintinueve Tenidas y dos meses y medio de inútiles discusiones, el segundo convento organizado por la logia de los Filaletes terminó en plena confusión y desilusión.

—Varios hermanos han apreciado vuestras sugerencias —confió a Thamos el marqués de Chefdebien—. Si os escucharan más, en vez de trenzar coronas para el místico lionés Willermoz, tal vez habríamos empezado a edificar el porvenir.

—¿No podríais abogar por una libre asociación de todos los masones y de todos los ritos, sin yugo administrativo ni honorífico, cuyo objetivo fuera resucitar la iniciación? Reformar la orden para modelar un cuerpo de verdaderos y auténticos masones, de hombres de deseo en busca de verdad, me parece un ideal digno de ser vivido.

—A mí también —admitió el marqués de Chefdebien—, y nuestro Venerable se permitirá retomar algunas de vuestras propuestas en la clausura del convento. Pero temo que sea demasiado tarde. En la francmasonería hay tantas corrientes diversas, contradictorias incluso, que el edificio se agrieta. A pesar de nuestros esfuerzos, sin duda será imposible restaurarlo, pues Francia corre el riesgo de ser, muy pronto, presa de una tormenta que destruirá las logias.

Viena, 1 de junio de 1787

Wolfgang se disponía a enviar dos de sus Lieder, debidamente corregidos, y una sonata para piano a cuatro manos[150], fresca y alegre, a su hermano Gottfried von Jacquin.

Recibió entonces una carta de Salzburgo.

Creyendo que se trataba de una misiva de su padre, que por fin le mandaba noticias de su salud, Wolfgang la abrió con nerviosismo.

La carta estaba firmada por Ippold, un amigo de Leopold Mozart.

El compositor quedó fulminado.

Su padre tenía sesenta y ocho años, claro. Padecía diversas enfermedades, claro. ¡Pero no podía haber muerto!

¿Cómo podía morir un verdadero padre?

«Justo después de Dios, viene papá», pensaba el niño Wolfgang cuando recorría los caminos de Europa en compañía de Leopold, al que obedecía con amor y confianza.

Pero Dios, por su parte, ni envejecía ni desaparecía.

Su padre, su educador, su formador, su hermano… Así pues, no volvería a verlo en esta tierra.

En la carta que enviaba a Von Jacquin, Wolfgang añadió una posdata: «Os anuncio que he recibido hoy la triste noticia de la muerte de mi excelente padre. Podéis imaginaros mi estado.»

Cuando comunicó la horrenda realidad a Constance, ésta estuvo a punto de encontrarse mal. El pájaro Star permaneció mudo. El perro Gaukerl se acurrucó bajo una mesa.

—Quería mucho a Leopold —murmuró Constance—. ¡Cómo lo echaremos en falta!

Mozart vivía ahora de lleno la muerte que don Juan había infligido al Comendador.

Viena, 2 de junio de 1787

Sólo el pequeño Karl Thomas llevaba un poco de alegría al apartamento, donde reinaba una siniestra atmósfera. Percibiendo la angustia de su dueño, Gaukerl ya no se atrevía a pedirle que jugara con él.

Aquella mañana, Constance no consiguió levantarse, puesto que se sentía muy cansada.

—Llamaré al doctor Barisani —decidió Wolfgang.

—Bastará con Exner. Es sólo una fatiga pasajera, debida a la emoción. ¿Cómo se llevará a cabo la sucesión?

—No tengo intención de ir a Salzburgo; pediré a Nannerl que se encargue de los detalles.

—¿Realmente confías en ella?

—¡Qué remedio!

A las nueve, el doctor Exner hizo una sangría a Constance mientras Wolfgang escribía a su hermana rogándole que lo representara jurídicamente.

Viena, 4 de junio de 1787

Gaukerl ladraba, desesperado.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Wolfgang, acariciándolo.

El perro lo arrastró hacia la jaula de Star.

Había muerto el pájaro que había inspirado a Mozart los primeros compases del rondó de su Concierto para piano en sol mayor[151]. Desde el 27 de mayo de 1784, ayudaba al compositor a trabajar y participaba en todos los acontecimientos de la vida doméstica, manifestando su talento de cantor.

Profundamente afectado, Wolfgang enterró solemnemente a aquel amigo tan fiel cuya alegría e inteligencia echaría mucho en falta, y redactó un epitafio para que no fuera olvidado: «Aquí descansa un querido locuelo. En sus mejores años, tuvo que sufrir la dolorosa aventura de la muerte. Mi corazón sangra cuando pienso en ello. ¡Oh, lector! Derrama, tú también, una lagrimita por él. No era malvado, sólo demasiado despierto, pero también de vez en cuando un querido y malicioso travieso, y ciertamente no era un cretino. Apuesto a que se encuentra ya allí arriba y me agradece ese amistoso servicio, él, que se extinguió tan súbitamente, sin haber tenido tiempo de pensar en quien le ofrece esas hermosas rimas.»

Viena, 8 de junio de 1787

Mientras se representaba El rapto del serrallo en el teatro de la Puerta de Carintia, la Tenida de la logia La Verdad, que el Aprendiz Joseph Haydn nunca había frecuentado, se desarrolló en un ambiente detestable.

Acusados de estar contaminados por el virus místico, algunos hermanos se opusieron a los racionalistas, interpelados a su vez por los buenos católicos, que no soportaban los ataques contra los monjes y los sacerdotes. Puesto que los espías del arzobispo de Viena intentaban imponer su punto de vista, los partidarios de Ignaz von Born estimaron que se hacía muy difícil, imposible incluso, continuar así.

Muy pocas recepciones, numerosas dimisiones, la obligación de despedir a una decena de hermanos sirvientes, que se habían hecho inútiles. Si la logia no se sobreponía, ¿qué sería de ella?

El Venerable Johann Baptist von Phuton lamentaba, cada día más, haber aceptado aquel cargo de alto riesgo, fuente de sinsabores. Ordenó al Secretario que aquellos incidentes no constaran en el acta oficial, él mismo transmitía a la policía.

Von Phuton puso fin a los trabajos con la intención de suspenderlos tanto tiempo como fuese necesario. Y si la logia La Verdad debía extinguirse, se felicitaría por ello y se consagraría plenamente a sus importantes funciones de director del Banco Nacional de Viena. Éstas, al menos, le aseguraban la estima del emperador y de la aristocracia.