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Viena, 7 de abril de 1787

Tras haber terminado un rondó para trompa y orquesta, obrita escrita a toda prisa a partir de un antiguo esbozo, Wolfgang volvió a dar clases, su principal medio de subsistencia si no había concierto.

Un joven de ingrato aspecto se presentó en su domicilio cuando el músico intentaba enseñar el arte del piano a cuatro manos a dos de sus alumnos. Ante la insistencia del visitante, Constance interrumpió la clase.

—Señor Mozart —declaró el intruso con mal controlado ardor—, deseo recibir vuestras enseñanzas.

Se notaba que emitir semejante ruego le costaba mucho, pero el joven sentía tanta admiración por algunas obras de Mozart que quería gozar de los consejos de tan excepcional creador.

—¿Cómo os llamáis?

—Ludwig van Beethoven, y vengo de Bonn. He decidido ser compositor y consagrar toda mi existencia a la música.

—¡Debéis prepararos para pasar duras pruebas!

—Ya lo estoy.

—Bien, ¿queréis tocar algo para que yo evalúe vuestro nivel?

Beethoven se sentó al piano, improvisó e hizo exactamente lo que no debía hacer ante Mozart: intentar deslumbrarle técnicamente.

La sentencia del maestro fue breve:

—Bonito, pero estudiado.

Beethoven, humillado, solicitó un tema a su profesor y lo desarrolló de modo menos convencional y más sensible.

—Os acepto como alumno —decidió finalmente Wolfgang.

Ludwig van Beethoven saludó y se retiró. A pesar de la afrenta, se prometió regresar.

—Prestadle atención —recomendó Wolfgang a sus dos alumnos—. Tendrá algo que contaros.

Don Giovanni, acto primero, escenas de la siete a la diez

—Un alegre cortejo de aldeanos se dispone a celebrar el matrimonio de dos jóvenes —indicó Wolfgang.

—Y he aquí de nuevo el tema de Las bodas de Fígaro y el principal contenido alquímico de tus ópera rituales —recordó Thamos—, la unión del Hombre y la Mujer.

—Llamemos a los novios Masetto y Zerlina. Masetto, por la raíz mas, «macho», será pues «el pequeño macho», y Zerlina «la pequeña maestra». Forman la pequeña pareja, destinada a una pequeña unión, es decir, la primera etapa de la Gran Obra. El conde Almaviva, primera encarnación del Compañero, impedía la boda de Fígaro y de Susana; don Juan, el Compañero en la cima de su poder, se opone a la unión de Masetto y de Zerlina. ¡Ni una sola mujer debe escapar a su dominio!

—Detalle esencial —advirtió Thamos—, el mismo cantante, un profundísimo bajo, interpreta los papeles del Comendador y de Masetto. Lo que está abajo es como lo que está arriba, el joven campesino es la expresión terrenal del Comendador.

—Masetto y Zerlina esperan pasarlo bien, cantar, danzar y jugar, en resumen, gozar de una felicidad sencilla y tranquila. No cuentan con la irrupción de don Juan, que ha sido llevado hasta allí por su Primer Vigilante. Leporello murmura: «En el Número (principal objeto de estudio del Compañero), habrá algo para mí.» Y concede su protección al conjunto de muchachas invitadas a la fiesta, mientras don Juan descubre los nombres de Zerlina y de Masetto, «un hombre de excelente corazón», según su prometida.

—De nuevo, la potencia de don Juan choca con una fuerza desconocida, la de Masetto —observó Thamos—. Puesto que quiere añadir el nombre de Zerlina a su lista, el Compañero intenta impedir que aquel importuno ande por allí. ¿Cómo hacerlo? Imponiendo su generosidad de gran señor: ofrece a los aldeanos chocolate, café, vinos y jamones, y les abre los jardines de su palacio. ¡Qué Leporello les muestre, incluso, la galería y las habitaciones! Don Juan, en cambio, se aislará con Zerlina.

—Masetto se rebela —objetó Wolfgang—. ¡Su prometida no debe separarse de él!

—El Compañero encuentra una aliada decisiva: la propia Zerlina.

—¿Una aliada… o una trampa?

—¿Cómo el que posee la Fuerza va a creer, ni por un instante, que una débil mujer lo manipula? ¿Por qué va a tener Zerlina miedo de un caballero cuyas primeras virtudes son el honor y la rectitud?

—Don Juan decide por las buenas, mostrando su espada: o Masetto se larga o se arrepentirá. El infeliz canta una aria de despecho, cercana a lo trágico, donde expresa su derrota.

—He aquí al Compañero don Juan ante la Hermana Zerlina, la pequeña maestra, a la que está seguro de seducir con rapidez.

—La llama «corazón mío» —intervino Wolfgang—, y le afirma que sabe despejar las cosas y que no aguantará que aquel «palmito de oro» sea maltratado por un patán. Acercándose a Zerlina, le parece tocar leche y respirar rosas.

—Ella posee el secreto de la materia prima, al igual que Querubín en Las bodas de Fígaro. Con todos los sentidos despiertos, de acuerdo con el ritual del grado, al Compañero ya sólo le queda apoderarse de aquel inmenso tesoro.

—«No perdamos tiempo», exige don Juan. Para disipar las reticencias y las dudas de Zerlina, le promete matrimonio. ¿No está la nobleza grabada en sus ojos? Que vaya con él al pequeño pabellón cercano donde consumarán su unión.

—¿Cederá ella?

—Querría y no querría hacerlo —respondió Wolfgang—, pues se sentiría feliz conociendo a un verdadero Maestro. Pero don Juan es sólo Compañero, incapaz pues de descubrir la Gran Obra.

—Sin embargo, Zerlina vacila. El Compañero la abraza y la arrastra.

—¡Entonces aparece doña Elvira! Con un solo gesto, interrumpe a don Juan: «¡Deténte, malvado! El cielo me ha permitido escuchar algunas perfidias. Llego a tiempo para salvar a esta infeliz inocente de tus bárbaras zarpas.»

—¿Se arrepiente por fin don Juan?

—¡De ningún modo! ¿Qué quería? Divertirse, él, «un hombre de buen corazón», como todo Compañero digno de este nombre. Le murmura a Zerlina que la infeliz Elvira está enamorada de él y que debe fingir amor. «Huye del traidor», aconseja Elvira a Zerlina, llevándola lejos del mentiroso. Apesadumbrado por aquel nuevo fracaso, el Compañero concluye: «Tengo la impresión de que hoy el diablo se divierte oponiéndose a mis agradables proyectos. ¡Todos acaban mal!»