Viena, 12 de febrero de 1787
Saliendo de Praga el 8, Constance, Wolfgang, Gaukerl y su criado Joseph llegaron a Viena el 12, tras un viaje sin incidentes notables, a pesar de los rigores del invierno. Sin dejar de bromear y discutir, Wolfgang ya pensaba en el tema tan arduo, casi angustioso, de su próxima ópera.
Y la primera noticia que el compositor conoció fue la de la muerte de su hermano el violinista Hatzfeld, fallecido en Düsseldorf el 30 de enero.
—El mejor de mis amigos y un hombre noble —le dijo a su esposa—. Nos conocíamos desde hacía poco tiempo, pero habíamos tejido profundos vínculos fraternos. Tenía treinta y un años, como yo[133].
Viendo que su marido afrontaba una dura prueba, Constance le llevó al pequeño Karl Thomas, que se arrojó al cuello de su padre.
Entonces, y sólo entonces, el pájaro Star saludó el regreso de los Mozart con una melodía que le gustó incluso a Gaukerl.
Viena, 20 de febrero de 1787
Aquí, sólo nueve representaciones de Las bodas de Fígaro. En Praga, la ópera se había representado durante todo el invierno, y sin descanso. Más grave aún, en plena temporada musical, Wolfgang no conseguía organizar conciertos de abono, como si el público ya no tuviera deseos de escucharlo.
Y aquel marasmo lo abrumaba justo cuando, en compañía de Thamos, iba a atacar muy pronto el Don Giovanni, un proyecto cuya magnitud le asustaba a veces, aun atrayéndolo de modo irresistible. Cuanto más pensaba en ello, más encontraba allí el soporte ideal para su segunda ópera ritual, donde varias formas de muerte, a través de las pruebas del Compañero y su dimensión alquímica, representarían los primeros papeles.
Constance, que era una excelente ama de casa, no hacía ningún gasto inútil. Pero los Mozart debían mantener su nivel de vida, pagar un enorme alquiler, cuidarse y mantener la mesa abierta para hermanos o músicos que, a menudo, pedían prestadas no desdeñables sumas, olvidando devolverlas.
¿No sería una despreciable falta carecer de generosidad? Wolfgang debía ganar tanto dinero como en los dos últimos años.
Viena, 21 de febrero de 1787
—Mozart está en Viena —le anunció Geytrand a Joseph Anton—. Ha regresado con su esposa y algunos amigos, entre ellos, su hermano el clarinetista Anton Stadler.
—¿Algo nuevo sobre las logias de Praga?
—Todavía no, señor conde. Infiltrarnos en ese medio será muy difícil. Los bohemios desconfían de los vieneses y no hacen demasiadas confidencias. Puesto que no dispongo allí de ningún agente de primera fila, avanzo con prudencia.
—Ve a Praga y organiza una red eficaz.
—No me gusta viajar.
—Es indispensable.
Geytrand puso mala cara.
—Por mi parte —reveló Joseph Anton—, tengo una noticia excelente. Hoy almuerzo con Johann Baptist von Phuton, director del Banco Nacional de Viena.
—¿Va a aumentar el presupuesto de nuestro servicio? —ironizó Geytrand.
—Por recomendación del emperador, Von Phuton acaba de ser elegido Venerable de la logia La Verdad.
De cuarenta y tres años de edad, industrial, comerciante al por mayor, nombrado Caballero en 1773 y Gran Tesorero de la Gran Logia de Austria en 1784, Von Phuton había amasado una hermosa fortuna y presumía de la confianza de José II. Dirigir el Banco Nacional suponía gestionar la economía del imperio y preservar su prosperidad. Consciente de su importancia y de sus pesadas responsabilidades, Johann Baptist von Phuton habría prescindido, gustosamente, de tomar en sus manos el destino de la francmasonería vienesa. Tras la marcha de Tobias von Gebler e Ignaz von Born, y las dimisiones de numerosos hermanos, la orden ya no gozaba de una excelente reputación.
—Gracias por haber aceptado mi invitación, Caballero —dijo Anton, cortés.
—Es un placer conocer al presidente de la Baja Austria, conde de Pergen. La corte alaba vuestras cualidades de administrador y vuestra sana gestión. Sabemos hasta qué punto aprecia el emperador a la gente ahorrativa.
—Como vos, aplico su política y las reformas necesarias. Ni los turcos ni los países en ebullición donde rugen individuos desprovistos de escrúpulos conseguirán desestabilizarnos.
—¡Estoy convencido de ello! Pero es necesario que mantengamos con firmeza nuestros valores morales.
—¿No contribuye a ello, de un modo activo, la francmasonería?
—Claro, señor conde.
—¿No se sospecha que ciertos hermanos aprueban las peligrosas teorías de los Iluminados y que otros se libran a prácticas ocultas?
—En todo grupo humano, por desgracia, hay ovejas negras.
—Las excluiréis —dijo Joseph Anton.
—Ésa es mi intención, en efecto. Tened por seguro que reorganizar la francmasonería, como el emperador ha decidido, está produciendo excelentes resultados. Las dos logias que subsisten, La Esperanza de Nuevo Coronada y La Verdad son del todo respetuosas con las leyes y la religión.
—No es el caso del hermano Mozart, creo.
—¿El músico?
—El discípulo preferido de Von Born, se murmura, y un agitador de ideas condenables, expresadas en sus Bodas de Fígaro.
—¿Tenéis que hacerle algún reproche concreto?
—Todavía no, y espero no tener que llegar a eso. Según el arzobispo de Viena, es un personaje difícil de controlar. Deseemos que no ascienda en la jerarquía masónica, cuya serenidad podría turbar.
—Velaré por ello, señor conde, pues a todos nos importa que nuestros dirigentes y nuestros dignatarios estén libres de cualquier sospecha.
—No lo dudaba, Caballero, y os agradezco vuestra vigilancia.
Von Phuton lamentó amargamente haberse embarcado en semejante galera. Como era evidente, Von Pergen hablaba en nombre del emperador y del arzobispo, y le ordenaba que limitara más aún la francmasonería. Tras haberle procurado influyentes relaciones, corría el riesgo de convertirse en una dificultad.
¿Cómo iba a librarse de aquel fardo el director del Banco Nacional?