Viena, 30 de octubre de 1786
Nuestro hermano el Venerable Tobías von Gebler ha muerto —comunicó Ignaz von Born a algunos Maestros masones, secretamente reunidos en casa de la condesa Thun, uno de cuyos salones había sido transformado en templo—. Os propongo que celebremos una Tenida fúnebre en su memoria, deseando que sea acogido en el Oriente eterno.
Wolfgang sintió una profunda tristeza.
Tobías von Gebler, el autor del texto de Thamos, rey de Egipto, su primer contacto consciente con el universo de la iniciación, aquella ópera que no dejaba de obsesionarlo y hacia la que, a través de sus múltiples obras, se dirigía paso a paso para dar al tema toda la magnitud que merecía.
Con Von Gebler desaparecían los sueños y las ilusiones de la juventud. A sus treinta años, Wolfgang era a la vez un músico en plena posesión de su arte, un hombre maduro y un Maestro masón encargado de una difícil misión.
Vacilando entre la búsqueda esotérica y el racionalismo que estaba de moda, entre su atracción por los Misterios egipcios y su rechazo de las ciencias tradicionales, Von Gebler no había sido ni un gran iniciado ni un excelente Venerable, pero Wolfgang le debía su despertar decisivo.
Durante el banquete, Thamos relató a sus hermanos su inútil desplazamiento a Ruán y les resumió el contenido de la Carta al pueblo francés que Cagliostro acababa de publicar.
—El Gran Copto profetiza la demolición de la Bastilla, la supresión de las órdenes secretas de detención y los internamientos arbitrarios, y la convocatoria de Estados generales. Sin embargo, aboga por una revolución suave, paciente y prudente.
—¿Utópico o visionario? —preguntó Wolfgang.
—Un poco de ambas cosas. La sociedad francesa es presa de profundos disturbios, y los francmasones se dividen. Unos desean el respeto por los valores tradicionales; otros, profundos cambios.
—¿Aun a costa de la violencia y la sangre?
—No hemos llegado a eso todavía.
Viena, 1 de noviembre de 1786
—El barón Von Gebler ha muerto —le comunicó Geytrand a Joseph Anton.
—Eso no tiene importancia. Estaba desalentado y nunca había sido un peligroso cabecilla. Von Born, en cambio, sigue muy vivo.
—Pero privado de cualquier poder.
—Me gustaría estar seguro de eso. Al felicitarme por el trabajo llevado a cabo y pedirme que siga espiando discretamente a los francmasones, el emperador me ha ordenado que deje en paz a Ignaz von Born.
Geytrand se ofuscó.
—¡Qué lamentable error! Hay que proseguir la vigilancia, saber cómo emplea su tiempo, y…
—No corramos ese riesgo, Geytrand. Si la policía oficial descubre a uno de nuestros hombres cerca de Von Born, tendremos graves problemas y disolverán nuestro servicio. Puesto que ese buen mineralogista ha abandonado la francmasonería y se consagra a sus queridas investigaciones, José II le concede su bendición.
—¡El emperador se equivoca!
—Por supuesto, Geytrand, y el maldito alquimista actúa con diabólica habilidad. Fuera de la orden, ya tiene libertad de movimientos.
Viena, 9 de noviembre de 1786
El director del Burgtheater parecía muy molesto.
—Organizar un concierto este otoño va a resultar difícil, imposible incluso, señor Mozart. Representamos regularmente vuestras Bodas de Fígaro, aunque no se trate de la obra preferida de los vieneses, y vos comprenderéis las exigencias de nuestra programación.
—Con ocasión de una academia, tocaré algunas obras nuevas, entre ellas un concierto.
—Los últimos han parecido algo arduos, aunque nadie discute vuestro talento de pianista. Creed que haré todo lo posible para seros agradable.
Antonio Salieri aguardaba al director del Burgtheater en su despacho.
—¿Os ha agredido Mozart?
—¡De ningún modo! Es un hombre elegante y bien educado.
—¡Debe de haber quedado muy decepcionado!
—En efecto, no esperaba semejante negativa.
—Gracias por vuestra amable colaboración, querido amigo. Seréis recompensado.
Salieri estaba encantado. Las bodas de Fígaro se extinguirían poco a poco, ante la general indiferencia, y Mozart no tocaría nunca más en el Burgtheater. Tendría que encontrar lugares mucho más modestos, donde su reputación iría deshilachándose.
Viena, 10 de noviembre de 1786
—Salieri me expulsa del Burgtheater —le dijo Wolfgang a Thamos—. Las bodas sobrevivirán por algún tiempo, como obra secundaria del repertorio, pero no organizaré ya ningún gran concierto. Debo refugiarme en la sala Trattner y en los conciertos de abono.
—Intentaré encender algunos contrafuegos —prometió el egipcio—. Entretanto, ¿por qué no ir a Inglaterra durante algún tiempo?
Wolfgang, que desde siempre se sentía «inglés de corazón» y hablaba correctamente la lengua de Shakespeare, uno de sus autores preferidos, no rechazó la idea, siempre que la estancia fuera breve y estuviese bien organizada.
Pero quedaba un obstáculo importante.
—Me gustaría confiar mis dos hijos a mi padre. Así, Constance podrá acompañarme y le haré descubrir aquel hermoso país.
Puesto que había terminado un andante de cinco variaciones para piano a cuatro manos[121] destinado al editor Hoffmeister, Wolfgang sentía la necesidad de descansar. La composición de Las bodas y los recientes acontecimientos masónicos lo habían puesto a prueba seriamente, y viajando descansaría y prepararía las obras futuras.
De modo que escribió a su padre y hermano Leopold solicitando su ayuda.
Viena, 15 de noviembre de 1786
Mientras Wolfgang trabajaba en un trío para piano, violín y violoncelo[122] en el que reinaba una apacible alegría, que señalaba el regreso al equilibrio interior, el destino le golpeó con crueldad.
Constance, descompuesta, entró lentamente en el despacho de su marido, que transcribía una melodía, noble y serena a la vez, que llevaba el alma más allá de cualquier pasión.
—Nuestro bebé ha muerto —murmuró ella.
—No, Constance, no…
Unas convulsiones de inaudita violencia… Nadie ha podido hacer nada.
Johann Thomas Leopold Mozart, tercer hijo de Wolfgang y de Constance, fue enterrado el 17 de noviembre en el cementerio de Saint Marx. Esa misma noche se representaba Las bodas de Fígaro, pero el público vienés aclamaba otra ópera, una producción de Martini.
Y Wolfgang debía sufrir también la traición de su padre, su ex hermano, puesto que le había enviado una firme carta comunicándole su negativa a encargarse de sus dos hijos. ¿En qué pensaba su hijo, según él, sino en aprovechar el período de carnaval para marcharse a Inglaterra? Leopold no iba a concederle esa distracción.
Esa actitud hirió profundamente a Wolfgang. ¿Cómo un padre podía mostrar tanta sequedad de corazón? Sin embargo, el músico rechazó cualquier resentimiento y prefirió concluir el trío, donde su tristeza siguió siendo aérea. Ningún grito, ninguna rebeldía, sólo la nobleza de un ser que acepta la fatalidad.
La iniciación y la música le permitían acabar con dolores tan intensos que deberían haberlo conducido a la desesperación. ¿Pero qué importaban los dramas de su existencia ante el Deber que se le había trazado?