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Viena, 8 de agosto de 1786

Ni El rapto del serrallo, ni Las bodas de Fígaro producían suficiente dinero para cubrir los gastos que conllevaba el tren de vida de los Mozart. Así pues, debía volver a dar lecciones de composición al inglés Attwood, siempre tan puntilloso y poco dotado, pero muy respetuoso.

¿Un puesto en la corte? Dada la autoridad de Antonio Salieri, era inútil pensar siquiera en ello. Wolfgang dirigió una detallada proposición a Joseph Maria Benedikt von Fürstenberg, príncipe de Liechtenstein.

Por correo, solicitaba la compra de cuatro sinfonías[113], cinco conciertos[114] y tres obras de música de cámara[115]. Deseando trabajar al máximo de sus posibilidades, Wolfgang estaba dispuesto a responder a las exigencias del príncipe componiendo sinfonías, conciertos y cuartetos a cambio de un salario anual que le permitiese actuar con toda tranquilidad.

La tranquilidad… Eso era lo que el músico deseaba obtener, para consagrarse a la iniciación y a la música sin preocupaciones materiales.

Viena, 15 de agosto de 1786

—Para mí es imposible proseguir —anunció el Venerable Ignaz von Born a Mozart y a Thamos—. Me niego a bajar el nivel del trabajo masónico, y sé que mi plan de obra será censurado por las autoridades. La logia La Verdad ya no funcionará libremente. Entre los espías de José II, los del arzobispo y los hermanos temerosos o hipócritas, la búsqueda iniciática ya no tiene sentido. La campaña de calumnias dirigida contra mí ha tenido éxito, puesto que muchos Maestros me reprochan que sea un ocultista desviado y un mal padre de familia. Seamos realistas: estoy desprestigiado, mi autoridad ya no se reconoce. Si persistiera, la Iglesia no tardaría en acusarme de herejía, y mi condena recaería sobre toda la francmasonería.

—¿No os defendería el emperador? —preguntó Mozart.

—José II hace un doble juego. Su liberalismo le impide cerrar las dos últimas logias de Viena, pero espera que no tarden en derrumbarse.

—Desgraciadamente, tenéis razón —aprobó Thamos—. La mayoría de los Maestros de La Verdad se disponen a votar contra vos y a substituiros por un Venerable dócil y complaciente.

—La Esperanza de Nuevo Coronada me parece menos gangrenada. Tú, hermano Wolfgang, quédate y lucha. Yo abandono todas mis funciones masónicas y entro en la clandestinidad. Para que ninguno de nuestros amigos sea molestado, pondré fin a la publicación del Diario de los francmasones. Expresarnos en él pondría en peligro a los autores y las logias.

Wolfgang asintió.

—Disipa cualquier pesadumbre, hermano Maestro. Nuestra logia de Praga proseguirá sus trabajos, y participarás en ellos. Piensa en componer una obra, por ejemplo, una sinfonía, que justifique tu viaje.

—Tal vez la vigilancia policíaca de la que sois objeto se relaje —deseó Thamos—. Al no ocupar ya el cargo, no sois una amenaza para el poder. Sigamos desconfiando, sin embargo, y reuniéndonos en casa de la condesa Thun, cuyo verdadero papel las autoridades ignoran. Formaremos una logia clandestina, como ha sucedido ya en otras épocas.

—El emperador quiere una francmasonería totalmente controlada —estimó Von Born—. Vaciada de su sustancia iniciática, ya sólo será una asamblea de intelectuales bien pensantes al servicio de su política.

—¿Cómo luchar? —preguntó Wolfgang.

—En primer lugar, siendo lúcido. Luego, reuniendo a tu alrededor algunos hermanos lo bastante valerosos como para resistir las presiones exteriores e interiores. La celebración de los rituales es vital, la comunión con los símbolos da las fuerzas necesarias. Y recuperarás fuerzas durante algunas Tenidas secretas. Por fin, mi puerta estará permanentemente abierta para ti.

—Tras vuestra partida la francmasonería vienesa quedará largo tiempo atónita —dijo Thamos—. Conviene incluso que parezca desamparada y en vías de extinción. Por eso aconsejaré al Secretario que no declare todas las fechas de las Tenidas.

—Conviértete en el Venerable secreto de la logia —aconsejó Ignaz von Born a Wolfgang—. No importa el título, sólo cuenta tu acción.

—¿Seré capaz de hacerlo?

—Tus hermanos te reconocerán como tal.

—Hay que transmitir más que nunca —añadió Thamos—. Tu obra permitirá que la iniciación egipcia sobreviva y el mensaje iniciático se enriquezca. Las bodas de Fígaro eran la primera etapa. De modo que debes seguir siendo un compositor estimado y reconocido, para poder montar una nueva ópera.

La tarea parecía abrumadora.

Por un lado, asumir una vocación iniciática en el seno de un entorno hostil, aceptar más responsabilidades, de un modo oficioso y sin llamar la atención; por el otro, seguir siendo un personaje público evitando que el mundo exterior lo devorara y disgustar al emperador. Y, más allá de tantas pruebas y dificultades, seguir creando.

—Sabía que el camino iba a ser arduo —reconoció Wolfgang—, ¡pero no tanto!

—Comparto tu inquietud —le confió Thamos—. Era tan feliz en mi monasterio del Alto Egipto, bajo la férula del abad Hermes. Casi había olvidado el mal y el caos, tan cercanos, y que intentaban, día tras día derribar la muralla mágica que nos rodeaba. Cuando me pidió que partiera, que abandonase aquel maravilloso reino y encontrase al Gran Mago, pensé que mi existencia sólo iba a ser un largo calvario. Y luego te descubrí y, con la ayuda consciente o inconsciente de algunos hermanos, te llevé hasta las puertas del templo. El abad Hermes ha abandonado esta tierra pero, desde el Oriente eterno, nos comunica el Fuego secreto sin el que ninguna gran obra podría consumarse. Hoy, asediado por todas partes, el Venerable Von Born muere para la francmasonería oficial. Perdemos un guía y un jefe que habría permitido a la orden desarrollarse y participar en una evolución armoniosa de la sociedad. Las fuerzas de destrucción barrerán todos los obstáculos a su progreso. Situémonos en otro plano e intentemos alimentar el espíritu iniciático, esta realidad vital, para suscitar el amor a la Luz. Tu deber es inmenso, hermano Wolfgang, pues sólo tú eres un auténtico creador capaz de alcanzar ese objetivo.