41

Viena, 25 de abril de 1786

Imbuido de su función de Intendente de los espectáculos, el conde Franz Xaver Rosenberg-Orsini miró de arriba abajo a Da Ponte, aquel arrogante veneciano a quien deseaba expulsar de la corte. ¿Por qué el emperador se había encaprichado de aquel poeta desvergonzado y meloso?

—He leído vuestro texto y consultado la partitura de Mozart —declaró con sequedad—. ¿No os choca nada, abad?

—Nada.

—En Viena existen leyes.

—No comprendo, señor Intendente.

—Al final del acto III, Susana entrega una nota al conde… con una melodía de fandango, ¡y la escena incluye un ballet! ¿Ignoráis que, por orden del emperador, tras unas valiosas recomendaciones del gran Antonio Salieri, está prohibido incluir ballets en las óperas?

—Éste es muy discreto y breve, no creo que infrinja realmente la ley.

—Pues la infringe.

—¿No podríamos estudiar un arreglo?

—¡He aquí mi arreglo!

El conde arrancó las dos hojas culpables del libreto de Da Ponte y las hizo añicos.

—¡Advertid que soy omnipotente, señor poeta!

Viena, 29 de abril de 1786

De entrada, Mozart quiso estrangular al Intendente de los espectáculos. Luego, aceptando escuchar a Da Ponte, que le aconsejaba no prender un incendio destructor, decidió actuar y no reaccionar, tanto más cuanto, ante el asombro general, el emperador asistiría al último ensayo.

—Es del todo insólito —se preocupó Da Ponte—. Quiere estar seguro de que ni el texto ni la música comporten elementos chocantes. Si hemos cometido el menor error, Las bodas será prohibida.

Tocado con un sombrero de copa con galones de oro y vistiendo una pelliza carmesí, Wolfgang dirigió su obra sin temblar. Pese a algunas imperfecciones de detalle, el conjunto se aguantaba. Y la reacción de los músicos le caldeó el corazón: ¡«Bravo, maestro! —exclamaron en italiano—. Viva, grande Mozart»

Sin embargo, cuando José II se levantó y se acercó a un angustiado Da Ponte, el compositor se temió lo peor.

—¿Por qué, al final del tercer acto, el conde y Susana gesticulan de un modo ridículo? —preguntó José II.

—Porque Mozart y yo habíamos previsto una melodía de ballet, majestad, y el conde Rosenberg nos la ha prohibido apoyándose en su omnipotencia.

—Puesto que es indispensable, restablecedla.

Viena, 1 de mayo de 1786

¡La gran noche por fin! La del estreno, en el Burgtheater, de la primera ópera iniciática de Mozart, Maestro masón, que dirigiría desde su propio pianoforte.

Tranquilizado, Da Ponte cobraría doscientos florines, y el compositor, cuatrocientos. Mediocre retribución comparada con la suma que el teatro esperaba.

La mayoría de los espectadores quedaron subyugados. Sobrio, preciso, desprovisto de toda agitación, ahorrando gestos[103], Mozart hizo flamear una música tan extraordinaria que el propio Thamos se entregó a su magia.

Sin embargo, durante la primera pausa, un inquieto Wolfgang reunió a sus cantantes.

—Algunos cometen errores y lo hacen mucho peor que durante el ensayo. Exijo explicaciones.

—¿Puedo hablaros en privado? —solicitó uno de los intérpretes.

Wolfgang lo llevó aparte.

—Perdonadme, maestro, pero Salieri me ha ofrecido una suculenta suma para que cante por debajo de mis posibilidades. ¡Estoy avergonzado, muy avergonzado!

—Hablad con vuestros colegas que se encuentren en el mismo caso, y cumplid correctamente con vuestro trabajo. Olvidaré el incidente.

La inglesa Nancy Storace, su Susana, y O’Kelly, su Don Curzio, no le traicionaban. Otros cantantes, en cambio, se preocupaban más por su carrera y su fortuna que por la propia obra.

Sin embargo, la magia triunfó y arruinó la despreciable conspiración de Salieri. Cada uno de los intérpretes dio lo mejor de sí mismo, hasta el celestial perdón que la Sabiduría, con las ropas de la condesa, concedía al conde, Encarnación del Compañero. Y el aprendizaje de Fígaro, futuro esposo de Susana, otro aspecto de la Sabiduría, concluía de modo armonioso.

Thamos estaba deslumbrado.

¿Cómo un ser humano había podido alcanzar semejante perfección? Ni una sola debilidad, ni el menor defecto de concepción y de realización, El valor de Fígaro, la fuerza del conde, la ternura de Querubín, el humor y la inteligencia de Susana, la sublime nobleza de la condesa, la majestad y la potencia de los conjuntos… Cada melodía, cada dúo, cada coro era una maravilla que hablaba tanto al alma más sencilla como el espíritu de un iniciado.

Mozart trazaba el camino que llevaba del Aprendizaje al Compañerismo, y desvelaba la necesidad de las Bodas alquímicas, lejos aún de haberse consumado.

Viena, 2 de mayo de 1786

Mientras Mozart dirigía la segunda representación de Las bodas, sin el menor incidente, los principales críticos vieneses adoptaron la opinión de Roehliz y de la corte: dentro de diez años, nadie hablaría ya de aquel autor del todo insignificante. Por lo que se refiere al conde Karl Zinzendorf, uno de los observadores más autorizados de la vida cultural vienesa, anotó en su cuaderno: «A las siete, en la ópera: Las bodas de Fígaro. La obra me ha aburrido[104]

La suerte de Mozart parecía echada. Al querer rivalizar con los grandes compositores que sabían distraer a los vieneses, mostraba sus límites y sólo obtendría un pequeño éxito, muy pronto olvidado.

Sin embargo, Antonio Salieri ponía mala cara.

—No hemos conseguido impedir la representación de esta obrita —advirtió el conde Rosenberg, acerbo—, pero podemos felicitamos por su fracaso. La crítica pone verde a Mozart, el público la seguirá.

—He pagado mucho dinero a un buen número de plumíferos —recordó Salieri.

—¿Por qué parecéis tan descontento?

—Porque he escuchado Las bodas. Si vive mucho tiempo, Mozart nos hará dormir a todos en la paja. Su música es tan genial que pone de manifiesto la mediocridad de los demás músicos.

—¿No sois, acaso, el preferido del emperador?

—Mi gloria corre el riesgo de limitarse a mi época. La de Mozart, por el contrario…

—¿Apreciáis su obra? —El conde estaba indignado.

—No lo comprendéis. O Mozart desaparece o nos eclipsará a todos.

—¿No tendréis intención de…?

—Deseemos que Mozart vaya de fracaso en fracaso decepción en decepción y que renuncie a componer —dijo Salieri—. Si se extingue por sí mismo y queda reducido a un intérprete de tercera fila, nadie tendrá que intervenir.