40

Viena, 7 de abril de 1786

A pesar del éxito de la academia que Mozart acababa de dar en el Burgtheater, Thamos sentía un malestar real. Los guasones hacían correr acerbos discursos sobre el músico, cuyos últimos conciertos parecían demasiado profundos y demasiado difíciles.

Nada alarmante, es cierto, pues el medio musical estaba siempre lleno de rumores, maledicencias y calumnias. En este género, Antonio Salieri manifestaba una actividad tan constante como notable.

Nacido el 18 de agosto de 1750, rico, célebre y considerado el compositor oficial de la corte imperial, quería reinar sin trabas sobre la música vienesa y dejar sólo algunas migajas a los compositores que él decidía proteger.

Pero estaba Mozart, ese independiente de imposible carácter que, no contento con dar conciertos, se atrevía con la ópera. Jugando con varias barajas, el abad Da Ponte trabajaba con él. Pero el emperador estaba de parte del libretista, por lo que no era aconsejable atacarlo.

La pequeña celebridad de Mozart irritaba profundamente a Salieri, y veía con muy malos ojos el próximo estreno de Las bodas de Fígaro, que todavía esperaba poder impedir.

Pianista brillante, Mozart no sabía componer óperas vienesas. Y, además, aquel tema diabólico, inspirado en una obra de teatro prohibida, sin duda le traería desgracias.

Otros ataques procedían del propio seno de la francmasonería. Algunos hermanos criticaban la originalidad de Mozart y sus vínculos con Ignaz von Born, cuyas investigaciones alquímicas disgustaban tanto a los creyentes como a los racionalistas.

Thamos intentaría detener todos los golpes posibles, pero ¿se mostraría el Gran Mago lo bastante fuerte, sin perder una pizca de su espontaneidad creadora?

Salzburgo, 12 de abril de 1786

La cantante Josepha Duschek y su marido, Franz Xaver, pianista, profesor y compositor, que estaban de paso en la ciudad del príncipe-arzobispo Colloredo, visitaron a Leopold Mozart, a quien encontraron envejecido y gruñón.

—Wolfgang no me escribe desde hace mucho tiempo —se quejó—. ¿Realmente está tan ocupado?

—¡Nadie trabaja más que él! —aseguró Josepha—. Enseña, da una serie de conciertos de abono y termina su gran ópera, Las bodas de Fígaro.

—Un libreto muy complejo que puede disgustar a los vieneses. ¿Por qué eligió un tema tan arduo?

—Señor Mozart, no os ocultaré que una cohorte de músicos, dirigida por Salieri, intenta perjudicar a vuestro hijo.

—Ah… ¿Será prohibida su ópera?

—Según el entorno del emperador, éste no tiene la intención de oponer su veto. Pero sus reacciones son a veces imprevisibles.

—¿No está deprimido Wolfgang?

—No, compone con su entusiasmo habitual. Deseamos que sus Bodas triunfen y que venga a nuestra casa, en Praga, donde su renombre no deja de aumentar.

Leopold se sintió más tranquilo. Puesto que su iniciación en la francmasonería era ya sólo un lejano recuerdo, no se preocupaba de la aventura espiritual de su hijo, sino de su éxito artístico y material. ¿No consagraba demasiado tiempo a la escritura de aquella ópera de incierto porvenir?

Viena 15 de abril de 1786

—El virus místico infecta nuestras logias —le dijo a Mozart el barón Tobías von Gebler—. El nuevo sistema impuesto por el emperador no ha erradicado el ocultismo. No quería aceptar el mazo de Venerable y lamento haberlo hecho. Hoy es imposible actuar.

—La francmasonería os necesita.

—No, hermano mío. Soy viejo, estoy desalentado y enfermo. De nuestros ciento setenta y dos hermanos, considerados activos, más de un cuarto dimitirán muy pronto, y me veo obligado a despedir a una decena de hermanos sirvientes, demasiado costosos. Peor aún, ya no recibimos solicitudes de iniciación. Para la buena sociedad, la francmasonería se ha vuelto sospechosa. Estoy atado de pies y manos y ya no tengo fuerzas para asumir una carga insoportable, por lo que he decidido renunciar y abandonar la orden.

Wolfgang sintió que ningún argumento haría cambiar su decisión al autor de Thamos, rey de Egipto. La aventura masónica de Von Gebler terminaba tristemente.

Viena 20 de abril de 1786

Salieri rabiaba. A pesar de sus incesantes esfuerzos y de haber untado a numerosos cortesanos para arrumar la reputación de Mozart, no conseguía que se prohibieran Las bodas de Fígaro, ni siquiera imponer otras óperas que retrasaran sine die el estreno de la obra.

Salieri contaba aún con el apoyo incondicional del conde Rosenberg, el Intendente de los espectáculos. A pesar de sus vínculos con la francmasonería, detestaba a Mozart y despreciaba a Da Ponte. Gracias a su intervención, tal vez Las bodas de Fígaro fuera definitivamente anulada.

Con vistas a la primera representación, Wolfgang aumentó el ritmo de trabajo durante los ensayos. Cantantes y músicos, arrastrados por el entusiasmo del compositor, intentaban vencer las dificultades de la partitura.

Wolfgang tranquilizaba a los inquietos y hablaba aparte con cada uno de ellos, el tiempo que fuera necesario, sin ceder en lo esencial. Cuando ponía a punto el peligroso final del primer acto, Lorenzo da Ponte irrumpió en la sala del Burgtheater, presa, visiblemente, de una intensa emoción.

—Ha ocurrido una gran contrariedad —anunció—. Rosenberg quiere verme urgentemente. Dado que nos odia, a ambos, sin duda no será para felicitarme.

—Permaneced firme —recomendó Wolfgang.