Viena, 19 de febrero de 1786
Durante un baile de máscaras, organizado en las vastas salas del Reducto, la buena sociedad vienesa se complació disfrazándose y bromeando sin contención alguna. Se celebraba así una especie de fiesta de los locos, en la que participaban Anton Stadler y Mozart, oculto bajo el hábito de un filósofo indio.
Distribuyó unas hojas que incluían varios enigmas y enseñanzas atribuidas al sabio Zaratustra[98], nacido en el siglo VI antes de Cristo. Entre las adivinanzas, una obtuvo mucho éxito: «Somos muchas hermanas. Duele tanto el tenemos como el perdemos. Vivimos en un palacio que también podría llamarse prisión, puesto que estamos allí encerradas para alimentar al hombre. Lo más curioso es que nos abren a menudo la puerta, tanto de día como de noche, y nosotras no salimos. ¿Quiénes somos? ¡Los dientes!»
Y al francmasón Stadler le gustó otro enigma: «Existimos para placer del hombre. Pero si prescinde de uno de nosotros, es imperfecto. ¿Quiénes somos? ¡Los sentidos!»
Por lo que se refiere a los escritos de Zaratustra, transmitían varios pensamientos rotundos: «Si eres un imbécil pobre, hazte curilla. Si eres un imbécil rico, hazte granjero. Si eres un imbécil noble y pobre, haz lo que puedas para tener pan. Y si eres un imbécil noble y rico, haz lo que quieras, pero, por favor, no juegues a ser un hombre de ingenio.» Y Wolfgang insistió en una máxima indiscutible: «Ser modesto no conviene a todo el mundo, sólo a los grandes hombres.»
Aquella noche, se olvidó la austeridad imperial y se quiso creer que era posible distraerse olvidando las desgracias del mundo y la angustia del mañana.
Viena, 3 de marzo de 1786
En su segundo concierto de abono, tras el del 24 de febrero, Wolfgang estrenó su nuevo Concierto para piano en la mayor[99]. Mientras estaba concluyendo Las bodas de Fígaro, el músico quería formular su visión de la iniciación a los Grandes Misterios.
A lo largo de aquella obra que unía la Sabiduría, la Fuerza y la Armonía, Thamos fue llevado a Egipto y revivió los instantes más intensos de su propia aventura. Aquí, el Gran Mago conseguía transmitir lo inefable.
La serenidad del primer movimiento recordaba el feliz tiempo en que los iniciados edificaban el templo y celebraban a su hora los ritos. A pesar de la gravedad de su andadura, la vida parecía leve, pues los dioses hablaban a través de la piedra y de las fórmulas del conocimiento. Todos los días nacía un profundo gozo interior del acto justo en el momento justo.
Luego llegaba el más extraordinario de los movimientos lentos que Mozart había compuesto nunca. En aquel adagio meditativo en fa sostenido menor, iba más allá de la nostalgia, de la tristeza y de la desesperación que los iniciados afrontaban, antes o después, para ofrecer la auténtica esperanza. Sí, la Luz brillaba en el corazón de las tinieblas, y la iniciación las disipaba. Era un amor celestial lo que expresaba aquella música de increíble pureza, el amor de la creación en espíritu más allá de las torpezas humanas.
Nadie podía, en vida, permanecer a semejantes alturas. Así, el rondó final liberaba una formidable energía que devolvía al iniciado a su encarnación terrenal, sin arrebatarle el recuerdo de la experiencia vivida más allá de lo visible.
Mozart no sólo era un autor genial, sino también un maestro espiritual cuyas palabras prolongaban la obra del Gran Arquitecto del Universo.
Viena, 13 de marzo de 1786
Lecciones al inglés Attwood, un tercer concierto de abono y, aquella noche, una representación de Idomeneo dada por una compañía de aficionados en el teatro privado de un príncipe[100]. Cuando acababa de terminar Las bodas de Fígaro, Wolfgang advirtió la magnitud del camino recorrido dirigiendo esa antigua ópera para la que había escrito dos nuevos fragmentos[101], el segundo de los cuales incluía una obligada parte de violín, para su hermano y amigo el conde Hatzfeld.
Al salir de aquella velada, de bastante éxito, ya sólo se hablaba del acontecimiento que podía trastornar el imperio: la guerra contra los turcos.
—El emperador tiene razón —estimó Hatzfeld—. Quieren invadir de nuevo Europa e imponer el islam. Sólo hay una respuesta posible: el enfrentamiento.
—Son temibles guerreros —recordó el príncipe—, y nuestra nobleza podría quedar diezmada.
—¿Acaso defender la libertad no es el más exaltante de los deberes? —preguntó Hatzfeld—. Donde el islam reina como dueño absoluto, ésta ya no existe. Las mujeres son consideradas seres inferiores que deben ocultarse bajo velos y ser lapidadas en caso de infidelidad, la poligamia es legal, la esclavitud está autorizada. José II debe combatir esta barbarie.
—Y a vos, señor Mozart, ¿qué os parece? —preguntó el aristócrata.
—Comparto las opiniones de mi amigo Hatzfeld y lucharé a mi modo componiendo un canto de guerra que alabe el poder de nuestro ejército.
—Los soldados siempre han sido sensibles a la música. Antaño, embriagaban a las tropas griegas con cantos marciales. Así, olvidaban el miedo.
—Mi contribución será mucho más modesta —advirtió Wolfgang—, pero pondré de manifiesto mi compromiso y mi espíritu de victoria.
—¿A qué precio? —se alarmó el príncipe—. Perderemos muchos jóvenes que habrían formado la élite del mañana. Y, además, la masa de los enemigos me inquieta. ¿No será decisivo su número?
—Sobre todo, no bajemos la guardia —advirtió Hatzfeld—. Frente al oscurantismo, proclamemos nuestros valores y defendámoslos sin ceder un palmo de terreno.
De regreso a su casa, Wolfgang calmó al pequeño Karl Thomas, que tenía dolor de muelas.
—Pareces cansado —observó Constance.
—Más que nada, inquieto.
—¿Van a prohibir la representación de tus Bodas?
—No, se trata de la guerra contra los turcos.
—¿Podrían caer sobre Viena?
—Ésa es su intención.
—¡El emperador no se lo permitirá! ¿No es nuestro ejército uno de los mejores de Europa? Dios nos apoyará y nos permitirá ver crecer a nuestro segundo hijo.
—¿Es seguro, entonces?
—Del todo, querido mío. ¡Estoy tan feliz de estar encinta de nuevo!