Viena, 14 de enero de 1786
Wolfgang se alegraba de participar, aquella misma noche, en la inauguración de su nueva logia donde se tocarían sus últimas obras durante la Apertura y la Clausura de los trabajos.
Desde que se había levantado, no se había sentido muy bien pero, de todos modos, había trabajado en Las bodas.
—Me sentará bien dar un paseo antes de almorzar —le dijo a Constance.
—¡Hace mucho frío!
—No tardaré.
En cuanto regresó a su lujoso apartamento, Wolfgang sintió fuertes dolores en la cabeza y el estómago. No tenía apetito, y bebió una tisana con miel.
Más tarde, incapaz de levantarse de su sillón, se rindió a la evidencia.
—Me es imposible asistir a la Tenida —advirtió con la muerte en el alma—. Tráeme papel y pluma, por favor. Debo mandar mis excusas al Venerable.
Querido hermano, hace ya una hora que he vuelto a casa y me siento realmente enfermo, con una fuerte jaqueca y calambres en el estómago. Esperaba una mejoría pero, desgraciadamente, sucede lo contrario y veo que no estoy en condiciones de asistir a nuestra primera ceremonia de hoy. Os ruego, pues, querido hermano, que me excuséis del mejor modo en mi lugar. Nadie pierde más con ello que yo mismo. Soy para siempre vuestro muy sincero hermano.
Viena, 26 de enero de 1786
Wolfgang, recuperado ya, había participado en dos Tenidas del grado de Maestro, el 24 y el 26 de enero. Dadas las circunstancias, los hermanos de la Cámara del Medio consideraban necesarios llevar a cabo profundos debates sobre el porvenir de la francmasonería vienesa.
Cada Maestro se explicó libremente, formulando sus temores y sus esperanzas. Los aristócratas acomodados abogaban por una total obediencia al emperador, que, de la noche a la mañana, podía cerrar las dos logias supervivientes. Enfrentarse con él o criticarlo llevaría al desastre.
El barón Von Gemmingen expresó una opinión ampliamente compartida: si quería subsistir, la francmasonería debía limitarse a ser un movimiento de ideas, más bien discreto, y a apoyar permanentemente la política del soberano. Le estaba prohibido ceder a las tendencias místicas y esotéricas.
En adelante, los temas de los trabajos de la logia serían comunicados a la policía y no se alejarían de un pensamiento adecuado. Más valía una restricción de la libertad que la absoluta carencia de ella.
El conde y violinista aficionado August Clemens Hatzfeld, de treinta y dos años de edad, lamentó el autoritarismo que había conducido a la dimisión de tantos hermanos. ¿La limitación de los efectivos no llevaría a que las logias desaparecieran? Mozart y Hatzfeld simpatizaron.
—Admiro vuestra música —declaró el conde—. Conocéis el alma humana mejor que cualquier otro y nos lleváis a parajes maravillosos.
—¡La iniciación me abrió tantos horizontes! Sin ella, ahora estaría perdido.
—¿Por qué semejante ideal es tan ferozmente combatido? —preguntó Hatzfeld.
—La libertad asusta —sentenció Wolfgang—. El mundo quiere ser engañado, los hombres aman sus cadenas y no sienten deseo alguno de asumir sus responsabilidades. Es mejor acusar a los gobiernos y promover revueltas que no modifiquen nada.
—¿Hay que resignarse, pues?
—¡De ningún modo! La iniciación nos invita a modificar la orientación de nuestra mirada y a hacerla más intensa. Entonces, cae la venda.
—Vigilancia y Perseverancia —recordó Hatzfeld—. Una vida entera no basta para poner en práctica esa extraordinaria enseñanza del Gabinete de Reflexión.
—¿Acaso cada grado no nos ofrece un nuevo nacimiento y una nueva vida?
Cuando se reanudaron los debates, el Venerable Tobias von Gebler acusó el peso de sus sesenta años. Que el emperador exigiera discretamente su nombramiento a la cabeza de La Esperanza de Nuevo Coronada no le encantaba. Escuchando las intenciones del monarca, la mayoría de los Maestros habían votado en su favor para evitar cualquier provocación. Sin embargo, Von Gebler ya no deseaba ejercer el menor poder y puso de manifiesto que sólo Ignaz von Born podía asegurar la coherencia de la orden.
Ningún hermano puso objeción alguna, a pesar del rumor que ensuciaba la reputación del mineralogista.
Viena, 27 de enero de 1786
El barón Gottfried van Swieten se había derrumbado. Ciertamente, seguía siendo el jefe de la censura y conseguía evitar muchos disgustos a los francmasones, pero no había oído rumor alguno sobre las intenciones del emperador, y temía lo peor para la francmasonería vienesa.
Tras haber llegado a la conclusión de que no existía un servicio secreto encargado de espiar a los hermanos, ahora dudaba de su juicio. Conociendo sólo la orden desde el exterior, el soberano preguntaba forzosamente la opinión de uno o varios consejeros. Uno de ellos se había mostrado tan persuasivo que lo había convencido de que adoptara unas medidas autoritarias para acabar así con el florecimiento de la francmasonería vienesa.
Thamos le aconsejó a Van Swieten que siguiera con su búsqueda, con un máximo de destreza, para descubrir a la criatura de las sombras que influía en José II. Los repetidos fracasos no debían desalentarlo.
Luego, el egipcio se puso un embozo y fue a merodear en torno al local de La Esperanza de Nuevo Coronada, más de una hora antes de la llegada de los hermanos.
Allí descubrió a un primer policía, transido de frío, oculto bajo un porche. Instalado en una calesa, el segundo no apartaba los ojos de la entrada de la logia. Ambos contaban el número de hermanos.
Mucho más discreto, otro equipo espiaba el domicilio de Ignaz von Born. También el laboratorio gozaba de las atenciones de la policía. Al decreto del emperador le seguía una intensa actividad de vigilancia de los francmasones.
El egipcio aconsejaría a Von Born que mantuviera un calendario normal de Tenidas, para no despertar las sospechas de las autoridades. Habría que multiplicar las precauciones para organizar reuniones secretas de Maestros, perfectamente seguras, y mantener constantes relaciones con la logia de investigación de Praga.
Mientras el genio del Gran Mago se desplegaba escribiendo Las bodas de Fígaro, el porvenir de la iniciación en Viena se anunciaba muy incierto.