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Viena, 11 de diciembre de 1785

A Joseph Anton no le gustaba en absoluto ser convocado por el emperador. ¿José II iba a felicitarlo o a reprenderlo? Desde su nacimiento, su servicio secreto colgaba de un hilo. El monarca podía suprimirlo de un plumazo y enviar al conde de Pergen a sus tierras, para que disfrutara allí de un apacible retiro.

—La precisión de vuestros informes ha guiado mi reflexión —declaró el emperador—. Cuando murió la emperatriz María Teresa, en Viena había sólo doscientos francmasones. Hoy son más de mil. Las logias reúnen a aristócratas, funcionarios, comerciantes, artistas, sacerdotes e, incluso, a algunos criados. Esa sociedad secreta no deja de desarrollarse y corre el riesgo de tomar por un mal camino. Condeno formalmente las tendencias místicas y ocultistas, y voy a prohibir la práctica de la alquimia en los Estados austrohúngaros. Además, pretendo limitar y controlar el desarrollo de los rosacruces. Su doctrina me parece oscura: mezclan cristianismo y ciencias dudosas.

Joseph Anton no creía lo que estaba oyendo. El emperador nunca había tomado posiciones tan claras.

—Por lo que se refiere a la francmasonería —prosiguió José II—, no continuará creciendo de un modo anárquico. He aquí el decreto al que será sometida.

Joseph Anton leyó la nueva ley, cuyo contenido le encantó:

Como en un Estado bien regulado nada debe subsistir sin cierto orden, pienso que es necesario prescribir lo siguiente:

Las asambleas que se denominan de francmasones, cuyos secretos me son poco conocidos y cuyos Misterios nunca he intentado desvelar, se multiplican hasta en las más pequeñas ciudades. Las asambleas, abandonadas por completo a sí mismas y no estando sometidas a dirección alguna, pueden dar lugar perfectamente a excesos tan perjudiciales para la religión como para el buen orden y las costumbres; pueden inducir; sobre todo, a los superiores, por una vinculación fanática, a no utilizar la más perfecta equidad para con aquellos que les están sometidos y no pertenecen a la orden que profesan, o pueden dar lugar; por lo menos, a gastos inútiles. Antaño, y en otros países, se prohibía y se castigaba a los francmasones; se disolvían sus asambleas, porque no se conocían sus secretos. Aunque me sean también muy poco conocidos, me basta saber que por estas logias de francmasones, sin embargo, se ha hecho algún bien real contra la indigencia y en beneficio de la educación, para ordenar en su favor más de lo que nunca se hizo en ningún país. Así, aunque ignoro sus estatutos y sus acciones, serán acogidos sin embargo bajo la protección y la defensa del Estado mientras hagan él bien. Por consiguiente, sus asambleas serán formalmente permitidas, pero tendrán que adecuarse a lo que prescribimos con respecto a ellas:

1. Que, en la capital de cada regencia, habrá sólo una logia de francmasones, dos a lo sumo; estarán sometidas al magistrado o al intendente de policía, que será informado del día y la hora en que los hermanos se reunirán.

2. Las logias serán prohibidas en cualquier lugar distinto de aquel en el que reside la regencia; las denuncias de logias establecidas en otra parte serán alentadas.

3. Los presidentes de las logias estarán obligados a enviar; cada tres meses, la lista y los nombres de cada logia respectiva al jefe del territorio.

4. Las logias, dirigidas de este modo, ya no estarán sometidas a investigación o registro alguno; pero todas las demás serán suprimidas[79].

Joseph Anton estaba en la gloria. Ciertamente, el emperador no prohibía la francmasonería, sin embargo le imponía un yugo tal que los agitadores de ideas quedarían reducidos al silencio.

Frente a semejante ataque, ¿cómo reaccionaría Ignaz von Born, el maestro espiritual de los francmasones?

Viena, 12 de diciembre de 1785

Al editor Hoffmeister no le hacía mucha gracia ver de nuevo a Mozart.

—Vuestro talento no es cuestionado, pero debo asegurar la prosperidad de mi empresa. De modo que nuestro reciente fracaso me incita a ser prudente.

—No os pido nada —dijo Wolfgang con calma—. Como prometí, os ofrezco una partitura cuya venta, espero, os indemnizará por vuestras pérdidas.

—¡Ah!… ¿De qué se trata?

—De una obra fácil de comercializar: una sonata para piano y violín[80]. Escrita rápidamente, ligera y tierna, aquella composición terminaba en un final de inspiración popular, de aspecto casi vivaracho.

—Sois un hombre de honor, señor Mozart.

—Como francmasón, la palabra dada me parece una virtud esencial.

Viena, 15 de diciembre de 1785

Aunque la Tenida de primer grado del 13 de diciembre se había desarrollado de modo apacible, el banquete que siguió al concierto fraterno dado en la logia La Esperanza Coronada, el día 15, fue animado. De nuevo era preciso ayudar a dos virtuosos del cor de basset[81], y varios hermanos músicos se movilizaban en su favor: Paul Wranitzky había escrito dos cortas sinfonías, Stadler había tocado unas obras para viento, Mozart un concierto para piano y una improvisación, y Adamberger había interpretado su cantata La alegría del masón.

La lectura del decreto del emperador, que se publicaría en la prensa el día 17, ensombreció aquel momento fraterno.

—¡Los francmasones estamos entre la espada y la pared! —exclamó Anton Stadler— José II exige una reorganización inmediata de nuestras logias.

—Que nadie se precipite —recomendó Wranitzky—. A menudo, las intenciones no son seguidas por efectos. Mientras el Gran Maestre de la Gran Logia de Austria y nuestro Venerable hermano Ignaz von Born no adopten decisiones claras, no sirve de nada que nos preocupemos.

Viena, 17 de diciembre de 1785

Paul Wranitzky se equivocaba. La víspera, a petición del emperador, el príncipe Dietrichstein había promulgado un Decreto sobre los francmasones, adecuado a las directrices del soberano. Debían adaptarse a él de inmediato y sin discusión.

Aquella misma noche, Wolfgang participaba en una Tenida del grado de Maestro donde se estudió el texto que reducía el número de logias y modificaba profundamente la vida masónica vienesa.

Una pregunta fundamental: ¿ceder o desobedecer?

—Es evidente que el emperador ha sido manipulado —estimó Thamos—. Hace mucho tiempo que suponemos que hay una criatura actuando en las sombras contra nosotros que prepara nuestra perdición. El reciente ataque contra nuestro hermano Von Born demuestra que es peligrosa. Esta vez, toda la orden está amenazada. José II tolera su existencia, siempre que se empequeñezca y muera de inanición.

—¡Entonces rebelémonos y rechacemos su golpe de fuerza! —propuso un Maestro.

—¡Qué magnífica oportunidad para cerrar todas las logias y prohibir definitivamente la francmasonería en Viena!

—Que cada hermano asuma sus responsabilidades.

Wolfgang y Thamos acabaron la velada en casa de Ignaz von Born, que además de sufrir su ciática crónica, estaba resfriado.

—El emperador no dará marcha atrás —estimó—, y debemos someternos. Sólo subsistirán dos logias, las demás desaparecerán. He sido conminado por el Gran Maestre a preparar esta reorganización, a la que estoy estrechamente vinculado.

—En ese caso —dijo Wolfgang—, no se ha perdido todo.