Viena, 20 de noviembre de 1785
Una sirvienta principiante, alimentada y alojada, ganaba doce florines al año; un maestro, veintidós; un profesor de universidad, trescientos; un cirujano, ochocientos; el director del hospital de Viena, tres mil; y Antonio Salieri, el compositor de moda, mil doscientos.
Hoy, Wolfgang podía felicitarse de ser casi el equivalente de un cirujano. Ciertamente, era preciso asumir numerosos gastos, comenzando por la cuota masónica anual de sesenta florines. Luego venía su enorme alquiler de cuatrocientos sesenta florines, los impuestos afortunadamente moderados, los gastos de salud y las compras de alimentos para una casa en la que se comía bien y se bebían vinos de calidad. Por lo que a la ropa se refería, ésta representaba una parte importante del presupuesto. Tanto Wolfgang como Constance debían ser elegantes. Ahora bien, un hermoso vestido costaba cien florines, un buen traje de hombre por lo menos treinta, y unas medias de seda, cinco. Y se necesitaban varios trajes, numerosos vestidos, chalecos, levitas, camisas, corbatas de muselina, botas y zapatos, en resumen, todo lo que fuera preciso para mantener el rango.
Además, a menudo Wolfgang hacía de buena gana regalos a sus amistades, y cuando era invitado, nunca llegaba con las manos vacías.
—Este mes no podremos pagar todas las deudas —le confesó Constance.
—Con Las bodas, que me ocupan día y noche, he ganado menos estos últimos tiempos. No te preocupes, la temporada de conciertos comienza muy pronto. Tal vez acepte más alumnos.
—Sé lo penoso que te resulta enseñar.
—¡No hay nada es peor! Programaré por lo menos tres academias por abono y pediré un adelanto sobre mis honorarios a Franz Anton Hoffmeister, compositor, editor y futuro francmasón, que me ha encargado unos cuartetos para piano y cuerda.
—¿No retrasará eso la composición de Las bodas?
—La necesidad es la necesidad, querida.
«Recurro a vos —le escribió Wolfgang a Hoffmeister— para rogaros que acudáis en mi ayuda, sólo temporalmente, prestándome algún dinero, pues actualmente lo necesito mucho.»
El editor aceptó adelantarle dos ducados, es decir, nueve florines, y las preocupaciones pasajeras desaparecieron.
Viena, 3 de diciembre de 1785
A los treinta y nueve años, Hoffmeister parecía ya muy viejo. Pedante y seguro de sí mismo, consideraba a Mozart como uno de los numerosos músicos de talento que vivían en Viena y una eventual fuente de beneficios. Seguía siendo bastante popular, puesto que el teatro de la Puerta de Carintia había representado de nuevo, el 25 y el 27 de noviembre, El rapto del serrallo. La hermosa Aloysia Lange desempeñaba el papel de Constanza. Aquella misma noche se daría una tercera representación. En el Burgtheater, daban La Villanella rapita de Francesco Bianchi con dos conjuntos vocales[74] de Mozart insertados en la partitura. Pero la situación evolucionaba. Hoffmeister parecía nervioso.
—¿Contrariedades? —se preocupó Wolfgang.
—Vos sois la causa.
—¿Por qué?
—Vuestros cuartetos no se venden. Por vuestra causa, pierdo mucho dinero. Me parece inútil proseguir nuestra colaboración, pues será mejor romper nuestro contrato. Os cedo el adelanto otorgado y os dejo libre de elegir a otro editor.
—Os compensaré con otra obra —prometió Wolfgang.
Su hermano Artaria aceptó hacerse cargo del contrato. A causa de aquel fracaso, decidió dejar pasar algún tiempo antes de publicar, otra vez, unos cuartetos tan poco apreciados[75].
Viena, 7 de diciembre de 1785
Con el fin de evocar la memoria de un hermano[76], la logia Las Tres Águilas organizó una Tenida del grado de Maestro. Mozart dirigió la versión orquestal definitiva de su Maurerische Trauermusik[77], provista de dos nuevos cors de basset y un contrafagot Su reputación iniciática se extendía progresivamente al conjunto de las logias, y todos comprendían por qué Ignaz von Born lo había elegido como discípulo.
En la mesa del banquete, un hermano perteneciente a la alta administración de la Gran Logia de Austria conversó con el compositor.
—Vuestra música es más bien hermosa. Sin embargo, deberíais alejaros un poco de Von Born, un sabio admirable y un hombre de calidad, ciertamente, pero cuya reputación corre el riesgo de verse gravemente mancillada.
—¿Por qué razón?
—Por oscuras prácticas poco confesables.
—¿Cuáles?
—¡Al parecer, es… alquimista! ¿Os dais cuenta? ¿Cómo un masón, filósofo y racionalista, puede creer en semejantes supersticiones? Si el emperador lo hubiera sabido, se habría sentido extremadamente descontento. Además, al parecer Von Born ha arruinado a su familia comprando una gran cantidad de material de laboratorio y haciendo experimentos muy costosos.
—¿Y quién presta oídos a semejantes calumnias? —se indignó Wolfgang.
—Las informaciones parecen seguras —deploró el funcionario—. Los extravíos de Ignaz von Born podrían afectar a nuestra Gran Logia de Austria y manchar la francmasonería.
—No lo creo —objetó Wolfgang—; esas bobadas pronto quedarán olvidadas.
—Esperémoslo, hermano mío, pero las autoridades masónicas se inquietan, y os recomiendo la más extremada prudencia.
Viena, 8 de diciembre de 1785
—¿Cómo ha ido vuestra entrevista con el emperador? —preguntó Ignaz von Born al barón Gottfried van Swieten.
—Bastante bien. A su modo de ver, las acusaciones que se murmuran contra vos carecen de sentido. José II os mantiene en su estima y confianza.
—Eso es imposible.
—Os lo aseguro, yo…
—El emperador no piensa lo que os ha dicho. Quienes me calumnian tienen un objetivo concreto: modificar su posición con respecto a la francmasonería. José II reaccionó ya de un modo inesperado al fundar, autoritariamente, la Gran Logia de Austria, y prepara medidas que restringirán más aún nuestro campo de acción y nuestra influencia.
—Muy pesimista me parecéis.
—Pesimista, no: realista.