Las bodas de Fígaro, segundo acto
Amor —imploraba la condesa—, proporciona algún consuelo[69] a mi dolor y a mi suspiro; devuélveme mi tesoro o, al menos, déjame morir.» Así comenzaba el segundo acto, en la habitación de la condesa que tenía tres puertas —las de los tres grados— y una sola ventana por la que entraba la Luz de la Sabiduría que ella encarnaba. En pocas palabras, con una melodía de una pureza y una gravedad sublimes, expresaba el sufrimiento de ver al Compañero alejándose y traicionando.
O le devolvía el tesoro iniciático, su juramento de fidelidad, o ella desaparecía.
—Sólo Susana, cuyo nombre procede de la palabra egipcia que significa «loto», puede hablar con toda libertad con la condesa —dijo Thamos—. Siendo los dos aspectos de la Sabiduría, intentan atraer hacia ellas al Aprendiz y al Compañero. En apariencia, Susana es la sierva de la condesa; en realidad, su hermano y su brazo activo.
—Por lo demás, intercambiarán sus ropas en el cuarto acto y se harán pasar la una por la otra. En ese estadio de la acción, Susana dice a la condesa que el conde quiere comprar su virtud. ¿Realmente se ha apartado de su esposa? De ningún modo, pues sigue siendo terriblemente celoso. Desear a Susana supone regular mal su poder; amar a la condesa, mantener la Sabiduría como objetivo y corazón de su existencia.
—Las dos hermanas deben utilizar el dinamismo del Aprendiz Fígaro para tenderle una trampa al Compañero, para que «pierda aquí el tiempo y allí el trazado», y por tanto, la principal ciencia de su grado, el Arte del Trazo. Así advertirá que no es omnipotente y regresara a la humildad, siempre que venza la infidelidad, el capricho egoísta y los posesivos celos.
—¡Y no olvidemos a Querubín! —intervino Wolfgang—. Tras haber cantado el amor, ese «bien fuera de sí mismo», será introducido por ambas hermanas en el Gabinete de Reflexión, donde nace eternamente, en secreto, la materia prima.
—Vestida de mujer —precisó Thamos—, Querubín se convierte en el andrógino. Tocado como los Maestros; disponiendo de su diploma de oficial de la logia, declara: «Morir no me está permitido», pues la materia prima de la Obra nunca se extingue.
—Sólo hay un problema: ¡en el diploma de oficial falta el sello! Dicho de otro modo, Querubín sigue siendo virtual. Así que se produce el drama: el prematuro regreso del conde que llama a la puerta de la condesa, ¡Una puerta cerrada! ¿Por qué, si está sola?
—¿Dónde ocultar a Querubín, salvo en su lugar de origen, la Tierra-Madre del Gabinete de Reflexión?
—La condesa lo encierra allí, guarda la llave y abre al conde, vestido de cazador. Exige explicaciones de inmediato. ¡Se oye un gran ruido en el Gabinete! Así pues, hay alguien en su interior. ¿Quién? Susana, responde la condesa, esa mujer que turba al conde mucho más que ella misma. El conde ordena a la sirvienta que salga, la condesa se lo prohíbe. ¡Qué le hable al menos! «Callad», exige la condesa. Estamos, entonces, al borde del escándalo y del desorden ritual que hay que evitar a toda costa. El conde se convence de que su esposa, por encima de cualquier sospecha, oculta a un amante. Puesto que se niega a abrir aquel Gabinete tan particular, actúa como un Compañero y va a buscar los útiles necesarios, no sin tomar dos precauciones: llevarse consigo a la condesa y cerrar con llave todas las demás puertas. El amante no escapará.
—Así evocas una de las gestiones características del Compañero —advirtió Thamos—. Quiere acceder al misterio por la Fuerza, el pilar que se relaciona con su grado. Toda su energía está centrada en la adquisición de la Maestría, vinculada a la Sabiduría que encarnan la condesa y Susana, pero la confunde aún con la simple potencia y con el ejercicio del poder. ¿Hasta dónde llegará para disponer de ellos?
—El gran estruendo que se ha producido en el Gabinete de Reflexión señala el comienzo del final de este acto —anunció Wolfgang—. Terminará con el enfrentamiento entre la condesa, Susana y Fígaro por un lado, y el conde y sus aliados por el otro[70]. Puesto que la Sabiduría está en peligro, Susana, su aspecto operativo, debe salvarla. Sólo hay una solución: ocupar el lugar de Querubín en el interior del Gabinete. Pero sacarlo de allí exige el rito que practican algunas logias durante las pruebas: el salto al vacío. Como todas las salidas le están prohibidas, hay que pasar por ahí Puesto que nos encontramos en el grado de Aprendiz, el paje recuerda que «no hay que perder la cabeza»; sólo el perjuro, en efecto, se degollará a sí mismo, de acuerdo con el simbolismo del grado. Vinculado a la condesa, Querubín no podría traicionarla: «Antes que perjudicarla, volaré por el Fuego.»
—¿Cómo poner más de manifiesto el feliz final del cuarto y último viaje de la primera iniciación? El salto tiene éxito, la función de Querubín se cumple. Pase lo que pase, la Sabiduría ha modelado la materia prima, soporte de la Gran Obra alquímica, revelada en la Maestría.
—El drama sigue desarrollándose —prosiguió Wolfgang—. Acompañado por la condesa, he aquí el conde que regresa con unas tenazas y un martillo que le permite creer que maneja el poder de un Maestro de logia[71]. Se dispone entonces a forzar la puerta del Gabinete de Reflexión, la condesa reconoce que Querubín se oculta allí, un Querubín que se ha desnudado antes de vestirse de mujer. Loco de celos, el conde insulta a su esposa. Le exige la llave y ella se la da. Deseando la muerte de Querubín, abre.
—En el umbral aparece… ¡Susana! La primera transmutación se ha consumado, la materia prima se ha convertido en uno de los aspectos de la Sabiduría.
«¡Matad, pues, al paje con vuestra espada!», se divierte Susana. Lo invita a explorar el Gabinete de Reflexión, mientras ella muestra a la condesa la ventana por donde ha saltado Querubín. Confuso, el Compañero pide perdón a la Sabiduría. «Vuestra locura no merece compasión», le responden juntas la condesa y Susana. «Os amo», afirma el conde, pero ve cómo le infligen un duro juicio: «Así, la fidelidad de una alma amante debía esperar un cruel salario.» La Sabiduría no reconoce a ese Compañero la capacidad de ser ascendido a la Maestría, puesto que la ha despreciado y acusado injustamente.
—Por primera vez —señaló Thamos—, el conde llama a su esposa por su nombre: Rosina, «La de la rosa», símbolo del secreto de la iniciación. Ahora bien, declara ella, «yo ya no soy ésa, sino el miserable objeto de vuestro abandono que vos os complacéis en desesperar». A petición del conde, Susana intercede en su favor. ¿Cómo va a rechazar la Sabiduría un auténtico amor? El Compañero comprende que acaba de sufrir una serie de pruebas, destinadas a hacerle tomar conciencia de sus errores. Con los dos aspectos de la Sabiduría, canta la llamada al conocimiento del corazón.
—Un momento de rara armonía, una paz recuperada, una felicidad reconstruida… Pero he aquí de nuevo a nuestro aprendiz Fígaro. Quiebra brutalmente esa frágil quietud —dijo Wolfgang—, y anuncia que los músicos están dispuestos a tocar con ocasión de sus bodas. ¡No podía ser más inoportuno! «¡Poco a poco, poco a poco, no tan de prisa!», objeta el conde, que recupera su ardor gracias al error del Aprendiz. Lo tiene en su poder, a causa de una nota comprometedora. Fígaro se debate torpemente, pero la condesa y Susana le dan un consejo decisivo: «No aguces tu talento en vano, hemos desvelado el misterio. No hay nada que añadir.»
—De acuerdo con las exigencias de su grado, Fígaro respeta una especie de silencio —añadió Thamos—. Aquí te propongo la intervención de un personaje al que los egipcios llamaban Bes, «el iniciador». Barbudo, panzudo, músico, risueño y ruidoso, preside el nacimiento de los nuevos iniciados.
—Será Antonio, el jardinero —decidió Wolfgang—. Cumplirá las funciones de un Vigilante, pues ha visto a alguien saltando del balcón de la condesa. Ciertamente, le da un poco a la botella, pero esta práctica no está prohibida en ninguna logia. Y aunque se trate de la embriaguez divina, Antonio obliga a Fígaro a hacer una valerosa declaración: «¡Por tres monedas, hacer tanto ruido! Puesto que el hecho ya no puede ocultarse, yo soy el que saltó de allí.»
—El Aprendiz se identifica así con la materia prima de la Gran Obra —prosiguió Thamos—. Asimila la sustancia de Querubín, que la Sabiduría ha madurado cuidadosamente en el Gabinete de Reflexión.
—¡Pero nuestro Antonio no da su brazo a torcer! Entonces, Fígaro proporciona una prueba: se ha lastimado un nervio del pie y cojea, como al principio de la ceremonia de iniciación.
—El papel de un buen Vigilante consiste en poner a prueba al hermano al que orienta —recordó Thamos—. De modo que Antonio no se ha limitado a observar el salto: en el punto de caída ha recogido algunos papeles que ofrece al Aprendiz. ¿Los ha perdido, acaso?
—El conde se apodera de ellos —sugirió Wolfgang—. Y surge la pregunta mortal: si Fígaro es, en efecto, el que ha saltado, si esos documentos le pertenecen, debe de conocer su contenido.
—Nuestro Aprendiz parece abrumado. ¿Cómo podrá responder? El Compañero triunfa.
—No es raro que la ciencia del Aprendiz sea limitada. Como es justo y debido, Susana, expresión de la Sabiduría, lo socorre. Ayudado tan poderosamente, Fígaro supera esta prueba de «cubrimiento» y responde correctamente. ¿Los papeles? El diploma de oficial del paje. ¿Qué falta en él? El sello. Furioso, el conde desgarra el documento que ya es inútil y reconoce: «Todo es para mí un misterio.» Sin embargo, como buen Compañero, no rinde las armas, acude en su ayuda un trío formado por Marcelina, Bartholo y Basilio. «Tres tontos y tres locos», piensa erróneamente el Aprendiz, cediendo a la vanidad de su pasajera victoria. Pues Marcelina anuncia que tiene una promesa de matrimonio firmada por el propio Fígaro. Ella es, pues, y no Susana, quien debe desposarse con él. La condesa, Susana y Fígaro exclaman abatidos: «¡Un diablo del infierno los ha traído aquí!»
—Así pues, las Bodas alquímicas, tan esperadas, no se celebrarán nunca —concluyó Thamos—. En su lugar, habrá un horrible desorden.
—Sólo estamos al final del segundo acto —objetó Wolfgang—. La aventura no ha terminado.