Viena, 7 de junio de 1785
Dos noticias importantes, señor conde —dijo Geytrand—. Una buena y la otra mala.
—Comienza por la mala —ordenó Joseph Anton.
—Uno de mis informadores, encargado de seguir a Ignaz von Born, ha desaparecido.
—¿En Viena?
—No, en Bad Gastein, donde el francmasón cuidaba su ciática.
—¿Han encontrado el cadáver de tu subordinado?
—No hay rastro alguno de ese inútil.
—Von Born debía de estar protegido. Sus hermanos descubrieron al que lo seguía y se libraron de él. ¡Esos francmasones son capaces de todo! Sin pruebas no podemos hacer nada. Seguir a Von Born exigirá el máximo de precauciones. ¿Y la buena noticia?
—Ha cometido un grave error: ha escrito una carta pública bastante incendiaria en la que reprocha a las autoridades políticas y científicas muniquesas que estén a favor del cierre de una logia de Iluminados.
Joseph Anton esbozó una sonrisa.
—¡Por fin una declaración oficial! Avisaré al emperador, pero ¿quedará convencido de que ese maldito francmasón es nocivo? A fin de cuentas, sólo defiende esa famosa libertad de pensamiento que tanto le importa a José II. ¿No le parece demasiado reaccionaria la política represiva de Karl Theodor? Las protestas de Ignaz von Born pueden, incluso, gustarle. En el fondo, esta carta de nada nos sirve.
Viena, 8 de junio de 1785
En la pradera crecía una violeta. La flor divisó a una joven pastora y deseó que la cogiera para adornar su corpiño. Pero la muchacha no vio la violeta y la aplastó con su pie. Herida de muerte, no manifestó animosidad alguna; al contrario, la flor cantó su alegría al morir a causa de aquella pastora a la que seguía amando.
Como epílogo del Lied[50], compuesto sobre ese breve relato del francmasón Goethe, Wolfgang añadió: «¡Pobre violeta! Era todo corazón.» El texto lo conmovía porque expresaba la aceptación del destino y, más aún, la capacidad de superarlo por amor y no por rebeldía.
La llegada de Anton Stadler disipó cualquier tristeza. Siempre jovial, hizo reír a Constance, provocó los trinos del pájaro Star y jugó con el pequeño Karl Thomas, que le ofrecía sus más hermosas sonrisas.
Tras haber tomado un excelente café, el amigo de infancia de Wolfgang e instrumentista de gran talento le habló de las cualidades expresivas del cor de basset.
—Lo he utilizado recientemente —reveló el compositor.
—¿En qué obra?
—En una cantata masónica.
—¡Te ha dado muy fuerte!
—Los únicos límites del camino de la iniciación son los que nos imponemos nosotros mismos. De modo que hay que cruzar muchas puertas y nunca creer, sea cual sea su grado, que se ha llegado a la cima. Ir hacia la Luz exige un trabajo constante.
—¡Demasiado arduo para mí! —protestó Anton Stadler—. Pero en fin… no sólo hay que educar a los niños. Dudo en preguntártelo, pero ¿crees que un hombre como yo…?
—A mi entender, la primera cualidad de un iniciado es la fidelidad a la palabra dada y a la obra comunitaria. ¿Te sientes capaz de ello?
—Es posible.
—¿Deseas ir más allá de la apariencia, quitarte la venda que te cubre los ojos y ver una realidad en la que se revela la armonía del Gran Arquitecto del Universo?
—No me disgustaría. ¡Debe de ser un gran momento para un músico!
—Inolvidable.
—¿La iniciación no quita las ganas de reír? —se preocupó Anton Stadler.
—¡No hay ningún peligro! Al contrario, aun en los peores momentos se dispone de un inagotable tema de chanzas: nuestra propia vanidad.
—En el fondo, me gustaría vivir esta experiencia a tu lado. Te conozco, y sé que no has elegido este camino por azar. Y si lo sigues con tanto ardor y asiduidad, es que vale la pena. De modo que deseo probarlo.
—Piénsalo bien, Anton.
Wolfgang había madurado. Tal vez su amigo se quedaría poco tiempo en la francmasonería. Si la puerta del templo se abría, él debería tomar su destino en sus manos.
Viena, 20 de junio de 1785
Ni Wolfgang ni Thamos disimularon la fraterna alegría que sentían al encontrarse de nuevo.
—¿Fue provechosa la temporada parisina?
—Desgraciadamente, no —respondió el egipcio, que expuso las razones del fracaso del convento de los Filaletes.
Luego entregó a su hermano una antología de cantos masónicos aparecida en Berlín en 1771.
—El primer poema, obra de Ludwig Friedrich Lenz y escrito en 1746, se adecuaría a la celebración de uno de nuestros principales ritos, la Cadena de unión, durante la próxima fiesta de San Juan, a la que deberíamos devolver todo su esplendor y su significado esotérico. Al beber una copa envenenada, Juan ha vencido a la muerte que querían infligirle. ¿No nos indica así el camino, mostrando que hay que superar la amargura y la traición?
«¡Oh, sagrado vínculo de amistad de los hermanos fieles —escribía Lenz—, idéntico a la felicidad suprema y a las delicias del Edén, amigo de la fe que nunca transgrede, conocido por el mundo y, sin embargo, tan misterioso! Cantad, pues, masones, haced oír hoy a la tierra entera que el día en que se consagra este canto es magnífico y resplandeciente, una fiesta solemne de la fidelidad y de la concordia.»
Wolfgang compuso un sencillo canto para tenor, órgano y coro[51], que retomaba al unísono cada final de estrofa, interpretada primero por el solista.
«La virtud forja nuestra grandeza —añadía Lenz—: nos eleva a altas dignidades, de modo que nuestro fulgor se extiende del Polo Norte al Polo Sur, y el ojo de Febo nada ve en los hemisferios más magnífico que nuestras logias.»
—Hermosa esperanza —admitió Thamos—, pero el autor expresa una duda: «¿Es vanidad, decidlo, o fe profunda la apacible felicidad a la que se consagran los masones?»
—Apruebo su respuesta —concluyó Wolfgang—: «No, puesto que cierto es que el propio Dios alimenta en nosotros el noble instinto de la fraternidad.»
—La fraternidad… ¿Realmente somos capaces de vivirla?