Bad Gastein, 30 de mayo de 1785
Ignaz von Born, que padecía una ciática crónica, seguía una cura de la que esperaba cierto alivio. Al abandonar Viena, deseaba saber también si iba a ser objeto de un seguimiento.
Cuando se disponía a cenar, Thamos se sentó frente a él.
Como siempre, el conde de Tebas era fiel a la cita.
—¿Satisfecho de vuestra temporada parisina?
—El convento de los francmasones franceses es un fracaso total. Interminables chácharas, discusiones inútiles, imposibilidad de hacer revivir la tradición iniciática y sumisión a un cristianismo blando, intentando evitar las convulsiones. Además, debido al asunto del collar en el que está comprometido Cagliostro y del aumento de los disturbios sociales orquestados por ideólogos hambrientos de poder, Francia corre hacia el desastre.
—¿Acaso teméis el derrumbamiento de la monarquía?
—El pueblo, encolerizado contra ella por los gacetilleros, detesta a María Antonieta. ¡Una reina extranjera, una austríaca desdeñosa y manirrota! La acusan de ser el origen de la miseria y de despreciar a los pobres. Por lo que a Luis XVI se refiere, carece de firmeza y se derrumba, poco a poco, bajo el peso de la catastrófica herencia de Luis XV.
—¿Teméis… una revolución?
—He visto merodeando a la muerte. La tormenta caerá sobre ese país, incapaz de resolver sus problemas si no es haciendo uso de la violencia.
—¿Y la actitud de los francmasones franceses?
—Unos abogan por un igualitarismo destructor, los otros se tapan los ojos y los oídos. Los escasos iniciados lúcidos harían mejor marchándose. Mozart no debe ir a Francia de ninguna de las maneras.
—Acaba de sufrir una inmensa decepción.
—¿El regreso de su padre a Salzburgo?
—¿Lo sabíais?
—No era difícil de prever. Wolfgang esperaba a un nuevo padre, como cualquier iniciado deseoso de compartir su maravilla. A partir de ahora irá abriéndose un foso entre padre e hijo.
—Esta desilusión lo marcará de modo indeleble —estimó Von Born.
—Es cierto, pero no invalidará su poder creador. En unos pocos meses ha superado más etapas que la mayoría de los francmasones en toda su existencia. ¿El emperador sigue siendo favorable?
—Me ha gratificado con un título honorífico, y eso me inquieta. Cuando deseas librarte de alguien molesto, le concedes una distinción irrisoria y de mucho ringorrango. Sea como sea, no oculto mis opiniones. He enviado mi carta de dimisión a la Academia de Ciencias de Munich, pues su presidente[49] se ha atrevido a aprobar el cierre de una logia con el pretexto de que los Iluminados se habían infiltrado en ella. El texto, dirigido al canciller de Baviera, será hecho público. En él afirmo mi orgullo de ser francmasón y le reprocho que expulse a los hombres más sensatos y más ilustrados, aceptando una nueva Inquisición. A causa del jesuita Frank, el confesor del príncipe-elector, nos sumimos en el oscurantismo.
—Corréis muchos riesgos.
—Como alto dignatario de la Gran Logia de Austria, científico reconocido y apreciado por el emperador, debo defender nuestra orden. Si callo, la represión aumentará.
—Un hombre de unos treinta años, bajo y con la frente marcada por una cicatriz, os ha seguido hasta aquí.
Ignaz von Born se puso tenso.
—¿Quién ha ordenado que me vigilen?
—Intentaré descubrirlo —prometió Thamos.
Bad Gastein, 1 de junio de 1785
Al igual que su presa, el hombre que seguía a Ignaz von Born, pagado por Geytrand, se había alojado en la mejor posada de la ciudad. La factura iba a ser considerable, pero corría los suficientes riesgos para permitirse buenas comidas y una habitación agradable.
Su informe seria más bien magro. Ignaz von Born había hecho, realmente, una cura en Bad Gastein y había pasado todas sus veladas en la habitación. Con una sola excepción, una cena con un huésped de paso. Ningún encuentro secreto, ninguna conspiración. En resumen, un enfermo ordinario de comportamiento banal.
Von Born salió de la posada y se internó en una oscura calleja. Su perseguidor, extrañado, se mantuvo a cierta distancia, sin perderlo de vista.
Cuando pasaba ante un porche, un poderoso puño lo agarró por el cuello de la levita, lo levantó del suelo y lo lanzó al interior de una estancia oscura.
—¿Quién eres? —preguntó la voz amenazadora de Thamos, cuyo rostro no podía distinguir el hombrecillo.
—¡Nadie, nadie! Casualmente pasaba por aquí y…
—Deja inmediatamente de mentir o te rompo la nuca.
Cuando los dedos del egipcio se cerraron sobre su cuello, el prisionero comprendió que no bromeaba.
—Me pagan para seguir a un hombre y redactar un informe sobre sus actividades.
—¿Cómo se llama?
—Ignaz von Born.
—¿Quién te paga?
—¡No lo conozco!
—No abuses de mi paciencia.
—¡Estoy diciendo la verdad, os lo juro! Ignoro el nombre del que me emplea.
—Lo habrás visto…
—Es alto, más bien feo, con el rostro blando y los ojos glaucos.
—¿No lo estarás pintando muy negro?
—¡No, os juro que no!
—Deja de jurar y dime algo más de él si quieres seguir viviendo.
—No sé nada más. Me ha ordenado que siguiera al tal Von Borny que te contara todo lo que hacía, ¡eso es todo!
El hombrecillo estaba tan asustado que no mentía.
—Escúchame bien, crápula. Aceptaré soltarte con una condición: que desaparezcas y no vuelvas nunca. Abandona el país y, sobre todo, no intentes ponerte en contacto con tu patrón. Si quieres hacerte el listo, lo sabré, pues tengo ojos y oídos por todas partes. Y no escaparás. ¿Lo has comprendido?
—¡Oh, sí!
—¿Me obedecerás?
—¡Os lo juro!
Tras la partida de su torturador, el hombrecillo permaneció inmóvil largo rato. Aterrorizado, consiguió levantarse y se atrevió, por fin, a salir a la calleja, seguro de que sería eliminado. Pero el lugar estaba desierto. De inmediato puso pies en polvorosa, decidido a cumplir sus promesas.