Viena, 28 de abril de 1785
Aquella noche, Wolfgang participó en una Tenida oficial del grado de Maestro. Los hermanos preguntaron sobre la denominación de «Logia de San Juan» y las razones por las que la Iglesia de Pedro se había separado y diferenciado de la Iglesia de Juan.
Pedro había negado por tres veces a su maestro con el fin de salvarse a sí mismo olvidando sus compromisos. A imagen del mal compañero, rompía la palabra dada. Y, sin embargo, sobre ese Pedro se fundó la Iglesia de Roma.
Juan, el discípulo preferido de Cristo, que por su parte había sido formado por los esenios, había sido apartado de la expansión material y temporal del cristianismo, tan alejado de la visión iniciática de las primeras edades. Sin embargo, en el prólogo a su Evangelio, recordaba una de las principales enseñanzas de los sabios egipcios: «En el principio era el Verbo […], y las tinieblas no lo detuvieron.»
A través de la Iglesia secreta de Juan, la iniciación se había transmitido de cofradía en cofradía hasta la francmasonería. Y Wolfgang descubrió, gracias a sus hermanos, la magnitud de las mentiras y de las imposturas que debilitaban, desde hacía tanto tiempo, el alma de Occidente.
Era preciso remontarse a la fuente, recuperar ese Verbo que brotaba como una luz, tan poderosa que desgarraba todas las vendas.
Paris, 28 de abril de 1785
El único invitado célebre que honró la cita en la logia de los Filaletes fue el conde de Cagliostro, pero su intervención sorprendió a los participantes en el convento.
—Os traigo la verdad —declaró el Gran Copto—, y os ofrezco los indispensables rituales. Antes de concederos este inestimable regalo, pongo una condición: ¡quemad vuestra biblioteca y vuestros archivos! Son inútiles y perjudiciales.
Ante las protestas, Cagliostro endureció el tono: o le obedecían, o la francmasonería zozobraría.
Durante la interrupción de los debates, uno de sus discípulos, de inquietante palidez, le habló largo y tendido.
Su maestro estaba siendo relacionado con un asunto que corría el riesgo de trastornar la monarquía francesa, que se hallaba en bastante mal estado. Mientras que el país sufría una grave crisis económica, la reina María Antonieta, coqueta, manirrota, irresponsable y detestada por los franceses, habría desembolsado más de un millón y medio de libras[40] para comprar un collar de 2.800 quilates a los joyeros Böhmer y Bassenge.
Algunos atribuían la responsabilidad de este escándalo al cardenal de Rohan, discípulo de Cagliostro que deseaba obtener la gracia de la soberana, que lo mantenía al margen desde hacía varios años. «El asunto del collar» adquiría tales dimensiones que el poder no conseguía acallarlo.
Cagliostro, que estaba implicado, tenía que atestiguar la inocencia del cardenal. De modo que abandonó el convento, convencido de que disiparía sin dificultades las sospechas que gravitaban sobre él y muy pronto regresaría a su cuartel general de Lyon, donde denunciaría las estupideces de Willermoz.
Thamos el egipcio regresó a Viena. Aunque las reuniones iban a durar hasta el 26 de mayo, era inútil asistir a ellas. La conclusión ya era conocida: los francmasones se interesarían prioritariamente por la teosofía cristiana, olvidando la tradición iniciática. Respetuosos ante la religión, evitarían convertirse en peligrosos contestatarios.
Varios hermanos, decepcionados, sugirieron preparar mejor un nuevo convento y abordar en él los problemas de fondo.
Pero ¿quién podía creer, aún, en ello?
Viena, 7 de mayo de 1785
Cantada en La Verdadera Unión el 1 de mayo, la cantata Die Maurerfreude, La alegría del masón[41], había sido interpretada de nuevo aquel día, durante una ceremonia que reunía las logias de La Palmera y de Las Tres Águilas. La obra de Mozart se convertía en un clásico de la francmasonería vienesa, asociando la sabiduría de Ignaz von Born a la de José II, protector de la orden.
En su catálogo, Wolfgang añadió tres Lieder compuestos sobre textos de Weisse[42], vulgarizador de Shakespeare y simpatizante de la francmasonería. El primero, «íhr Madchen flieht»[43], evocaba las emociones de una muchacha que corría el riesgo de sucumbir a la magia del amor. El segundo, «Wie Sanft, wie ruhig»[44], celebraba la alegría y la serenidad de los humildes, mucho más importantes que la vanidad y las falsas grandezas. Por lo que se refiere al tercero, «Der Reiche Tor»[45], ponía en escena a tres personajes: una mujer joven, un muchacho bueno y honesto y un pequeño maestro, pretencioso, mentiroso y desprovisto de rectitud. La mujer desdeñaba al primero y elegía al segundo, pues el mundo no sólo era el lugar del engaño y el error, sino que, además, quería ser engañado y rechazar el bien.
Aun sin hacerse ilusión alguna, Wolfgang, Maestro masón, seguiría luchando contra ese fatalismo. De modo que, al día siguiente, compuso Lied der Freiheit, El canto de la libertad[46], sobre un texto de su hermano Aloys Blumauer.
Tres condiciones eran necesarias para obtener esa libertad: no ser esclavo de la pasión amorosa, no depender de los favores principescos y no sucumbir al atractivo del oro y de los bienes materiales. La iniciación ofrecía las posibilidades de conseguir ese triple desprendimiento.
Bajo semejante peso, trabado por esas ataduras, el hombre, por muy rico y poderoso que fuese, era sólo un prisionero encadenado en lo más hondo de una mazmorra que él mismo construía, día tras día. Y no iba a liberarlo una revolución política, pues no haría más que sustituir a unos tiranos por otros tiranos.
Viena, 20 de mayo de 1785
Wolfgang compuso una «fantasía[47]», en la sombría tonalidad de do menor, para que sirviera de introducción a la sonata[48] dedicada a su alumna Theresa von Trattner, hija de un hermano de la logia de La Palmera.
Era una extraña introducción, en verdad, casi tan larga como la propia sonata y de una increíble riqueza de modulaciones. Plasmaba la andadura de un profano en busca de la iniciación, la Fantasía era obra de un Maestro masón que proporcionaba respuestas en función de los Números y de los ritos. El sentido trágico de la existencia, la lucidez sobre los límites humanos y la duda constructora no desaparecían, sino que formaban otras tantas etapas hacia la Luz. Era preciso, también, morir como hombre viejo y renacer como hombre consciente de la dimensión espiritual.
El 15 de mayo, Leopold ya estaba de regreso en Salzburgo. Sin duda no volvería a salir de allí. Su hijo había intentado, en vano, inculcarle el sentido de la libertad y caminar con él como con un hermano.
Tras tan cruel desilusión, ¿qué podía decirle? En su entusiasmo de joven francmasón, Wolfgang había creído que su padre sería sensible al ideal iniciático y, como él, lo colocaría en el centro de su vida y de su pensamiento.
Pero el mundo prefería ser engañado, y su padre, proseguir una existencia rutinaria, olvidando poco a poco los ritos que había vivido.