El año 12 del reinado, el segundo mes de la estación peret, en el octavo día, un acontecimiento feliz animó la vida apacible de la ciudad del sol. Se organizaron grandes festividades para acoger a embajadores que acudían desde diversos países extranjeros con objeto de ofrecer atributos a Akenatón y Nefertiti.
«Para esta ceremonia —señala Aldred—, el faraón y la reina fueron llevados en su palanquín de Estado hasta sus tronos, situados en el lugar del desfile, bajo un gran baldaquino dorado. Detrás de ellos, se encontraban las seis princesas y su séquito. Allí recibieron a los embajadores de los países de Asia y de África, que habían sido introducidos por el visir y los demás altos funcionarios y que traían ricos presentes al nuevo señor divino, cuya bendición venían a solicitar.»
Se ha elegido un terreno al aire libre, al este de la ciudad, para recibir un gran aflujo de población. La atmósfera es apacible. Están presentes las seis hijas de la pareja real. Durante la ceremonia, juegan y charlan. Una de ellas se entretiene con un cervatillo. Detalle conmovedor, será la última vez en que veamos representada la familia real en su totalidad. La muerte le asestará muy pronto un primer golpe.
Los soldados egipcios se muestran particularmente entusiastas. Aplauden, cantan, entablan pequeñas justas. Para ellos, ver a los países extranjeros rindiendo homenaje al faraón es sinónimo de paz.
He aquí dos textos evocadores. El primero fue descubierto en la tumba de Meri-Ra II:
El año 12, el segundo mes del invierno, el octavo día del rey del Alto y el Bajo Egipto, que vive de Maat, el señor de las Dos Tierras, Neferkeperuré, el hijo de Ra, que vive de Maat, el dueño de las coronas, Akenatón, de gran duración de vida, y de la gran esposa del rey, su amada, Nefer-Neferu-Atón, Nefertiti… Su Majestad apareció en el trono de su padre, Atón, mientras que los jefes de cada país extranjero aportaban sus tributos y le pedían respetuosamente el estado de paz, a fin de respirar el aliento de vida.
El segundo procede de la tumba de Huy. Después de anotar la misma fecha, precisa:
Akenatón y Nefertiti aparecieron en el gran dosel de oro fino con objeto de recibir el tributo de los países de Kharu y de Kush, del Occidente y del Oriente. Incluso las islas de en medio del mar aportaron tributos al rey, sentado en el gran trono de Aketatón para recibir la contribución de cada país.
El rey y la reina, asidos tiernamente de la mano, ven venir hacia ellos a los representantes de los países que reconocen la autoridad del faraón. Los nubios, con su larga falda, traen sacos de oro, ladrillos y arandelas de oro, marfil, leopardos, antílopes, panteras. Los asiáticos, a los que reconoce por sus barbas rematadas en punta, ofrecen jarrones, armas, escudos, piezas de carros dispuestas para armarlos, un león, un caballo. Los habitantes del maravilloso país del Punt son portadores de incienso. Los libios, identificables por la pluma hincada en el pelo, traen como regalo huevos y plumas de avestruz. Por último, los cretenses presentan magníficos y valiosos jarrones.
Todo marcha a la perfección en el mejor de los mundos. ¿La ceremonia pública no es la prueba manifiesta de que el faraón reina sobre el mundo entero y que la omnipotencia de las Dos Tierras sigue siendo indiscutible?
Por lo menos, así es en apariencia. Pero ¿no se oculta tras ella una realidad menos risueña?
¿Por qué se han organizado tales festividades? ¿Por qué el rey ha querido manifestar su esplendor? ¿Existe una motivación que no fue precisada en las relaciones escritas de la entrega de tributos?
Aldred está convencido de ello. Según este especialista de la época amarniana, Akenatón, al presentarse como el monarca reconocido por todos, tanto en el interior como en el exterior del país, celebraba su advenimiento como rey único. Aldred opina que Amenofis III, el padre de Akenatón, acababa de morir, tras doce años de corregencia. Acogiendo a los embajadores, Akenatón celebraba su toma del poder de manera brillante.
Un cierto número de eruditos rechazan esta tesis. Y como en ningún texto se precisa la fecha exacta del fallecimiento de Amenofis III, nos vemos reducidos a las conjeturas.
Entre el año noveno del reinado, lo más pronto, y el año duodécimo, lo más tarde, se produce otro fallecimiento, el de la madre de Akenatón, Tiyi, quien poseía una residencia en Medinat Gurob, en el Fayum, poco alejada de Aketatón, lo que le permitía ir y volver fácilmente a la ciudad. Sin duda residía con frecuencia en la nueva capital, donde se celebraban en su honor alegres banquetes. Ciertos altos dignatarios eran sus protegidos directos, como Huy, su chambelán, que tenía una tumba en el acantilado de Al-Amarna.
Akenatón asoció a su madre al culto de Atón. Ordenó construirle un pequeño templo, donde, en forma de estatuas, están presentes las parejas formadas por Amenofis III y Tiyi y por Akenatón y su madre. La familia entera tenía un valor divino. Una representación de la tumba amarniana de Huy nos muestra a Akenatón introduciendo a su madre en un santuario llamado «Sombra de Ra» o, según otra interpretación, «Abanico-pantalla de Ra». El acontecimiento tuvo lugar durante una fiesta, cuando la reina Tiyi acudió a visitar a su hijo.
El nombre simbólico de este tipo de templo, que existía ya en el Antiguo Imperio y que es particularmente interesante, no se interpreta con facilidad. Implica una idea de «filtrado» de la energía solar, idea que se repite en numerosas tradiciones antiguas, donde el sol se muestra tan pronto benéfico como maléfico. La mitología egipcia nos habla de un sol que, con su irradiación, da la vida a todas las criaturas, pero también de otro sol que, con la misma irradiación, que se ha hecho demasiado intensa, da la muerte. Se puede suponer que el templo calificado de «abanico-pantalla de Ra» tenía como función eliminar de la energía solar sus influencias nocivas y extender por el mundo los beneficios de un sol perfectamente puro.[28]
Al final del año duodécimo del reinado, Tiyi ha dejado de existir.
Su desaparición supuso una cruel prueba para el rey. En efecto, su madre tenía un gran conocimiento de los asuntos internacionales y probablemente había continuado aconsejando a la pareja real en cuanto a las opciones que se les ofrecían. Basta para demostrarlo esta carta del rey de Mitanni, dirigida a Tiyi:
Todo va bien para mí. Que todo vaya bien para ti. Que todo vaya bien para tu casa, para tu hijo, que todo vaya perfectamente bien para tus tropas y para todo lo que te pertenece. Tú eres la que sabe que siempre he sentido amistad por Amenofis III, tu marido, y que tu marido, por su parte, sintió siempre amistad por mí… Tú eres la que conoce mejor que nadie las cosas que nos hemos dicho el uno al otro. Nadie más las conoce… Debes continuar enviando felices embajadas, una tras otra. No las suprimas. Yo no olvidaré la amistad con tu marido. En este mismo momento y más que nunca, tengo diez veces más mucha más amistad por tu hijo Akenatón. Tú eres la que conoce las palabras de tu marido, pero no me has enviado todo mi regalo de homenaje que tu marido ordenó que se me enviase. Yo había pedido a tu marido estatuas de oro macizo… Pero tu hijo ha chapado en oro estatuas de madera. Puesto que el oro es polvo en el país de tu hijo, ¿por qué han sido la causa de una tal pena para tu hijo que no me las ha dado?… Ni siquiera me ha dado lo que su padre tenía costumbre de dar (Cartas de Al-Amarna, EA 26).
Tiyi estaba profundamente apegada a la política de paz llevada por su marido Amenofis III. Su conocimiento de los diversos casos le permitía defenderla con eficacia, y sin duda actuó junto a Akenatón como una especie de ministro de Asuntos Exteriores al más alto nivel. Los términos de la carta que nos ocupa tienden a demostrar que Akenatón cometió errores y se hizo culpable de negligencias. La tarea de Tiyi consistía en borrar los efectos perniciosos de sus pasos en falso. Su desaparición privó al monarca de sus juiciosos consejos y le obligó a ocuparse él solo de problemas internacionales que, al parecer, no conocía a la perfección.
La muerte de la reina madre tuvo lugar en un mal momento. Como veremos, la situación política de Asia se modificó profundamente durante el reinado de su hijo. Akenatón no parece haber sido capaz de llevar a cabo un análisis pertinente de la misma y de sacar las conclusiones que se imponían.
¿En dónde recibió sepultura la ilustre reina Tiyi? Sin duda en Tebas. Su sarcófago fue encerrado en un féretro exterior, con puertas hechas en cedro del Líbano y con un cerrojo de oro. Los paneles la mostraban en compañía de su hijo, bajo los rayos bienhechores de Atón. Cofres, vasos de alabastro, vasijas de loza para cosméticos, objetos de toilette la acompañaron a la eternidad. Desgraciadamente, no se ha descubierto la momia de Tiyi (o no ha sido identificada) e incluso el emplazamiento de su tumba continúa siendo un enigma.
Toda una literatura presenta a Akenatón como un pacifista, un no violento, un ser dulce y débil empeñado en evitar la guerra a toda costa. Algunos egiptólogos han reaccionado contra ella recordando que existen representaciones del rey en la actitud tradicional del faraón aplastando al enemigo. El tema no fue eliminado de la iconografía amarniana. Se conoce una escena en que las manos del dios Atón tienden al rey una espada y una maza, destinadas a cumplir el rito. Por otra parte, el ejército se encuentra presente en numerosos relieves, y existen igualmente figuraciones de prisioneros de guerra.[29]
En el año 12 del reinado, hubo probablemente una acción militar en Nubla. Estelas descubiertas en Buhen y Amada demuestran que el ejército egipcio intervino en un sector en el que existían minas de oro y que sofocó con severidad una rebelión tribal.[30] Sin embargo, más que de guerra, hay que hablar de una operación de policía. Durante el Imperio Nuevo, Nubla es una verdadera colonia, sometida a la ley egipcia. El faraón no tolera que se produzca en ella ninguna perturbación. Hay numerosos egipcios que viven en Nubia, funcionan en ella templos, especialmente un santuario de Atón. Hay también nubios que sirven en el ejército egipcio. Los hijos de los jefes de tribu se educan en Egipto.
Akenatón no es ni un pacifista soñador ni un partidario a ultranza de la guerra. Se contenta con proseguir la política internacional preconizada por Amenofis III y Tiyi: una paz apoyándose en tratados con las potencias extranjeras. Al sur, en Nubia, el ejército y la policía egipcios intervienen para restablecer el orden tan pronto como se ve amenazado. Pero no ocurre nada grave desde hace muchos años en esta región egiptizada.
Al nordeste, en cambio, en los países de Asia parcialmente bajo el control egipcio, todo cambia. El azar de los descubrimientos arqueológicos nos ha ofrecido una documentación que permite entrever lo que ocurrió en aquella época.
En 1887, aparecieron en las ruinas de Al-Amarna alrededor de trescientas cincuenta tablillas de arcilla secada al sol, con textos en escritura cuneiforme, que intrigaron desde el primer momento a los científicos. El descubrimiento pareció al principio demasiado bello para ser cierto y se consideraron las tablillas como falsificaciones. Pero después de examinarlas más a fondo, hubo que aceptar la evidencia. Se advirtió que los documentos eran auténticos y que los textos se referían a los intercambios diplomáticos entre el rey de Egipto y varios soberanos de países extranjeros.
Por desgracia, se trataba de excavaciones clandestinas. Incluso las circunstancias del descubrimiento son oscuras. ¿Cuántas tablillas había originariamente? Imposible precisarlo. Anticuarios y coleccionistas particulares se interesaron por esos modestos vestigios, que adquirieron un cierto valor comercial. Actualmente, se han inventariado trescientas ochenta y dos tablillas. La escritura empleada era el accadiano, utilizado corrientemente en aquella época para las relaciones entre gobernantes.
Durante mucho tiempo se creyó que las tablillas constituían los archivos originales, que el ministro de Asuntos Exteriores de Al-Amarna había clasificado y conservado cuidadosamente. La realidad es un poco distinta.
El rey de Egipto se comunicaba con los monarcas extranjeros por medio de mensajeros, cuya función estaba considerada como muy importante. Llevaban «cartas» del faraón y le traían respuestas o informaciones nuevas.
El faraón era forzosamente un letrado y un hombre culto. Cada mañana, recibía de sus consejeros informaciones sobre los asuntos interiores y exteriores. Se le leían las cartas de los soberanos extranjeros, a fin de que tuviese conocimiento de ellas. Los escribas traducían al egipcio la escritura cuneiforme y llevaban una o varias copias sobre papiro. Dichas copias en jeroglíficos formaban los verdaderos archivos, clasificados y ordenados de acuerdo con los criterios estrictos de la administración egipcia. En cuanto a las tablillas de arcilla, no era más que un material realmente molesto, del que acababan desembarazándose.
Los archivos egipcios originales de la ciudad de Atón fueron probablemente destruidos. Una parte de las tablillas, en cambio, aparecieron en las ruinas de la ciudad, precisamente porque, a los ojos del Estado, no eran más que desechos carentes de interés. Esta documentación viviente, cuyo carácter excepcional no puede negarse, nos permite penetrar en el corazón de la diplomacia de una época agitada y comprender mejor los acontecimientos que pusieron en peligro la obra de Akenatón. Sin embargo, no poseemos más que una pequeña parte de esa correspondencia oficial, y es preciso utilizarla con prudencia. No obstante, las tablillas de Al-Amarna alzan el velo sobre el drama que se desarrolló durante el reinado de Akenatón.
Los trabajos de A. Altman han demostrado que la estabilidad política de los protectorados egipcios, como Biblos o el Amurru, termina poco después de las campañas asiáticas de Tutmés IV. El proceso de degradación, peligroso para la seguridad de Egipto, se inicia mucho antes del reinado de Akenatón.
El rey hitita Subbiluliuma destruye definitivamente el equilibrio de fuerzas en el Oriente Próximo antiguo, que Egipto domina todavía. En efecto, hasta su reinado, el imperio faraónico había ejercido una soberanía militar difícil de atacar. Pero Subbiluliuma es ambicioso y quiere convertir su país en una gran nación. Comienza, pues, por someter las tribus que le estorban en el interior de sus propias fronteras. Hace cesar las querellas intestinas y pone fin a los problemas graves que amenazan su poder. Una vez restablecido el orden, pacifica sus provincias y leva tropas, a las que asegura un encuadramiento militar de calidad.
La Sirio-Palestina, bajo control egipcio, está dividida en tres provincias, controladas por tres funcionarios. El primero reside en Gaza y se ocupa del país de Canaán, es decir, Palestina más una parte de la costa fenicia, hasta Beirut. El segundo reside en Sumur y vela por el país de Amurru, que se extiende desde Biblos hasta el sur de Ugarit y el Oronto. El tercero habita en Kudimu. Está encargado de la provincia de Apu, que va de Qades, en Siria del Sur, hasta el norte de Palestina y Damasco.
Las potencias extranjeras se comunican con Egipto por medio de mensajeros y embajadores, provistos de salvoconductos que garantizan su seguridad y su libre circulación. Veamos un ejemplo de este tipo de documento, utilizado por un enviado especial del rey de Mitanni:
A los reyes de Canaán, servidores de mi hermano, el faraón. Así habla el soberano de Mitanni. Con la presente, envío a mi mensajero, con prisa y urgencia ante el faraón, mi hermano. Nadie debe retenerle. Proporcionadle un salvoconducto para Egipto y entregadlo al comandante de la fortaleza de Egipto. Que continúe inmediatamente y, en lo que se refiere a sus presentes, no deba nada.
Las relaciones con Asiria son distantes, pero corteses:
Si tu intención es graciosamente la de la amistad —escribe el rey de Asiria al faraón—, envíame mucho oro. Esta casa es tu casa.
Escríbeme para que pueda buscar lo que necesitas. Somos países muy lejanos. ¿Nuestros mensajeros deben permanecer siempre en ruta para tales resultados? (EA 16).
Dusratta, rey del rico país de Mitanni, convertido en vasallo de Egipto, trata igualmente de preservar la paz. Amenofis no ha muerto —escribe a Akenatón— si tú, su gran hijo, traído al mundo por Tiyi su gran esposa, ejerces el poder en su lugar Todos los reyes procuran conservar los favores del faraón, preservando al máximo sus propios intereses.
Antaño, en tiempos de sus antepasados —escribe el rey de Mitanni al faraón con una magnífica falta de memoria en cuanto a los rudos conflictos de un pasado poco alejado—, demostraron siempre amistad por mis antepasados. Ahora, de acuerdo con nuestra amistad constante y recíproca, tú la has hecho diez veces más grande que la amistad con mi padre.
Sin embargo, un grave incidente diplomático provocó el descontento de Dusratta, que ha enviado a Egipto a dos mensajeros, Pirissi y Tulubri, con una escolta muy pequeña. Y ahora —se queja el rey de Mitanni— mi hermano no les ha dejado partir y les ha sometido a detención en condiciones muy estrictas. ¿Qué son mis mensajeros? Puesto que no son pájaros, ¿emprenderán el vuelo? ¿En qué se siente tan herido mi hermano a propósito de mis mensajeros? ¿Por qué no se pueden visitar siquiera el uno al otro? (EA 28).
Ignoramos la manera en que se resolvió el drama, pero es seguro que las relaciones entre Mitanni y Egipto se degradaron, como demuestra el fragmento siguiente de una carta del soberano extranjero al faraón: Los bienes que mi hermano me había dado, mi hermano los ha reducido mucho. Por lo tanto, me he enfadado… Me he vuelto muy hostil.
El rey hitita es hábil. La carta que envía a Akenatón con ocasión de la muerte de Amenofis III no traiciona ninguna intención belicosa. Los mensajes que había enviado a tu padre —proclama Subbiluliuma— y las peticiones que le había dirigido conviene que los renovemos entre nosotros. Ahora bien, rey, yo no he negado nada de lo que me pidió tu padre. Lo he concedido todo, y todo lo que yo pedía tu padre me lo concedió plenamente. Ahora, hermano mío, has subido al trono de tu padre y, del mismo modo que intercambié presentes con tu padre, tenemos que ser buenos amigos. Puesto que yo había expresado un deseo a tu padre, no lo desdeñes. Hagamos realidad esos deseos. Y el rey hitita recuerda al rey de Egipto que espera objetos preciosos, estatuas de oro, regalos dignos de la monarquía faraónica.
Los actos del rey hitita desmienten rápidamente sus palabras tranquilizadoras. Cuando Dusratta, rey de Mitanni, muere asesinado, los asirios y los hurritas invaden las regiones situadas bajo su tutela. Subbiluliuma, que no es ciertamente ajeno al crimen, sabe imponer su dominio sobre Mitanni y extender su zona de influencia. La obra del conquistador Tutmés III, que había sometido Mitanni, queda así anulada, y el prestigio del Imperio egipcio pierde de repente su esplendor.
El ataque no provoca consecuencias desfavorables para los hititas. Subbiluliuma decide entonces forzar un poco más las cosas y, tras fomentar disturbios en Siria y en Fenicia, ocupa Siria del Norte. El rey hitita alía con un arte consumado la fuerza y la astucia. Cuando no ataca directamente una comarca aliada de Egipto, establece en ella una red de espías y agitadores que, poco a poco, persuaden a los hombres influyentes para que se aparten del faraón y se vuelvan hacia los hititas. Estas intrigas conducen a resultados muy positivos para Subbiluliuma, que atiza en todas partes los disturbios favorables a su causa.
Cuando comienza a mostrarse abiertamente el poderío hitita, Akenatón no interviene. Espera que los hititas y los mitannianos se destrozarán mutuamente y que sus ejércitos no les procurarán, ni a los unos ni a los otros, una ventaja decisiva. Con ello, el rey de Egipto comete un error de juicio. No estima al monarca hitita en su justo valor. Mitanni se derrumbará bajo los golpes de los hititas, sin que intervenga la potencia egipcia.
La carta EA 42, enviada por el rey de Hatti al faraón, da señales de una cólera violenta, que la convierte en una declaración de guerra. He aquí el texto, tal como se comprende actualmente: Y ahora, en cuanto a la tablilla que me has enviado, ¿por qué has puesto tu nombre por encima de mi nombre? ¿Y quién es el que perturba las buenas relaciones entre nosotros? ¿Y un tal comportamiento entra en las costumbres? Hermano mío, ¿me has escrito con la idea de que nos unamos? Y si eres mi hermano, ¿por qué has exaltado mi nombre, cuando no soy más estimado que un cadáver?… Pero tu nombre… Yo borraré…
La disgregación del Imperio egipcio continúa. Más allá de la exuberancia oriental y de las amenazas verbales.
Las ciudades de Fenicia hacen llegar a la corte de Egipto llamadas de socorro. Esperan con impaciencia un jefe militar egipcio capaz de restablecer el orden. Pero Akenatón se niega a entrar en el engranaje de la violencia. Prefiere la negociación y la diplomacia.
Dadas las circunstancias, se impone un contacto entre ambos soberanos. Por eso Akenatón informa al rey hitita de sus intenciones pacíficas, exigiendo a cambio una actitud semejante. Al fin llegan a un acuerdo y aceptan ambos la paz.
Sin duda Akenatón pensó que su adversario era sincero y que podía fiarse de su palabra. Por su parte, el rey hitita se felicitó por el acuerdo. Oficialmente, aceptaba la paz, después de haber tratado de igual a igual con el faraón de Egipto. Nada le impedía ahora dedicarse a reforzar su red de agitadores, permaneciendo en la sombra.
Muy descontento de la «alianza» concluida entre egipcios e hititas, el rey de Babilonia siente que se debilita su apego a la política egipcia. Esperaba una reacción mucho más brutal por parte de Akenatón y juzga que el faraón ha reconocido de manera implícita el próximo dominio hitita sobre un cierto número de comarcas. Poco tiempo después, el rey de Babilonia se une al rey de los hititas.
Estos últimos no permanecen inactivos. Deseando explotar su ventaja, ayudan a uno de sus aliados, el rey de Amurru, a apoderarse de puertos fenicios. Hay en este caso dos elementos nada claros. Se supone que un ejército egipcio fue enviado a Fenicia, pero que fracasó en su tentativa de pacificación. Es posible también que un enviado de Akenatón traicionase a su soberano, inclinándose ante el rey de Amurru y proclamándole dueño legítimo de Fenicia.
El rey de Amurru, un tal Aziru, complica a placer una situación ya enmarañada por múltiples intrigas. Después de hacer asesinar al gobernador egipcio de la ciudad de Simira, proclama muy alto su fidelidad a Egipto y saquea con toda tranquilidad la ciudad abandonada a sí misma.
Akenatón se entera de los hechos y envía una embajada al traidor.
Sin la menor vacilación, Aziru hace ejecutar a los embajadores, conserva la plaza en su poder y no duda en escribir en una de sus cartas a Akenatón: Señor, siempre he sido respetuoso de los grandes dignatarios del rey, mi dueño. No tengo la menor falta que reprocharme con respecto al rey, mi señor.
Y dado que Akenatón, quizá insuficientemente informado, no emplea la fuerza contra él, Aziru no se detiene ahí. Amenaza directamente al gobernador de la importante ciudad de Tunip, el cual, aterrado ante un peligro tan próximo, dirige esta súplica a Akenatón: Tu ciudad llora, sus lágrimas se derraman y no hay socorro para nosotros. Enviamos mensajes a nuestro señor, el rey, pero no nos ha llegado ni una sola palabra. No, ni una sola.
Aziru invade Tunip, ofreciendo así nuevas riquezas a sus aliados hititas. Atrae después su codicia una ciudad más célebre, Biblos. El rey de Biblos, Ribbadi, es un aliado incondicional de Egipto, cuya civilización y pensamiento admira con pasión. Percibiendo inmediatamente la gravedad del peligro representado por Aziru, manda varias cartas a la corte de Akenatón, suplicándole que intervenga y que salve su ciudad.
Para rechazar a los traidores rebelados contra el faraón, pide cincuenta pares de caballos y doscientos infantes, que le permitirán resistir hasta la llegada de los arqueros (EA 71). Precisa que los enemigos de Egipto se han aliado y que él se encuentra en Biblos como un pájaro en una trampa (EA 74). Aunque escribe constantemente al palacio, se da cuenta de que nadie presta atención a sus palabras (EA 75). El rey sólo atiende a los mentirosos y a los traidores. La única reacción de Akenatón consiste en quejarse del exceso de cartas de Ribbadi. ¿A qué vienen tantos mensajes? A causa del mal que se me hizo con anterioridad —explica el interesado—, y sobre todo, para que no se me vuelva a hacer nada semejante (EA 106).
Akenatón acabará por enviar conductores de carros, quizá también arqueros, pero lo hará en número insuficiente, en malas condiciones e incluso contra la opinión de Ribbadi, hasta tal punto estaba mal preparada la maniobra. Los soldados fracasan y perecen. ¡Y se reprocha el desastre a Ribbadi!
Los hititas han incendiado el país —señala el viejo servidor, desilusionado—. Se han apoderado de todos los países del rey, mi señor, pero mi señor no les ha hecho nada. Ahora movilizan las tropas de los países hititas para apoderarse de Biblos (EA 126). Para salvar la ciudad, Ribbadi reclama cuatrocientos soldados y treinta carros. Pero Aziru ha enviado ya sus tropas para establecer el sitio.
El fin se aproxima. Ribbadi sigue implorando: Que el rey, mi señor, piense en su servidor Espero ahora noche y día a los arqueros del rey. Si el rey, mi señor, no cambia las disposiciones de su corazón, moriré (EA 136). Soy viejo, Y mi cuerpo padece una enfermedad grave… Con la presente, envío a mi propio hijo, un servidor del rey. Que el rey preste atención a las palabras de su servidor y conceda arqueros para sostener a Biblos…
El rey comete un nuevo error. Pide consejo al traidor Aziru, que ha asesinado ya a varios de sus fieles vasallos. Y son las palabras de este hombre las que escucha a propósito de Biblos. Hombre dotado de elocuencia, y disfrutando sin duda de apoyos ocultos en la corte del faraón, Aziru convence a Akenatón de su buena fe y demuestra que no perjudica en nada los intereses de Egipto.
Último grito de esperanza de Ribbadi: Que el rey, mi señor, visite sus países y lo recupere todo. El día en que te adelantes, todos los países se unirán al rey, mi señor ¿Quién se resistirá a las tropas del rey? (EA 362).
La ayuda tan esperada no llegará. Ribbadi, a pesar de las amenazas de un Aziru cada vez más ávido de conquistas, se niega a abrir las puertas de su ciudad al enemigo. Paga su valor con la vida, y Biblos escapa al control egipcio.
La serie de desgracias continúa con los raids sangrientos de tribus nómadas como los sutu y los habiru (a los que se identifica a veces con los hebreos), que concentran su atención en Palestina. Los príncipes palestinos, sintiéndose desamparados, envían mensaje tras mensaje a Akenatón.
La carta de Abdi Heba lo confirma de manera dramática (EA 286). Empieza por afirmar vigorosamente su fidelidad al rey y por lamentarse con amargura de haber sido calumniado ante el monarca, cuando, en realidad, es el «brazo potente» del faraón, que le ha concedido su puesto. Que el rey atienda a las necesidades de su país —exclama—. Todos los países del rey, mi señor, han desertado… Cada vez que se han presentado los comisarios, les he dicho: «Los países del rey se han perdido», pero no me han escuchado. Se han perdido todos los alcaldes. No queda un alcalde que siga perteneciendo al rey, mi señor.
Los saqueadores hacen reinar la inseguridad y comprometen los intercambios comerciales entre Egipto y sus vasallos. En el campo, los agricultores sufren agresiones repetidas, y muchos de ellos abandonan sus tierras para refugiarse en Egipto. Se ataca a los comerciantes babilónicos, y su soberano deposita en vano quejas ante el faraón.
¿Por qué la situación se degrada hasta tal punto? ¿Por qué las relaciones exteriores de Egipto se deterioran? En el año 12 de su reinado, Akenatón recibían aún de manera normal los tributos de los Estados extranjeros, especialmente de las regiones de Asia. A cambio, el faraón les concedía el «aliento de vida», y esos países, por lo menos oficialmente, permanecían sometidos al imperio faraónico. El rey afirma que se trata de «posesiones» y que Dios se los ha confiado «para que refresque su ardor en ellos» y los apacigüe con la fuerza de su mano.
Sin embargo, después del año 12, tales declaraciones dejan de corresponder a la realidad, puesto que los países extranjeros no pagan ya los tributos habituales a la corte de Akenatón. De repente, el equilibrio parece romperse, y la fraseología oficial no alcanza a enmascarar el malestar que surge entre los vasallos de Egipto.
Varios indicios tienden a demostrar que Akenatón no envió los regalos suficientes a los soberanos extranjeros, descuidando así sus deberes protocolarios, cuya importancia no debió de ser subestimada por el amo de Egipto. Se trataba indiscutiblemente de una falta grave.
Akenatón era consciente de las dificultades con que tropezaba la política egipcia. Mantuvo una línea de conducta muy firme, como expresa una de sus cartas a un príncipe sirio, poco tiempo antes de los ataques hititas: Me encuentro bien, yo, sol en el cielo; mis carros y mis soldados son muy numerosos; desde el Alto Egipto hasta el Bajo Egipto, desde la región en que sale el sol hasta la región en que se pone, el país entero está en buenas condiciones y satisfecho.
En otras palabras, el poderío egipcio sigue siendo considerable, y los ejércitos del faraón no tienen rival. En opinión del rey, esta simple afirmación debería calmar los ardores belicosos y asegurar la paz. Akenatón no quiere utilizar directamente el armamento de que dispone. Considera que sus fuerzas de disuasión son lo bastante impresionantes para que sus posibles adversarios no se atrevan a moverse. El rey-juez estima que una política pacifista, apoyada sobre bases sólidas, dará a largo plazo buenos resultados, mientras que las intervenciones armadas no harían más que envenenar la situación.
Su padre, Amenofis III, compartía la misma opinión, pero practicaba una «táctica» muy flexible. Sabía oponer a las tribus entre sí, fomentar la división de los clanes, impedir el nacimiento de coaliciones peligrosas. Aprovechando de maravilla las querellas intestinas de los reyezuelos, Amenofis II mantuvo firmemente el control egipcio sobre los países vecinos.
Akenatón, que concede el primer lugar a las preocupaciones espirituales y que intenta echar los cimientos de una fe nueva, desprecia demasiado ese sistema de intrigas, que presenta la ventaja de dejar subsistir una agitación poco peligrosa. Al parecer, Akenatón no vela personalmente sobre su red de espionaje y deja su responsabilidad a hombres de probidad a veces dudosa. Mal informado, el faraón tiene una visión demasiado parcial de los acontecimientos.
Además, Akenatón se debate en una situación económica difícil y no dispone de tantas riquezas como sus predecesores. Amenofis III había prometido mucho oro a los vasallos de Egipto. Akenatón no logra mantener sus promesas. Cuando hace regalos a los soberanos fieles a Egipto, comete graves errores. Por ejemplo, el rey de Babilonia reprocha a Akenatón haberle enviado un oro de muy mala calidad: Que mi hermano no vuelva a confiar a ningún funcionario el oro que me enviará mi hermano —se queja el rey de Babilonia—, sino que mi hermano procure verlo con sus propios ojos, sellarlo y enviarlo. Porque el oro que mi hermano me ha enviado precedentemente, que mi hermano no había comprobado por sí mismo y que un funcionario de mi hermano había sellado y expedido, era de valor inferior y, cuando fue puesto en el crisol, resultó no ser de buen título.
Como se ve, a pesar de sus protestas de amistad y fraternidad, el re de Babilonia muestra abiertamente su decepción. Cierto que la cortesía propia de los soberanos le induce a acusar al funcionario encargado del tesoro real, y no al propio Akenatón, pero un faraón que no cumple sus compromisos empaña el prestigio de Egipto.
Los aliados de Egipto se sorprenden, en diversos grados, ante la actitud de Akenatón. No conocen las dificultades internas de Egipto y todavía no son muy conscientes del peligro hitita. Les choca sobre todo la escasa diligencia que pone el faraón en enviarles unas riquezas que consideran como debidas. Sin duda ése es el motivo de que los tributos extranjeros no lleguen ya a la corte de Egipto.
Sin embargo, el ejército egipcio no ha perdido nada ni de su valor ni de su fuerza. ¿Acaso se muestra hostil a la política del rey? Ningún documento nos permite responder a esto con precisión, pero es seguro que las tropas egipcias no se rebelaron y que obedecieron a las órdenes recibidas.
Pese a creer en las virtudes de la diplomacia y la persuasión, Akenatón no se comportaba como un pobre soñador, incapaz de tomar conciencia de la crisis de civilización que se desarrollaba ante sus ojos y que él mismo había provocado en parte. Por lo tanto, no es aberrante pensar que Akenatón estuvo con frecuencia muy mal informado y que ciertas cartas, si no la mayoría de ellas, no llegaron hasta él.
Si la policía de Al-Amarna era fuerte y bien organizada, se debía sin duda a que todos los miembros del entorno directo del rey no sentían por él tanto amor como pretendían. Podemos interrogarnos, por ejemplo, sobre el caso de un funcionario llamado Tutu, al que incumbían grandes responsabilidades en el ministerio de Asuntos Exteriores de Al-Amarna. Entre sus funciones, se incluía la de estudiar y clasificar las cartas procedentes de los vasallos y aliados de Egipto, todos aquellos mensajes desesperados implorando la ayuda de Akenatón y que quedaron sin respuesta.
Ahora bien es probable que Tutu fuese un amigo personal de Aziru, el vasallo felón que dirigió tantas acciones solapadas y asesinas contra los soberanos fieles a Egipto.
Aunque sea muy difícil llegar a una certidumbre en este aspecto, emitiré la hipótesis de que Akenatón fue traicionado por ciertos miembros de su corte y que dispuso, debido a disimulos voluntarios, de informaciones incompletas sobre la evolución del poderío hitita.
Alexandre Moret ha defendido la tesis de que Akenatón deseaba magnificar a un dios-sol que fuese un lazo sagrado entre Egipto y los demás pueblos. Un dios agresivo, nacionalista y batallador, aun en caso de victoria, no hubiera sido más que un dios estrechamente egipcio. Por el contrario, un dios pacífico y tolerante conquistaría el corazón de todos los hombres, evitando los conflictos.
Para ello, Akenatón había previsto la construcción de tres grandes ciudades consagradas a Atón, una en Egipto, otra en Nubia y otra en un emplazamiento que no se ha determinado todavía con certeza. Las tres ciudades representaban, de manera simbólica, la totalidad del mundo conocido, que se volvía con amor hacia los rayos del sol divino. Era el mismo Dios quien debía establecer las relaciones amistosas entre las naciones, no las armas o las riquezas. Atón, padre espiritual de todos los seres, borraba las razas en favor de la «parcela de luz» común a todos los vivientes.
Henos de nuevo en pleno romanticismo. Akenatón magnificaba a Atón, cierto, pero sin voluntad de conversión universal a una doctrina, puesto que no existía ninguna doctrina y puesto que la idea de una anexión religiosa de otros pueblos era completamente ajena a la mentalidad egipcia.
Se advierte claramente que Akenatón se vio desbordado por la evolución política y militar de las comarcas asiáticas, que conocía mal y que no visitó —como habían hecho algunos de sus predecesores— para mantener una paz a distancia.
El balance es duro.
Biblos se ha perdido. Mitanni, aliado importante de Egipto, ha dejado de existir. Los hititas se han anexionado Siria. Bandas de saqueadores recorren Palestina.
Akenatón ha perdido la iniciativa a causa de sus vacilaciones. Sigue intentando practicar una política de alianzas y tratados, que no alcanza a frenar las ambiciones de los hititas, que invaden Mesopotamia y la Siria del Norte, destruyen Mitanni, amenazan el Líbano sur. Ningún ejército egipcio se alza frente a ellos.
¿Le hubiera sido posible a Akenatón detener el avance hitita? Los especialistas en la historia militar egipcia responden afirmativamente. Pero reunir un ejército lo bastante fuerte exigía una organización particular y un esfuerzo de guerra importante. Akenatón no quiso realizar tal esfuerzo, a la vez social y económico.
Las informaciones recientes permiten pensar que Akenatón no permaneció totalmente inactivo durante los últimos años de su reinado.
Según parece, envió tropas a Siria. ¿Para qué tipo de intervención y con qué resultado?
Akenatón no fue responsable del declinar del poderío egipcio. No obstante, tampoco supo detenerlo.
Poseemos un vestigio tenue, pero sorprendente, que data de este duodécimo año de reinado: dos sellos para jarras de vino con la mención del nombre de Amón. ¿Qué puede deducirse de ellos, salvo el hecho de que no hubo supresión total y a ultranza del antiguo dios del Imperio? La paz de Atón no se apoyaba en una guerra contra Amón.