19. EL CULTO COTIDIANO

Akenatón nombró gran sacerdote del culto de Atón a un hombre cuyo nombre ya hemos citado, Meri-Ra, «el amado de Ra», lo que pone una vez más de manifiesto el estrecho lazo entre Ra y Atón. Meri-Ra posee una tumba en el lugar. Sin embargo, en sus paredes, no es él quien hace un sacrificio a Atón, sino el rey, la reina y dos de sus hijas, Mery-Atón y Meket-Atón. Encima de la representación del disco solar, aparece la única figuración de un arco iris que se conoce en el arte egipcio.

Ese gran sacerdote fue sin duda el administrador principal del gran templo de Atón, encargado de velar por la preparación de las ceremonias y su buen desarrollo. No hay más que un ser que pueda celebrar el culto en su totalidad: el faraón, el cual, como se recordará, ha tomado el título del gran sacerdote de Heliópolis, «El mayor de los videntes».

Según las escenas representadas en los talatates, se considera, pues, que Akenatón era el único en presentar ofrendas, aunque le asistiese un primer profeta del rey dios, un ritualista jefe y «el mayor de los videntes», sacerdote al que había atribuido su propio título.

El culto comprende dos actos importantes: el primero, una procesión hacia el altar principal a través de la sucesión de las salas, comparadas en los altares secundarios; el segundo, «el cumplimiento de la gran ofrenda» ante el altar principal, cargada de provisiones. El término egipcio, semaa aabet indica que esta última fue cumplida con rectitud.

Según Badawy, había mesas de ofrenda dispuestas en el lado norte del templo, y otras en el lado sur, utilizadas las primeras durante los ritos de la salida del sol, las segundas durante los ritos del ocaso. Cada día del año, así plenamente ritualizado, se convertía en la expresión de la potencia divina, que dispensaba alimentos espirituales y materiales.

Danzas y cantos formaban parte integrante del culto. Los músicos, hombres y mujeres, formaban una casta religiosa, iniciada en ritos precisos. Estaban encargados de poner el alma humana en resonancia con la de los dioses. Se advertirá que los músicos, que no debían ver a Atón, llevaban una venda para proteger sus ojos de los rayos ardientes y para poder concentrarse en la expresión de su arte. En cambio las mujeres no llevaban esa venda, sin duda a causa de su afinidad al oro celeste. El disco se nutría de la sustancia inmaterial de la música y el canto, ofrenda sutil que penetraba directamente en su ser y se traducía por una emisión armónica de origen divino, garantía a su vez de la felicidad terrestre.

A esta fase animada y alegre del culto sucedía el silencio y la contemplación, cuando el disco aparecía en el oriente. El rey y la reina, imitados por los celebrantes, contenían el aliento cuando el primer rayo traspasaba las tinieblas, anunciando el nacimiento de una luz tan potente que pronto llenaría el mundo.

Se trata de una simplificación considerable con respecto a la tradición. En un templo como Karnak, el faraón, durante el rito del amanecer, que era el más desarrollado, procedía a despertar al dios tras haber abierto las puertas del naos. A continuación, leía un largo texto destinado a hacer de nuevo plenamente eficaz la presencia divina sobre la tierra.

Tal tipo de ritual ha dejado de existir en Aketatón. Sin embargo, se conserva el acto central del culto, la ofrenda. El faraón eleva el nombre de Atón hacia el cielo, ofrece Maat a Atón. Esta ofrenda de Maat significa una restitución al principio divino de las reglas divinas que él reveló a la humanidad. Conservarla supondría una traición. El faraón tiene el deber de devolver al principio la obra del principio. Aunque con una formulación simplificada, la religión atoniana no deroga esta exigencia fundamental, sobre la cual se ha edificado toda la civilización egipcia.

Atón y el faraón, su representante en la tierra, dependen de Maat, la regla universal. El punto, bien precisado en las estelas fronterizas, se pone en aplicación. La consagración de las ofrendas es eficaz, y Egipto conserva su prosperidad gracias a que se respeta a Maat.

No se desmiente la importancia del verbo. Las fórmulas de sacralización, aunque sean simplificadas, deben ser pronunciadas. Los adoradores de Atón desean oír la voz del faraón en el templo de la piedra levantada. Lo que enuncia el rey se realiza. Por lo tanto, debe utilizar el verbo del que es depositario para atraer hacia el altar la luz de Atón.

Culto privado

Varios textos amarnianos prueban que la religión atoniana preserva la noción fundamental del ka, la energía creadora de naturaleza no humana que puede encarnarse en todo cuanto vive, sin ser alterada por la manifestación. Por eso, en el momento de la muerte, un ser humano «retorna hacia su ka», hacia la energía primordial de la que procede y que ha utilizado mejor o peor durante su paso por la tierra.

Y no sólo la religión atoniana no modifica la concepción tradicional del ser (el ba, el ka, el nombre), sino que permite que se desarrolle un culto privado, del que se han encontrado algunas huellas en las casas de particulares de la ciudad del sol. Ya no se venera a los antepasados o a las divinidades habituales, sino a la pareja real en el momento de presentar su ofrenda a Atón y de recibir de él la vida. Como se ve en la sala atoniana, en la planta baja del museo de El Cairo, los particulares podían tener en su casa verdaderos naos en forma de fachada de templo, que servían de altar para practicar en él un culto a la familia real, intermediaria sagrada entre Atón y la humanidad. De acuerdo con un dispositivo simbólico corriente en el arte amarniano, se ve una tríada formada por Akenatón, Nefertiti y una de sus hijas.

La familia real se halla representada en actitudes relajadas y familiares sobre pequeños monumentos de piedra calcárea, protegidos por postigos de madera. Por ejemplo, la pareja juega con sus hijas bajo la protección del sol.

Existían también estatuillas representando a Akenatón, algunas de ellas provistas de un pedestal en forma de L. En este último caso, el rey parece estar arrodillado, elevando las manos ante sí para adorar a Atón durante su orto. La representación del monarca va acompañada por una pequeña estela, sobre la cual se han grabado los cartuchos reales, iluminados por los rayos de Atón, que, con el contacto de sus manos, les da la vida. Por debajo de los cartuchos, se entrelazan las plantas del Alto y el Bajo Egipto. Es el símbolo más antiguo de la indispensable unión delas Dos Tierras. En cuanto a los pueblos extranjeros, nublos, libios y asiáticos, están representados en una actitud de sumisión al rey.

Los particulares, algunos de los cuales continuaban venerando a las divinidades tradicionales, podían disponer así, en su propia casa, de pequeños monumentos que les recordaban lo esencial del culto y de la teología atoniana, tal como se encarnaba a través de la familia real.