Muchos comentaristas de la época amarniana, especialistas o no, sacaron una conclusión que, al repetirse de libro en libro, se ha convertido casi en una evidencia que no se discute: fuera cual fuese la experiencia religiosa de Akenatón, éste fue el inventor del monoteísmo. Su concepción de un dios único suponía una ruptura neta con el politeísmo antiguo y prefiguraba la revelación de Moisés.
Dicha evidencia me parece en extremo discutible. Vamos a ver por qué.
En la tumba de Neferhotep, que data de la época de Horemheb, se define a Atón como «el cuerpo visible de Ra». Las relaciones entre las dos formas de la luz divina son esenciales. Ra es la luz en su principio divino y abstracto. Acción pura que crea la vida, es a la vez invisible y visible. Atón, Indisociable de esta energía primordial, le da cuerpo y la manifiesta de manera deslumbrante. Como hemos visto, en los textos más importantes se insiste sobre los resultados de la aparición de la luz, sobre la alegría que provoca entre los seres.
Los nombres teológicos de Atón no permiten ninguna ambigüedad. El principio divino recibe el nombre de «Ra, el padre, que ha venido en tanto que Atón». Akenatón es «El único de Ra», que es a su vez «El regente de la región de luz», allí donde sale Atón. Nefertiti pone a su quinta hija el nombre de Nefer-Neferu-Ra, «Perfecta es la perfección de Ra», a la sexta el de Setep-en-Ra, «La elegida de Ra».
La dependencia de Atón con respecto a Ra se halla perfectamente marcada. Atón no es el dios único que arroja a la nada a las demás formas divinas. Al contrario, es una de esas formas, nacida de la luz del principio a fin de caracterizar un tiempo y un reinado.
Cada potencia divina es única en relación con dicho principio. De Amón, por ejemplo, se dice: «Amón, el uno que es único y cuyos brazos son numerosos» (papiro Boulaq 17), lo que podría ser una excelente descripción de Atón y nos permite señalar que no existe ningún antagonismo fundamental entre un dios y otro dios, que no puede darse una guerra de cultos, puesto que el pensamiento religioso del antiguo Egipto no se expresa en forma de dogmas.
Volviendo a la religión solar de Heliópolis, centrada en Ra, Akenatón le ofrece un nuevo poder de expresión al poner en la cumbre a un «pequeño» dios, que forma parte del panteón tradicional, Atón. Con ello le convierte en una especie de rey de las divinidades, que, incluido Amón, le rinden ahora homenaje.
Atón es luz, alegría, movimiento. Los textos que le celebran no hablan de muerte y resurrección. Es decir, no hablan del dominio de Osiris, el juez de los difuntos y guardián del tribunal del otro mundo. No hay en el arte amarniano representaciones de los símbolos y de los cultos osirianos.
La estela de Hetyu da la clave del enigma: ¡Salud a ti, Osiris —proclama—, justificado en el tribunal! Te alzas como Ra en la región de luz, su disco es tu disco, su imagen es tu imagen, su poder es tu poder. Akenatón convierte en uno a Ra, el señor de los espacios celestes, y Osiris, el señor de los espacios subterráneos. Integra el ser de Osiris en el de Ra. Incluye el más allá en la luz, y la muerte, en la alegría de la irradiación solar.
La idea no tiene nada de «herética». Ya está presente en el corpus religioso más antiguo, los Textos de las Pirámides. Por lo demás, el faraón no rechaza su calidad de Osiris, es decir, su capacidad de ser resucitado. En la tumba 55 del Valle de los Reyes, que plantea numerosas cuestiones, sobre las que volveremos más adelante, había ladrillos mágicos, destinados a asegurar la protección de Akenatón. El nombre grabado en ellos resulta en extremo significativo. En efecto, se califica al rey de Osiris-Nefer-keperu-Ra. Dicho de otro modo, el más allá de Akenatón corresponde al de un Osiris unido a Ra, un ser transmutado y unido a la luz del origen, lo que está perfectamente de acuerdo con las enseñanzas de la espiritualidad egipcia más antigua.
Ciertos símbolos funerarios no serán abandonados, por ejemplo el del cofre de canopes, vasos que simbolizan a los cuatro hijos de Horus. En su interior, se guardan las vísceras del muerto que se ha convertido en Osiris. No obstante, ha cambiado un elemento. De ordinario, figuras de diosas adornan las esquinas del cofre de canopes. En el caso de Akenatón, en cambio, hay cuatro halcones, imágenes del dios solar Ra-Horajti. Se observa, pues, la misma voluntad de subrayar la fusión entre Osiris y Ra.
Para efectuar diversos trabajos en el más allá, los resucitados se servían de pequeñas figurillas mágicas, los uchebtis (o sauabtis), cuyo nombre significa «los que responden». Las figurillas, en efecto, respondían a la llamada del resucitado conocedor de las fórmulas precisas que las obligaban a poner manos a la obra. Ahora bien, el Metropolitan Museum of Arts posee un uchebti del faraón Akenatón de cuarcita, en la posición osiriana clásica: brazos cruzados sobre el pecho y llevando en las manos «llaves de vida». Hay algunos detalles que difieren del simbolismo tradicional. La barba osiriana ha sido reemplazada por la barba «postiza» real, y el tocado es una peluca arcaica, con adición del uraeus.
El oficial superior Hat poseía también un uchebti, que se conserva en el Museo de El Cairo (JE 39.590). La figurilla sostiene las dos azadas que sirven para cavar la tierra. De acuerdo con el texto que la acompaña, Hat pide al disco viviente que ilumina todos los países con su belleza, que le conceda la suave brisa del norte, una larga vida en el bello occidente, agua fresca, vino y leche para su ka, el poder creador inmortal. Es decir, una serie de votos muy tradicionales.
Hecho esencial, se sigue practicando la momificación, que tiene por objeto transformar el cuerpo mortal en cuerpo inmortal e identificar al individuo con el ser cósmico, Osiris. Pero aunque se conserva el escarabajo depositado sobre la momia, destinado a servirle como «corazón de las transformaciones» en el más allá, no se graba ya sobre su superficie un pasaje del Libro de los muertos, sino una plegaria a Atón.
Lo que la religión atoniana oculta por completo es el recorrido subterráneo y nocturno del sol, durante el cual se enfrenta a pruebas temibles y corre peligro de ser destruido. El simbolismo de Atón es diurno, alegre y luminoso. No tiene en cuenta la geografía del otro mundo, tal como aparece desvelada en las tumbas del Valle de los Reyes o en textos como el Libro de la cámara oculta («Amduat»).
Pero si bien las terribles pruebas del mundo inferior y el tribunal de Osiris están ausentes de la religión atoniana, las tinieblas, sin embargo, perduran. Cuando la luz desaparece en Occidente, el alma del fiel de Atón entra en una especie de letargo, un sueño que es una forma de muerte. No puede hacer otra cosa que esperar el retorno de Atón, por la mañana, para revivir de nuevo. Al caer la noche, el alma está obligada a reintegrarse en el cuerpo y quedar prisionera de sus tinieblas y su inmovilidad. Cuando el cuerpo visible del sol desaparece, el universo se paraliza. Mediante la acción ritual del faraón, que acompaña la salida de un nuevo sol, las almas muertas renacen en forma de almas vivientes, que siguen el curso del astro en el cielo.
La brillantez de Atón oculta ciertos aspectos del reino de los muertos. No obstante, se siguen excavando tumbas, moradas de eternidad, que son otras tantas puertas al más allá en esta tierra.
Es esencial preservar una «circulación de energía» entre el alma y el mundo de los vivos. En realidad, no existe ninguna solución de continuidad entre lo aparente y lo escondido. Egipto considera que la muerte no existe. No hay más que una serie de transformaciones, una metamorfosis, cuyas leyes son eternas. Por eso el alma del justo, vivificada constantemente por los rayos de Atón, se complace en retornar al jardín de su casa, en respirar el aroma del viento, en gustar el frescor del agua.
Tomando la forma de un ave, el alma sale periódicamente de la tumba, después de haberse purificado, para glorificar al sol levante y fundirse en su luz. Y como ha sido desde los comienzos de la civilización egipcia, el alma desea también que su nombre, o lo que es lo mismo, su ser profundo, sea conservado con respeto sobre la tierra. Mediante el conocimiento de ese nombre, los herederos del difunto asegurarán su supervivencia, que exige igualmente numerosas ofrendas. El alma continúa alimentándose, no ya de sustancias concretas, sino de la esencia sutil de los alimentos y las bebidas que le son presentadas, de la energía vital que contienen.
Durante la celebración en honor de Atón, se evoca a las almas, que participan como comensales invisibles en el banquete divino que se celebra a diario, mediante el ritual de la ofrenda, en el gran patio del templo de Atón.
La decoración de las tumbas se modifica profundamente. El tema central es ahora Akenatón. En las escenas y los textos que adornan sus últimas moradas, los difuntos nos hablan mucho de las relaciones sociales y espirituales que han sostenido con el rey. Se hacen inmortalizar con preferencia en los episodios de su vida cotidiana en que interviene personalmente Akenatón.
A la imagen omnipresente del rey, se añade la de los miembros de su familia. Nefertiti se encuentra a menudo presente en el decorado de las tumbas, acompañada por sus hijos. Los textos vienen a completar la visión plástica, puesto que las paredes ofrecen a los teólogos el espacio necesario para grabar los himnos y las oraciones a Atón.
Los miembros de la familia real, que desempeñan un papel esencial en la religión atoniana, representan aquí a las divinidades tradicionales. El deseo más intenso de un habitante de Aketatón es ver al rey y la reina en tanto que encarnación de lo divino, contemplar a Atón que se eleva a la vez en el cielo y en el ser inmortal de la pareja solar.
Que la población egipcia estaba apegada al culto de Osiris es un hecho considerado como indiscutible por la mayoría de los egiptólogos. Una vez más, desconfiemos de las evidencias. La famosa «peregrinación a Abydos», la ciudad santa de Osiris, no era una kermesse a la que fuese invitada una nutrida muchedumbre. Sólo las almas de los justos se dirigían a Abydos, ciudad secreta y cerrada, donde algunos iniciados, en un número restringido, celebraban los misterios de Osiris, cuyo contenido permaneció ignorado de la mayor parte de los egipcios. Pocos seres tuvieron acceso al conocimiento de los textos esotéricos en los que se desvelaban los mitos y los ritos osirianos. Para la mayoría, Osiris no era más que un nombre, que garantizaba para los justos la inmortalidad del alma. El fervor osiriano de los últimos tiempos de Egipto, con una multiplicación de exvotos que hace pensar en manifestaciones religiosas como las de Lourdes, no existe en la época de Akenatón.
Que Atón reemplazase a Osiris como garantía de la vida eterna no despertó probablemente ninguna emoción particular. La población no podía ser sensible a la teología sutil del dios de la luz, como no lo había sido a la de Amón. Lo importante era que lo sagrado continuase reinando sobre lo cotidiano y que no se disociase el destino de los humanos de la acción de los dioses.
¿Atón fue impugnado en su propia capital? Algunos egiptólogos, Erman, por ejemplo, lo han pensado así. «Cuando echamos hoy, después de varios milenios, una ojeada sobre el reino de Tell al-Amarna —escribe—, nos sentimos tentados a no ver en él más que un mundo sereno y enteramente bañado por los rayos del sol. Una joven pareja real con unas hijas encantadoras, una ciudad resplandeciente de templos encantados, de palacios y palacetes, de jardines y de estanques, todo ello aureolado por una fe gozosa, que sólo conoce las acciones de gracias dirigidas al creador pleno de bondad y la justicia con respecto al prójimo, aun en el caso de que pertenezca a un pueblo extranjero… ¡Algo tan maravilloso y tan raro en el mundo! Desgraciadamente, ese esplendor debía de ser puramente exterior, y sin duda las miserias y las preocupaciones no se hallaban ausentes de la corte de Tell al-Amarna. A pesar de todo el celo del rey, la nueva creencia fue rechazada por la mayoría del pueblo, que continuó adorando en secreto a sus antiguos dioses.»
En efecto, me parece necesario desconfiar de una visión «paradisíaca» de la vida en Al-Amarna. Sin embargo, el término «adorar en secreto» me parece muy discutible. El rey no podía ignorar que una parte de la población egipcia, tanto en Al-Amarna como en otras partes, seguía practicando devociones ancestrales y que su dios no tenía la exclusiva del corazón de muchos de sus súbditos.
Algunos de los habitantes de Aketatón llevan nombres en cuya composición entran los de divinidades tradicionales. El rey no les obliga a cambiarlos. Las excavaciones han sacado a la luz muchos amuletos y pequeños objetos correspondientes a los cultos de divinidades como Bes, Isis, Tueris e incluso Amón. En casa de un cierto Ptahmose había, por ejemplo, una estela consagrada a las alabanzas del dios Ptah. Entre las joyas de oro descubiertas en 1822 en las proximidades de la tumba real, había en una sortija con un cabujón la representación de una rana, la diosa Heket, sobre un escarabajo. En el interior, el nombre de «Mut, dama de los cielos», la esposa de Amón. Es imposible creer que todos esos objetos fueran llevados a Aketatón tras el abandono de la ciudad. Se deduce, pues, que existía una religión «popular» junto al culto oficial dedicado a Atón.
El descubrimiento de Petrie, que exhumó una serie de pequeñas figurillas en las que vio «escandalosas caricaturas de la familia real», resultó muy incómodo. Se trata de pequeños carros tirados por monos. El conductor es asimismo un mono, llevando a su lado a una mona. ¿Akenatón y Nefertiti? Nada menos seguro. No hay que olvidar las demás figurillas, que representan a monos tocando el arpa, haciendo acrobacias, comiendo, bebiendo. Esta iconografía corresponde a modelos de escultores o juguetes infantiles. Ver en ellos una contestación política contra la pareja real sería absurdo, más aún teniendo en cuenta que la simbología egipcia del mono está lejos de ser negativa. Si bien hay que domesticar y tener dominado el mono agitado que representa la mente, se debe venerar al gran mono que aclama al sol en el momento de su orto y escuchar el mensaje de aquel en que se encarna Thot, dios del conocimiento.
Las creencias populares perduraron en Aketatón, lo mismo que en las demás ciudades de Egipto. Las clases bajas permanecieron apegadas a la tradición, aun respetando la aparición de una nueva forma divina, Atón, de la que dependía su dicha y su prosperidad. El faraón no es un hombre político. Es un rey-dios. No puede ser «contestado», en la medida en que su ser simbólico forma el eje que une el cielo con la tierra. De él depende el bienestar espiritual y material de todo el país. Que la forma divina de un reinado se modifique con respecto al reinado precedente no disminuye en nada la estatura del faraón.
¿Akenatón fue el creador del monoteísmo?
El problema está mal planteado. Los dos milenios de evolución religiosa de Occidente han terminado por hacernos creer que el monoteísmo constituye la forma superior de la religión, mientras que el politeísmo es su forma atrasada.
Los antiguos egipcios no compartían tal opinión. Monoteísmo y politeísmo son dos aspectos dogmáticos igualmente insuficientes para dar cuenta de la naturaleza de lo sagrado.
Punto esencial, los egipcios no creían ni en Dios ni en los dioses. Conocían y experimentaban. Para acceder a la inmortalidad, hay que conocer, no creer. De ahí la importancia de los textos y los rituales, concebidos como una verdadera ciencia del ser.
¿Qué nos enseñan esos textos y rituales? Que cada divinidad es la expresión del Uno, pero que el Uno no suprime lo múltiple. El dios «monoteísta», privado de dioses, no supone ningún progreso, sino que traduce una insuficiencia de percepción de lo sagrado. En cada templo, hay el uno y sus manifestaciones. «El dios único que se transforma por sí mismo en una infinidad de formas —se dice de Amón—; cada dios está en él.»
Hablando con propiedad, la «religión» egipcia es lo que une el ser a lo sagrado por una multiplicidad de vías, todas las cuales se orientan hacia un centro que no puede ser percibido directamente por el individuo, cuyas «competencias» espirituales serán siempre notoriamente insuficientes. Por eso la creencia, por sincera que sea, no puede reemplazar un conocimiento obtenido con la práctica de los símbolos y los ritos.
Akenatón no tuvo jamás la intención de crear el monoteísmo y de luchar contra el politeísmo. Ese tipo de problema es completamente ajeno a la mentalidad egipcia. La espiritualidad egipcia consiste en el conocimiento de la circulación de energía que existe entre lo uno y lo múltiple, entre el centro y la periferia.
Cada faraón está obligado a formular, mediante una puesta en evidencia particular de la potencia divina, un camino hacia ese conocimiento.
El egiptólogo inglés Gardiner pensaba que Akenatón se había contentado con practicar su mística personal dentro de los límites de Amarna y que no se interesaba por el mundo exterior. Otros eruditos sostienen una teoría opuesta. ¿Acaso no se erigieron templos de Atón en Heliópolis, Menfis, Hermonthis y sin duda otras regiones de Egipto? ¿No tenía Akenatón la intención de edificar una religión que, tras haberse extendido a todo Egipto, tomaría un carácter universal? «¿Qué potencia existía en el mundo —se interroga Weigall— capaz de hacer tambalear un imperio cuyo dios único sería comprendido y adorado desde las cataratas del Nilo hasta el lejano Éufrates?»
¿No se puede alegar en apoyo de esta tesis la existencia de la política universalista practicada por Tutmés III, que combinaba sus victorias militares con una expansión religiosa? ¿No fue sensible Amenofis III, el padre de Akenatón, a una comprensión entre las religiones de su tiempo y no acogió en Egipto a divinidades extranjeras?
Atón había creado la diversidad de las lenguas y las razas, pero concedía sus beneficios a la totalidad de los seres. El dios se presentaba, pues, como el fermento de una comunión religiosa de todos los países que mantenían relaciones con Egipto. ¿Por qué no abandonar el sueño engañador de una dominación militar, siempre discutida, y favorecer más bien el nacimiento de una comunidad de pueblos, basada en un culto único?
El halcón, antiguo símbolo de la fuerza solar, no era verdaderamente comprensible salvo para los egipcios. ¿Akenatón juzgó indispensable reemplazarlo por otro símbolo, el del disco solar, cuya significación estaba clara para las poblaciones más diversas? Todos podían comprobar los efectos benéficos del sol y contentarse con este enfoque elemental de lo divino.
Esta visión «universalista» de Atón nos parece ahora muy romántica. Implicaría una voluntad de conversión, un carácter misionero que fueron siempre completamente ajenos a la religión egipcia. Precisamente, un Tutmés III, que hubiera podido ser un colonizador riguroso, tuvo gran cuidado de dejar a los territorios bajo protectorado egipcio su autonomía religiosa.
Cierto que el carácter sagrado de la luz divina es universal. Atón, en su principio, no conoce fronteras. Pero su carácter metafísico no indujo a Akenatón a ninguna cruzada.