En el año 8 de su reinado, el rey renueva el juramento que había prestado en el año 6. Montado en un gran carro de oro fino, parte para inspeccionar las estelas fronterizas, al sur de la ciudad. El octavo día del primer mes de invierno, el rey se compromete de nuevo a respetar los límites de la ciudad del sol, una confirmación teológica del nacimiento de la capital dedicada a Atón.
¿Por qué era necesaria tal confirmación? Lo ignoramos. ¿Qué acontecimientos ocurridos entre el año 6 y el año 8 pudieron forzar al rey a reiterar su compromiso de manera tan solemne? Ningún documento lo indica.
En el año 9, aparece un nuevo nombre de Atón: «Ra vive, el regente de la región de luz que jubila en la región de luz en su nombre de Ra, el padre, que ha venido en tanto que Atón». En otras palabras, se suprimen las referencias a Horajti, el dios solar con cabeza de halcón, y a Chu, el dios del aire luminoso. Sólo resta Ra, al lado de Atón, en ese nombre sagrado que permanecerá en vigor hasta el final del reinado. Atón se convierte en «Padre divino y real», utilizando todo el poder creador de Ra. Atón vela él solo sobre el faraón y le regenera a diario, apareciendo como un formidable «núcleo» de energía, fuerza creadora que da la vida a través de la luz. No solamente luz manifestada por la claridad del sol, sino también claridad sobrenatural, que tiene poder absoluto sobre la creación, dependiente de ella.
Este acto metafísico va acompañado por una extraña disposición: Akenatón da orden de destruir las estatuas de Amón y de martillar el nombre del dios. «Por todas partes —escribe Legrain— se proscriben o destruyen por orden real las imágenes de Amón. Pocos monumentos, tumbas, estatuas, estatuillas, incluso objetos menudos escaparon a las mutilaciones… Se llega a escalar hasta lo más alto de los obeliscos y a descender al fondo de las tumbas para destruir los nombres y las Imágenes de los dioses.» Tampoco se salvan los pequeños escarabajos. El signo jeroglífico que sirve para designar a «los dioses» es suprimido de las inscripciones, puesto que se halla en contradicción con la noción de un dios único.
Sin embargo, la descripción de los hechos es demasiado apocalíptica. Cierto que Akenatón ordenó martillar los nombres divinos, estableciendo así un «vacío mágico» alrededor de Atón. Pero no hay que olvidar algunos detalles intrigantes. Por ejemplo, en la tumba de Ramosis, no se destruyó el primer nombre de Akenatón, esto es, Amón-Hotep. En la tumba de Kerue, el nombre de Amón fue borrado en todas partes, a excepción de los cartuchos reales de Amenofis III y Akenatón. En una estela de Amenemhet, se suprimió el nombre de Amón, pero el de Osiris permaneció intacto, pese a ir acompañado por el de varios dioses antiguos, Isis, Horus, Geb y Nut. No obstante, dicha estela resulta muy provocativa, puesto que se define en ella a Osiris como el primero de los dioses, creador del cielo y de la tierra…
Se podrían citar otros casos en que no se llevaron a cabo las supresiones de los nombres divinos. Fayum, por ejemplo, parece haber escapado casi por completo a los martilleos y, por consiguiente, a la influencia atoniana.
Al martillar el nombre de los dioses, Akenatón suprime su facultad de encarnación y aniquila su influencia. Atón reina como único señor. Partidarios y adversarios modernos de Akenatón se acaloran cuando comentan la decisión del rey. Se le trata de loco, de fanático, de sectario, de epiléptico, de soñador convertido en verdugo, de demente empeñado en vengarse de un clero al que odiaba. Daumas compara a Akenatón con Asoka, Marco Aurelio y san Luis por su tentativa de insuflar un hálito de espiritualidad en la trama de los acontecimientos políticos. Su culto a la fuerza universal, el Atón, va acompañado por el reconocimiento de una identidad básica entre los hombres.
Daniel-Rops se muestra lírico al hablar de Akenatón como de un rey «a quien los poderes de la tierra parecen irrisorios comparados con los del cielo».
Dos investigadores, ambos estudiosos del esoterismo egipcio, sostienen una opinión radicalmente distinta sobre el conflicto que opuso al rey y a los sacerdotes de Amón. Enel piensa que Akenatón se equivocó al abrir las puertas del templo, al divulgar las enseñanzas secretas y proponer a todos lo que sólo debía ser conocido por algunos. «Se comprenderá —explica— la ira que esta profanación tuvo que despertar entre los iniciados, que la consideraron como un sacrilegio, como una violación del sanctasanctórum de la enseñanza antigua.» Para Schwaller de Lubicz, al contrario, la aventura de Akenatón encaja perfectamente con el desarrollo simbólico de la historia egipcia. En su opinión, Akenatón, rey «femenino», es la correspondencia exacta de Hatshepsut, reina «masculina».
Schwaller de Lubicz no cree en el odio visceral de Akenatón contra el clero tebano y señala que la supresión de los nombres divinos, lejos de obedecer a una furia vengadora, fue un trabajo metódico y preciso. Muchos de los nombres fueron martillados de manera que quedasen visibles. «Akenatón —escribe Schwaller de Lubicz— ejecutó el gesto necesario: borrar momentáneamente la expresión de los principios que debían dejar lugar a la función que él encarnaba, suprimir todo lo que concernía al culto representante de las funciones periclitadas.»
Todas estas explicaciones contienen ciertamente parcelas de la verdad. Está claro que Akenatón divulgó aspectos del pensamiento egipcio hasta entonces mantenidos secretos y es cierto también que el martilleo de los nombres fue una «operación» mágica, y no una destrucción sistemática.
Si Akenatón experimentó la necesidad de prestar de nuevo juramento, si el nombre de Atón tenía que imponerse de manera mágica por la supresión del resto de las divinidades (a excepción —una excepción verdaderamente— notable de Ra), se debió a que la reforma religiosa tenía que ser acelerada. Lo mismo que la ciudad del sol quedó encerrada en límites espaciales que no sobrepasaría, la existencia de Akenatón lo fue en hitos temporales, en cuyo interior se desarrolló la revelación atoniana.
Ninguna guerra de religión, ninguna sevicia contra aquellos que no veneraban a Atón, ninguna persecución. La decisión de Akenatón no se explica ni por razones políticas ni por causas sociológicas. Se trata de un itinerario puramente mágico, impuesto por el «programa atoniano», perfectamente acorde con el genio del reinado.
Los escultores dejaron intactos en muchas regiones y muchas aldeas los nombres de las antiguas divinidades. Akenatón no era tan ingenuo para creer que les daría tiempo a recorrer todo Egipto. Sencillamente, consideraba importante intervenir en algunos puntos neurálgicos.
Yoyotte y Vernus no creen ni en una crisis religiosa ni en la existencia de un Atón fanático e intolerante. En efecto, es posible añadir varios argumentos decisivos a los que hemos propuesto ya. No se dio en el país ninguna rebelión, ni religiosa ni civil. Los egipcios conservan en sus nombres el de las divinidades tradicionales y no los reemplazan por el de Atón, lo que significa que su ser espiritual permanece fiel al panteón clásico. En la propia ciudad del sol, existen numerosas huellas de la religión practicada durante siglos. La policía real no interviene ni toma ninguna medida contra aquellos que adoran otras divinidades que Atón. En la estela de un dignatario, se ve incluso aparecer el Atón único teniendo a su lado a Osiris-Sokaris y a Jnum.
La simbología religiosa tradicional no fue ni suprimida, ni perseguida, ni abandonada.
Y aunque en efecto se procedió al martilleo de nombres divinos, la visión romántica de la experiencia atoniana exageró mucho su importancia. No imaginemos a una horda de fanáticos, cincel en mano, precipitándose sobre los templos y las tumbas. Sólo algunos escultores, designados por el rey, trabajaron minuciosamente, borrando el nombre de Amón para que apareciese el de Atón, dotado de un poder suplementario.
No se debe adjudicar obligatoriamente a esta acción mágica y teológica, como se ha tomado la costumbre de hacer, el calificativo de fanática. Akenatón sabía muy bien que no destruiría a Amón. No devastó su sede sagrada, Karnak. Quiso que, durante el periodo de reinado que le había sido concedido, la influencia del dios de Tebas permaneciese oculta, a fin de acrecentar así la de Atón.